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Más que un sueño 4 page

—Hay personas que tienen la virtud de exasperarme —le susurró, girándose.

El vizconde del Castañar tomó aire de nuevo para proseguir la conversación con la mujer.

—¿Está el doctor en su casa? —preguntó con retintín.

—Sí que está —respondió la vieja, muy ufana.

—¿Y sabría vuestra merced decirme por qué no abre esa puerta? —insistiendo a propósito en el modo de formular la pregunta.

—Sí que lo sabría, sí.

Ahora sí que Pelayo fue incapaz de reprimir una carcajada, pero don Fernando no andaba para risas.

—¿Te resulta gracioso? —le espetó con el enfado reflejado en su cara.

El muchacho creyó ver humo saliéndole de las orejas y apretó los labios para contener toda la hilaridad que albergaba en su interior.

—Sí, señor. Quiero decir: no, señor. Nada gracioso —las chispas de los ojos le traicionaban, delatando su regocijo.

El vizconde volvió a la carga.

—¿Por qué nadie abre esa maldi... esa puerta?

—Porque el doctor debe de estar durmiendo la mona —dijo, rotunda.

—¿A estas horas? Aún no son las ocho de la tarde.

—¿No oísteis las campanas esta mañana?

—No —respondió don Fernando, desorientado por la respuesta. Estábamos en el Colisa. ¿Qué tienen que ver las campanas?

—Tocaron a muerto. El doctor se emborracha cada vez que se le muere alguien... y se le muere mucha gente... se nos muere mucha gente —manifestó la anciana, dando por concluida la conversación al desaparecer tras la puerta sin despedirse.

En efecto, únicamente la sólida base demográfica construida durante el siglo anterior había evitado una verdadera catástrofe en Balmaseda. Las sequías, inundaciones, pestes y demás enfermedades de los últimos cien años consiguieron reducir la población en más de mil almas, hasta situarla en las seiscientas actuales.

—Creo que será mejor que volvamos mañana —le dijo el vizconde a Pelayo.

Pero en ese momento, al otro lado del portón apareció el rostro soñoliento de un hombre de escasa estatura, orondo y sonrosado.

—¿Qué se les ofrece a vuestras mercedes? ¿Algún enfermo? —se interesó.

A pesar de que el aliento le apestaba a txakolin, se mostró amable.

—Que Dios guarde a vuestra merced. Mi nombre es Fernando de Zúñiga y también soy doctor. Vengo desde Salamanca. En realidad, somos... éramos amigos de Pedro Urtiaga. Pretendíamos que nos ayudarais a resolver algunas dudas con respecto a su muerte.

—No sé si podré solventarlas pero, por favor, pasen —les invitó mientras se frotaba los ojos para apartar las legañas.

La estancia a la que accedieron se encontraba en la planta baja. Se trataba de una sala oscura que hacía las veces de consulta. Un par de estanterías, con unos pocos libros, y unos viejos guadamecíes trataban inútilmente de ocultar la humedad que trepaba por las paredes. Sobre una mesa, algunos artilugios médicos compartían espacio con un vaso de estaño y una jarra de barro. Los recipientes estaban vacíos, aunque todavía olían a vino.



—Ya no hay marragueros como los de antes —trató de disculparse el anfitrión, sin excesiva convicción, al percatarse de que los visitantes fijaban sus miradas en una de las esquinas ocupada por un camastro sin sábanas en donde se adivinaba un hueco reciente.

—Ya no hay nada como antes —contestó el vizconde para no quitarle la razón.

El doctor Matellanes se acomodó tras su mesa intentando mantener el equilibrio y la profesionalidad. Les señaló una silla y un taburete para que se sentaran.

—Ni mi casa ni yo nos encontramos en el mejor estado.

—No os preocupéis.

—Yo no sé cuál será vuestra labor en Salamanca pero aquí la mía es dura, muy dura.

—Lo puedo imaginar.

—Tal vez no. ¿Sabe vuestra merced que en Balmaseda los contratos para los médicos se firman por un trienio y que nadie repite? Tengo la obligación de visitar a cada enfermo dos veces al día y no sólo a los de la villa sino también a los de las caserías. El sueldo es bajo. Lo percibo trimestralmente, y a veces me pagan hasta con cargas de leña. No me da ni para tener un ayudante. Me llevo mal con el boticario y con el cirujano, que gana más que yo afeitando barbas. Y de las condiciones de trabajo, ¡qué les voy a contar! Ya lo ven. ¿Saben a cuantas personas he enterrado en dos años y medio? ¡A doscientas siete! De las cuáles setenta y tres eran niños —llevaba la cuenta a la perfección—. El último, esta mañana. El único consuelo es que en unos meses me iré. Y el ayuntamiento tendrá que recurrir de nuevo a edictos en Treviño, Briviesca, Miranda, Burgos, Castro o Laredo, mi pueblo, para buscarme un sustituto porque no son capaces de engañar a nadie de por aquí —el doctor Matellanes se desahogó, vomitando toda la impotencia que guardaba dentro de sí.

