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Más que un sueño 1 page

SINOPSIS

 

Balmaseda, 1683. Pedro Urtiaga acaba de ser envenenado. En sus últimas horas de vida escribe a su amigo, el doctor Zúñiga, anunciándole su inminente fallecimiento y suplicándole venganza. Éste viajará a tierras vascas para averiguar la identidad del asesino. Pronto descubrirá que su muerte no solo tiene que ver con el vino, sino también con una partida de naipes de un juego recién nacido: el mus. Leyendas ancestrales, mujeres enamoradas y falsas apariencias se enredarán en esta trama –en la que los acontecimientos se suceden sin tregua para el lector– relatada sin artificios con una prosa limpia y magnética.

 


MUERTE DULCE

 

Félix González Modroño

 

 

Algaida Editores, S.A.

 

A mi madre

 

Capítulo I

El funeral

 

El cortejo fúnebre ascendía con aire cansino hacia la cima del Colisa. Unas pocas plañideras lloraban sin excesiva convicción. Los demás rostros del escaso grupo denotaban más cansancio que tristeza. Sólo una joven mujer parecía sentir la pérdida del difunto, misteriosamente asesinado. El sol de julio se mostró galante, atenuando la fuerza de sus rayos para incidir con suavidad en la muchacha. La rubia cabellera de Gorane Otamendi brillaba altiva sobre su ropaje enlutado. Era la única persona empeñada en acatar la última voluntad de su primo de ser sepultado en la ermita de San Sebastián y San Roque, en lo más alto de su querido monte. Una voluntad expresada por quien conocía con certeza el momento de su muerte.

El olor a robles, hayas y madroños ya iba dejando paso al de los brezos. Balmaseda[1] quedaba abajo, cada vez más distante. Faltaba acometer la cuesta final, larga y escarpada. Las mulas que acarreaban el ataúd se detuvieron para tomar resuello. Gorane observaba el semblante contrariado y congestionado de sus acompañantes. Nadie se había atrevido a subir hasta arriba del todo con los caballos por temor a que los animales pudieran lastimarse. La mayoría de los caminantes mascullaba, entre jadeos, frases maldicientes para sus adentros y miraba de soslayo el rostro decidido de la joven. Una voz solitaria se atrevió a manifestar el pensamiento general:

—¿No hubiera sido más razonable enterrarle en la iglesia de San Severino como hacemos con todos nuestros muertos? Este andabidea[2] va a acabar con nosotros —protestó un hombre orondo, de grandes bigotes y cara sonrosada, mientras se restregaba la frente con el dorso de la mano para quitarse las gotas de sudor.

—¿Desde cuándo un vizcaíno no respeta el deseo de un moribundo? Si él quería descansar ahí arriba, ahí descansará —contestó tajante, zanjando cualquier otro atisbo de reproche.



La joven, azorada por el esfuerzo, se dirigió al arriero y con un gesto resolutivo de cabeza le ordenó proseguir la marcha. Tenía muy claro que se iba a cumplir a rajatabla el extraño testamento de su primo, Pedro Urtiaga, sobre todo en lo referente a su sepultura.

El finado había dejado escrito:

A pesar de que muero confesado y me arrepiento sinceramente de mis innumerables pecados, puede que Dios tarde en apiadarse de mí y se piense con tranquilidad si mandarme al cielo o al infierno. Mi alma podrá vagar por el tiempo que el Señor disponga; pero el cuerpo que la ha albergado durante cuarenta y nueve años, deseo que descanse en la ermita de San Sebastián y San Roque. A tal efecto, ya tengo dispuesto mi aposento eterno. No quiero que, después de mi muerte, ningún matarife ose tocar una sola pulgada de mi piel y exijo ser enterrado como muero, con mis ropas y mi espada, sin mortajas, ni embalsamamientos. Por ello y para evitar más olores de los que ya tiene la iglesia de San Severino, todo el mundo saldrá ganando si me quedo en lo más alto del Colisa[3], donde estaré más cerca del cielo y donde puede que Nuestro Señor se acuerde antes de mí.

