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Londres, mayo de 1941

 

Jimmy se había sentido avergonzado la primera vez que llevó a Vivien a casa a visitar a su padre. Su pequeña habitación ya le parecía bastante destartalada, pero al verla a través de los ojos de Vivien comprendió que sus patéticos arreglos para volverla más acogedora no eran sino actos desesperados. ¿De verdad había pensado que un viejo paño sobre el arcón de madera bastaría para convertirlo en una mesa? Al parecer, sí. Vivien, por su parte, fingió a las mil maravillas que no había nada ni remotamente extraño en beber té negro con tazas que no hacían juego junto a un pájaro al pie de la cama de un anciano, y todo fue bastante bien.

Y eso que su padre insistió en llamar a Vivien «tu prometida» todo el tiempo y preguntó, con un tono de voz de lo más nítido, cuándo pensaban casarse. Jimmy había corregido al anciano por lo menos tres veces antes de encogerse de hombros para disculparse ante Vivien y tomárselo todo como una broma. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Se trataba solo del error de un anciano, que había visto a Doll una sola vez, allá en Coventry, antes de la guerra, y no hacía mal a nadie. A Vivien no pareció importarle y el padre de Jimmy fue feliz. Sumamente feliz. Se llevó de maravilla con Vivien. En ella, al parecer, había encontrado el público que había esperado toda su vida.

A veces, al mirarlos mientras reían juntos por alguna anécdota contada por su padre, o cuando trataban de enseñar un nuevo truco a Finchie o discutían de buen humor sobre la mejor manera de cebar un anzuelo, Jimmy creía que su corazón podría estallar de gratitud. Cuánto tiempo había pasado (años) desde que había visto a su padre sin esa línea que le surcaba el ceño al tratar de recordar quién era y dónde estaba.

En ocasiones, Jimmy se sorprendió a sí mismo tratando de imaginar a Doll en el lugar de Vivien, al servir una taza de té a su padre, removiendo la leche condensada como a él le gustaba, o al contar historias ante las que el anciano sacudía la cabeza de sorpresa y placer..., pero, por alguna razón, no lo logró. Se reprendió a sí mismo por intentarlo. Las comparaciones eran irrelevantes, lo sabía, e injustas para ambas mujeres. Doll habría venido de visita si hubiera podido. No era una dama ociosa; sus turnos en la fábrica de municiones eran largos y siempre acababa agotada, así que era natural que dedicase sus escasas tardes libres a ver a sus amigas.

Vivien, por otra parte, parecía disfrutar de verdad el tiempo que pasaba en su pequeña habitación. Una vez, Jimmy cometió el error de darle las gracias, como si le hubiese hecho un gran favor, pero lo miró como si hubiese perdido la cabeza y preguntó: «¿Por qué?». Se sintió tonto ante su perplejidad y cambió de tema gracias a una broma, pero se vio obligado a reflexionar más tarde que tal vez se equivocara y era al anciano a quien Vivien quería ver en verdad. Era una explicación tan plausible como cualquier otra.



A veces aún pensaba en ello y se preguntaba por qué había aceptado ese día en el hospital cuando le propuso caminar a su lado. No necesitaba preguntarse por qué se lo había propuesto: por tenerla de vuelta tras su enfermedad, por cómo se iluminó todo al abrir la puerta de la buhardilla y verla ahí, inesperadamente. Se apresuró a alcanzarla cuando se marchó y abrió la puerta de entrada tan rápido que aún estaba ahí, en las escaleras, poniéndose la bufanda. No había esperado que aceptase; solo sabía que había pensado en ello durante todo el ensayo. Quería pasar tiempo con ella, no porque Dolly se lo hubiese pedido, sino porque le gustaba su compañía, quería estar con Vivien.

—¿Tienes hijos, Jimmy? —le preguntó mientras caminaban. Vivien se movía más despacio de lo habitual, aún delicada tras la enfermedad que la había mantenido en casa. Jimmy había percibido cierta reticencia a lo largo del día... Se reía con los niños como de costumbre, pero en su mirada había una cautela o una reserva a la que no estaba acostumbrado. Jimmy se sintió triste por ella, si bien no sabía por qué exactamente.

—No —negó con la cabeza. Y notó que se ruborizaba al recordar cómo le había molestado a ella que le formulase esa misma pregunta.

Esta vez, sin embargo, era ella quien dirigía la conversación, e insistió:

—Pero quieres tenerlos algún día.

—Sí.

—¿Uno o dos?

—Para empezar. Luego los otros seis. —Vivien sonrió—. Fui hijo único —dijo, a modo de explicación—. Demasiada soledad.

—Nosotros éramos cuatro. Demasiado ruido.