—No corren buenos tiempos para nadie —fue la única frase de consuelo que se le ocurrió a don Fernando.

—Tenéis razón. Venís de lejos y os estoy aburriendo con mis cuitas. Vuestra merced dirá.

—Urtiaga —respondió escuetamente el vizconde.

—¿Qué queréis saber de Urtiaga?

—Quizás vuestra merced pudiera facilitarnos detalles de su muerte que nos ayudaran a encontrar a su asesino.

—Hasta donde yo sé, a pesar de su aparente simpatía, contaba con unos cuantos enemigos. Aunque su prima podría hablarles de ellos mejor que yo.

—Es posible. Siempre los tuvo. Lo que queremos saber es cómo murió.

—Le pusieron veneno en el vino.

—Eso fue lo que él creyó, pero ¿estáis seguro de ello?

—Absolutamente. Antes de morir me entregó una copa en la que quedaban unas gotas.

—¿Qué hicisteis con ella?

—Se las di a beber a una rata. Por aquí hay muchas. ¿Sabíais que en Balmaseda no hay cerdos porque esas malditas ratas nos transmiten enfermedades a través de ellos?

—¿Qué le pasó a la rata?

—La encerré en una jaula y la iba observando. Se fue paralizando hasta morir. Igual que Pedro.

—¿No tuvieron otros trastornos?

—No, y eso fue lo extraño. Ni vómitos ni diarreas.

—¿Y dolores?

—Urtiaga no se quejó mucho.

—Entonces no le envenenaron con arsénico —conjeturó don Fernando.

—Seguro que no. Los síntomas resultaron ser prácticamente imperceptibles. Sus músculos fueron disminuyendo su actividad, hasta que dejó de respirar. Ignoro qué tipo de veneno pudieron suministrarle en el vino.

—¿Qué me decís del vino?

El doctor Matellanes se atusó los bigotes.

—Tenía una pinta excelente. Lástima de veneno. Yo diría que por el color y la consistencia se trataba de un caldo de las tierras del Duero más que de Álava o de la Rioja —manifestó con la vehemencia de un experto.

—Sin embargo, ese vino está prohibido en Balmaseda. Quien fuese lo introdujo de contrabando.

—Es muy posible. El único que puede dispensar vino distinto del txakolin es el boticario. Aunque es tan patán que ni siquiera tiene buen vino. Casi prefiero beber el de aquí.

—¿Es difícil introducir vino en la villa?

—En absoluto. Todo tiene un precio y los guardias se dejan sobornar a cambio de una azumbre.

—Entonces pudo ser cualquiera.

—Así es. Si queréis encontrar al asesino, debéis encaminar vuestras pesquisas en otra dirección.

—¿Os comentó Pedro algo sobre un tal Mikel Jauregi?

—Nunca oí hablar de él. De todos modos, Urtiaga y yo compartíamos nuestra afición por el vino y poco más. De quien sí me habló fue de vuestra merced. Me aseguró que sois el mejor médico de Castilla.

Fernando de Zúñiga esbozó una sonrisa amarga.

—Una última pregunta, doctor Matellanes. ¿Le visteis morir?

—No. Lo visité un par de horas antes del óbito. Entonces su pulso ya iba disminuyendo de manera alarmante, pero aún tuvo la lucidez de hacer que me sirvieran orujo, el mejor remedio para cualquier mal. Siempre tenía uno exquisito que traía de alguno de los monasterios de Liébana. Desde luego, Urtiaga gozaba de un excelente gusto para las bebidas.

—Su muerte —le interrumpió don Fernando, viendo que se iba por las ramas.

—¡Ah, sí! Disculpad. Creo que la única persona presente en el momento postrero fue su prima Gorane. Cuando volví ya no respiraba y su corazón no latía. Estaba pálido pero con el gesto tranquilo, como si no hubiera sufrido. Me limité a certificar su defunción.

—¿Y el rigor mortis?