Era costumbre en los territorios vascos que los testadores no sólo establecieran el destino de sus bienes tras su muerte sino también los detalles de su funeral. Gorane Otamendi había sido la elegida por el difunto para llevar a cabo su última voluntad y juró ante todos los santos que sus deseos serían satisfechos, uno a uno. Entre ellos, el más importante, ayudar a descubrir las causas de su asesinato.

Enigmáticas tierras las que albergaban Las Encartaciones. Montes, valles, frondosos bosques, anteiglesias y caseríos dispersos formaban un recóndito paraje que, abstrayéndose del transcurrir del tiempo, conservaba costumbres ancestrales.

Todas las tonalidades verdes imaginables parecían haberse confabulado para pintar esta comarca. En su extremo sur, asomándose a los campos de Castilla, el Colisa se erguía orgulloso. No en vano perduraría en el recuerdo como uno de los cinco montes bocineros de Vizcaya. Durante centurias y hasta hacía bien poco, en su cima se encendían hogueras con la primera luz de la mañana y se hacía sonar un característico cuerno cada vez que se convocaban las Juntas del Señorío; ya fueran las locales en Avellaneda, o las generales en Guernica.

Coronando la montaña, y ocupando su cúspide casi por completo, una vieja ermita custodiaba el valle viendo pasar la vida. Sus piedras estaban cerca de alcanzar los cuatrocientos años. Desde siempre había sido dedicada a san Sebastián. Sin embargo, las pestes que sufrieron los balmasedanos a mediados del siglo XVI provocaron, además de cientos de muertes, que san Roque se uniese a la advocación del pequeño templo, donde se refugiaban los lugareños en época de epidemias.

Una mujer que rondaba la cuarentena, vestida de negro, aguardaba sentada en el poyo de la galilea la llegada de la comitiva. Su aspecto circunspecto y la limpieza de sus ropas denotaban la profesionalidad de la serora[4]. En su semblante no se adivinaba un solo gesto de queja por haber tenido que subir hasta la cima para ejercer su labor. Ella era la que debía cuidar del aseo y demás pormenores para la misa y el funeral. Encima de una gran mesa bajo el pórtico de la iglesia, ya tenía dispuestas las ofrendas: unas cuantas hogazas de pan y un carnero ya destripado y despellejado. Tampoco faltaban los cirios, tanto fuera como dentro de la ermita.

Cuando la comitiva se encontraba a unos pocos metros, la serora se levantó. Esperó a que los mozos bajaran el ataúd del carro y colocó sobre este una palmatoria con una vela encendida. Se persignó, musitó una breve oración y ordenó a los miembros del cortejo fúnebre que la acompañasen dentro. Las campanas tañeron lúgubres para solemnizar el momento.

Tras la misa, se procedió a la sepultura. El nicho encargado por Urtiaga se encontraba en una cripta bajo las escaleras del coro. Dos jóvenes fornidos bajaron los peldaños, introduciendo el féretro con cuidado. El espacio no era demasiado grande y tuvieron que agacharse para depositarlo en el subterráneo. Acto seguido, volvieron a la superficie y cubrieron el hueco con una losa de mármol. Gorane Otamendi observaba con resignación todas las maniobras. Cumpliendo las instrucciones indicadas, un picapedrero se acercó con un mazo y un cincel. Con suma maestría fue dando forma al epitafio. Como colofón, labró las dos palabras que, sin duda, resumían a la perfección el modo en que Pedro Urtiaga había entendido la vida.

Gorane cerró los ojos para emitir un suspiro cargado de congoja, pero también de satisfacción. El funeral terminaba de desarrollarse de acuerdo con los deseos de su primo. Ahora sólo quedaba esperar que la llegada de don Fernando de Zúñiga se produjese cuanto antes.

