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Cuatro jugadores, cuatro palos 4 page

—Es hermoso. Muy hermoso.

—¿El más hermoso que habéis contemplado en vuestra vida?

—Sin dudarlo.

—¿Y no os habéis enamorado de él? Siempre lo recordaréis.

—Y vos, ¿os habéis enamorado de él?

—Claro. Mas no es lo más hermoso que conozco.

Pelayo se armó de valor mientras Leonor agachaba la cabeza, ignorando si quería seguir escuchándole.

—Deberíais callar.

Pero él estaba lanzado.

—Lo más hermoso que conozco sois vos. Sois más bella que este paisaje y que todos los paisajes del mundo.

—Por favor, Pelayo.

—Os amo, Leonor. Os amo con más fuerza que la de las olas que golpean esas rocas. Os amo desde el primer momento que os conocí. Vos lo sabéis.

—No sigáis. Por Dios os los pido. Tengo algo importante que deciros.

El muchacho amainó su fogosidad ante la solemnidad del rostro de la muchacha.

—¿De qué se trata?

—Nuestro amor no es posible.

Aquellas palabras vehementes le golpearon en el alma. Tuvo que reprimir la congoja para que no le brotaran las lágrimas.

—¿Por qué no lo es?

—Hice una promesa.

—¿Una promesa? ¿A quién?

—A Dios. Le prometí que si mi padre salía pronto de la cárcel, sano y salvo, regresaría al convento.

—¿Por qué lo hicisteis?

—Estaba preocupada por él. Además, quise que eligiera el destino por mí. Yo no me veía capaz.

—Entonces, ¿vos no me amáis?

—Eso ya no importa.

—¡A mí sí que me importa! Debo saberlo. ¡Tengo derecho a saberlo!

—No os voy a responder. ¿Para qué? Si os digo que no, os partiré el corazón. Y si os digo que sí, lo haré igualmente.

—Decidme que no, y tras el viaje de vuelta nunca volveré a molestaros.

—No puedo contestar, Pelayo. Por favor, no me obliguéis —sollozó.

—Sé que me amáis.

La muchacha sacó un trozo de papel de un bolsillo interior de su basquiña.

—Tomad.

—¿Qué es?

—La nota que me regalasteis. No puedo tenerla en el convento.

Él la leyó de nuevo.

Pelayo ama a Leonor. ¿Qué hago con ella? —preguntó, invadido por la tristeza.

—Si me amáis, no sigáis martirizándome. Guardadla... o rompedla.

En aquel momento, las olas arrastraron un recipiente transparente hacia la orilla depositándolo a sus pies. Era una botella de cristal. Él se agachó para recogerla.

—Mirad lo que nos ha traído ese destino del que tanto os gusta hablar.

—Debemos volver. Ya se habrán levantado todos.

El paseo de regreso fue igual de callado, pero tremendamente triste. Pelayo sacudía la botella, intentando extraer las últimas gotas de agua. Echó la vista atrás. En la arena sólo quedaban huellas. Huellas que, tarde o temprano, borrarían el viento o el mar. No obstante, ni el viento ni el mar, ni mil años que transcurriesen, serían capaces de borrar la huella del desamor estampada aquella mañana en su corazón.



Al llegar a la altura de la Arrantzalearen Ostatu, el joven se detuvo. Con cuidado dobló el papel para meterlo en la botella. Leonor le observó unos pasos más allá. Acto seguido, echó mano a su faltriquera y extrajo un diminuto objeto. Se trataba del tapón de corcho del vino francés que bebieron la primera noche en Balmaseda. Trató de introducirlo en el cristal. Sin embargo, era un poco más grande que el cuello. Sacó una navaja y lo limó hasta que encajó a la perfección. Finalmente, estiró el brazo hacia atrás para que su rabia arrojara la botella al mar.

—Que sea el destino el que determine qué hacer con mi declaración de amor —dijo elevando la voz para que ella le oyera.

Leonor pareció no atenderle. Dándose la vuelta se encaminó despacio a la posada. Sus pies se arrastraban lastrados por la incertidumbre y el remordimiento. Con lágrimas en los ojos, dejó caer la capa sobre la arena mientras su voz susurraba una confesión.

—Te amo —murmuró.

Pero el viento, celoso, se llevó sus palabras lejos de donde Pelayo pudiera oírlas.

