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Una partida de cartas

 

Desde tiempo inmemorial, rematantes de abastos y vendedores ofrecían sus géneros y sus mercancías dos días por semana en Balmaseda. Como cada miércoles y cada sábado, el bullicio se erigía en el protagonista de la plaza de San Severino. El mercado contaba con el privilegio de ser el único de la zona. Y a pesar de que localidades limítrofes trataban ocasionalmente de acabar con este monopolio, los balmasedanos siempre lograban preservar su prebenda.

Los puestos constituían una auténtica explosión de olores y colores. Las especias embriagaban el ambiente. Allí convivían todos los artículos de comer, de beber y de arder: cabrito, cecina, pichones, gallinas, tocino, bacalao seco de Islandia o remojado de Irlanda, sardinas frescas y saladas, merluza, salmón, peras, aceitunas, garbanzos, queso, ciruelas, naranjas y limones, hortalizas, borona, trigo, sal, nieve, paja, pan, txakolin, cera de abejas, aceite, velas de sebo, leña o grasa de ballena componían un atractivo batiburrillo.

Los vecinos de la villa ya habían ejercido su derecho de comprar los primeros, beneficiándose de la calidad y del precio. Los alguaciles vigilaban que estos no revendieran sus productos a las gentes llegadas de los alrededores que acudían para abastecer sus despensas. A media mañana, casi todos los visitantes eran forasteros. Entre ellos, un hombre vestido de negro y una joven feliz por pasear junto a su padre. Fernando de Zúñiga se estaba concediendo un respiro. Tras varios días de viajes, sus huesos le suplicaban algo de descanso así que decidió tomarse la jornada de manera más relajada y disfrutar de la compañía de Leonor. Además, debía ordenar en su cabeza los últimos acontecimientos acaecidos si quería ir buscando la forma de darles un significado lógico.

La muchacha contemplaba divertida los esfuerzos de los mercaderes por vender sus viandas a grito pelado. Una anciana desdentada le ofreció su fruta:

—¡Las primeras uvas de la temporada! ¡Muy baratas!

Leonor las rechazó amablemente con un elegante movimiento de cabeza. El vizconde esbozó una sonrisa.

—¿Cómo os encontráis, padre?

—Contento de que estés conmigo.

—Yo también lo estoy. No me gustaría volver a dejaros —le dijo en tono meloso mientras le apretaba más fuerte el brazo.

—¿No piensas volver al convento?

—No lo sé. Estoy hecha un lío.

—Quiero pedirte algo.

—Lo que vos me pidáis, padre.

—Que mi persona no influya en tu decisión final.

—Pero... no hay ninguna otra cosa que me ate al mundo exterior.

—Espero que no te estés engañando a ti misma. Tienes la belleza y el porte de los Maldonado. Mirarte es ver a tu madre. Sin embargo, llevas una Zúñiga dentro. Y ten por seguro, mal que me pese, que me conozco. Y conocerme a mí es conocerte a ti, hija.



—Tengo muchas dudas, padre —confesó.

—Y mucho me temo que siempre las tendrás. Nuestro mundo íntimo se encuentra en guardia permanente. Las luchas interiores forman parte de nuestro ser. Y, aunque aparentemos coherencia y actuemos con ella, algo intrínseco de nuestra alma nos hará dudar cada vez que tengamos que elegir entre dos caminos.

—Oíros me reconforta. Al menos, no estoy sola en esto —sonrió.

—Mal de muchos... —respondió él, con un punto de sorna en la voz.

—No, no eso —ahora rio sin reparos.

—¿No? —preguntó divertido.

—No —contestó en tanto que su semblante regresaba paulatinamente a la seriedad—. Vos creéis en la Virgen, ¿verdad? —bajó la voz para que nadie extraño pudiera oírle.

—Claro, hija. Lo sabes.

—¿Y en Dios y en los mandamientos de la Santa Madre Iglesia?

—No puedo responder a eso con sinceridad. Ni siquiera yo lo sé.

—Yo sí creo, padre.

—Así debe ser. Anda, calla, a ver si alguien va a entender nuestras palabras y nos vemos rindiendo cuentas ante el Santo Oficio —recomendó medio en broma.

Pero ella pretendía desenredar la madeja de sus inquietudes.

—Quizás deba volver al convento y rezar por todos... en especial, por vos.

—Quizás. Ya tendrás tiempo de decidirlo. ¿Nunca has pensado en casarte y formar una familia?

Un pensamiento traicionero le impidió contestar con celeridad.

—Jamás.

Pero los segundos empleados en la respuesta habían conseguido hacer perder la credibilidad de tamaña afirmación. Ella lo supo de inmediato. Don Fernando besó a su hija en la frente y sonrió.

—Será mejor que nos vayamos. Es tarde y nos estarán esperando para comer.

Un delicioso aroma a olla podrida les recibió en el zaguán. Leonor miró divertida a su padre.

—Se nota que hoy ha cocinado Isabel —comentó ella.

—Se me está haciendo la boca agua —reconoció el vizconde.

En efecto, ellos no habían sido los únicos en visitar el mercado. El ama de llaves, acompañada por el servicio de la casa, madrugó para hacer acopio de los productos que acababa de guisar con primor. Isabel conocía la debilidad del doctor Zúñiga por aquella comida y no dudó en preparársela en cuanto tuvo ocasión. Durante horas estuvo pendiente de la olla donde se cocía a fuego lento carne de vaca, de gallina, de liebre, de cerdo y de carnero junto con verduras, harina, castañas, dátiles, piñones, nueces y avellanas.

En el comedor, la mesa estaba puesta y en la misma aguardaba la dueña de la casa. Pelayo llegó al instante.

—Vuestra ama de llaves se empeñó en hacer de comer —dijo Gorane Otamendi a modo de saludo.

En ese instante entró Isabel con un enorme recipiente que iba dejando un apetitoso rastro a su paso.

—Pero... ¿qué día es hoy? —proclamó jubiloso don Fernando.

—Habéis viajado mucho y malcomido en los últimos días. Ya que hoy toca descanso, también hay que reponer fuerzas —contestó Isabel.

—Esta mujer cocina como nadie. Tengo el estómago más afortunado del mundo —bromeó el vizconde.

—Y las digestiones más pesadas, padre. Comed con moderación —recomendó Leonor.

Pelayo contemplaba entretenido la situación. Aquella receta le recordaba a la primera vez que dejó de sentirse sirviente, cuando don Fernando le invitó en su casa de Salamanca a sentarse con él en la mesa. El muchacho hizo memoria. Aquel día, Isabel llevaba recogido su pelo rubio y vestía una saya negra y un jubón rojo sobre una camisa blanca de lino... igual que hoy. Y las miradas que sus ojos grises ahora dirigían al doctor Zúñiga no distaban de las de entonces. Sólo esperaba que las suyas hacia su amada no tuvieran el mismo carácter delator. Poco a poco iba procurando olvidar el sueño de anteanoche. Sin embargo, tenía la sensación de que Gorane y Leonor podían leerle el pensamiento cuando le observaban. Por eso, su vista trataba de esquivarlas... aunque no siempre lo conseguía.

Algunas frases sueltas, que Gorane dejaba caer sobre el mantel, constituían la única interrupción en la degustación de los platos. La joven no disimulaba su interés por las incipientes averiguaciones del vizconde del Castañar.