Jimmy se rio, y aún sonreía cuando comprendió algo que no había entendido hasta ese momento.

—Esas historias que cuentas en el hospital —dijo, mientras doblaban la esquina, pensando en la fotografía que había tomado para ella—, con casas de madera sobre pilotes, el bosque encantado, la familia al otro lado del velo..., esa es tu familia, ¿verdad?

Vivien asintió.

Jimmy no sabía muy bien qué le motivó a hablar acerca de su padre ese día... Quizás el aspecto de ella al hacerlo sobre su propia familia, los cuentos que le había oído contar, llenos de magia y nostalgia, que detenían el paso del tiempo, la necesidad repentina de sentirse cerca de alguien... En cualquier caso, habló de él, y Vivien hizo preguntas y Jimmy se acordó del primer día que la vio con los niños, de la suma atención con que escuchaba. Cuando Vivien dijo que le gustaría conocerlo, Jimmy dio por hecho que era una de esas cosas que la gente decía mientras pensaban en el tren que tenían que coger y se preguntaban si llegarían a la estación a tiempo. Pero lo volvió a decir en el siguiente ensayo.

—Le he traído algo —añadió—. Algo que creo que le va a gustar.

Y era cierto. La semana siguiente, cuando Jimmy al fin accedió a llevarla a conocer a su padre, regaló al anciano un estupendo trozo de jibia: «Para Finchie». Lo había encontrado en la playa, dijo, mientras ella y Henry visitaban a la familia del editor de este.

—Es una preciosidad, Jim, muchacho —dijo el padre de Jimmy en voz alta—. Muy bonita... Como salida de un cuadro. Y amable. ¿Vas a esperar para celebrar tu boda a que vayamos a la costa?

—No lo sé, papá —dijo Jimmy, mirando a Vivien, que simulaba un interés desmedido por algunas de las fotografías colgadas en la pared—. Ya veremos, ¿eh?

—No esperes demasiado, Jimmy. Tu madre y yo somos cada día más viejos.

—Vale, papá. Tú serás el primero en saberlo, te lo prometo.

Más tarde, cuando acompañó a Vivien a la estación de metro, le explicó la constante confusión de su padre y le dijo que esperaba que no se hubiese sentido demasiado incómoda.

Ella pareció sorprendida.

—No pidas disculpas por tu padre, Jimmy.

—No, lo sé. Es que... no quería que te sintieses incómoda.

—Al contrario. No me había sentido tan cómoda en mucho tiempo.

Caminaron un poco más sin decir palabra, hasta que al fin Vivien preguntó:

—¿De verdad vas a vivir en la costa?

—Ese es el plan. —Jimmy se estremeció. Plan. Había dicho esa palabra sin pensarlo dos veces y se maldijo. Qué torpeza tan enorme mencionar ante Vivien ese mismo futuro que en su mente se entrelazaba con el ardid de Dolly.

—Y te vas a casar.

Jimmy asintió.

—Eso es maravilloso, Jimmy. Me alegro por ti. ¿Es una buena chica?... Sí, claro que lo es. Qué pregunta más tonta.

Jimmy sonrió ligeramente, con la esperanza de no hablar más del tema, pero Vivien dijo:

—¿Y bien?

—¿Y bien?

Vivien se rio.

—Háblame de ella.

—¿Qué quieres saber?

—No sé..., lo normal, supongo... ¿Cómo os conocisteis?

La mente de Jimmy regresó a esa cafetería de Coventry.

—Yo llevaba un saco de harina.

—Y ella fue incapaz de resistirse —bromeó Vivien con amabilidad—. Así que evidentemente siente debilidad por la harina. ¿Qué más cosas le gustan? ¿Cómo es?

—Juguetona —dijo Jimmy, a quien se le contrajo la garganta—. Llena de vida, de sueños. —No estaba disfrutando de la conversación en absoluto, pero se descubrió a sí mismo evocando a Doll: la muchacha que había sido, la mujer que era ahora—. Perdió a su familia en un bombardeo.

—Oh, Jimmy. —La expresión de Vivien se ensombreció—. Pobre. Estará destrozada.

Su compasión era profunda y sincera y Jimmy no lo soportó. Su vergüenza por engañarla, por la parte que ya había desempeñado; su repugnancia por esa doblez... Todo ello lo impulsó a ser sincero. Tal vez, en el fondo, esperaba que la verdad saboteara los planes de Dolly.

—En realidad, creo que tal vez la conoces.

—¿Qué? —Le echó un vistazo, alarmada, al parecer, por tal posibilidad—. ¿Cómo?

—Se llama Dolly. —Contuvo la respiración, consciente de lo mal que habían acabado las cosas entre ellas—. Dolly Smitham.

