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Más que un sueño 2 page

El baúl claveteado, de madera de pino y forrado de piel de toro, iba albergando vestidos mundanos. Echó la vista atrás y recordó los arcones llenados hacía poco más de un año, el tiempo de su clausura. En aquella ocasión contenían cosas bien distintas: cincuenta varas de estameña, setenta de lienzo, diecisiete de jerga, veinticuatro de estopa, un libro de rezos, beatilla y velos, tres mandiles, tres pañuelos, mantas, alpargatas, choclos, pila y cruz de pecho, una tajuela, corchos, libros, estampas, una cesta de labor, almohadilla, tijeras, una correa, una lámpara, un cuchillo, una cuchara, platos, un colchón y un cordel de cama. En total un ajuar de mil setecientos reales que se había quedado en Santa Clara, sin contar la dote de ochocientos ducados que su padre entregó para su ingreso. Pero... ¿qué estaba pensando? Ella regresaría al convento a la vuelta del viaje.

Isabel la miró comprensiva. No en vano cuidaba de ella desde su primer día de vida y la conocía como si se tratara de la hija que nunca tuvo. ¡Qué manera de parecerse al doctor Zúñiga! Era la fiel estampa de su madre, aunque tenía el mismo carácter que don Fernando. Un hombre en apariencia decidido, pero lleno de dudas. A veces abrumado por las contradicciones emanadas de su mundo interior con quien luchaba permanentemente. La muchacha se percató de que su querida ama le estaba leyendo el alma.

—¿Estoy haciendo lo correcto? —inquirió, buscando su apoyo.

—¿Vos cómo te sientes?

—No lo sé... confusa.

—Vos misma lo dijiste antes: Dios puede esperar.

—¿Y si no vuelvo al convento?

—Volverás

—Pero, ¿y si no lo hago?

—No pasaría nada.

—¿Crees que mi padre me necesita en realidad?

—Más de lo que vos crees, pequeña.

La joven se acercó a Isabel y le dio un beso en la mejilla.

—No sé qué hubiera sido de esta familia sin ti.

—Y yo no sé qué hubiera sido de mí sin esta familia —le contestó con toda la sinceridad que fue capaz de atesorar, fundiéndose en un abrazo que suscitó las lágrimas de ambas.

—oOo—

 

La berlina rodeó uno de los lavajos medio resecos que circundaban el castillo de Alaejos. Desde su interior todavía resonaban los ecos de los lamentos de doña Juana de Portugal por su hija, la Beltraneja, y en sus almenas quedaban restos de sangre de la cabeza del tundidor Bobadilla, expuesta después de la revuelta comunera que asoló la localidad. La construcción, antaño fortaleza, ahora guardaba las celdas del señorío. Allí se encerraba a quienes eran condenados por causas contra el señor, en oposición con la cárcel del Concejo en la que se recluía a los presos por delitos contra el pueblo. Por eso, el castillo se veía con malos ojos por los alaejanos y una de las aficiones favoritas de los niños la constituía lanzar piedras contra el edificio, que se encontraba bastante desgastado por la acción del tiempo y de los traviesos mozalbetes que se relevaban generación tras generación.



Unos chiquillos descalzos y harapientos, que andaban en estas faenas, cambiaron el juego cuando el coche de caballos de los forasteros pasó delante de ellos y se pusieron a correr detrás de él, fascinados por el vehículo. Isabel y Leonor les saludaron con la mano.

Se trataba de un carruaje al estilo de los que venían fabricándose en Berlín desde 1660, de ahí su nombre. Se diferenciaba de los modelos antiguos en que los ejes ya no se unían por un tronco de árbol sino por dos varas derechas para reducir los vuelcos. Además disponía de un rodete para ampliar los giros y poseía los primeros muelles metálicos de suspensión. A don Fernando no le agradaban los adornos exteriores, al uso de la época, y únicamente hizo labrar en las puertas el escudo de los Zúñiga: un blasón con una franja diagonal. Los cuatro asientos de su interior estaban recubiertos de paño de lana con cintas de seda amarilla, procedente de la recién inaugurada fábrica de Béjar. Sin duda, el coche bien valía los once mil reales pagados por don Fernando.

Un par de preciosos caballos alazanes, seguidos de dos yeguas árabes de capa negra, tiraban del vehículo con aire majestuoso, guiados por la mano maestra del cochero.