—Era pronto. Todavía no se había manifestado.

—Muchas gracias, doctor Matellanes. Habéis sido muy amable. Y disculpad por nuestra invasión a vuestra intimidad y a vuestro descanso.

—Ha sido un placer. Espero que deis con el asesino.

—Quedad con Dios —se despidió el vizconde, incorporándose de la silla.

—Id con Él.

Cuando Fernando de Zúñiga y Pelayo salieron a la calle, el sol se ponía y la oscuridad pugnaba por hacerse dueña de las estrechas calles balmasedanas. La vieja les observó a través de un ventano del primer piso.

—Llega la tardecica, señor —dijo el joven.

—Sí, vamos a recogernos antes de que nos detengan por llevar espada.

—¿Qué me dice vuesa merced del doctor Matellanes?

—Nos ha contado todo lo que sabe y estoy convencido de que hace todo lo que puede. Me inspiró lástima. A veces es comprensible que la gente busque refugio en algo que le haga olvidar.

—¿Por qué comentó que Gorane nos podría hablar de los enemigos de Urtiaga? Ella no nos contó nada anoche.

—Muchacho, toda mujer esconde secretos. Y ten por seguro que Gorane Otamendi es toda una mujer.

—oOo—

 

Imposible conciliar el sueño. Ya hacía más de una hora que Pelayo, normalmente de fácil dormir, se movía inquieto girándose a un lado y a otro. Lo peor es que tenía consciencia del motivo de sus desvelos. La comida resultó abundante pero digestiva. Su estómago estaba asimilando bien las truchas de las límpidas aguas del Salcedón. El cilantro de los hormigos retorcidos, esos buñuelos salados que sirvieron de postre, contribuía en gran medida a ello.

Decidió incorporarse de la cama y caminar por el cuarto. Tanto la casa como la calle permanecían a oscuras, así que no tuvo más remedio que encender una vela. La habitación era amplia. No recordaba haberse albergado nunca en una tan grande para él solo. Olía diferente a la noche anterior. El aroma le resultó agradable y familiar pero no lo reconoció de inmediato. Cerró los ojos para tratar de concentrarse e identificarlo. Sin embargo, sus pensamientos cabalgaban en libertad y fue incapaz de domarlos.

La cena se acababa de desarrollar de forma similar a la del primer día, con la única salvedad de que en esta ocasión su amada permaneció en la mesa hasta el final. Pensó de nuevo en los olores. En un mundo tan pestilente como en el que vivían, siempre se agradecía la existencia de oasis perfumados. Por desgracia, dentro de los núcleos de población sólo unas pocas estancias y personas desprendían bellos efluvios. Y, aunque desconociese por qué, aquella habitación constituía uno de esos oasis. Casi tan agradable como el agua de rosas en la piel de Leonor... el mejor de todos. ¡Su querida Leonor! Se encontraba tan cerca de él... y a la vez tan lejos. Sabía que tendría que olvidarla, mas ¿cómo hacerlo? Si no había sido capaz en la distancia, se le antojaba del todo imposible conseguirlo viéndola a diario. Su amor jamás sería correspondido. Pero... ¿y si estuviese equivocado? ¿Y si ella también terminara por enamorase?

Se sentó frente a un palanganero. Trató de disipar los pensamientos que le torturaban echándose un jarro de agua desde la nuca hasta el cuello. Aprovechó para desnudarse por completo y asearse. El jabón olía igual que la habitación, pero seguía sin averiguar a qué o a quién le recordaba. Ahora parecía que el sopor podría ganar la batalla a los conciliábulos de su mente, así que decidió ponerse la camisa larga de lino, como única prenda, para dormir. No soportaba esa braga taparrabos que usaban casi todos los hombres a modo de ropa interior. Se tumbó en la cama, sopló la llama de la vela y logró cerrar los ojos con la imagen de Leonor dibujada en el lienzo de sus párpados.

El olor se intensificó. Por un momento pensó que también pertenecía al sueño. Notó la humedad de unos labios en su frente. Quiso convencerse de no estar despierto. De repente, identificó el aroma. ¡Era azahar! ¡El mismo perfume que usaba Gorane! No podía ser que estuviese soñando con ella. Su corazón latió con más fuerza para aumentar su desasosiego. Se sintió observado, y su respiración no encontró más salida que su propia boca. Temió pellizcarse. Creyó sentir la suavidad de unos dedos acariciando los rizos de su melena castaña. Las sensaciones se mostraban demasiado reales. ¿Debía abrir los ojos? ¿Y si otra mujer distinta de Leonor le estuviese provocando esta excitación? No, imposible. Seguro que Morfeo andaba jugando con él. Por fin, un dulce susurro convirtió su mar de dudas en un océano.