—No. —Vivien se mostró visiblemente aliviada—. No, no creo que conozca a nadie con ese nombre.

Jimmy se sintió confundido. Sabía que eran amigas..., es decir, que lo habían sido; Dolly se lo había contado todo.

—Trabajabais juntas en el SVM. Antes vivía cerca de ti, al otro lado de la calle, en Campden Grove. Era la dama de compañía de lady Gwendolyn.

—¡Ah! —Vivien al fin comprendió—. Oh, Jimmy —dijo, y se detuvo para agarrarlo del brazo, con esos ojos oscuros abiertos de par en par por el pánico—. ¿Sabe que trabajamos juntos en el hospital?

—No —mintió Jimmy, y se odió a sí mismo.

Su alivio fue palpable; una sonrisa trató de abrirse paso solo para acabar aplastada por una preocupación renovada. Suspiró apesadumbrada y se llevó los dedos a los labios.

—Dios, Jimmy, seguro que me odia. —Sus ojos indagaron en los de él—. Fue horrible... No sé si te lo habrá contado: una vez me hizo un gran favor, me devolvió un medallón que había perdido, pero yo... me temo que fui muy grosera con ella. Había tenido un mal día, había ocurrido algo inesperado; no me sentía bien y fui descortés. Fui a verla para pedirle disculpas, para explicarme; llamé a la puerta del número 7, pero nadie abrió. Luego la anciana murió y todos se fueron; todo sucedió muy rápido. —Los dedos de Vivien habían bajado al medallón mientras hablaba; lo retorcía, dándole vueltas en el hueco de la garganta—. ¿Se lo puedes decir, Jimmy? ¿Decirle que no pretendía tratarla tan mal?

Jimmy dijo que lo haría. La explicación de Vivien lo había complacido sobremanera. Confirmaba la versión de Dolly; pero al mismo tiempo demostraba que esa aparente frialdad de Vivien no había sido más que un gran malentendido.

Caminaron un poco más en silencio, ambos absortos en sus pensamientos, hasta que Vivien dijo:

—¿A qué esperas para casarte, Jimmy? Estáis enamorados, ¿no? Tú y Dolly.

Su alegría se disipó. Deseó, con todas sus fuerzas, que dejase de hablar del tema.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué no os casáis ya?

Las únicas palabras que se le ocurrieron para enmascarar la mentira eran un lugar común:

—Queremos que sea perfecto.

Vivien asintió, pensativa, y dijo:

—¿Qué podría ser más perfecto que casarse con la persona que amas?

Quizás la vergüenza que sentía lo llevó a justificarse a sí mismo; quizás fueron los recuerdos latentes de su padre esperando en vano el regreso de su madre, pero Jimmy repitió la pregunta («¿Qué podría ser más perfecto que el amor?») y se rio amargamente.

—Saber que puedes ofrecerle lo bastante para hacerla feliz, para empezar. Que puedes mantener un techo sobre su cabeza, poner comida en la mesa, pagar la calefacción. No es poco para aquellos que no tenemos nada. No es tan romántico como tu idea, lo admito, pero así es la vida, ¿no?

Vivien había palidecido; Jimmy le había hecho daño, lo notó, pero ya estaba muy acalorado en ese momento y, aunque se sentía molesto consigo mismo y no con ella, no se disculpó.

—Tienes razón —dijo Vivien al fin—. Lo siento, Jimmy. He hablado sin pensar; he sido insensible. De todos modos, no es asunto mío. Es que dibujas una imagen tan vívida (la casa de labranza, la costa...), es todo tan maravilloso... Me he dejado llevar por tus planes.

Jimmy no respondió; la había estado mirando mientras hablaba, pero ahora se dio la vuelta. Al observarla el rostro de Vivien le había inspirado una imagen clarísima, en la cual los dos, él y ella, huían juntos a la costa, y deseó interrumpirla, ahí en la calle, tomar su rostro entre las manos y besarla apasionadamente. Dios. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Jimmy encendió un cigarrillo y fumó mientras caminaba.

—¿Y a ti? —farfulló, avergonzado, en un intento de hacer las paces—. ¿Qué te espera en el futuro? ¿Con qué sueñas?

—Oh... —Vivien hizo un gesto con la mano—. No pienso mucho en el futuro.

Llegaron a la estación de metro y se despidieron con torpeza. Jimmy se sentía incómodo, por no decir culpable, sobre todo porque debía darse prisa para ir a ver a Dolly en Lyons, como habían acordado. Aun así...

—Déjame que te acompañe a Kensington —dijo antes de que Vivien se fuese—. Para asegurarme de que llegas bien a casa.

Vivien se volvió para mirarlo.

—¿Vas a detener la bomba que lleva escrito mi nombre?