El transcurrir del séquito, compuesto por la berlina y los niños, se vio interrumpido por el paso de una procesión. Las nubes de tormenta, como de costumbre, se acababan de disipar sin dejar caer una sola gota de agua, y los habitantes del pueblo se agrupaban en torno a la imagen de una pequeña Virgen que portaba en una mano a su hijo, y en la otra una bola. La traían desde su ermita, solicitando al cielo la ansiada lluvia en sus rogativas:

 

Agua pedimos Señora aunque no la merezcamos

que por si merecer fuera, ni la tierra en que pisamos.

¡Oh! Virgen de la Casita chiquitita y agraciada

por vuestra misericordia, mándanos Señora el agua.

Los centenos se nos secan, las cebadas ya no granan

por vuestra misericordia, mándanos Señora el agua.

Agua pedimos Señora, que corra por los caminos

que dicen los labradores que se nos secan los trigos.

Agua te pedimos, chiquitita Madre,

agua te pedimos, no nos desampares.

Por eso Virgen bendita, te pido de corazón

no nos desampares, Madre mía de consolación.

Agua pide el rico, agua el pobre,

agua los artistas y los labradores.

Ya estás en tu villa, patrona bendita

mándanos el agua con vuestra visita.

 

Lo cierto es que la sequía constituía un grave problema en toda Castilla y más en aquellos lugares en los que los productos obtenidos del campo suponían los únicos ingresos. Alaejos tampoco consiguió sustraerse a la crisis del momento. De hecho, la sufrió con virulencia. Contaba con dos mil almas, la mitad que medio siglo atrás, de las cuáles la tercera parte se declaraba pobre. La presión fiscal se intensificaba día a día y, para colmo, los viñedos ya no eran los de antes.

Al famosísimo vino de Alaejos cada día le salían más competidores entre las localidades vecinas. Nava del Rey, Serrada, La Seca o Rueda plantaban nuevas viñas en terrenos fértiles, y sus majuelos frescos amenazaban muy seriamente la primacía de los alaejanos, por los que estos incluso se estaban viendo obligados a vender su mercancía al por menor.

Tras el breve percance, la peculiar comitiva alcanzó su destino de la calle Perogiles. Los niños, que venían armando bulla, guardaron silencio mostrando su expectación ante la llegada de los ilustres visitantes. Una de las puertas se abrió antes de que el cochero se hubiera apeado del pescante. Un caballero que rondaba la cincuentena, con la melena y la perilla canosas, fue el primero en salir. El tímido saludo con que les obsequió no fue suficiente para atenuar el temor que sintieron al contemplar su vestimenta, totalmente negra desde las botas hasta las golillas y el chambergo. Enseguida descendió una mujer de unos treinta y cinco años y ojos grises, ataviada con una basquiña azul y una camisa clara. Por fin, apareció el rostro de una joven cuya dulce sonrisa fue correspondida por todos. Al bajarse se terció la saya enseñando el guardapiés ante la admiración general. Aquella era la mujer más bella que jamás habían contemplado.

—¿Es esta la casa de los Sánchez? —preguntó el hombre de negro a uno de los chiquillos.

Este asintió receloso con la cabeza. Al girarse, mostró una extraña postilla en la zona del cuello.

—¿Me dejas ver eso? —se interesó el visitante.

Sin embargo, el rapaz no contestó y echó a correr calle abajo.

El revuelo llegó hasta el interior del edificio ante el que se detuvo el carruaje. Se trataba de una señorial construcción de dos plantas con las ventanas protegidas con rejas y la cornisa moldurada. Un hombre, de grandes proporciones y aspecto bonachón, abrió desde dentro la puerta de madera noble.

—¡Mi buen amigo, el vizconde del Castañar! —exclamó con sincera alegría.

—Para los amigos, simplemente Fernando de Zúñiga —respondió el caballero de negro, mientras se daban un recio abrazo.

En efecto, don Fernando no solía hacer gala de su título más que cuando lo estimaba oportuno. Aunque, en honor a la verdad, se sentía orgulloso del vizcondado otorgado en parte por los servicios prestados en la Corte y en parte, no lo olvidaba, por su amistad con la Reina Madre, doña Mariana de Austria.

—¿Qué tal por Salamanca?

—Pocas novedades... lo de siempre. ¿Qué se cuenta el doctor don Melchor de Terán?

—Más cosas tendrás que contarme vos —contestó dirigiendo la mirada a las mujeres—. Pero... ¿no me escribiste diciendo que vendrías únicamente con un muchacho? Ella es tu hija, ¿no? —se interesó, refiriéndose a la joven.