—Pedro —le llamó.

A pesar de que percibió la tibieza de un hálito de hierbabuena rozando el lóbulo de su oreja, no cejó en su empeño de refugiarse en su mundo onírico. Pero la voz trató de traspasar el umbral de su vigilia.

—Pedro —insistió.

La evidencia venció al muchacho, que aún no sabía si dormía o no. Para salvaguardar su incertidumbre, permaneció con los ojos cerrados.

—Mi nombre es Pelayo.

—Lo sé. Sin embargo, os parecéis tanto a él... —el bisbiseo era tan tenue que costaba identificarlo.

—¿A quién? —preguntó, sabedor de la respuesta.

El olor a azahar penetraba en sus poros y le subyugaba lentamente.

—A vuestro padre. Yo le amaba.

—No deberíais estar aquí —atisbó a decir, consternado.

—Y no estoy. Soy sólo un sueño.

—Sabía que lo erais —contestó Pelayo, reconfortado.

—Un sueño llamado Gorane.

—Va siendo hora de que os vayáis. No quiero seguir soñando con vos.

—¿No vais a abrir los ojos?

—¿Para qué? En esta habitación no hay nadie más que yo.

—Esta era su alcoba. Quise que os alojaseis en ella. Él murió en esta misma cama, con su mano entre las mías. Como tengo la vuestra en este instante.

El joven sintió la calidez de la piel femenina junto a sus dedos. Sus pulsaciones se dispararon.

—No sois real.

—¿No queréis verme? Seguro que nunca habéis visto a una mujer como podríais verme a mí ahora.

—No sois real —insistió, a medio camino entre la lujuria y el pánico.

La mano de la muchacha llevó los dedos trémulos de él hacia su pierna desnuda, obligándole a acariciársela.

—Lástima que no sea real —dijo ella con un tono cargado de dulzura y de ironía.

—Desde luego que no. Idos. Yo amo a otra mujer cuyo nombre es...

Las palabras de Pelayo no terminaron de salir de su boca. El calor de un beso húmedo y ardiente se la selló. Finalmente, sucumbió a la tentación y entreabrió los labios, rendido al sueño... o al destino.

Aquel instante apenas duró. Cuando se quiso dar cuenta, la fragancia a azahar había desaparecido y con ella la presencia extraña, sin hacer ruido alguno. Fue entonces cuando se atrevió a abrir los ojos. Esperó a que se acostumbraran a las tinieblas pero la oscuridad era demasiado espesa, así que encendió la vela. La habitación estaba vacía. Pelayo respiró hondo, aliviado. Sin duda, se trataba de una pesadilla... de una maravillosa pesadilla.

—oOo—

 

Los gorgoritos de un jilguero, tenaz y tempranero, mantenían a Pelayo en un duermevela desde que las luces del alba se colaron por la ventana. En los instantes de lucidez le asaltaban los remordimientos. Él, que amaba a Leonor hasta casi enloquecer, acababa de sucumbir ante la primera tentación que osaba cruzarse en su camino. Daba igual que no fuese real. Lo cierto es que disfrutó con ella. Y él no debía permitirse traicionar sus sentimientos, ni siquiera dormido. Su amargura únicamente la vencían los momentos en que el sopor le ayudaba a olvidar. Por eso se resistía a levantarse. ¿Y si no fuese tan distinto a su padre? Resultaba innegable que por sus venas corría la misma sangre que la de un mujeriego. Un hombre al que odiaba, desde que tenía uso de razón, por engañar a su madre con falsas promesas de matrimonio para desaparecer tras poseerla. ¿Y si no pudiese luchar contra su propia naturaleza?

Los apetitosos efluvios procedentes de la planta baja unidos al estruendo de sus tripas hambrientas le animaron a incorporarse de la cama. Después de vestirse y mojarse la cara para despegarse las legañas, bajó las escaleras con paso timorato. A medida que avanzaba hacia la cocina, los aromas a chocolate con canela y a bollos de mantequilla se mezclaban con los perfumes que conocía tan bien. Azahar y agua de rosas. Ellas estaban allí. Suspiró para tomar algo del valor que flotaba en el aire y entró en la estancia.

—Hombre, hace tiempo que pusieron las calles —saludó don Fernando con el buen humor que le proporcionaba su desayuno favorito.