—oOo—

 

Un puñado de rocas valientes unía la isla con la costa. Sobre ellas, unas cuantas maderas húmedas a duras penas se mantenían en equilibro. Sólo la belleza del destino impulsaba a desafiar la precariedad de aquella destartalada pasarela. Al otro lado, doscientos treinta y siete escalones de piedra serpenteaban el peñasco en busca de la pequeña iglesia.

Desde el instante en que don Fernando la contempló ese amanecer, apostado en la ventana de la posada, intuyó que allí se cobijaba Isaías Irastorza. No obstante, ya que les pillaba de camino, había decidido detenerse previamente en la ermita de San Pelayo. Como esperaba, su interior se hallaba vacío y en sus alrededores no vieron más que algunas vacas pastando en las campas, que les observaron expectantes sin dejar de rumiar.

Así que continuaron hacia su destino, y ahí se encontraban los dos. Pelayo miraba con recelo el viejo puente.

—Habéis de saber que no sé nadar —dijo.

De vez en cuando el mar empujaba con fuerza algunas de sus olas para demostrar su bravura. La última les salpicó al romperse.

—¿Tienes miedo? —le preguntó el vizconde, con una media sonrisa.

—Llamadlo como queráis, señor.

—Anda, vamos —ordenó, mientras se bajaba de su cabalgadura—. Dejemos aquí las yeguas y subamos.

El vizconde estudió el panorama. Él no temía al mar, sino al efecto de todas aquellas escaleras en sus rodillas. Sin embargo, no protestó. Con paso firme caminó sobre las rocas. Al llegar a la isla echó la vista atrás. Pelayo seguía sin moverse. Poco antes, el desamor le acababa de extraviar la mirada.

El sol jugaba al escondite con unas nubes de perfiles grises. El doctor Zúñiga se sentó. El tiempo apremiaba; no obstante, mantuvo la calma. Aquella mañana, desde la ventana, no sólo tuvo oportunidad de ver el paisaje. Por eso, sabía por qué el muchacho no desayunó con ellos y por qué apenas había abierto la boca en las últimas horas. Conocía esa mirada. Era la misma que a él le devolvían los espejos. La melancolía le arrancó un suspiro. Veinte años sin Pilar. ¡Lo que él hubiera dado por pasear con ella por la playa! También se compadeció de Leonor. ¡Lástima que hubiera heredado sus dudas!

Por un momento el muchacho pareció recobrar el sentido de la realidad. Tras algunas paradas titubeantes, consiguió cruzar el puente. Al llegar a la altura del vizconde quiso disimular su tristeza.

—Disculpadme, señor. Pero soy de secano.

—¿Dispuesto a subir las escaleras?

—¡Qué remedio! Nunca vi tantas juntas. Ni siquiera en las torres de los campanarios.

—Si no encontramos al ermitaño ahí arriba, al menos disfrutaremos de las vistas.

La dueña de la posada, una simpática bermeotarra, se había encargado de cantarles las excelencias y las historias de los sitios cercanos, y en especial las de San Juan de la Peña[46]. Y aunque los lugareños lo consideraban una isla, en realidad se trataba de un tómbolo unido a la costa mediante el sinuoso istmo sobre el que se asentaba el puente. A medida que lo ascendían, don Fernando se entretenía en recordar sus leyendas para olvidarse del cansancio.

Parajes agrestes, castigados por el mar y por los piratas. Hasta allí habían llegado soldados, corsarios y buscavidas atraídos por la singularidad de la isla, con la creencia de que albergaba ricos tesoros o suculentos manjares. El mismísimo sir Francis Drake consiguió saquearla. Sin embargo, fueron catorce navíos cargados de herejes franceses de la ciudad rebelde de La Rochelle los que la arrasaron, despeñando al ermitaño que la custodiaba. Era el sino de la ermita. Levantarse sobre sus cenizas, una y otra vez.

Los dos hombres tomaron aire en uno de los recodos. Palomas bravías, gaviotas de patas amarillas y cormoranes moñudos sobrevolaban la vecina isla de Los Conejos[47]. Miró hacia arriba. La cima parecía en calma. El mar, el viento y las aves orquestaban con esmero sus pacíficos sones. Sobre las aguas, tres barcos pesqueros volvían de faenar y se acercaban al islote para darle gracias al santo por su feliz regreso.

—Señor, ¿por qué a los vizcaínos les da por construir sus ermitas en sitios tan altos? Entre la subida al Colisa y la de hoy, estoy reventado —protestó Pelayo.