—Sí, Leonor, la pequeña. Hubo cambio de planes y ya no me dio tiempo a utilizar el servicio de postas para avisarte —se disculpó don Fernando.

—¡Madre mía! Es toda una mujer. ¡Qué barbaridad! Si el otro día era sólo una niña —comentó, besándole la mano, primero a ella y luego al ama de llaves.

Tempus fugit[7].

—Para todos menos para Isabel, que no ha perdido un ápice de su lozanía. Seguro que sus ojos pardos siguen cautivando a los caballeros de buen gusto —dijo el doctor Terán en tono galante aunque educado.

—Vuestra merced siempre tan adulador —agradeció ella.

—Supongo que no habrá inconveniente en que nos alojes a todos por una noche —solicitó el vizconde, girando la conversación.

—¡Claro que no! ¡Encantado! Daré instrucciones para que se arreglen las habitaciones que hagan falta... Y el muchacho del que me hablaste, ¿no viene?

—Si aún no ha llegado, estará a punto de caer —respondió don Fernando, algo preocupado por la tardanza de Pelayo.

En aquellos momentos, el joven perdía de vista los álamos blancos que flanqueaban la ribera del río a la altura de Castronuño. Acababa de dejar de bordear el Duero cuyo cauce arriba seguía desde Zamora y venía fastidiado por el retraso. Al obispo le dio por entretenerle más de la cuenta con faenas banales de última hora, quizás contrariado por la pérdida del sirviente. El caballo aceleró el trote para recorrer las dos leguas restantes, hasta que los tesos dieron paso a la llanura.

El sol arrastraba su languidez por el ocre de los campos vallisoletanos cuando Pelayo, por fin, avistó las esbeltas torres de Alaejos. Ya quedaba menos para conocer de boca de su querido doctor Zúñiga los motivos de su urgente llamada. ¿Qué es lo que les llevaba a viajar a los territorios vascongados?

—oOo—

 

Cada casa alaejana contaba con una bodega. Sus respiraderos a ras del suelo jalonaban el paisaje de las calles. No en vano los caldos de la tierra habían paseado su fama, en recientes pero ya pasados tiempos de esplendor, por todos los confines de los reinos castellanos y leoneses. El doctor Terán ofreció otro vaso a su invitado.

—Vino de Alaejos, hace hombres a los niños y remoza a los viejos —dijo don Fernando.

—Veo que te sabes el refrán. ¿Hay algo que desconozca el doctor Zúñiga?

—Hay muchas cosas que no sé.

—Hay pocas cosas que no sabes.

—Gracias por la cena —respondió el vizconde, cambiando de asunto. Su sambenito de sabelotodo a veces le enorgullecía y otras le contrariaba, como en esta ocasión.

—¡No faltaba más! Lástima que las mujeres se hayan retirado ya.

—No les queda más remedio. El viaje es largo.

—Todavía no me has dicho a que vais a Vizcaya.

—Urtiaga ha muerto —respondió solemne.

El silencio se adueñó del salón durante unos instantes.

—¿Cómo ha sido? —preguntó al fin don Melchor.

—Asesinado.

La cara del anfitrión se congestionó al juntársele la novedad con el vino ingerido.

—Tenía que acabar así —sentenció tras unos instantes de reflexión.

—Es posible, pero es una pena.

—¿Cómo fue?

—Él mismo me escribió una carta diciendo que estaba muriéndose envenenado.

—Genio y figura...

—... hasta la sepultura —concluyó sin sorna don Fernando.

—Siempre estuvo metido en líos desde nuestra época de estudiantes.

—Sin embargo, siempre salía de ellos.

—Hasta que llegó su hora.

—A todo el mundo le llega. Aequat omnes cinis[8].

—Veo que no has perdido tu afición al latín —el comentario del doctor Terán provocó la tenue sonrisa de Zúñiga—. ¿Se ha descubierto al culpable?

—No lo sé. Aunque ten por seguro que pagará por ello.

—¿Está enterrado en su pueblo?

—Supongo que sí... en fin, cambiemos de tema. Por la suntuosidad de tu mobiliario, parece que te va bien.

—No me puedo quejar. Aunque la casa es alquilada. Pertenece a los Sánchez, una familia hidalga —trató de excusarse.

—Los malos tiempos no perjudican a todos. Oí que amenazaste con irte a Simancas si no te subían el sueldo.