—Buenos días... —respondió la voz titubeante del joven.

—¿Qué tal habéis dormido? —entonaron al unísono Gorane y Leonor. Las muchachas se miraron y rieron, más cómplices que rivales.

El muchacho contempló la escena casi horrorizado, incapaz de descubrir si la pregunta era una frase hecha o guardaba una doble intención.

—He dormido bien, gracias —musitó, ruborizado con el pensamiento de que los presentes pudieran leer el libro de sus sueños.

—Anda, come —le invitó el doctor Zúñiga—. Nos vamos a Portugalete. Trataremos de averiguar detalles del asesinato de Mikel Jauregi.

—oOo—

 

El sol rondaba despistado por la ría, ajeno al inminente abordaje de unas cuantas nubes que enarbolaban la bandera pirata con el cuchillo entre los dientes. Cuando los visitantes llegaron al final del camino de Pando, entre la ermita del Santo Cristo y la torre del Coronel, el cielo se hallaba completamente encapotado.

Portugalete, el antiguo Puerto de Galeotes, era una empinada villa con una rancia tradición marinera. Estaba ubicada, para bien o para mal, en el privilegiado enclave estratégico donde el Ibaizabal se abandonaba al Cantábrico. Desde su creación en 1322, albergaba hombres y mujeres que vivían por y para el cercano mar. Algunos de ellos se dedicaban al practicaje, facilitando a los barcos su entrada en la embocadura, ya que debían atravesar la temible barra de arenas movedizas que la cruzaba transversalmente.

Su diseño no distaba mucho del resto de poblaciones medievales: tres largas calles atravesadas por estrechos cantones. Pero si lo normal entre las villas vizcaínas era que su orientación fuese de este a oeste, los portugalujos tuvieron que adaptar su trazado urbano a los vientos dominantes procedentes del noroeste y del sudeste. Sus casi setecientos habitantes se repartían en viviendas de madera de varias plantas con poca fachada. Junto a ellas, unas cuantas casas torre, entre las que destacaba la de los Salazar, se erguían imponiendo su señorío sobre las construcciones vecinas.

Los fuertes vientos y las abundantes lluvias, que bajaban impetuosamente por unas calles sucias e insuficientemente empedradas, no contribuían a cuidar la salubridad de los portugalujos, que se mezclaban con los marineros de los barcos que frecuentaban el puerto. Muchos de ellos gentes de mal vivir que aprovechaban sus estancias en tierra para visitar tabernas y burdeles clandestinos, donde se gastaban el salario y buscaban desahogo a las represiones acumuladas durante meses en altamar.

Fernando de Zúñiga y Pelayo accedieron al recinto amurallado por la puerta del Portal, dejaron a un lado la iglesia de Santa María y bajaron por la calle del Medio en busca de una fuente en la que saciar su sed y la de Azabache y Zafir. Encontraron una de piedra más allá de la plaza de la Villa, tras tomar el cantón de las Panaderas, en la calle Coscojales por la que bajaron hasta el ayuntamiento. Este se hallaba ubicado en la plaza del Solar, cerca de la ría. Se trataba de un edificio sencillo, con cuatro arcadas de medio punto y un balcón corrido encima de ellas. Su seguridad se veía garantizada con los dos flamantes cañones de bronce que lo flanqueaban. Estos no sólo protegían la villa, sino todo el abra ante posibles ataques de flotas enemigas o corsarias. Un hombre de rostro curtido hacía guardia en la puerta.

—Que Dios os guarde —saludó don Fernando.

—Y a vuestras mercedes —respondió en tono grave pero gentil.

—Buscamos al alcalde.

—¿Y quién le busca?

—Mi nombre es Fernando de Zúñiga y soy doctor en Salamanca. Él es mi ayudante.

—¿Y qué os trae por aquí?

—Hace más o menos un mes, murió un vecino de Portugalete, Mikel Jauregi. Pretendemos saber cómo ocurrió.

El guardia frunció la nariz pero no emitió juicio alguno.

—Aguardad —fue lo único que dijo.

Mientras accedía al interior, Pelayo no pudo por menos que tratar de disipar una duda.

—Señor, disculpad mi curiosidad: desde que entramos en tierras vizcaínas, he venido observando que nunca os presentáis con el título de nobleza que tan graciosamente os concedió la Reina.

El doctor, lejos de molestarse, sonrió.

—En Vizcaya no hay nobleza, así que mi vizcondado aquí no vale de gran cosa.