—oOo—

 

Los negros nubarrones de tormenta que amenazaban la tarde salmantina se instalaron en el pensamiento de Fernando de Zúñiga. La luz apenas servía para distinguir la enorme cantidad de libros, almacenados sin orden aparente en los anaqueles de la biblioteca de su casa. El doctor Zúñiga encendió la lámpara de aceite y volvió a colocarse sus anteojos para leer de nuevo aquella misiva que acababa de recibir. Observó el león rampante del escudo estampado sobre el lacre. Por momentos llegó a creer que se trataba de una broma de mal gusto de su amigo Pedro Urtiaga. Pero si era verdad lo que decía ese canalla, a estas horas ya estaría muerto y enterrado.

Decenas de imágenes cargadas de recuerdos recorrieron su mente durante algunos minutos. Desde la primera sonrisa, abierta y franca, que le dispensó Urtiaga cuando se conocieron con quince años en la casa de pupilaje del bachiller Criales en la calle de la Sierpe, hasta la mirada enfurecida y sorprendida que le dirigió el otoño anterior, la última ocasión en que se vieron, en una posada sevillana. Pensó que aquel desencuentro no merecía ser el final de su relación así que, en cierto modo, se alegró de que su amigo requiriese su ayuda justo antes de morir, máxime cuando además deseaba que Pelayo le acompañase.

Suspiró con amargura rememorando aquella aciaga noche. En ella, después de haberse propasado con el vino, había acudido a ver a Urtiaga junto con un joven para revelarle que se trataba de su hijo, cuya existencia aquel desconocía. Entendió que su amigo le ofendió y a punto estuvo de desenvainar la espada para desagraviar al muchacho, enfrentándose con él por primera vez en su vida. Sin embargo, ahora ese maldito socarrón, en un acto de redención postrera, también suplicaba la presencia en Balmaseda de Pelayo, su hijo ilegítimo.

Aunque hasta ese momento creía lo contrario, determinó que ese último episodio no podía terminar con la amistad mantenida en el tiempo y en la distancia. Miró por la ventana y sonrió. La silueta de la torre de la vieja catedral charra pareció devolverle la sonrisa, como intentando persuadirle de que olvidara lo acontecido aquella jornada. El gesto de su cara se volvió a desdibujar, esta vez levemente. Se levantó con la carta en la mano y vagó con paso inconsciente a través de la estancia. Miró de soslayo al cielo y suspiró. Poco a poco se fue rehaciendo con desgana, como siempre hacía, evocando las andanzas mozas de su amigo.

Corría el año 1649. Por aquel entonces, Fernando de Zúñiga era un joven recién llegado a Salamanca, algo retraído pero decidido a ser un buen estudiante. Urtiaga apenas llevaba en las aulas de la Facultad de Medicina algunos meses más que él; no obstante, enseguida se propuso protegerle. Por delante quedaban cuatro cursos de Artes y jornadas enteras aprendiendo en latín; retórica, gramática, dialéctica, música, astronomía, geometría y aritmética. Más tarde vendrían otros dos de prácticas con algún reconocido médico. Tuvo la suerte de dar con el profesor Maldonado... y con su hija Pilar, con la que más tarde se casaría. Su pensamiento nuevamente se nubló al pensar en su fallecimiento. Otra vez aciagos recuerdos le acecharon la memoria. Su vida transcurría plagada de ellos. Campaban a sus anchas por su juicio atormentado. No pasaba un solo día sin evocar los ojos verdes de su esposa. Los imaginaba dulces y chispeantes, como animándole a seguir adelante. Y bien sabía Dios que esa visión constituía lo único que le movía. Eso, y el cariño de sus hijas, a las que echaba profundamente de menos desde que ingresaran en el convento de Santa Clara.