—Así que Mikel Jauregi murió abrasado.

—Eso parece. Aunque no está muy claro si le mataron primero y quemaron la casa después o si pereció en el incendio. En cualquier caso, este fue provocado —respondió don Fernando.

—¡Qué muerte tan horrible! —se compadeció la anfitriona.

—Todos los asesinatos lo son, pero tenéis razón. Y morir abrasado puede conllevar otras connotaciones —aseveró el vizconde.

—¿Qué queréis decir?

—Los brujos mueren en la hoguera. Alguna vez me he encontrado casos en que alguien se ha tomado la justicia por su mano y ha quemado a quien consideraba que lo era y no le podía denunciar.

—Entonces, quizás no lo hiciese la misma persona que envenenó a mi primo.

—¡Quién sabe! Desde luego, los métodos empleados no fueron muy parecidos que digamos. ¿Tenía Pedro enemigos gamboínos?

—¿Gamboínos? Nunca nos hemos llevado bien con ellos. Pero de ahí a que desearan su muerte... no lo creo.

—Lo imaginaba pero, por si acaso, no lo descartaremos todavía. ¿Sabéis si mantenía alguna reunión clandestina?

—No. ¿Por qué lo preguntáis?

—Hallamos entre los restos del incendio unas letras extrañas pintadas sobre una piedra. Pero quizás fue mera casualidad. Yo creo que el asunto tiene más que ver con alguna deuda de juego o algo por estilo.

—¿En qué os basáis? —interrumpió Pelayo.

—En el regalo que tu pad... que Pedro te legó.

—¿La caja de los naipes?

—Exacto. En los naipes.

—¿Creéis que Pedro intentó decirnos algo? —se interesó Gorane.

—No lo sé —reconoció don Fernando—. Si hubiese tenido alguna pista sobre su asesino nos la hubiera comunicado sin más. Tal vez, simplemente quiso que Pelayo tuviese la baraja como recuerdo.

—A lo mejor, pretendió que su hijo siguiera sus pasos en el juego —elucubró la balmasedana, entre la broma y la nostalgia.

—En todo caso sería a lo peor. Claro, que conociéndole tampoco sería de extrañar —respondió el vizconde sonriendo.

—Nunca seré jugador —dijo Pelayo con resolución.

—Nunca digas nunca —le aconsejó su mentor—. Por cierto, Gorane... Pedro en su testamento escribió que quería ser enterrado en el Colisa. Incluso detalló el dinero destinado a misas para la salvación de su alma y algunas cosas más, pero no dejó nada escrito sobre su epitafio. ¿Por qué esa inscripción y la serpiente?

—No lo sé. Se le ocurriría más tarde. Él mismo me lo solicitó el día que murió. Le pedí explicaciones pero no me las quiso dar. Sólo me susurró, con esa sonrisa endiablada e infantil, que lo hiciera.

—En fin, el viernes viajaremos a Bilbao. Parece que Jauregi y él frecuentaban alguna taberna para jugar a las cartas. Quizás allí descubramos algo más. Pero mañana Leonor y yo iremos a ver a mi madre —comentó el vizconde mientras daba cuenta de un trozo de tocino.

Isabel entró con una bandeja llena de buñuelos fritos adornados con miel.

—¡Frutillas de sartén! ¡Definitivo: esta mujer va a conseguir que reviente! —exclamó don Fernando para provocar la risa de todos, ocultando su tristeza.

—oOo—

 

Aún resonaban los ecos de dolor y de añoranza en el alma del doctor Zúñiga. Además de Pelayo, el silencio y la melancolía le acompañaron en el camino a Bilbao. El gris del cielo no sólo atenuaba el verdor de los montes, sino que tiznaba sus pensamientos. Apenas pudo conciliar el sueño durante la última noche. La visita a Arciniega avivó la evocación de las ausencias. La de su maestro, la de su esposa, la de su madre... Pensar en ellos le producía dolor. Un dolor contra el que luchaba y sucumbía una y otra vez. Un dolor que le oprimía el pecho hasta ahogarle. Un dolor con el que no sabía convivir y que perviviría en sus entrañas, irremisiblemente, hasta al final de su existencia.

El día anterior fue incapaz de rezar ante la tumba de su progenitora. Al contrario de lo que le sucedía al resto de los mortales, a medida que su vida avanzaba le costaba más hacerlo. Por eso, se limitó a hablar con ella mientras enjugaba sus lágrimas escondidas.

Aunque había fallecido en Madrid, doña Inés estaba enterrada en la iglesia de la Virgen de la Encina, junto a su villa natal. Quiso descansar para siempre en ese santuario cobijado en la frondosidad de un bosque de su querido valle de Ayala. El doctor Zúñiga sentía que aquel lugar era terreno de nadie... un poco como él. Frontera entre Vizcaya y Castilla, sin pertenecer a ninguna de las dos[18].

Recordó los pormenores del traslado de su madre. Él hubiera preferido enterrarla en la Corte, pero sólo por evitar el embalsamamiento. Para poder trasladar un cadáver a tan larga distancia, resultaba ineludible prepararlo. Y aunque trataba de no pensar en ello, sabía cómo se hacía. Su amigo Juan Eulogio Pérez Fadrique acababa de dejar escrito el proceso en su opúsculo Nueva práctica para preservar cuerpos difuntos y perpetuarlos en lo posible: extraer las vísceras, lavar el interior con alumbre, acíbar, caparrosa y lejía para después rellenarlo de un compuesto a base de ajenjo, romero, estoraque, benjuí, comino, escordio, espliego, mirra, cal viva y sal. Sin embargo, no podía dejar de cumplir el deseo de quien le trajo al mundo. Así que, con el ánimo rebosado de pena fue ordenando lo necesario hasta que su féretro se enraizó con la tierra que la vio nacer.

Pelayo le observó de soslayo durante el trayecto, sin musitar palabra, respetando la reunión que el vizconde mantenía con los fantasmas del pasado.

—oOo—

 

Sus ojos veían el trajín de personas, carretas y barcos en tanto que su mente viajaba en mil direcciones. Don Fernando llevaba apostado en la ventana desde que las primeras luces del alba dieron el cañonazo de salida al quehacer sabatino de la villa. La estancia no podía presumir de amplitud pero, al menos, estaba limpia y gozaba de buenas vistas. Aquel fin de semana la villa honraba a Santiago, su patrón, por lo que tuvieron que pagar por la habitación de la posada un precio más elevado de lo habitual. Su ubicación sobre los soportales de la Plaza Mayor, le permitían contemplar los símbolos del Bilbao más genuino: la iglesia de San Antón y su puente alomado de piedra, los muelles que se sucedían a lo largo de la ría y el mercado de abastos, situado entre esta y los arcos de La Ribera.

Giró la cabeza. Pelayo dormía profundamente en una de las esquinas sobre un jergón de paja. Se acostaron tarde pero, a pesar del cansancio, él no consiguió disfrutar del colchón de lana en toda la noche. La jornada anterior resultó ser poco provechosa. Después de recorrer todas y cada una de las tabernas de las que tenían constancia dentro del recinto amurallado, no se habían topado con un solo naipe. Tenía el vientre lleno de aloja. Si hubiese tenido que beber vino en cada visita, a estas horas se estaría recuperando de una considerable resaca. El doctor Zúñiga estimó que lo sensato era realizar averiguaciones sin hacer demasiado ruido. No parecía muy discreto que unos forasteros fueran preguntando por garitos de juego, y mucho menos por dos jugadores asesinados. Sin embargo, la estrategia seguida en sus pesquisas iniciales constituyó todo un fracaso.