—La juventud ya no aguanta nada —respondió don Fernando, esbozando una sonrisa para disimular su cansancio—. Prosigamos.

Minutos más tarde sus pies alcanzaron el último peldaño. El esfuerzo merecía la pena. Durante unos instantes ninguno de los dos pronunció palabra alguna. En parte por recobrar resuello, pero principalmente encogidos por la hermosura de cuanto les rodeaba. En una bella explanada les aguardaba la ermita centenaria. Construida piedra sobre piedra por los caballeros templarios seiscientos o setecientos años atrás para honrar a San Juan Bautista. La tradición contaba que el profeta había extendido su doctrina hasta aquel recóndito confín.

—Si Isaías Irastorza está aquí, ya sabrá de nuestra presencia —dijo al fin Pelayo.

—Eso seguro. Desde que iniciamos el ascenso —corroboró el vizconde.

—Aunque aquí parece que hay pocos sitios para esconderse.

—Ni para escapar. Si se ve acorralado, nos atacará. Así que será mejor que nos movamos con cuidado. No te separes de mí.

—No lo haré.

Sobre el portón principal, una espadaña de sillería albergaba una pequeña campana.

—La posadera me contó que al que la toca tres veces, San Juan le aleja los dolores de cabeza y los malos sueños —comentó el vizconde.

—¿Pero el Bautista no murió decapitado? —preguntó Pelayo.

—Pues por eso será —dijo don Fernando, reprimiendo la risa.

—Aun así, quizás la haga sonar más tarde.

—Vamos a entrar.

—Tal vez deberíamos hacerlo sin procurar ser sigilosos. Si el ermitaño está aquí, deberíamos mostrarnos en son de paz —sugirió el muchacho.

—Es posible que tengas razón —y sin pensárselo dos veces gritó su nombre desde la puerta—. ¡Isaías! ¡Isaías!

Sin embargo, nadie contestó. El doctor Zúñiga volvió a insistir.

—¡Isaías! ¡No pretendemos haceros daño! ¡Simplemente nos gustaría formularos unas preguntas! ¡Isaías!

Aún aguardaron unos instantes antes de acceder al recinto de una sola nave y ábside poligonal. Esta vez, don Fernando decidió no desenvainar su espada. Tomó agua bendita con dos dedos y, antes de persignarse, humedeció los de Pelayo. Las paredes estaban cubiertas de exvotos de arrantzales agradecidos por una buena costera o por haber sobrevivido a algún naufragio. Aparejos de pesca e imágenes de santos formaban un pintoresco conjunto. Una cruz, sobre la proa de una embarcación, presidía el altar.

De inmediato se dieron cuenta de que allí no se encontraba nadie. No tardaron en registrar la capilla. Lo único interesante que hallaron fue una caja de madera llena de naipes bajo el ara. El vizconde se colocó los anteojos para rebuscar entre ellos. En apariencia, no había más que cartas españolas. Oros, copas, espadas y bastos revueltos sin orden ni concierto.

—¿Qué hace esto aquí? —preguntó Pelayo, mientras su mentor repasaba agachado las cartas una a una.

—No lo sé, hijo. A ver si va a resultar que al ermitaño le gusta jugar —bromeó el doctor.

—A base de predicar contra el juego, a lo mejor se ha hecho un experto del mus —respondió, divertido.

—Sí. ¡Quién sabe!

De repente, apareció un naipe distinto al resto. ¡Allí estaba, mezclado con los demás! Don Fernando apoyó una mano en el suelo para incorporarse, con la satisfacción reflejada en su cara. El muchacho le asió presto del brazo para ayudarle.

—¿Es lo que buscabais, señor?

—Así es.

—¿De qué se trata?

—Compruébalo tú mismo —le dijo, entregándole la carta.

Su silbido de sorpresa retumbó en el templo.

—¡Vaya naipe más feo! Pero me he quedado igual —reconoció el joven—. ¿Qué significa este esqueleto viviente?

—Es el naipe que faltaba en la baraja de tarot de Uría. Representa a la muerte.

—Ayer me contasteis lo de la nota. También lo del tarot y sus naipes, como el del ermitaño, mas no me comentasteis nada de que faltaba uno —las palabras de Pelayo denotaban cierto atisbo de reproche.

—Si te lo cuento todo, vas a saber tanto como yo —respondió el vizconde sonriendo.

—Ya —dijo el muchacho, no muy convencido por la respuesta, devolviéndole la carta—. Esto significa que Irastorza es el asesino de Uría.