Los ecos de las risotadas de su amigo, regresando del pasado, le devolvieron por un momento a la realidad. Desde la perspectiva que sólo el tiempo concede, comenzaba a tener claro que lo que tenía que agradecerle suponía algo mucho más importante que el motivo de su enfrentamiento.

Ya en aquel primer invierno, Urtiaga le acogió en la nación vizcaína. Tradicionalmente, los estudiantes se agrupaban en cofradías dependiendo de su lugar de origen. Universitarios de Galicia, Portugal, Aragón, La Mancha, Andalucía, Extremadura, Campos[5] y Vizcaya se unían para defender sus intereses. Aunque Fernando de Zúñiga había nacido en Madrid, su madre era natural de un pueblo cercano a Balmaseda. Su origen y su actitud callada y respetuosa fueron suficientes credenciales para que Urtiaga le considerase de Vizcaya desde el principio. Pertenecían a un grupo respetado y numeroso, ya que bajo el nombre de vizcaínos se incluía además al resto de vascongados, navarros y riojanos.

Con el tiempo Pedro Urtiaga llegó a ser consiliario de su nación. Y salvo las tradicionales trifulcas con los gallegos, su jefatura transcurrió plácida y provechosa. Cuando se enteró de que su compañero bebía los vientos por Pilar, no dudó en reunir a unos cuantos tunos para rondarla.

El balmasedano, experimentado en estas lides, había esperado a que llegara la primera noche de luna llena. A pesar de las reticencias del joven Zúñiga, su compañero le arrastró hasta la plaza de San Martín. En una de sus casas, frente a la iglesia, residía su amada. La tuna se apostó bajo la residencia de los Maldonado para entonar unas coplillas al sonar de vihuelas y panderetas.

Pasaron los minutos sin que se observara movimiento alguno en el interior del edificio. Las voces estudiantiles no cejaron en su empeño y continuaron hilvanando melodías. Don Fernando, entre expectante y avergonzado, permanecía cobijado en los soportales. Tras más de media hora de serenata seguía sin asomarse nadie.

—Es dura o es sorda —bromeó Urtiaga en voz alta, dirigiéndose a su amigo.

—Vámonos ya —susurró Zúñiga, sin excesivo convencimiento.

El vizcaíno no le hizo caso y gritó:

—¡Doña Pilar! ¡Don Fernando de Zúñiga ha escrito para vuestra merced un bello poema! ¿Queréis oírlo?

—¿Quieres callarte? —suplicó el aludido, con la voz amedrentada.

En ese momento, unas cortinas se deslizaron casi sin querer.

—Ahí está —informó alguien, bajando el tono.

A pesar de ello, o quizás por ello, Fernando no se atrevía a abandonar su escondrijo. El de Balmaseda le asió del brazo y casi a trompicones le empujó bajo la ventana. Los destellos de unos preciosos ojos femeninos sonrieron fugaces al otro lado de los cristales. El cuerpo entero del joven Zúñiga se estremeció. Urtiaga se disponía a declamar unos versos en honor a Pilar cuando, repentinamente, la figura del profesor Maldonado irrumpió iracunda en uno de los balcones.

—¡Largo de aquí, sopistas de convento! —les espetó al tiempo que les lanzaba el contenido de un orinal.

Por fortuna, los muchachos pudieron esquivar el líquido amarillento, echando a correr en dirección a la calle Sordolodo[6].

Dos lágrimas agridulces, adornadas con una sonrisa, afloraron en el rostro del doctor Zúñiga al evocar aquella jornada.

Ese vizcaíno sinvergüenza... Admiraba de él que no le tenía miedo a nada y que conseguía cuanto se proponía. Gracias a su intercesión llegó a conocer a las dos personas que condicionaron su vida. Una, por supuesto, era Pilar.