Trató en vano de recordar si sabía de alguien de confianza en Bilbao que pudiera ayudarle. La vejiga, a punto de estallar, le llevó a bajar las dos plantas que le separaban del corral interior. Cuando regresó al cuarto, Pelayo se desperezaba asomado a la ventana.

—Buenos días, señor. ¡Qué ajetreo hay fuera!

—Sí, hijo. Anda, vístete que nos vamos.

—¿Dónde?

—No lo sé. Pasearemos. Lo único que se me ocurre buscar hoy es inspiración.

—O intuición.

—Sí. Dios te oiga —el vizconde sonrió. Aquel muchacho le empezaba a conocer mejor que nadie.

Las calles se hallaban tomadas por todo tipo de vendedores. Aunque el enclave de la villa no pudiera tildarse de estratégico, algunos factores la convertían en referente de las transacciones económicas: por un lado, la seguridad que ofrecía su puerto gracias a encontrarse a más de dos leguas tierra adentro y por otro, la exención de aduanas marítimas. Pero sobre estos aspectos primaba el espíritu comerciante de los bilbaínos, que se manifestaba incluso en el diseño de sus construcciones.

Tras el devastador incendio que arrasó Bilbao en 1571, la villa había renacido de sus cenizas con la fuerza del coraje y el raciocinio. Sólo quedaron en pie seis casas torre y las iglesias, todas ellas seriamente dañadas. Se aprovechó el desastre para ensanchar las calles y abandonar el empleo de madera para sustituirlo por piedra. Ahora la mayoría de las casas constaban de una planta baja que hacía las veces de taller, de dos pisos destinados a vivienda y otro más, en la parte alta, que servía de almacén. Lo que las caracterizaba era que los vecinos, casi todos artesanos y comerciantes, mostraban su mercancía sobre unas tablas colocadas delante de sus fachadas. De esta manera, Bilbao se convertía en un enorme mercado en permanente crecimiento. Por ello las siete calles medievales pronto tuvieron que dar paso a otras, en dirección a San Nicolás y al Arenal, hasta ocupar todo el espacio que el meandro formaba en la ría.

Los visitantes subieron a pie por Tendería hasta la elegante iglesia de Santiago, un viejo templo de tres naves reforzado por arbotantes, contrafuertes y pináculos. Junto a su Puerta del Ángel, una señora gruesa ataviada de aldeana exponía sus dulces en un puesto callejero. Pelayo dirigió al vizconde la misma mirada que un gato hambriento a su amo.

—Es hora de desayunar, ¿no? —dijo don Fernando, adivinándole el pensamiento.

—Como vuesa merced quiera —contestó el muchacho con la boca tan pequeña que a punto estuvo de desaparecerle del rostro.

La mujer les azuzó:

—¡Roscas, pan recién horneado, melcochas, barquillos, suplicaciones, huevos de faltriquera!

Fernando de Zúñiga sonrió, dirigiéndose a ella.

—Sé qué es lo mejor que tenéis —le dijo, guiñándole un ojo.

Ella le correspondió el gesto.

—Creía que vuesas mercedes no eran de aquí.

—Y no lo somos. Pero sabría reconocer el olor de un buen bollo en medio de un cenagal.

—Vais a probar los mejores que hayáis comido nunca —auguró ella, con aire bonachón.

—No lo dudo.

El doctor Zúñiga depositó más reales de la cuenta en las manos de la mujer, que le correspondió entregándole a Pelayo un generoso cargamento de su mercancía.

—¿Puedo, señor? —preguntó sin disimular su impaciencia, poseído por el delicioso aroma de la mantequilla.

—Claro, hombre... adelante —le contestó, mientras él también se llevaba una pieza a la boca. El silencio acompañó el placer del momento—. ¿Qué me dices?

—Delicioso. Esponjoso y delicioso. La mujer tenía razón —reconoció.

—Bueno. Al menos ya ha merecido la pena venir a Bilbao —comentó denotando abatimiento.

—No os desaniméis, señor. Seguro que encontramos algo que nos ayude.

—No sé. Espero que estés en lo cierto. Anda, vamos.

Ambos prosiguieron su paseo circundando la iglesia y tomando la calle de la Torre. Al final de esta, escucharon al gentío gritar como si estuviesen jaleando a los contendientes de una pelea. Doblaron ávidos la esquina hacia la izquierda, en dirección de nuevo a la ría. Efectivamente, un puñado de personas presenciaba una disputa pero sin puños ni armas por medio. Dos jóvenes protegían sus manos con guantes de piel para golpear una pelota contra la pared formada por los restos exteriores de la antigua muralla. Primero lo hacía uno y luego el otro. Y cuando alguno de los dos fallaba, el público aplaudía a rabiar.

Los visitantes se incorporaron al grupo que contemplaba el encuentro. Minutos más tarde, el vizconde notó que alguien le tocaba en el hombro.

—¡Que me aspen si no es el doctor Zúñiga en persona!

Este creyó identificar la voz y se giró para cerciorarse. El hombre que le miraba sonriente tenía menos pelo y más arrugas que antaño, pero sus ojos eran los mismos de entonces.

—¿El doctor Pazuengos? ¿Jacinto Pazuengos?

—¿Tanto he cambiado? —le preguntó, ofreciéndole los brazos.

—No más que yo —respondió el vizconde, fundiéndose en un abrazo acompañado de unas cuantas palmotadas en la espalda.

—Total... ¿cuántos años han pasado?

—No me obligues a hacer memoria. ¿Veintiséis, veintisiete? En cualquier caso, somos demasiado viejos.

—¡Qué buenos tiempos en Salamanca!

—¡Los mejores!

—¡Quién fuese estudiante de nuevo!

—Sobre todo por la juventud —rio el vizconde.

—Sobre todo —corroboró su amigo, también entre risas.

—¿Y qué hace un navarro en Bilbao?

—Desde el año pasado soy uno de los tres médicos titulares de la villa.

—¿Sois sólo tres?

—Tres médicos para siete mil almas. ¿Qué te parece?

—Me parece mucho trabajo.

—Pues sí, lo es.

—¿Quiénes son los otros dos?

—José de Yoldi y Marcos Diago, ¿los conoces?

—No me suenan. Supongo que no estudiaron en Salamanca.

—No. Ambos lo hicieron en Zaragoza.

—Bueno, pero no me has dicho que haces por aquí... aunque lo puedo imaginar.

—¿Ah, sí?

—Tu fama de investigador te precede. Y supongo que habrás venido a indagar qué le pasó a nuestro común amigo Pedro Urtiaga.

—Estás en lo cierto. Veo que estás enterado de su muerte.

—Esto no es tan grande y las malas noticias corren pronto. Bien que lo lamenté.

—Pelayo me acompaña.

El muchacho saludó con una leve reverencia y el doctor Pazuengos le correspondió con idéntico gesto.

—¿No nos hemos visto antes? Tu cara me es familiar —le preguntó el médico de Bilbao.