—¿No hay nobleza?

—No. O mejor dicho, sí la hay. Todos los vizcaínos son nobles.

—¿Vuesa merced bromea conmigo? He visto muchos hombres y mujeres afanando.

—No, hijo. No bromeo. Sus fueros establecen la igualdad ante la ley. O lo que es lo mismo, reconocen que todos los vizcaínos son hijosdalgo. Por tanto, pueden ejercer labores manuales sin menoscabar su hidalguía. De ahí que la gente principal se dedique al comercio o posea ferrerías.

En ese momento regresó el guardia.

—El alcalde les recibirá. Por favor, vengan conmigo.

El grupo entró en el edificio para encontrarse con la máxima autoridad civil y judicial de la localidad en un salón de la primera planta, en el que ricos ornamentos se las veían y se las deseaban para ocultar el deterioro y el salitre de las paredes.

Un hombre de porte distinguido y ataviado elegantemente se incorporó de su asiento.

—Mi nombre es Pedro de Elguero y soy el primer alcalde de esta muy noble villa —dijo con orgullo.

—Soy Fernando de Zúñiga...

—He oído hablar de vuestra persona —le interrumpió—. ¿No es vuestra merced ese médico de la corte de Su Majestad que tiene fama de resolver enigmas y misterios?

—De alguna manera, así es.

—El guardia dice que preguntáis por la muerte de Mikel Jauregi.

El vizconde del Castañar asintió con la cabeza.

—El bueno de Mikel... —prosiguió el alcalde—. Era un poco fanfarrón pero no creo que mereciese esa forma de morir.

—¿Cómo fue?

—Al principio creímos que podía tratarse de un accidente. Uno de esos incendios fortuitos que acaban de vez en cuando con nuestras casas. Pero al ser uno de los nuestros decidimos investigar.

—¿Qué quiere decir vuestra merced con uno de los nuestros?

—Oñacino. Los Jauregi son oñacinos, como somos casi todos en Portugalete. Y es verdad que las luchas abiertas entre bandos, oñacinos y gamboínos, hace tiempo que desaparecieron en Vizcaya. Sin embargo, no sólo las casas torre nos recuerdan ese pasado guerrero. En muchos casos, perdura ese odio entre linajes, alimentado durante siglos.

El doctor Zúñiga rápidamente recordó que los Puente de Balmaseda también pertenecían al bando oñacino.

—¿Desveló algo la investigación?

—Que el incendio fue provocado y Mikel Jauregi asesinado, aunque no podría establecer el orden de los acontecimientos. Encontramos restos de barriles de brea entre los despojos del desastre y trozos de soga junto al cuerpo abrasado.

—¿Entonces cree vuestra merced que pudo tratarse de un ajuste de cuentas por viejas rencillas?

—Es muy posible. Pero nadie vio ni oyó nada. Así que supongo que su asesinato quedará impune, como la mayoría de los que se cometen. Salvo que la perspicacia que os acompaña sea capaz de lo contrario. Vuestra merced ha de tener en cuenta que por las villas portuarias transita todo tipo de calaña y no es difícil encontrar sicarios que no valoran las vidas ajenas y que, además, cambian de residencia continuamente.

—No será fácil encontrar al asesino —manifestó don Fernando, sin estar convencido de sus propias palabras—. De todos modos, nos gustaría echar un vistazo a los restos del incendio.

—Claro. El alguacil os acompañará.

Don Pedro se dirigió al vigilante, que permanecía en la puerta.

—Llamad a Francisco de Casares.

Mientras el guardia cumplía su encargo, el alcalde les explicó:

—El alguacil era el encargado de hacer la ronda nocturna cuando sucedió el incendio.

En ese momento hizo acto de presencia un hombre alto y desgarbado, de penetrantes ojos negros y pelo rizado.

—Vuestras mercedes dirán —saludó.

—Francisco, acompaña a estos caballeros a lo que queda de la casa de Mikel Jauregi.

—Claro —contestó, solícito.

—Muchas gracias —dijo don Fernando, dirigiéndose al alcalde—. No queremos robar más tiempo.

—Estoy a vuestra disposición. Por cierto, ¿de qué conocíais a Mikel?

—No le conocía. Simplemente creo que era amigo de un amigo mío. ¿Conocía vuestra merced a Pedro Urtiaga?

—¿Pedro Urtiaga? No. Nunca oí nombrarle. ¿Debía conocerle?


Date: 2016-03-03; view: 326


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