La otra, Pablo Alonso. El antiguo mentor del propio Urtiaga. Un profesor que fue capaz de enriquecerles con enseñanzas que ninguna universidad podía impartir. La palabra pausada de aquel anciano enjuto y aficionado al tabaco les introdujo en las ciencias ocultas, en las curaciones mediante hierbas y en los libros prohibidos. Desde luego, sin aquellas intensas noches de explicaciones y confidencias bajo la cripta de la iglesia de San Cebrián, en la cueva de Salamanca, los conocimientos del doctor Zúñiga no hubiesen sido los mismos. Ese saber, para bien o para mal, contribuyó a forjar su carácter. Casi a diario se le venía a la mente la mirada escrutadora del viejo Alonso, abriéndose paso entre las manchas que la edad había dibujado en su faz, aquella noche que les presentó su amigo. Resultaba innegable que le debía mucho a Pedro Urtiaga.

La tenacidad de las nubes obtuvo su fruto, y el sol se retiró a descansar antes de tiempo. La biblioteca únicamente quedó iluminada por la luz de la lámpara. El doctor Zúñiga volvió a sentarse para leer la carta por enésima vez.

Queridísimo amigo:

Como ves te escribo con letra temblorosa. Y es que ha llegado mi hora. Me faltaba poco para cumplir medio siglo, pero no va a poder ser. Bebí una copa de vino envenenado y con él me bebí la vida. A estas alturas del cuento, con la vejez acechándome, no creas que lo siento en exceso. Sabes que desde que nací, he hecho lo que me ha apetecido. Por ello, me he ganado unos cuantos amigos y un sinfín de enemigos. Alguno, para mi desgracia, ha logrado acabar conmigo. Sólo espero poder soportar con dignidad los dolores postreros. Me queda el consuelo de que no muero atravesado por una espada o por un tiro en cualquier callejón. Lo haré en mi pueblo, en mi casa y en mi cama. Son unos tragos de vino los que me llevan al otro mundo... eso sí: era un vino delicioso.

A pesar de todo, creo que has sido el mejor amigo que he tenido. Yo ya hace tiempo que olvidé lo acontecido en la posada de El Rinconcillo y, sinceramente, no te guardo rencor. Lo único que lamento es no poder dar dos abrazos antes de irme. Uno para ti, y otro para ese hijo mío que me presentaste.

Los síntomas del envenenamiento me han invadido y calculo que me restan escasas horas para presentarme a las puertas del cielo o del infierno, aunque no creo que me dejen entrar en ninguno de los dos sitios.

Te redacto estas letras como despedida y como súplica. Te ruego que viajes a Balmaseda. No hace falta que lo hagas con prisa porque cuando llegues ya estaré criando malvas. Ven a mi casa cuando puedas. Mi prima Gorane estará esperandoos. Sí, hablo en plural porque es mi deseo que te hagas acompañar de Pelayo... de Pelayo Urtiaga. Me gustaría que rezara ante mi sepultura. Dale ese abrazo que le debo y cuida de él en el futuro.

Es mi voluntad que averigüéis quién me ha matado. Supongo que al mejor sabueso del reino no le costará mucho trabajo. No es necesario que reclame venganza. Sé que os la tomaréis. Sólo así podré descansar en paz. Que Dios te guarde muchos años, a ti y a tu familia. Hasta siempre, amigo.

Pedro Urtiaga de la Puente

Fernando de Zúñiga releyó el manuscrito hasta que se consumió el aceite del candil y la torcida se apagó. Dejó con cuidado las lentes sobre el escritorio y se restregó los ojos con el índice y el pulgar de la mano izquierda. La penumbra terminó por convencerle. Ahora se encontraba cansado pero al día siguiente iniciaría los preparativos para emprender viaje a Vizcaya. Los relumbres lejanos de un rayo despistado se colaron por la ventana para indicarle la puerta de salida. Casi inconscientemente cruzó el pasillo y se desvistió para acostarse. Un duermevela jugó con sus recuerdos y emociones durante toda la noche.