—No lo creo, señor. Apenas he salido de Zamora —respondió el joven.

Don Jacinto no se quedó muy convencido. Le observó durante unos instantes mientras se rascaba la coronilla como si quisiera llegar escarbando hasta la memoria de su cerebro.

—Pues yo juraría que te conozco.

Aquel hombre tenía cara de buena persona y Pelayo se apiadó de él, así que pidió permiso al vizconde con la mirada. Este asintió con la cabeza.

—Soy hijo de Pedro Urtiaga.

—¡Ahí va diez! ¡Pues claro! ¡Si eres el vivo retrato de sus tiempos de estudiante! Pero no sabía que Pedro tuviera un hijo.

—Lo tuvo —dijo don Fernando—. Y por eso está conmigo, tratando de saber quién mató a su padre.

—¿Habéis averiguado algo ya?

—Poca cosa —reconoció el doctor Zúñiga—. Sabemos que un amigo suyo, Mikel Jauregi, murió asesinado poco antes que él.

—¿Mikel Jauregi? No sé quién es. ¿De dónde era?

—De Portugalete. Él y Pedro jugaban juntos a un juego de naipes al que llaman mus.

—¡Vaya con el mus! Yo no soy jugador pero todo el mundo habla de él como si ya no existiesen más juegos.

—Y sin embargo, anoche recorrimos un sinfín de tabernas y no encontramos a nadie que estuviera jugando.

—Ya. Tengo entendido que las partidas se desarrollan en casas de tablaje, normalmente en cuartos reservados de las tabernas. El público forastero no tiene acceso a ellas.

—Pues nos gustaría que alguien nos hablara del mus y de los jugadores que frecuentan esos garitos.

—Creo que tengo la solución. Un buen amigo mío os va a poder ayudar.

—¿De quién se trata?

—Eugenio González Gorostiza. Le apodan Antzara[19]. Es un pedagogo nacido en Baracaldo.

—¿Un pedagogo? —preguntó don Fernando, extrañado.

—Así llaman a los maestros de tahúres. Dicen que es el mejor. Los jugadores le respetan. Hasta donde sé, fue uno de los que estableció las reglas del mus.

—¿Puedes llevarnos hasta él?

—Aún no son horas. No le gusta madrugar.

—¿Madrugar? ¡Es mediodía!

—Eugenio trasnocha. Esta tarde iremos a verle. ¿Os parece bien a las ocho en la fuente de Carnicería Vieja?

—Allí estaremos.

—Pues quedad con Dios. Tengo mucha tarea por delante.

—Ve con Él.

El doctor Pazuengos se alejó con paso ágil por la calle Santa María.

—Bueno, querido Pelayo. Vamos a disfrutar un poco de esta partida de pelota —dijo don Fernando, más animado tras la conversación mantenida.

—Parece que hemos encontrado la intuición que buscábamos, señor.

—Otros lo llaman suerte.

—oOo—

 

Las luminarias desafiaban al crepúsculo. A última hora de la tarde, iban apareciendo las primeras teas y lámparas encendidas en los balcones y ventanas de las siete calles. Al día siguiente se celebraría la festividad del patrono de la villa y sus habitantes querían honrarle de la mejor forma que sabían.

Las campanas de la iglesia de Santiago repicaban felices, lanzando sus tañidos al cielo, como queriendo corresponder al homenaje del pueblo bilbaíno a su santo. El doctor Pazuengos por el cantón, y don Fernando y Pelayo por Carnicería Vieja, llegaron a la vez a la esquina donde se encontraba la fuente antes de que dieran las ocho.

—Veo que sois puntuales —saludó don Jacinto.

—No más que vos. De todos modos, esperábamos impacientes el momento —respondió el vizconde.

—Vengo de casa de Eugenio González Gorostiza. Está aquí cerca. Al principio, se mostró un poco reticente a recibir a extraños, pero le dije que su fama de maestro de tahúres había traspasado fronteras y veníais de lejos sólo por verle a él. A los buenos jugadores les gusta que les alimenten su orgullo. También le comenté que sois amigos y que no debía temer nada. Una propina tampoco le vendrá mal.

—Te agradezco que nos hayas preparado el terreno.

—¡Ah! Sed pacientes y no preguntéis por Urtiaga a las primeras de cambio.

—Tranquilo. No lo haremos.

La casa de Gorostiza se encontraba en el centro del cantón, justo enfrente de una taberna. Parecía que una hubiera elegido a la otra para ubicarse. El callejón se caracterizaba por su oscuridad y la escasez de su tránsito. Cuando la noche caía, las únicas personas que pasaban por allí eran las que acudían a la tasca de El muslari tuerto. La vivienda de Antzara constaba únicamente de una planta baja con una sola ventana a la calle por la que el viejo jugador veía la vida pasar.

Apostado en una silla, su mirada se perdía durante horas en las grietas de las paredes cercanas recordando antiguas timbas, o imaginándose nuevas reglas o jugadas magistrales propiciadas por inverosímiles combinaciones; sin embargo, su frustración se acentuaba al tener la certeza de que el azar marcaba el destino de los naipes y que nadie podría llegar a ser el mejor jugador del mundo si la suerte y las cartas no le acompañaban... pero ese pensamiento moriría mudo con él.

En ocasiones, su mente se relajaba y se distraía con caballeros y truhanes que entraban y salían del garito vecino. De vez en cuando, disputas y pendencias se dirimían en el exterior y el final de las partidas llevaba tintes de sangre. Un ojo negro y sigiloso contemplaba todo a través de la ventana. Algunas veces, Eugenio se armaba de valor para recorrer los cinco o seis pasos que mediaban entre la puerta de su vivienda y la de la taberna. Sus entradas en El muslari tuerto trucaban el bullicio reinante por un silencio repleto de respeto. El maestro de maestros, viejo y arruinado, volvía para presenciar las evoluciones del juego creado por él o para introducir alguna variación en su reglamento con el único objetivo de convertirlo en el más grande de cuantos jamás se jugasen en una casa de tablaje.

Allí, sin decir nada, se dirigía a la trastienda siempre ocupada por cuatro mesas y otros tantos jugadores en cada una de ellas. Antzara escrutaba las partidas y cuando alguna terminaba, los intervinientes le hacían un hueco para que se sentara. Tomaba el mazo y lo barajaba con parsimonia, haciendo tiempo para que los parroquianos se arremolinaran de pie en torno a él. Luego buscaba cuatro cartas y las extendía boca arriba. Miraba con aire solemne a su alrededor, satisfecho por la expectación creada, e iniciaba su disertación:

—Hasta ahora en el cuarto lance, el del juego, inspirado en la báciga, gana quien más se acerque a treinta y una. Después de esta, la mejor jugada era treinta y dos, y luego treinta y tres y así, de manera sucesiva, hasta cuarenta. En el mus no se pueden hacer ni treinta y ocho ni treinta y nueve, es decir, que de treinta y siete se pasa a cuarenta. Y precisamente el cuatro es el número clave en este juego: cuatro jugadores, cuatro cartas por jugador y cuatro jugadas. Por eso se quitaron los ochos y los nueves, como en el capadillo, para que fuesen cuarenta naipes y, por eso, se juega a cuarenta piedras. Por ello, cuarenta no merece ser la peor jugada... máxime cuando puede ir acompañada de cartas valiosas para la grande o para pares. Así que sugiero que, a partir de este momento, tras la treinta y una vengan treinta y dos y luego cuarenta. Y tras ellas treinta y siete, treinta y seis, treinta y cinco, treinta y cuatro y treinta tres.