—Saltaré tan alto como pueda.

—No —dijo Vivien—. No, gracias. Prefiero ir sola. —Entonces atisbó de nuevo a la Vivien de antes, la que caminaba por delante de él en la calle y se negaba incluso a sonreír.

 

Sentada a la mesa del restaurante, Dolly fumaba y miraba por la ventana en busca de Jimmy. De vez en cuando se apartaba del cristal y acariciaba la piel blanca de la manga del abrigo. En realidad, hacía demasiado calor para vestir pieles, pero Dolly prefería no quitárselo. Enfundada en ese abrigo, se sentía importante (incluso poderosa), una sensación que necesitaba ahora más que nunca. Últimamente había tenido la terrible sensación de que los hilos se le escapaban de los dedos y comenzaba a perder el control. El temor le revolvía el estómago... y lo peor de todo era esa incertidumbre creciente que la asaltaba por las noches.

Cuando lo concibió, el plan parecía infalible, una manera sencilla de darle una lección a Vivien Jenkins que al mismo tiempo arreglaría las cosas para ella y Jimmy, pero, a medida que pasaba el tiempo y Jimmy no quedaba con Vivien para sacar la fotografía, y notaba la distancia que crecía entre ellos, lo difícil que le resultaba mirarla a los ojos, Dolly comenzó a comprender que había cometido un gran error; que jamás debió pedirle a Jimmy que lo hiciese. En sus peores momentos, Dolly llegó a pensar que tal vez ya no la amaba como antes, que tal vez ya no creía que fuese excepcional. Y esa idea la aterrorizaba.

Habían tenido una discusión horrible la otra noche. Comenzó por una nadería, por un comentario acerca de su amiga, Caitlin, sobre su conducta al salir a bailar juntas, con Kitty y las otras. Había dicho cosas así cientos de veces antes, pero en esta ocasión se convirtió en una verdadera trifulca. Le sorprendió su tono áspero, las cosas que dijo (que escogiera mejores amigas si tanto le decepcionaban las que tenía, que la próxima vez fuese a visitarlos a él y a su padre en vez de salir con personas a las que apreciaba tan poco) y le pareció tan desmedido, tan cruel que se echó a llorar en plena calle. Cuando Dolly lloraba, Jimmy solía comprender lo dolida que se sentía y se acercaba para enmendar las cosas, pero esta vez no. Solo gritó «¡Dios!» y se alejó, con los puños apretados.

Dolly contuvo los sollozos, escuchando y esperando en la oscuridad, y durante un minuto no oyó nada. Pensó que se había quedado sola de verdad, que lo había presionado demasiado y que la había abandonado al fin.

Jimmy volvió, pero, en lugar de disculparse como Dolly esperaba, dijo, en una voz que ella casi no reconoció: «Deberías haberte casado conmigo, Doll. Maldita sea, debiste haberte casado conmigo cuando te lo pedí».

Dolly sintió un gemido doloroso que se escapaba de la garganta y se oyó a sí misma gritar: «No, Jimmy..., ¡tú deberías haberte declarado antes!».

Se reconciliaron más tarde en las escaleras de la pensión de la señora White. Se dieron un beso de buenas noches, cauteloso, amable, y estuvieron de acuerdo en que se habían dejado llevar por la emoción, eso era todo. Pero Dolly sabía que era más que eso. Se quedó despierta durante horas, reflexionando acerca de las últimas semanas, recordando las veces que lo había visto, lo que había dicho, la forma en que se comportaba, y así, mientras recreaba esas escenas en su mente, lo supo. Era el plan, eso que le había pedido hacer. En vez de arreglar las cosas como esperaba, su ingenioso plan corría el riesgo de malograrlo todo...

Ahora, en el restaurante, Dolly apagó el cigarrillo y sacó la carta del bolso. Abrió el sobre y la leyó de nuevo. Una oferta de trabajo en una pensión llamada Mar Azul. Fue Jimmy quien encontró el anuncio en el periódico y lo recortó para ella. «Suena de maravilla, Doll —dijo—. Un lugar precioso en la costa: gaviotas, sal marina, helados... Y puedo trabajar en..., bueno, ya encontraré algo». Dolly no fue capaz de imaginarse a sí misma barriendo la arena arrastrada por turistas paliduchos, pero Jimmy se quedó junto a ella hasta que escribió la carta, y en parte le gustaba verlo así, tan enérgico. Al final, pensó que por qué no. Jimmy se pondría contento y, si le ofrecían el trabajo, siempre podría enviar una carta discreta y rechazarlo. Dolly se dijo que no necesitaría un trabajo como ese, no cuando consiguiese la fotografía de Vivien...