—oOo—

 

Las campanas de la catedral extendieron los tañidos del ángelus por las calles de Zamora. Pelayo miró la cúpula gallonada del templo con orgullo, como si le perteneciera sólo a él. Adoraba su ciudad, aunque ya nunca sería la misma sin su madre. La echaba de menos cada día. Y cada día maldecía aquella tuberculosis que se la llevó hacía ya casi diez años, los mismos que él tenía cuando murió.

Entró raudo en la casa del obispo, donde servía desde que tenía uso de razón. Le había extrañado que monseñor Balmaseda le hiciera llamar de repente. Por eso llamó a la puerta de su despacho con cierto recelo. Las urgencias nunca solían traer buenas noticias; sin embargo, en esta ocasión se equivocó... a medias.

—La paz de Dios sea con Su Ilustrísima, mi señor —saludó el muchacho, besando el anillo obispal.

El prelado asintió mientras retiraba la mano con parsimonia. Dudó durante unos instantes antes de musitar sus primeras palabras.

—Esto es para ti —dijo finalmente, entregándole una carta.

—¿Qué es?

—¡Lee y lo sabrás! —contestó la voz seca del obispo.

El muchacho trató de mantener el gesto adusto para disimular la alegría que le produjo identificar al autor de la misiva.

—¿Es de...?

—De don Fernando de Zúñiga —interrumpió el prelado—, vamos... ¿quieres leer?

El corazón de Pelayo se aceleraba con cada línea que leía.

—Requiere mi presencia... —dijo el muchacho como solicitando permiso.

—Lo sé. A mí también me ha escrito. Supongo que no puedo oponerme.

—¿Entonces?

—Puedes acudir.

—¡Muy agradecido, Su Ilustrísima!

—Ya sabes. Pasado mañana, antes de que caiga el sol, has de estar en Alaejos.

A don Alfonso de Balmaseda no le hacía ninguna gracia desprenderse de su sirviente, aunque sólo fuera durante unos días, pero tampoco podía negarle el favor al doctor Zúñiga. Sus pesquisas del otoño anterior dieron con el asesino del herrador de las Aceñas de Olivares, pertenecientes al cabildo. Y él se las había encargado.

Pelayo tuvo que contenerse para no llegar a sus aposentos dando saltos de júbilo. ¡Otro viaje con don Fernando! ¿Qué les llevaría por tierras vizcaínas? La carta no le explicaba nada. No obstante, bien pensado, el motivo le daba lo mismo. Después del último regreso, a requerimiento del doctor Zúñiga, estuvo tentado de quedarse definitivamente en Salamanca bajo su tutela. El muchacho declinó el ofrecimiento argumentando que Zamora cobijaba el cuerpo de su madre y que necesitaba visitar su tumba con frecuencia. Esto era verdad, pero no toda la verdad. La razón principal por la que no se quedó en la ciudad charra tenía que ver con los sentimientos incontrolables que le despertaba Leonor, la hija de don Fernando, recluida en un convento. Sabía que si vivía en Salamanca no podría evitar asistir a la misa que cantaban las monjas clarisas. Y sabía que su corazón no resistiría escuchar sin estremecerse la voz melodiosa de Leonor, destacando sobre el resto del coro. Y sabía que su pasión se acrecentaría día a día... y que sufriría terriblemente por un amor imposible. Por eso, decidió volver al servicio del obispo. Sin embargo, se acababan de cumplir nueve meses desde que se quedara sumergido bajo el mar de los ojos verdes de Leonor, y todavía no había conseguido salir a flote. Cada noche, la joven novicia constituía su último pensamiento consciente antes de dormir. Al menos, en esta ocasión, no tendría que ir a Salamanca y así eludiría verla. O eso era lo que él creía.