Acto seguido tomaba un trago de aguardiente, se levantaba y regresaba como había venido, dejando las cartas sobre la mesa. En esta ocasión quedaron al descubierto dos reyes y dos seises por un lado y un caballo, una sota, un siete y un cinco por otro. Ambas jugadas sumaban treinta y dos.

Pero sus escuetas, y cada vez más esporádicas clases, podían versar sobre los más diversos aspectos del juego. Al principio, para realizar el tanteo un jugador de la pareja contaba las piedras: una por cada punto ganado. Cuando llegaba a diez, dejaba las piedras en el centro de la mesa y le pasaba una a su compañero, llamada hamarrako[20]. Así, las piedras del que contaba valían un tanto y las del compañero diez. La cuestión consistía en que cuando se juntaban más de seis piedras en un montón, resultaba complicado con un simple vistazo efectuar una rápida contabilización. Antzara propuso que un amarraco equivaliese a cinco piedras para mejorar el sistema de recuento.

Sus salidas de la taberna iban acompañados de un murmullo de admiración. Sus sugerencias eran tan comentadas como poco rebatidas y quedaban integradas, de inmediato, en el reglamento no escrito del mus.

La más controvertida de todas ellas tuvo que ver con el afán del viejo pedagogo de dar con un juego en el que no siempre ganara el que tuviera las mejores cartas:

—Hasta ahora, en el cuarto lance, el del juego, la jugada protagonista es la treinta y una. Si varios jugadores tienen treinta y una, gana el que esté más cerca de la mano. Por lo que si es la mano quien la tiene, posee la certeza de que su jugada es la mejor de todas y de que no puede perder. Sugiero que haya una jugada que venza a la treinta y una de mano. El siete es un número mágico y a él se llega sumando el número cuatro, clave en este juego y que representa lo terreno, con el tres, el número de lo celeste. Siete son los pecados capitales pero también lo son las virtudes teologales o las peticiones del Padre Nuestro, o las frases que Jesucristo pronunció en la cruz. Hasta siete son los días de la semana o los colores del arco iris. Pocos juegos, a excepción de las siete y llevar, honran este número como se merece. En el mus, tres sietes suman veintiuna y con una figura ya tenemos la treinta y una. Sugiero que esta jugada venza a cualquier otra en el lance del juego, siendo igual quien la lleve.

Esta vez el tono de las murmuraciones se elevó por encima de lo normal. Eugenio no se amilanó, esperó a que las voces amainaran y prosiguió:

—Pero no ha de valer una figura cualquiera. Sería demasiado fácil. La sota de oros es la pendanga en el juego de la báciga o la perica en el del truque. También es la andorra, la carta más valiosa, en el rentoy en el que su seña es guiñar un ojo. Sugiero que la treinta y una formada por tres sietes acompañados de la sota de oros gane a las demás. Esta jugada podría llamarse la treinta y una real, como en el juego de las treinta. Y por añadidura, el mus puede incorporar una nueva seña, la de guiñar un ojo, para indicar que se tienen treinta y una, independientemente de cómo se obtengan.

Concluida su exposición, se bebió el aguardiente y se fue. Nadie se atrevió a contradecirle la jugada. Sin embargo, a sus espaldas crecieron las discusiones entre defensores y detractores de la misma. En ese preciso instante, Antzara supo que debía dejar de intervenir en el juego. Y por mucho que su mente trabajara para crear nuevas reglas, ya era tarde. El mus tenía vida propia y ya no necesitaba de él.

Aquello aconteció cinco meses atrás. Desde entonces, Gorostiza no volvió a pisar El muslari tuerto más que para contemplar alguna partida en la que intervenían grandes contendientes, la mayoría de ellos discípulos suyos.

—oOo—

 

El aroma a tabaco se percibía desde la calle. Sin embargo, resultaba difícil discernir la procedencia. Tras mirar a izquierda y derecha, el vizconde del Castañar comprobó que emanaba tanto olor de la casa en la que estaban a punto de entrar como de la taberna. Le llamó la atención su nombre y que no hubiesen dado con ella la noche anterior.

El doctor Pazuengos empujó el portón entreabierto sin llamar. Sabía que Antzara acababa de detectar su presencia. Los tres visitantes accedieron, casi a tientas, al pequeño zaguán. Un humo espeso invadía por completo la reducida estancia y anulaba la escasa visibilidad que osaba penetrar desde fuera. Don Jacinto guio a sus acompañantes a través de una puerta. Al otro lado, el ambiente se encontraba aún más cargado. No había ni una sola lámpara encendida. A medida que sus pupilas fueron dilatándose, la figura de un hombre sentado iba tomando forma junto a la ventana. Poco a poco el tenue contraluz fue dando paso a los rasgos del anciano. Llevaba una boina calada, vestía unas calzas oscuras y un jubón que tenía aspecto de haber sido blanco en otros tiempos. Estaba inclinado, depositando con mimo unos cuantos naipes sobre un paño con su mano izquierda. La entrada de los extraños no le inmutó.

Arratsaldeon[21], Eugenio —saludó el médico bilbaíno.

Arratsaldeon —respondió con el gesto ausente, manteniendo la mirada fija sobre aquellas cartas.

—Están conmigo los dos amigos de quien os hablé: don Fernando de Zúñiga, el doctor de Salamanca, y su sirviente Pelayo.

El jugador dudó unos instantes antes de proseguir con su jugada.

—Sentaos —invitó con voz seca.

Los visitantes ocuparon las tres sillas libres en torno a la mesa. Sobre esta, además del tapete y la baraja, había una jarra de aguardiente, un vaso de estaño, una vela, un pañuelo sucio, papel de arroz, una cuerda de tabaco torcido y un rallador para obtener el polvo que Gorostiza esnifaba o fumaba. El doctor Zúñiga se sentó frente a él. Fue entonces cuando Antzara levantó la cabeza y mostró el parche con el que se tapaba el ojo derecho. De soslayo, observó el respingo del muchacho al descubrirle el rostro.

Betoker hobe, itsu baino —dijo el viejo.

—Mejor tuerto que ciego —tradujo el vizconde—. Sin duda, don Eugenio.

—¿Don Eugenio? —rio el aludido con desgana—. Vuesa merced es muy amable, pero puede llamarme Eugenio a secas, o Antzara, como guste. Don Jacinto me ha comentado que estáis interesados en aprender a jugar al mus.

—Así es —afirmó don Fernando.

—Vuesas mercedes no tienen pinta de ser jugadores —manifestó mientras se limpiaba el polvo gris de la nariz con el reverso de la mano.

—Y no lo somos. Pero nos gustaría conocer ese juego del que tanto se habla. Su nombre ha llegado incluso hasta la Corte —mintió a medias el doctor Zúñiga.

El rostro enjuto del anciano, surcado de pálidas arrugas, clavó su mirada en su interlocutor.

—No sé si ya ha llegado a la Corte, pero podéis estar seguro de que llegará. Y no hace falta que me aduléis o, por lo menos, que no se note mucho. Me conformo con unas cuantas monedas. El aguardiente y el tabaco no lo regalan.