—Más o menos.

—¿Y?

—Siete mil reales anuales me persuadieron para quedarme.

—¡Siete mil! —exclamó don Fernando, dejando escapar un silbido de admiración.

—Hay mucho trabajo. Por contrato, debo visitar a cada enfermo dos veces al día y no puedo ausentarme más allá de cuatro jornadas y cuatro leguas sin permiso del Concejo. La villa padece frecuentes enfermedades —se justificó el doctor Terán.

—A propósito, esta tarde he visto a un chiquillo con una herida en el cuello que no parecía producida por ninguna pelea.

—Eres observador, lo que ya no me sorprende a estas alturas.

—¿Es lo que parece? ¿Carbunco?

—Sí. El veneno negro. Una epidemia.

—¡Dios mío! Ahora sí creo que merezcas tu salario. ¿Cómo te las apañas?

—A duras penas. Recomiendo beber agua limpia, limpiar los pozos y los lavajos, sacar los muladares fuera del pueblo, atollar las bodegas... —respondió con cierto pesar.

—Salvo que me equivoque, no tiene cura. ¿Cómo tratas las pústulas malignas?

—A veces aplico la cirugía pero lo normal es que emplee cataplasmas de agua, vinagre y miga de pan. Lamentablemente, no suelo obtener buenos resultados.

—¿Has probado a realizarlas con trementina instilada?

—No, no las conocía. Probaré. ¿Las cura?

—No es un santo remedio, pero suele aliviar. ¡Malditas enfermedades! ¿Cuándo llegará el día en que sepamos cómo tratarlas todas?

—No llegará nunca. No somos dioses. Aunque se encuentre la solución al carbunco o a la peste, siempre aparecerá un nuevo mal contra el que nada podamos hacer —vaticinó el médico alaejano, apurando un trago de vino.

—¡Quién sabe! A lo mejor, encontrando su origen damos con el remedio. Bona diagnosis, bona curatio. En el último siglo hemos avanzado más que en los dieciséis anteriores. ¿Has oído hablar de Anton van Leeuwenhoeck?

—No.

—Es un comerciante holandés que ha mejorado los sistemas de lentes y ha inventado un artilugio con el que acaba de observar animálculos. Son diminutos animales que el ojo del hombre no puede apreciar y que están presentes en el agua y en infinidad de lugares. Quizás también lo estén en las heridas.

—¡Pamplinas! —concluyó don Melchor.

—Hay que ser receptivo a los descubrimientos, amigo mío. Pero bueno, ¿cómo reacciona la gente del pueblo? —ante el escepticismo incómodo de su interlocutor, don Fernando quiso volver a encaminar la conversación hacia derroteros más conocidos por él.

—No quiere reconocer la epidemia. Bastante mal está ya la venta del vino. La propagación de la noticia daría al traste con el escaso comercio que, a duras penas, aguanta. Sólo les queda rezar. Los hay que acuden a los curanderos.

—¿Qué método emplean?

—Atan un sapo vivo sobre la herida hasta que el bicho muere. Suele ser a los siete u ocho días.

—¡Malditas supersticiones!

En ese momento, la figura espigada de un joven de unos veinte años hizo su aparición en el salón, interrumpiendo la charla y cambiando el semblante de Fernando de Zúñiga, que se levantó de la silla.

—¡Mi buen Pelayo! —saludó con franca satisfacción.

Estuvo tentado de darle un fuerte abrazo pero disimuló en parte sus sentimientos y estiró los brazos para asirlo por los hombros.

—¡Señor! No sabe vuesa merced el placer que me produce veros con tan buen aspecto —respondió el joven.

El anfitrión de la casa lo escrutó, tratando de echar la memoria atrás como si lo conociera y no supiera de qué.

—Por fin llegó el muchacho que esperabas —le comentó al vizconde, esperando ser presentado.

—Pelayo Maestre —respondió este, ocultando parcialmente su identidad—. Es sirviente de monseñor Balmaseda.

—¡Vaya! De Balmaseda a Balmaseda —bromeó Terán, sin que el chico le entendiera.

—Mañana partimos hacia una villa vizcaína con ese nombre. Ya te contaré —aclaró don Fernando, no queriendo extenderse en las explicaciones delante de su colega.

—Me recuerda a alguien —insistió don Melchor.

—No creo que le hayas visto nunca. Me ayudó el año pasado a aclarar el misterio de los crucificados —dijo el vizconde, evitando descubrir la paternidad del muchacho.