—O que, al menos, estuvo en el caserío.

—¿Y ahora qué hacemos, señor?

—Echemos un vistazo afuera.

Unos metros más allá de la ermita, cuatro paredes de piedra conformaban un cochambroso refugio. Los dos hombres se dirigieron hacia él. La puerta carecía de cerradura y parecía cerrada. El doctor Zúñiga la empujó con fuerza, pero no consiguió abrirla.

—Está trancada por dentro —confirmó el muchacho.

—¡Isaías! —el vizconde elevó la voz, golpeando la puerta con la palma de la mano—. ¡Somos tan detractores de los naipes como vuestra merced!

Al cabo de unos instantes se oyeron pasos en el interior de la casa.

—¡Fuera de aquí! —gritó una voz hosca desde dentro—. ¡Este es un lugar sagrado!

—Isaías, somos gente de paz —don Fernando suavizó el tono.

Tras unos instantes de tensa espera, sonó un chasquido seco. Los goznes de la puerta chirriaron parsimoniosos. En medio de la penumbra brillaron dos enormes ojos verdes y acuosos. Su expresión distante aparentaba no ser de este mundo.

—¿Qué deseáis? —dijo su propietario, sin abandonar su acrimonia.

—¿Sois Isaías Irastorza? —quiso cerciorarse el vizconde.

—Creo que he preguntado yo primero.

—Mi nombre es Fernando de Zúñiga.

—No me interesa vuestro nombre, sino qué deseáis —insistió.

—Me gustaría preguntaros por una partida de mus.

El eremita se asomó lo suficiente para enseñar su rostro. Correspondía a un hombre alto y enjuto, de unos cincuenta años, que vestía ropajes de clérigo. Llevaba mal afeitada la coronilla, como si hubiese renegado de la tonsura. Su barba frondosa y canosa le cubría casi toda la cara. Sin embargo, tenía un porte distinguido, rayando en lo apuesto.

—¿Os gustan los juegos del maligno? —inquirió, esbozando una enigmática sonrisa que dejó al descubierto una sana dentadura.

Hasta aquel momento, el ermitaño apenas había mostrado síntomas de locura. Únicamente, su gesto iluminado hacía recelar al vizconde. Miraba a un lado y a otro, con los ojos muy abiertos, como un recién nacido descubriendo el mundo.

—No, no me gustan los naipes. Aunque creo que a vuestra merced sí.

—¿Cómo osáis realizar tamaña afirmación? —preguntó, enfurecido.

—Me aseguran que os han visto frecuentar casas de tablaje —respondió el vizconde sin inmutarse.

—¡Para alejar de ellas a los pecadores!

—¿Os referís a los jugadores?

—Jugadores o pecadores, ¿qué más da?

—Algunos jugadores no volverán a pecar, por la sencilla razón de que han sido asesinados.

—¡Habrán recibido su justo castigo!

—¿Vuestra merced sabe jugar al mus?

—Hay que conocer el pecado para conocer a los pecadores.

En medio de aquella respuesta, don Fernando creyó percibir un tenue destello en sus ojos, como si escondiesen una pasión secreta. Recordó las palabras de Antzara cuando, hablando del honor, comentó que todo jugador de mus se cree el mejor y que al preguntársele sobre sus conocimientos del juego, respondía con una sonrisa condescendiente. La misma que acababa de atisbar en el rostro de Irastorza.

—¿Estuvisteis la noche de San Fernando en la taberna de El muslari tuerto?

—Yo persigo el pecado. Intento que los hombres no jueguen con esos naipes creados por el mismísimo demonio. Si lo hacen, a pesar de mis advertencias, han de atenerse a las consecuencias —ahora el eremita hablaba de manera calmada, con prolongadas pausas entre sus frases, como si alguien le estuviese dictando.

—Quizás aquel día, pretendisteis ser testigo de una excepcional partida de mus.

—Yo sólo soy testigo de la palabra de Dios. ¿Olvidáis que llevo nombre de profeta?

—Del príncipe de los profetas —le halagó el doctor Zúñiga.

Y castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad... —Irastorza parafraseó al profeta Isaías.

—...y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes —completó don Fernando, que conocía aquella profecía sobre el Apocalipsis.

—Nadie tiene más arrogancia que un jugador de mus —sentenció el ermitaño.

—Han muerto los cuatro jugadores de aquella partida. Eran los mejores.

—Y los más soberbios.

—¿Cesáis el pecado con la muerte?