—¿Adular? Creí que vuestra merced había inventado el juego. Y si es tan grande como dicen, no creo que mi halago sea exagerado —se defendió el vizconde mientras dejaba caer sobre la mesa un puñado de reales.

—Su sonido les delata —sonrió Gorostiza—. Estos aún llevan más plata que cobre.

—No van quedando muchos —intermedió don Jacinto.

—Cada vez menos —ratificó el anciano—. De todos modos, ¿de qué me vale ser un maestro de jugadores? Mirad en lo que me he convertido. No soy más que un viejo solitario y arruinado. Aposté y perdí. Lo perdí todo. Y no sólo bienes materiales. Lo peor es cuando se pierde la propia estima. Antaño recorría las casas de tablaje de Madrid, de Sevilla, de Valencia, de Nápoles... recibiendo reverencias y parabienes. Pero quien juega, quien apuesta... finalmente llega el día en que termina perdiendo. Y entonces ya no eres nadie. Con lo poco que me quedó, abrí esa taberna de enfrente. Ni siquiera supe ejercer de coimero. También hice aguas y la perdí. ¿Y saben cómo? Jugando al monte, un juego de puro azar en el que el cálculo no interviene para nada. ¡Malditos juegos de estocada! ¡Seguro que los inventó el demonio! Me la ganó un perro inglés que se la vendió a mi amigo Juan de Aranguren. Fue él quien hace poco le puso el nombre que lleva. Es mi pequeño homenaje, se justificó. Buen tipo Juan. Suya es esta casa por la que no me cobra alquiler. ¿Saben qué fue lo que me dijo? Las clases que nos has dado pagarán la renta mientras vivas —una tos áspera estremeció su cuerpo y los cimientos de la casa—. Por fortuna para él, no lo haré durante mucho tiempo. Ahora no soy más que un mirón que vive de las limosnas de sus pupilos, y eso cuando están en racha y no acaban tan arruinados como yo. Bueno, basta de cuitas. Será mejor que empecemos.

—No comparéis, Eugenio. Vos habéis sido el más grande. Y sois respetado —comentó don Jacinto.

El hombre prendió la vela. Como si se tratase de una ceremonia, ralló un poco de rapé y lo depositó con cuidado sobre un trozo de papel de arroz, lo enrolló formando un cilindro y lo pegó con un lengüetazo longitudinal y pausado. Luego lo acercó a la llama para encenderlo y lo aspiró dentro de su boca. Parecía como si se estuviese fumando aquellas palabras a la par que el tabaco. Las rumió durante unos instantes y luego las exhaló junto con una bocanada de humo:

—Si no hubiera sido por ello, hace tiempo que hubiera acabado como el dos de bastos: en la horca.

—¿Por qué se llama mus? —quiso saber el vizconde.

—Yo empecé denominándolo musuz musu, cara a cara en vascuence, porque intervienen dos parejas de jugadores frente a frente y resulta muy importante mirarse para pasarse las señas sin que las vean los contrarios... o para cazárselas a ellos. Además, todas ellas se realizan con alguna parte del rostro. Pero alguien determinó acortar el nombre. Mus es más fácil de pronunciar y a mí, personalmente, no me disgusta.

—¿Y por qué la grandeza del mus?

—Porque es único. Si se juega al mus no se necesita conocer ningún otro juego. ¿Sabéis cuántos existen? Infinidad de ellos: la zanga, el capadillo, la flor, el del hombre, la polla, el matacán, la pechigonga, la malilla, el rentoy, el solo, el revesino, el flux, las quínolas, la treinta y una, el tenderete, el truque, el malcontento, las trescientas, la cascarela, el quince, la dobladilla, el cuco, los cientos, el cinquillo, el triunfo, la veintiuna... podría seguir. Y estos son sólo los lícitos, sin contar los de estocada. El mus tiene un poco de todos para terminar siendo genuino.

—¿Cómo se os ocurrió?

Antzara suspiró y aprovechó para exhalar otra fumarada.

—Ya os lo dije. Fue la tabla de salvación de un náufrago. Para algunos es la religión, para otros las mujeres... para mí fue el mus.

—Espero que no se os ocurra decir eso ante el Santo Oficio —bromeó el doctor Pazuengos.

Fernando de Zúñiga sonrió, más por el razonamiento de Gorostiza que por la chanza de su colega. Sabía perfectamente lo que podía pasarle por la cabeza al viejo jugador.

—¡Al infierno la Inquisición!

—¡Por favor, Eugenio! Medid vuestras palabras —le aconsejó don Jacinto, ante el estupor dibujado en la cara de Pelayo.

—Estoy en mi casa y digo lo que me place.

—¿Por qué no proseguís con vuestra historia? —medió el vizconde.

—Me martirizaba el pensamiento de que un buen jugador, el mejor según boca de muchos, lo hubiera perdido todo. Lo peor es que ese jugador era yo —sonrió triste para sí—. Estaba claro que en la mayoría de los juegos de naipes, por no decir todos, el azar terminaba por vencer a la destreza. Entonces se me ocurrió crear un juego en que esto no fuese siempre así. Un juego en el que, en un momento determinado, se pudiera ganar la partida con peores cartas que el adversario. Un juego en el que un buen jugador tenga más posibilidades de ganar que un chapetón.

—¿Un chapetón? —preguntó Pelayo.

—Un palomo blanco, un inexperto. Y a eso me he dedicado durante los últimos años.

—¿En qué consiste? —se interesó don Fernando.

—Hasta ahora, en casi todos los juegos, primaban más las buenas cartas que las buenas jugadas. Es indudable que resulta más complejo, y más divertido cuando se aprende, tratar de combinar las cartas para formar jugadas que simplemente esperar a que te entre un buen naipe. El mus: cuatro jugadores, cuatro naipes cada uno, con posibilidad de descartarse si todos están de acuerdo, y cuatro lances o jugadas. Grande, chica, pares y juego. Sería largo de explicar cómo llegué a ellas.

—Por favor, proseguid —le invitó el vizconde.

—No voy a ocultar que la inspiración del mus me vino del rentoy, de los cientos, de la báciga, de la primera o de la pechigonga. Por ejemplo, en este se dan cuatro cartas a cada uno de los cuatro jugadores y con estas se envida o se pasa. En el rentoy y en el truque también se envida y se hacen señas. Pero hay jugadas de otros juegos... y algunas propias. En el mus, el primer lance es el de la grande. Gana el que tenga las cartas más altas. Aquí los mejores naipes son los reyes, como en el reinado. Pero para facilitar este lance, pensé en que hubiese ocho reyes en lugar de cuatro. En el juego de cientos se quitan los treses, así que los adopté como reyes. En este mismo juego, la carta que más vale son los ases y en el rentoy los doses. Así que seguí la misma regla para el segundo lance, el de la chica. En él gana el que tenga las cartas más bajas. Resumiendo, los doses son ases y los treses son reyes.

—Con ello, tratasteis de mantener la filosofía del juego: no siempre vence quien posea los mejores naipes. Quien gana a grande, no puedo hacerlo a chica —interrumpió don Fernando.

—En efecto. Aunque no necesariamente ha de ser así. Os recuerdo que es un juego de parejas. Incluso un mismo jugador puede ganar grande y chica.