—Sí, hasta aquí llegaron los detalles. En fin... estoy cansado y mañana hay que madrugar. Además tendréis cosas de qué hablar. Mis criados os indicarán el camino hacia vuestras habitaciones. Buenas noches —se despidió el doctor Terán.

—Muchas gracias, amigo —le correspondió Zúñiga.

—Buenas noches tenga vuesa merced —contestó Pelayo.

En la mesa quedaban algunos restos de la cena. El vizconde del Castañar se quedó mirando al muchacho durante unos instantes, mezclando sensaciones. Su presencia le reconfortaba aunque también le hacía recordar a su padre.

—¿Tienes hambre?

—No, señor —mintió a medias el fámulo.

—Anda, siéntate y come un poco de queso o de manzana. Es la mejor manera para asearse la boca y mantener la dentadura sana.

—No sabe vuesa merced lo que me alegra que me hayáis llamado —confesó Pelayo, mientras obedecía tomando un trozo de pan con queso.

—¿A pesar de no conocer el motivo?

—A pesar. Me es suficiente saber que puedo seros útil de cualquier manera.

—Tienes que saber algo —don Fernando se sentó frente a él.

—Vuesa merced dirá.

—Tu padre ha muerto —aseveró el vizconde, circunspecto.

—¿Urtiaga? ¿Os referís a vuestro amigo Pedro Urtiaga? —preguntó el joven, tratando de digerir la noticia a la vez que el último bocado.

Sin embargo, una miga traicionera se equivocó de conducto provocándole un tremendo ataque de tos. Tuvo que concentrarse en su respiración para controlarlo. Poco a poco, la congestión fue desapareciendo y con ella la preocupación del doctor Zúñiga.

—¿Estás bien?

—Ya sí. Me añusgué.

—Toma —le dijo, extrayendo la carta de su faltriquera.

Pelayo la leyó con avidez.

—Lo siento por él y por vuesa merced —aseveró al finalizarla.

—¿Tú no lo sientes?

—No lo sé aún —respondió en voz baja y dubitativa.

—Ahora ya sabes por qué nos vamos al norte —declaró el vizconde, comprendiendo la reacción del muchacho. No en vano, él mismo había atravesado un trance similar.

—Sí. Averiguaremos quién lo hizo.

—No viajamos solos.

—¿No?

—Isabel y su padre vienen con nosotros... también viene Leonor.

—¿Vuestra hija? —preguntó el sirviente, intentando dominar su cuerpo estremecido y la retahíla de interrogantes que le asaltaron. La tos estuvo a punto de regresar.

—Sí. Están descansando. Y nosotros debemos hacer lo propio. Nos esperan largas jornadas. Partiremos mañana después de la misa de las nueve.

Demasiadas emociones para una sola noche. Pelayo Maestre... o Pelayo Urtiaga fue incapaz de conciliar el sueño hasta que la madrugada quiso darle paso a la mañana. Su padre le reconocía justo antes de morir, igual que le ocurriera al doctor Zúñiga. No obstante, lo que más le inquietaba era la presencia de su amada. Leonor estaba allí. ¡Durmiendo bajo el mismo techo! ¿Qué hacía allí ella? ¿Por qué había salido del convento? ¡Por todos los santos! Mañana la vería... y pasado, y al otro. ¿Qué le aguardaría el destino? Únicamente Dios lo sabía. Aunque tenía claro que le esperaba un calvario tratando de ocultar sus sentimientos... un delicioso calvario.

—oOo—

 

Los pinceles de lluvia apenas lograron dibujar algunos charcos en el suelo, pero los suficientes para que el pueblo se despertara alborozado. Las rogativas empezaban a obtener sus frutos. ¡Y todo gracias a la Virgen chiquita! Hechos como este iban consiguiendo que Nuestra Señora de la Casita desplazara poco a poco a la de la Visitación, primigenia advocación de la ermita que ahora compartían.

A primera hora de aquella mañana gris, los alaejanos se repartieron entre sus dos iglesias. San Pedro y Santa María no sólo rivalizaban en la majestuosidad de sus torres, faros diurnos del mar de campos castellanos, sino en el cariño de sus feligreses.