La puerta del restaurante se abrió y Jimmy entró. Había venido corriendo, notó Dolly... Por las ganas de verla, esperaba. Dolly saludó y lo observó acercarse a la mesa; el cabello, moreno, caía sobre su rostro, lo que le otorgaba un aspecto atractivo y desaliñado, con cierto cariz peligroso.

—Hola, Doll —dijo, dándole un beso en la mejilla—. ¿No hace un poco de calor para ese abrigo?

Dolly sonrió y negó con la cabeza.

—Estoy bien. —Le hizo sitio en el reservado, pero Jimmy se sentó enfrente y alzó la mano para llamar a la camarera.

Dolly esperó hasta que pidieron el té y entonces ya no pudo aguantarse más. Respiró hondo y dijo:

—He tenido una idea. —El gesto de Jimmy se volvió tenso y Dolly sintió una punzada de remordimientos, al ver cómo recelaba de ella. Le acarició la mano con ternura—. Oh, Jimmy, no tiene nada que ver con... —Se interrumpió y se mordió el labio—. De hecho —bajó la voz—, he estado pensando en lo otro, en el plan.

Jimmy levantó el mentón, en un gesto defensivo, y Dolly se apresuró a continuar:

—He pensado que deberías olvidar todo eso..., lo de quedar con ella, y hacer la fotografía.

—¿De verdad?

Dolly asintió y, por el aspecto de la cara de Jimmy, supo que había tomado la decisión correcta.

—No debería habértelo pedido —sus palabras se atropellaban unas a otras—, no tenía la cabeza en su sitio. El asunto con lady Gwendolyn, mi familia..., todo eso me desquició un poco, Jimmy.

Jimmy fue a sentarse junto a ella y tomó su cara entre las manos. Sus ojos oscuros indagaron en los de ella.

—Claro que sí, mi pobre niña.

—No debería habértelo pedido —dijo de nuevo, y él la besó—. No era justo. Lo sien...

—Chisss —dijo, con tono aliviado—. Ya no importa. Es parte del pasado. Tú y yo tenemos que olvidar todo eso y mirar hacia delante.

—Me gustaría.

Se apartó para observarla, tras lo cual sacudió la cabeza y se rio con una mezcla de sorpresa y placer. Era un sonido precioso que despertó un cosquilleo en la espalda de Dolly.

—A mí también me gustaría —dijo—. Vamos a empezar por tu idea. ¿No ibas a decirme algo cuando llegué?

—Ah, sí —dijo Dolly con entusiasmo—. Esa obra que estás montando... Debería trabajar, pero he pensado en hacer novillos y acompañarte.

—¿De verdad?

—Pues claro. Me encantaría conocer a Nella y a los otros y, además, ¿qué otra oportunidad voy a tener de ver a mi chico haciendo de Campanilla?

 

La primera y última representación de Peter Pan por el joven elenco del hospital para huérfanos de la guerra del doctor Tomalin fue un éxito abrumador. Los niños volaron y lucharon e hicieron magia en esa buhardilla polvorienta con unas sábanas viejas; los que estaban demasiado enfermos para actuar aplaudían y animaban desde donde los habían colocado entre el público; y Campanilla, bajo las seguras manos de Jimmy, intervino de manera admirable. Al finalizar, los niños sorprendieron a Jimmy al bajar la bandera pirata y sustituirla por una en la que estaba escrito «La Estrella del Ruiseñor», tras lo cual interpretaron una versión del relato que les había contado, que habían practicado en secreto durante semanas. Después de que los actores salieran a saludar (otra vez), el doctor Tomalin pronunció un discurso y pidió a Vivien y Jimmy que saludasen también. Jimmy vio a Doll, que lo aplaudía entre el público; él sonrió y le guiñó un ojo.

Le había puesto nervioso su presencia, aunque ahora no sabía por qué. Supuso, cuando Dolly lo sugirió, que se sentía culpable por su intimidad con Vivien y que le ponía nervioso que las cosas acabasen mal entre ellas. En cuanto resultó evidente que no iba a ser capaz de disuadirla, Jimmy trató de minimizar los daños. No había confesado su amistad con Vivien; en su lugar, se había limitado a explicar cómo le pidió cuentas por tratar tan mal a Dolly cuando le devolvió el medallón.

—¿Le has hablado de mí?

—Claro —dijo Jimmy, que tomó su mano al salir del restaurante y adentrarse en la oscuridad del apagón—. Eres mi chica. ¿Cómo no iba a hablarle de ti?

—¿Qué dijo? ¿Lo admitió? ¿Te dijo lo horrible que fue su comportamiento?

—Sí. —Jimmy se detuvo mientras Doll encendía un cigarrillo—. Se sentía muy mal por ello. Dijo que había sufrido un enorme disgusto ese día, pero que eso no justificaba su conducta.