—¿Y los siguientes lances?

—Pares y juego. En el de pares, la mejor jugada son duples; tener cuatro cartas iguales, como la cuatrinca de la báciga, o dobles parejas, como el catorce del mismo juego. Ligar medias, tres cartas iguales, también está bien. Por último está el lance del juego, al igual que en la báciga, el cacho o las treinta, la jugada más valiosa es treinta y una. Dentro de estas, la formada por tres sietes y la sota de oros, a la que llamamos real, supera al resto. El treinta y uno es un número singular. Es la combinación del tres y el uno. Existe la teoría de que en un grupo de cuatro, tres son similares y uno distinto. Fijaos en la baraja del tarot. Hay tres clases de cartas: arcanos mayores, arcanos menores y figuras; y además, el naipe del loco. Y tres palos numerados: copas, espadas y bastos; y uno que no lo está, el de los oros.

—O el de los soles —aclaró don Fernando.

—Eso es. Veo que os habéis percatado que algunas descuadernadas[22] como la mía, no llevan oros sino soles.

—¿Y las que se usan en El muslari tuerto?

—Son similares a esta.

—Parece todo muy complicado —confesó Pelayo.

La inocencia del muchacho provocó la risa franca de Antzara, acompañada de una tos áspera.

—Lo es y no lo es. De todos modos, todavía no os he enseñado a jugar. Ten en cuenta, chico, que lo relevante del mus no son las jugadas sino cómo se juegan. A todo esto hay que añadir que se puede ir de farol.

—¿Ir de farol?

—Eso es. Hacerle creer al contrario que llevas mejores cartas de las que realmente tienes. Y ello, por lo mismo de siempre.

—Para que no siempre quien tenga los mejores naipes, gane la partida —dijo el joven.

—Aprendes rápido. Veo en ti un gran jugador de mus.

El vizconde del Castañar aprovechó la respuesta para dirigir la conversación hacia derroteros más provechosos.

—¿Quiénes son los mejores jugadores de mus que vuestra merced conoce?

El viejo rio.

—¡Vaya! ¡Por fin! ¡Habéis sido muy pacientes!

—¿Qué queréis decir? —preguntó en un tono deliberadamente despistado.

—Lo estaba esperando... desde que llegasteis.

—No os entiendo —esta vez no fingió la atribulación.

—El mus os importa un pimiento. O mejor dicho, aprender a jugar al mus os importa una mierda —la carraspera dominaba las modulaciones de su voz.

—No digáis eso, Eugenio.

—Andáis investigando lo qué le pasó a Urtiaga. Y queréis averiguar si el mus tuvo algo que ver.

El vizconde del Castañar comprobó de reojo cómo el doctor Pazuengos negaba con la cabeza cualquier transmisión de información. Luego miró a Antzara, meditó durante unos instantes y, al fin, le sonrió denotando la bajada de su guardia.

—¿Cómo lo sabéis?

—Vamos, don Fernando. No sólo se aprende en la universidad. ¿Me podéis decir qué hace en Bilbao, en la choza de un pobre tahúr, un médico de Salamanca de la misma edad que un colega suyo, por tanto compañero de aulas, al que acaban de asesinar?

—Además de compañeros, éramos amigos.

—También lo era mío... y el más avezado de mis discípulos. Me habéis preguntado sobre los mejores jugadores de mus. Y ya conocéis el nombre de uno. Formaba una buena pareja con Jauregi.

—¿Tenéis alguna idea sobré lo que pudo ocurrirles? Parece evidente que sus muertes han de estar relacionadas.

—Lo desconozco. Pero, aunque no sepáis jugar al mus, ya conocéis lo suficiente para que podáis entender las consecuencias de una partida cuyos detalles os he de relatar.

—Os escucho.

—La noche del treinta de mayo, festividad de San Fernando. La recuerdo perfectamente porque fue la última vez que acudí a El muslari tuerto. La ocasión lo merecía. Pedro Urtiaga y Mikel Jauregi contra Íñigo Legizamon y Jon Uría. Pedro se pasó la velada brindando por el santo y por su amigo Fernando. Ahora sé que se trataba de vuesa merced.

El vizconde sintió un cosquilleo de añoranza y de culpabilidad.

—Proseguid.

—Antes de ello, he de explicaros algo más sobre el juego del mus.

—Creí que nos lo habíais contado todo.

—Apenas sabéis nada todavía. Y os será difícil entenderlo porque no os bastará con practicarlo. Para comprender su auténtico significado, se os habría de meter en las entrañas... como el tabaco que fumo —aprovechó para dar una calada.

—¿Qué queréis decir?

—Ya os dije que el mus es un juego especial, compendio de todos los anteriores y genuino a la vez. Y busca que no gane siempre quien posea los mejores naipes. Pero también es la expiación de mis culpas.

—¿La expiación de vuestras culpas?

—Un jugador nunca podrá dejar de jugar. Hasta ahora, todo jugador que se preciase lo hacía en juegos de estocada, juegos en los que se gana o pierde mucho dinero. No le vale jugar al cinquillo o a cualquier otro juego de mujeres. En los tiempos que corren, en los que escasea el dinero y nuestro reino anda de capa caída, aún se juega más. He visto empobrecerse a mucha gente, igual que yo. Por eso, quise crear un juego en el que se ganara o perdiera algo más valioso que el dinero, pero no arruinara la vida de nadie. ¿Se os ocurre qué puede ser?

—El honor —manifestó don Fernando sin titubear, recordando las palabras del alguacil portugalujo.

—¡Vaya! Por un momento os menosprecié. ¡Exacto! ¡El honor! El mus es un juego de honor. Cualquier buen jugador al que preguntéis si sabe jugar al mus os responderá con una sonrisa condescendiente. Y hasta es posible que se jacte de ser el mejor sobre la faz de la Tierra. Todo buen jugador de mus lo cree ser.

—¿No se apuestan dineros? —quiso saber Pelayo.

—No, hijo. No es necesario. No hay apuestas de dinero en la mesa. Lo que importa es el orgullo del vencedor. Hay quien se juega la jarra de vino o los vasos de aguardiente, pero eso no provoca un daño excesivo en la faltriquera. Al perdedor le duele más la humillación de la derrota que pagar el importe de la deuda, que suele ser pequeña. Aunque eso sí, todo el mundo es libre de apostarse lo que quiera. Sospecho que la apuesta de la partida de la noche de San Fernando debió de ser elevada. Sin embargo, el odio en los rostros de Legizamon y Uría lo produjo, indudablemente, su honor mancillado.

—¿Qué pasó con exactitud? —inquirió el vizconde.

—La partida estaba anunciada desde días atrás. Las dos mejores parejas de mus frente a frente. La taberna se encontraba atestada de un público tan expectante como silencioso. Algún que otro rumor o comentario jalonaban los momentos en los que se repartían las cartas. La única voz discordante la ponía un clérigo tonsurado, no sé si borracho o loco, que amenaza con enviar al infierno a todos los jugadores de naipes. Juan terminó por enviarle a él a la calle de una patada en el trasero. Se jugaba al mejor de siete juegos. Tras más de dos horas, la igualdad era absoluta. Empate a seis. Quien ganara el último, ganaba la partida. Después de un par de jugadas, Urtiaga y su compañero iban por delante. Daba comienzo uno de los momentos brillantes de la noche. Uría repartió las cartas, por lo que Jauregi era mano. Los cuatro se dieron mus y se descartaron; Jauregi, Urtiaga y Legizamon de dos cartas y Uría de una. Jauregi le pasó la seña de treinta y una a Urtiaga y este cortó. Iban a dar un gran paso para vencer. La mano se llevó la grande y Legizamon la chica. Los pares quedaron en paso. Entonces llegó la jugada clave. Urtiaga envidó cuatro al juego y Uría, que iba de postre, le respondió con un órdago[23].