En el momento en que Pelayo se incorporó de la cama, la casa estaba vacía. Echó un vistazo a los establos, donde no encontró más que unas cuantas bestias. Se iba a volver, cuando un par de relinchos familiares lo saludaron. ¡Eran Azabache y Zafir! Apresuró sus pasos para acercarse a ellas. Las yeguas inclinaron el hocico en busca de las caricias con que el muchacho las obsequió de inmediato. Los dos ejemplares les habían llevado de Madrid a Sevilla el año pasado por gentileza de la Reina Madre, doña Mariana de Austria, quien en principio se los prestó a don Fernando para después regalárselos a su regreso de tierras andaluzas. A pesar de las reticencias iniciales del vizconde, terminó por aceptarlos debido a los demoledores argumentos de ella: No está bien visto que una soberana cristiana posea nada que haga recordar a los infieles. Además, estoy rodeada de asesores supersticiosos que me vaticinan malos augurios por el color de su pelo. Son dos magníficas yeguas... pero árabes y negras. Hace tiempo que debí desprenderme de ellas; sin embargo, no encontraba ocasión. Nadie mejor que vos para cuidarlas, considerando el aprecio que les profeso.

Después de colmar a Zafir y Azabache de carantoñas, el joven volvió a la casa. Mientras recogía un pedazo de bizcocho con cara de huérfano sobre la mesa del salón, le pareció escuchar nueve tañidos duplicados. Decidió salir a la calle para acudir a misa. La torre de la iglesia de San Pedro le guio con rapidez hasta la plaza porticada. Hizo amago de acceder al templo pero reculó en la misma entrada. La casa de los Sánchez se encontraba muy cerca y, seguramente, la familia Zúñiga estaría dentro.

El encuentro resultaba irremediable; sin embargo, quiso retrasarlo. Elevó la mirada al cielo en busca de la otra torre. A pesar de medir más de setenta y seis varas de alto, no la vio enseguida. Tuvo que salir a través de una de las rúas adyacentes para distinguir una especie de minarete que le recordaba a la Giralda sevillana. Dejó a un lado la residencia del Inquisidor y recorrió la señorial calle de los Zabacos, jalonada de casas blasonadas, hasta toparse con una explanada en la que se encontraba el hospital del Buen Pastor y una sobria pero elegante iglesia construida de ladrillo con argamasa de cal y yeso.

El interior del templo se encontraba atestado de gente. La eucaristía ya había comenzado y Pelayo aprovechó que la feligresía estaba de pie para colocarse en el lateral más cercano, junto a la talla de una Virgen morena. Al otro lado del templo, entre dos de las colosales columnas que lo sostenían, alcanzó a ver un crucificado. El joven escrutó de lejos la escultura. Después de lo vivido durante el otoño pasado, le resultaba imposible fijarse en la imagen de un Cristo sin imaginarse que el rostro de los modelos también agonizaba.

La muchedumbre se sentó y entonces pudo contemplar el recinto en todo su esplendor. El retablo del altar era una obra maestra de Esteban Roldán, y los adornos de la cúpula no podían ser más bellos. El conjunto constituía una joya casi oculta en la meseta vallisoletana.

Una vez que su mirada se cansó de vagar por los detalles del templo, se entretuvo en contemplar a las personas que lo llenaban. Los bancos de la izquierda ocupados por mujeres y los de la derecha por hombres, como mandaban los cánones. De pronto, su atención se detuvo en un caballero sentado en la zona de delante, junto al centro. Su cabellera rizada y canosa le resultaba inconfundible. ¡Se trataba de don Fernando de Zúñiga! Si él estaba allí, su hija no andaría muy lejos. Su vista temerosa cruzó el pasillo. En efecto, enseguida encontró a Isabel y a su lado... ¡a Leonor! Su corazón se desbocó. Por un momento pensó que sus latidos trotarían escandalosamente por toda la iglesia, descubriendo su pasión ante propios y extraños. Se puso la mano en el pecho tratando de domarlo. Poco a poco, se fue tranquilizando al percatarse de que nadie le miraba, aunque las oraciones del sacerdote ya no llegaban hasta sus oídos. Sus cinco sentidos, y cinco más si los hubiera tenido, ya sólo sentían por y para ella.

Las últimas palabras del ritual eucarístico, Ite missa est, conllevaron el murmullo de los asistentes y la finalización del ensimismamiento de Pelayo. Este trató de alcanzar raudo la puerta de salida, pero para entonces el doctor Zúñiga ya se había girado. Así que no le quedó otra alternativa que aguardar fuera. Aquellos segundos de espera le hicieron envejecer años.


Date: 2016-03-03; view: 390


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