A la luz de la luna, Jimmy vio que el labio inferior de Dolly temblaba de emoción.

—Fue espantoso, Jimmy —dijo en un susurro—. Las cosas que dijo. Lo que me hizo sentir.

Jimmy pasó a Dolly el cabello por detrás de la oreja.

—Quería pedirte disculpas; al parecer, lo intentó, pero cuando fue a la casa de lady Gwendolyn no había nadie.

—¿Vino a verme a mí?

Jimmy asintió, y notó que el gesto de Dolly se dulcificaba. Así, sin más, toda la amargura desapareció. Fue una transformación sobrecogedora y, sin embargo, no debería haberle sorprendido. Las emociones de Doll eran cometas de largos hilos: en cuanto una bajaba, otra de colores brillantes se alzaba en la brisa.

Fueron a bailar y por primera vez en varias semanas, sin ese maldito plan pendiendo sobre sus cabezas, Jimmy y Dolly se divirtieron juntos, igual que antes. Bromearon y se rieron y, cuando se despidió con un beso y salió a hurtadillas por la ventana de la señora White, Jimmy pensaba que quizás no era tan mala idea llevar a Doll a la obra.

 

Estaba en lo cierto. Tras un inicio titubeante, el día salió mejor de lo que había soñado. Vivien estaba arreglando la vela del barco cuando llegaron. Vio un gesto de sorpresa en su rostro cuando se dio la vuelta y lo vio junto a Doll, una sonrisa que comenzó a borrarse antes de recuperar la compostura, y Jimmy sintió cierto recelo. Vivien se bajó con cuidado mientras Jimmy colgaba el abrigo blanco de Doll y, cuando las dos mujeres se saludaron, Jimmy contuvo el aliento. Pero fue un saludo cordial. Se sintió orgulloso por la actitud de Dolly. Se esforzó por olvidar el pasado y ser amable con Vivien. Notó que Vivien estaba aliviada, si bien más callada de lo habitual, y quizás menos afectuosa. Cuando Jimmy le preguntó si Henry iba a venir a ver la obra, lo miró como si acabara de insultarla, antes de recordarle que su marido tenía un trabajo muy importante en el ministerio.

Menos mal que estaba Dolly, con su don de subir los ánimos.

—Vamos, Jimmy —dijo, pasando el brazo por el de Vivien cuando los niños empezaron a llegar—. Sácanos una fotografía, ¿vale? Un recuerdo de este día.

Vivien comenzó a poner reparos, ya que no le gustaba, dijo, que la fotografiasen, pero Doll estaba esforzándose y Jimmy no quería que fuese en vano.

—Te prometo que no duele —dijo con una sonrisa, y al final Vivien mostró un leve asentimiento...

Los aplausos por fin acabaron y el doctor Tomalin dijo a los niños que Jimmy tenía algo para todos ellos. El anuncio recibió otra ronda de vítores y aplausos. Jimmy los saludó y comenzó a repartir copias de una fotografía. La había tomado durante la ausencia de Vivien por enfermedad: mostraba al elenco con sus trajes, juntos en el barco.

Jimmy también había imprimido una para Vivien. La divisó en un rincón de la buhardilla, recogiendo los disfraces en una cesta de mimbre. El doctor Tomalin y Myra hablaban con Dolly, así que se acercó a dársela.

—Bueno —dijo al llegar a su lado.

—Bueno.

—Críticas entusiastas en el periódico de mañana, seguro. —Vivien se rio.

—Sin duda.

Le dio la fotografía.

—Esto es para ti.

Vivien la cogió y sonrió al ver las caras de los niños. Se agachó para dejar el cesto y, al hacerlo, su blusa se abrió ligeramente y Jimmy vislumbró un moratón que se extendía desde el hombro al pecho.

—No es nada —dijo, al notar su mirada, y los dedos se movieron con presteza para ajustar la tela—. Me caí, en un apagón, al ir al refugio. Un buzón se puso en mi camino... Y eso que su pintura se ve en la oscuridad.

—¿Estás segura? Tiene mal aspecto.

—Me salen moratones con facilidad. —Sus miradas se cruzaron y, durante una fracción de segundo, Jimmy pensó que veía algo en sus ojos, pero ella sonrió—. Por no mencionar que camino demasiado rápido. Siempre me estoy tropezando con cosas... y a veces con gente también.

Jimmy le devolvió la sonrisa, recordando el día que se conocieron; pero, cuando uno de los niños tomó la mano de Vivien y se la llevó lejos, sus pensamientos se centraron en esas enfermedades recurrentes, en que no tuviese hijos y en lo que sabía acerca de las personas a quienes les salen moratones con facilidad, y Jimmy sintió que la preocupación le encogía el estómago.