—¿Un órdago? —preguntó el vizconde.

—Sí. Es la apuesta definitiva. Si se acepta, se levantan las cartas y se termina la jugada. Si no se acepta, quien lo lanza se cuenta una sola piedra o las que se ya estuviesen envidadas.

—Supongo que ir de postre es ser el último en hablar.

—Así es.

—¿Y qué pasó?

—Que Urtiaga no lo aceptó.

—¿Pero su compañero no llevaba treinta y una de mano? Era invencible —dijo don Fernando.

—A no ser que Uría llevase la treinta y una real —sugirió Pelayo.

—¡Bravo, chico! ¡Va a resultar que te recorre el mus por las venas! —exclamó Eugenio, divertido.

—¿La llevaba? —el doctor Pazuengos, que apenas había intervenido en la conversación, demostró su impaciencia por el desenlace de la jugada.

—La llevaba, la llevaba. Tres sietes como tres soles, con su sota de oros. Era la primera vez que alguien lo conseguía.

—¿Cómo pudo saberlo Pedro?

—Pura intuición. Por eso es... era uno de los mejores. Le resultó extraño que el postre no hubiese cortado la mano anterior yendo sólo a por una. Así que sospechó que buscaba una jugada imposible. Además, evaluó la maestría de su contrincante. No parecía normal que Uría saltase con un órdago así, máxime cuando creyó ver que le cazaba la seña a Jauregi. Se estaba jugando demasiado. También hay que reconocer la valentía de Urtiaga. Lo más fácil era querer el órdago. Nadie le hubiera reprochado haberlo hecho, aunque perdiera la partida. Sin embargo, si Uría no hubiera tenido la real, Urtiaga y Jauregi hubiesen sido el hazmerreír de todo Bilbao.

—Pero la llevaba —afirmó el doctor Pazuengos.

—Cuando se mostraron las cartas, el público aplaudió. No suelen oírse aplausos en una partida de mus. Urtiaga cabeceaba a izquierda y derecha como un actor de teatro al concluir su representación.

—Sin embargo, el juego todavía no había concluido —aclaró el vizconde.

—No. Pero Pedro estaba crecido. En la siguiente jugada se permitió un farol al llevarse los pares con dos cuatros, aprovechando el desconcierto de Legizamon y su compañero. Al final de aquella mano, Urtiaga y Jauregi tenían treinta y siete piedras. Sus contrincantes, veintiocho. La diferencia no era insalvable y las cartas podrían igualar la contienda. Legizamon repartía. Nunca la taberna estuvo tan silenciosa.

—Entonces... Urtiaga era mano —pensó don Fernando en voz alta.

—Así es —Antzara apuró el tabaco y fue extrayendo de la baraja los naipes que iba seleccionando para colocarlos en la mesa, formando las jugadas de aquella famosa última mano; frente a Pelayo dispuso tres treses y un as—. Estas eran la cartas de Uría —a continuación mostró un as, un cuatro, un cinco y un siete junto al vizconde—. Estas, las de Jauregi —y luego dejó al lado del doctor Pazuengos un tres, dos caballos y un as—. Y las de Legizamon.

—Ellos tenían buenas jugadas —dijo Pelayo.

—Muy buenas. Más aún considerando que no hubo descartes, eran primeras dadas. Con ellas, podían incluso llegar a cuarenta y ganar.

—¿Y las de Urtiaga? —don Jacinto anhelaba conocer el final.

El viejo eligió cuatro cartas y las colocó boca abajo.

—Estas son. Todo a su debido tiempo. Vamos a lo que pasó. En apariencia, Uría y Legizamon debían jugar a la desesperada, forzando órdagos. Daba igual que llevasen buenos o malos naipes.

—Sin embargo, estaban amparados por la calidad de sus jugadas —dictaminó Pelayo ante la mirada circunspecta de don Fernando.

—Así es. Lo estaban. Y aprovecharon para ganar dos piedras con los órdagos a grande y a chica, que Urtiaga y Jauregi no quisieron. Luego Urtiaga se pasó a pares y el resto de los jugadores hizo lo propio. Por último, Legizamon lanzó un nuevo órdago a juego que sus contrincantes desestimaron.

—Ya sumaban treinta y una piedras —calculó don Jacinto.

—En efecto. Y faltaba contar las jugadas. Os recuerdo que los pares estaban en paso. Si eran para Uría y su compañero, contarían nueve piedras más y ganarían la partida.

—¿No fueron capaces Urtiaga y Jauregi de obtener los tres tantos que les faltaban? —preguntó el doctor Pazuengos.

—Parece mentira que viviendo en Bilbao no sepáis lo que ocurrió —sonrió Antzara—. En el mus, una vez jugados los cuatro lances hay que mostrar las cartas y se ha de hacer por orden. Desde la mano hasta el postre.

—Entonces, Pedro debía ser el primero en enseñarlas —dijo el vizconde.

—Pero no lo hizo él. Sus contrincantes se adelantaron. Se vieron ganadores y levantaron sus naipes con avidez para corroborar su victoria. ¡Muerte dulce! ¡Muerte dulce!, gritaron exultantes.

—¿Qué significa?

—Que se llega a las cuarenta piedras justas sin que sobre ni falte ninguna, después del recuento. Urtiaga y Jauregi se habían pasado a pares y pensaron que los tres reyes de Uría eran suficientes para ganar.

—¿Y lo fueron? —don Jacinto se removía sobre la silla.

—No. No lo fueron. En medio del revuelo general por el apoteósico final de la partida, Urtiaga se mantenía impávido, invadido por el regocijo. Jauregi le observaba esperando un milagro.

El doctor Pazuengos estuvo a punto de darle la vuelta a las cartas que Gorostiza mantenía tapadas. Por fin, el viejo se decidió a mostrarlas, una a una.

—Urtiaga saboreó su momento de gloria. Se tomó su tiempo para enseñar sus naipes, como yo ahora. Primero levantó un rey, luego otro rey, luego otro rey y el último... otro rey.

—¡Cuatro reyes! ¡Austrias y Borbones al completo! —el doctor Pazuengos estaba disfrutando con la historia.

—Cuatro reyes con sus respectivas barbas. Y con ellos se contaba tres piedras de duples, las justas y necesarias para ganar.

—¿Y que dijo él? —quiso saber Pelayo.

—Murmuró dos palabras: muerte dulce. Eso sí, apenas podía disimular la risa.

—Supongo que el público aplaudiría de nuevo —elucubró el muchacho.

—Pues no. Se hizo un silencio sepulcral. Legizamon y Uría a punto estuvieron de desenvainar sus espadas.

—¿Por qué? —preguntó Pelayo, lleno de ingenuidad.

—Porque Urtiaga se regodeó en su jugada. E


Date: 2016-03-03; view: 404


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