—La muerte no es más que el principio de la vida eterna.

El vizconde extrajo la carta de tarot de su faltriquera.

—¿Qué me decís de este naipe? ¿De dónde lo habéis sacado?

El eremita lo contempló como si le hubiesen mostrado al mismo diablo.

—¡Apartadlo de mí!

—¿Qué significa INRI, Isaías?

—¡No nombréis a Dios en vano!

—Isaías Irastorza, ¿sois responsable de las muertes de todos y cada uno de los jugadores de aquella partida? —don Fernando aprovechó el desconcierto del clérigo para adoptar su tono más inquisidor.

—¡Ellos eran pecadores! ¡Apartad ese maldito naipe!

—¿Les matasteis? —insistió el doctor Zúñiga.

En el fragor de la conversación, ninguno de ellos se percató de la llegada de una inesperada visita. Con el cansancio reflejado en sus rostros, cuatro caballeros emprendían el último tramo de la escalinata. Fue Isaías el primero en detectar su presencia.

—¿Quiénes son esos?

Pelayo y don Fernando se giraron. Con sorpresa, comprobaron cómo se acercaban don Gutierre Laso de la Vega y don Pedro del Ano y de la Piedra.

—Son el corregidor y el teniente general del Señorío de Vizcaya, acompañados de dos alguaciles —informó el vizconde.

—¿Media docena de hombres para atrapar a un pobre ermitaño? —quiso saber Irastorza.

—¡Por el amor de Dios, Isaías! ¡Confesad vuestro crimen antes de que lleguen!

—¡Estoy sentenciado!

Y antes de que nadie lo impidiera, propinó un manotazo en la cara de Pelayo para apartarle, emprendiendo una alocada huida a ninguna parte.

—¡Isaías Irastorza! ¡Deteneos en nombre de la justicia! —solicitó don Gutierre.

—¿Qué justicia? ¡Reniego de la justicia de los hombres! ¡Sólo Dios puede impartirla!

Los dos alguaciles corrieron tras el clérigo con las espadas desenvainadas, acorralándole entre los riscos. Antes de que le alcanzara la comitiva, ya se había encaramado sobre una roca al borde del acantilado.

—Veo que os habéis adelantado —le susurró don Gutierre a don Fernando al pasar junto a él.

Sin embargo, el vizconde no contestó. Se limitó a mantener la distancia, esperando el inminente desenlace.

—¿No vamos a hacer nada? —le preguntó Pelayo, con angustia.

Alea jacta est[48] —se limitó a contestar.

Mientras tanto, el eremita mantenía con dificultad el equilibrio. Con los ojos fuera de las órbitas miraba hacia abajo, atraído más por entregarse al mar que a sus perseguidores.

—Isaías Irastorza —habló el corregidor—. Se os acusa de los asesinatos de Mikel Jauregi, Pedro Urtiaga, Íñigo Legizamon y Jon Uría. ¡Bajad y acompañadnos!

—¿Y morir en la horca? ¡Jamás!

—Tendréis un juicio justo. ¡Os conmino a que os entreguéis a la justicia!

—¡Yo sólo me entregaré a la justicia de Dios! —exclamó.

El viento azotaba sin compasión. Ante la vehemencia de la respuesta, el teniente general ordenó a sus alguaciles que se acercaran al acantilado. Estos obedecieron. Sin embargo, su única preocupación radicaba en no tropezar. A duras penas, llegaron a tener al ermitaño casi al alcance de sus espadas.

—¡No nos obliguéis a emplear la fuerza! —el corregidor realizó una nueva tentativa.

Pero ya era tarde. Isaías Irastorza sabía que su última hora había llegado. Con la mano izquierda se arrancó el crucifijo de plata que llevaba colgado sobre el pecho. Con la derecha se persignó tres veces, con parsimonia. Como si disfrutara encomendándose a Dios. Luego elevó los brazos y miró al cielo. Con el gesto sereno, dio un paso al frente y se precipitó al vacío.

Don Fernando trató de dominar su vértigo para asomarse. Apenas le dio tiempo de comprobar cómo la resaca de las olas se llevaba su cuerpo mar adentro. Mientras, los presentes se hicieron la señal de la cruz.

—Todo ha concluido, doctor Zúñiga —aseveró don Gutierre—. Estaréis contento.

—Acaba de morir un hombre. No puedo estar contento.