 


Capítulo 28

 

 

Vivien se sentó a un lado de la cama y cogió la fotografía que le había regalado Jimmy, la que tomó tras un bombardeo, con el humo y los cristales relucientes y la familia al fondo. Sonrió al mirarla y se tumbó, con los ojos cerrados, deseosa de que su mente cayese por el borde, a la tierra de sombras. El velo, las luces al fondo del túnel, y más allá su familia, que la esperaba en casa.

Se quedó ahí, y trató de verlos, y lo intentó de nuevo.

Fue en vano. Abrió los ojos. Últimamente, al cerrar los ojos, lo único que veía Vivien era a Jimmy Metcalfe. Ese mechón de pelo oscuro que caía sobre la frente, esa contracción de los labios cuando iba a decir algo gracioso, las cejas que se enarcaban al hablar de su padre...

Se levantó de repente y se acercó a la ventana, dejando la fotografía sobre la sábana. Ya había pasado una semana desde la obra y Vivien estaba inquieta. Echaba de menos los ensayos con los niños, y a Jimmy, y no soportaba esos días interminables que se dividían entre la cantina y esta casa enorme y silenciosa. Era silenciosa, sin duda: espantosamente silenciosa. Debería haber niños corriendo por las escaleras, deslizándose por las barandillas, pisoteando la buhardilla. Incluso Sarah, la doncella, se había ido... Henry insistió en despedirla después de lo ocurrido, pero a Vivien no le habría importado que Sarah se hubiese quedado. No se había dado cuenta de lo mucho que se había acostumbrado al ruido de la aspiradora contra los rodapiés, el crujido de los suelos avejentados, la certeza intangible de que alguien más respiraba y se movía en el mismo espacio que ella.

Un hombre montando en una vieja bicicleta se tambaleaba por la calle, la cesta del manillar llena de herramientas de jardinería sucias, y Vivien dejó que la fina cortina cayese sobre los cristales. Se sentó en el borde del sillón e intentó de nuevo poner en orden sus pensamientos. Durante días había escrito cartas a Katy en su mente; Vivien percibía una distancia desde la reciente visita a Londres de su amiga, y estaba dispuesta a enmendar las cosas. No a ceder (Vivien jamás se disculpaba si se sabía en lo cierto), pero sí a explicar.

Quería que Katy comprendiese, a diferencia de cuando se vieron, que su amistad con Jimmy era buena y verdadera; sobre todo, que era inocente. Que no tenía intención de abandonar a su marido, poner en peligro su salud o cualquiera de esas terribles posibilidades contra las cuales le advertía Katy. Quería hablarle del viejo señor Metcalfe y cómo la hacía reír, acerca de lo grato que era hablar con Jimmy o mirar sus fotografías, cómo Jimmy pensaba siempre lo mejor de las personas y cómo le inspiraba la confianza de que nunca sería cruel. Quería convencer a Katy de que sus sentimientos por Jimmy eran sencillamente los de una amiga.

Aunque no fuera del todo cierto.

Vivien sabía en qué momento comprendió que se había enamorado de Jimmy Metcalfe. Sentada a la mesa del desayuno, mientras Henry hablaba de un trabajo que hacía en el ministerio, Vivien asentía al mismo tiempo que recordaba una anécdota del hospital, algo gracioso que Jimmy había hecho para animar a un paciente nuevo, y se había reído sin poderlo evitar, lo cual, gracias a Dios, coincidió con una escena del relato que Henry consideraba divertida, ya que le sonrió, se acercó a besarla y dijo: «Sabía que pensarías lo mismo, cariño».

Vivien también sabía que sus sentimientos no eran compartidos y que nunca los revelaría. Incluso si él sintiese lo mismo, no había futuro alguno para Jimmy y Vivien. No podía ofrecérselo. El destino de Vivien estaba sellado. Esa condición no la angustiaba ni molestaba, ya no; había aceptado desde hacía tiempo la vida que la aguardaba y, desde luego, no necesitaba confesiones ilícitas entre susurros o muestras físicas de cariño para sentirse plena.

Todo lo contrario. Vivien había aprendido bien pronto, de niña, en una ajetreada estación de ferrocarril, a punto de embarcar hacia un país desconocido, que lo único que podía controlar era su vida interior. Cuando estaba en la casa de Campden Grove, cuando oía a Henry silbar en el cuarto de baño, recortarse el bigote y admirar su perfil, le bastaba saber que lo que llevaba dentro solo le pertenecía a ella.