—oOo—

 

El olor del chocolate aromatizado con canela subió las escaleras en busca de la pituitaria de Fernando de Zúñiga. Su sentido del olfato le despertó el del humor y se levantó de la cama al borde de la alegría. Debía continuar con los preparativos del viaje, iniciados el día anterior. Se vistió con parsimonia deleitándose en la imagen de los bizcochos que le aguardaban. Resultaba evidente que Isabel, su ama de llaves, conocía su punto flaco. Al entrar en la cocina, después de detenerse ante el retrato de su esposa, la sonrisa se le heló en la cara y se le encendió en el corazón. Esta vez no había sido Isabel la que había preparado el desayuno, ¡sino Leonor!

La muchacha no esperó a que su padre pronunciara palabra alguna y se le echó en los brazos. Don Fernando tragó saliva despacio para contener la emoción, luego cerró los párpados correspondiendo al abrazo. El olor a chocolate daba la sensación de haberse desvanecido del ambiente y ya sólo podía percibir el del agua de rosas en la piel de su hija. El mismo perfume que solía usar su madre. Isabel contemplaba la escena desde una esquina con el semblante risueño. Aún tuvieron que pasar algunos largos segundos antes de que el doctor Zúñiga fuese capaz de abrir la boca.

—¡Por la Inmaculada Concepción, hija! ¿Se puede saber qué haces aquí?

—He salido del convento, padre.

—Eso ya lo veo, pero... ¿y tu hermana?

—Vos me necesitáis más que Cristina. Ella es feliz.

—¿Y tu vocación?

—Puede esperar.

—¿Por qué hoy?

—Por vuestro viaje.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó don Fernando, perplejo por poder contemplar a su hija fuera de las rejas, a la vez que miraba inquisitorialmente a Isabel. La mujer agachó la cabeza reconociendo su culpabilidad.

—Ya hacía tiempo que llevaba sopesando la posibilidad de dejar la clausura. Dios está ahí pero vos me necesitáis más. Mi padre se va haciendo mayor y alguien ha de cuidarle —contestó Leonor, en tono jocoso sin perder la dulzura—. Isabel me contó ayer que os vais a Vizcaya y, desde luego, no vais a hacerlo solo.

—Pelayo viene conmigo.

—Me da igual. Quiero ir con vos, para acompañaros y rezar ante la tumba de la abuela.

La última afirmación dejó sin argumentos al doctor para negarse. Su madre, doña Inés Ayala, estaba enterrada en Arciniega, muy cerca de Balmaseda y a él también se le había pasado por la cabeza ir a visitarla. La muchacha aprovechó el momento de indecisión para proseguir:

—Iremos en el coche. Isabel y Germán, su padre, vendrán con nosotros.

—Lo pensaré —balbuceó don Fernando sin convicción ninguna.

—¡Gracias, padre! —exclamó, corriendo escaleras arriba—. ¡Vamos, Isabel! Ayúdame a preparar las cosas. Mañana nos vamos, ¿no?

El ama de llaves miró a don Fernando sin saber si debía acompañar a Leonor o atenderle en la cocina. Este realizó un leve movimiento con la mano indicándole que subiera. Luego se sentó, reflexivo, ante la bandeja de bizcochos. Asió la jícara para servirse y permitió que el chocolate mantuviese ausente su pensamiento.

A Leonor también le asaltaban las dudas al hacer el equipaje. Tampoco estaba satisfecha del modo en que se había aprovechado de la comprensión de sor Ángela, la maestra de novicias, para obtener el permiso de salida del convento. Consiguió la licencia gracias a que arguyó una delicada enfermedad de don Fernando. Estaba incurriendo en una culpa grave por mentir y si las superioras se enterasen de la verdad podían castigarla severamente a su vuelta: desde comer en el suelo u obligarle a mortificarse hasta privarle de los hábitos. Para tratar de justificarse pensó que no existía enfermedad más grave que la soledad. Y su padre estaba solo, así que su falta era piadosa.


Date: 2016-03-03; view: 362


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