—El hombre que mató a vuestro amigo. Simplemente se ha hecho justicia —se disculpó el corregidor—. Además, tengo entendido que no es el primer guardián de la ermita que muere despeñado.

—Ya lo supongo. ¿Cómo sabíais que Irastorza estaba aquí?

—Hallamos un naipe con el dibujo de un ermitaño en el caserío de Uría, y anoche Eugenio González Gorostiza nos puso sobre la pista.

—¿Os habló de que el clérigo podía estar en una ermita de la costa?

—Fue más preciso. Nos habló de San Juan de la Peña.

—Ya —respondió, disimulando un mohín contrariado.

—Y vuestra merced, ¿cómo disteis con él?

—Es una larga historia.

—He podido comprobar en persona que la fama de investigador que os precede es merecida.

—Simple intuición aderezada con sentido común —afirmó con falsa modestia.

—¿Bajáis?

—Nos quedaremos un rato a rezar por el alma de ese desgraciado —mintió.

—Como queráis. Supongo que regresaréis a Salamanca enseguida.

—Tan pronto como pasemos por Balmaseda para recoger el equipaje.

—Nosotros nos vamos ya. ¿Amigos? —dijo don Gutierre, ofreciéndole la mano.

—Amigos —le respondió, estrechándole la suya.

El corregidor se alejó escaleras abajo, acompañado de sus hombres, satisfecho por el deber cumplido.

—Al final, el ermitaño se creyó la mano del castigo divino —recapituló Pelayo.

—Es posible. Pero me sorprende que en ningún momento confesara —reconoció el vizconde.

—Tampoco lo negó.

—Tenía su propio lenguaje.

—Entonces, ¿no creéis que fuese él?

—Supongo que sí. De todos modos, echaremos un vistazo en su aposento.

El refugio constaba de una única habitación. Constituían todo el mobiliario un camastro, un arca, una jofaina, un crucifijo, un rosario, una silla y una mesa. Sobre ella se extendían dieciséis naipes en grupos de cuatro.

—¡Jugaba al mus él solo! —descubrió el muchacho.

—Sí que sabía jugar —confirmó don Fernando, sonriendo.

Junto a la baraja, descansaba una especie de broche con el colgante roto. El vizconde lo recogió para observarlo. Con la extrañeza en la cara, se colocó las lentes para contemplarlo mejor.

—¿Qué es, señor?

—Un camafeo. Engastado en un marco ovalado de oro y esmalte negro. Hay una efigie de una mujer tallada en citrina.

—¿Qué es citrina?

—Un mineral transparente, de color limón. Aún hay quien cree que protege de los malos pensamientos y del veneno de las serpientes.

—¿Puedo verlo?

—Claro —dijo, entregándoselo—. ¿A quién os recuerda la mujer?

—¡Señor! ¡Que me aspen si no es Gorane Otamendi!

 

Capítulo VIII

 

Desapariciones

 

Sus rodillas les suplicaron un descanso tras el descenso de la interminable escalinata. El doctor Zúñiga y Pelayo la contemplaron desde abajo, sentados en una roca. El islote de San Juan de la Peña permanecía tan callado como ellos, restañándose de nuevo de las heridas infligidas por los hombres. Esas que le dolían más que las provocadas por el mar. Don Fernando creyó vislumbrar cierto remordimiento en los acantilados, llenos de reflejos de belleza y de muerte.

La isla ya no era la misma a los ojos de sus últimos visitantes. A pesar de haber sido conquistada, se mostraba lejana. Como una hermosa mujer de besos ardientes y corazón helado, incapaz de entregar el alma. Aquel paisaje rebelde acababa de acoger a su ermitaño para integrarle en él eternamente.

Pelayo tenía la mirada fijada en la campana de la ermita. La había hecho repicar tres veces, como exigía la tradición, con la esperanza de que San Juan le librara de los malos sueños. ¿Alejaría también los malos pensamientos? En ese momento se arrepintió de no haberla tocado un poco más. Aunque se le pasó por la cabeza que la del Bautista no andaría para ocuparse de sus cuitas.

—¿Qué piensas? —quiso saber el vizconde.

—Nada.

Quizás se encontrasen en uno de esos lugares en que la mente fuese capaz de vaciarse por completo. Sin embargo, no le creyó. Aun así, no trató de arrancarle las palabras.

—Deberíamos irnos —sugirió don Fernando.

—¿Sabéis? —Pelayo formuló la pregunta como quien está a punto de sincerarse—. Es extraño.


Date: 2016-03-03; view: 486


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