Aun así, ver a Jimmy y a Dolly Smitham juntos en la obra había sido turbador. Había hablado una o dos veces acerca de su prometida, pero Jimmy siempre se había mostrado esquivo y Vivien dejó de preguntar. Se había acostumbrado a pensar que no tenía vida más allá del hospital, ni más familia que su padre. Al verlo con Dolly, sin embargo (con qué ternura la tomaba de la mano, cómo la miraba sin quitarle los ojos de encima), Vivien se vio obligada a enfrentarse a la verdad. Tal vez Vivien amase a Jimmy, pero Jimmy quería a Dolly. Además, Vivien comprendía por qué. Dolly era guapa y divertida, y poseía un entusiasmo y un valor que atraían a la gente. Jimmy la había descrito como brillante, y Vivien entendió a lo que se refería. Por supuesto que la amaba; no era de extrañar que se empeñase en proporcionar el mástil a esa vela gloriosa y ondulante... Era el tipo de mujer que inspiraría devoción a un hombre como Jimmy.

Y eso era exactamente lo que Vivien pensaba decir a Katy: que Jimmy estaba prometido, que su novia era una mujer encantadora y que no había motivo para que él y Vivien no siguiesen siendo...

El teléfono sonó en la mesilla de al lado y Vivien lo miró, sorprendida. De día, nadie llamaba al 25 de Campden Grove; los colegas de Henry lo telefoneaban al trabajo, y Vivien apenas tenía amigos, no de los que hacían llamadas telefónicas. Descolgó el receptor con incertidumbre.

Oyó una voz masculina desconocida. No comprendió el nombre: lo dijo demasiado rápido.

—¿Hola? —repitió—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—Doctor Lionel Rufus.

Vivien no recordaba a nadie con ese nombre y se preguntó si tal vez sería socio del doctor Tomalin.

—¿En qué puedo ayudarle, doctor Rufus? —A veces le sorprendía a Vivien que su voz fuera como la de su madre, ahora, aquí, en esta otra vida; la voz de su madre que les leía cuentos, penetrante, perfecta, lejana, tan distinta a su voz cotidiana.

—¿Hablo con la señora Vivien Jenkins?

—¿Sí?

—Señora Jenkins, me pregunto si me permitiría hablar con usted sobre un asunto delicado. Se trata de una joven a quien creo que ha visto una o dos veces. Vivió al otro lado de su calle durante un tiempo, donde trabajaba como señorita de compañía de lady Gwendolyn.

—¿Se refiere a Dolly Smitham?

—Sí. Bueno, lo que tengo que decirle no es algo de lo que normalmente hablaría, por cuestiones de confidencialidad; sin embargo, en este caso creo que le conviene saberlo. Es posible que desee sentarse, señora Jenkins.

Vivien ya estaba sentada, así que hizo un pequeño sonido para asentir, y escuchó con suma atención cómo un médico que no conocía le contaba una historia que no se podía creer.

Escuchó y habló muy poco y, cuando el doctor Rufus finalmente colgó, Vivien se sentó con el auricular en la mano durante mucho tiempo. Repasó sus palabras, intentando entrelazar los hilos para que tuviesen sentido. Habló de Dolly («Buena chica, que a veces se deja llevar por su gran imaginación») y su joven novio («Jimmy, creo... No lo conozco en persona»); y le habló de su deseo de estar juntos, de la necesidad que sentían de disponer de dinero para comenzar de nuevo. Y entonces detalló el plan que se les había ocurrido, la parte que le correspondía y, cuando Vivien se preguntó por qué la habían elegido a ella, él le explicó la desesperación de Dolly al ser repudiada por alguien a quien admiraba tanto.

Al principio, la conversación dejó a Vivien anonadada..., gracias al cielo, pues habría sido abrumador el dolor de descubrir que tantas cosas que creía buenas y verdaderas no eran más que una mentira. Se dijo que el hombre estaba equivocado, que era una broma cruel o un error..., pero entonces recordó la amargura que había visto en la cara de Jimmy cuando le preguntó por qué él y Dolly no se casaban ya; cómo la reprendió, asegurando que los ideales románticos eran un lujo solo para quienes pudiesen pagarlos; y entonces lo supo.

Se sentó, inmóvil, mientras sus esperanzas se disolvían en torno a ella. A Vivien se le daba muy bien desaparecer tras la tempestad de sus emociones (tenía mucha experiencia), pero esto era diferente; el dolor atenazaba una parte de ella que había ocultado hacía tiempo en un lugar seguro. Vivien vio con claridad, como no lo había visto antes, que no deseaba solo la compañía de Jimmy, sino lo que representaba. Una vida diferente; la libertad y el futuro que se había impedido imaginar, un futuro que se extendiese ante ella sin impedimentos. También, de un modo extraño, el pasado, y no el pasado de sus pesadillas, sino la oportunidad de reconciliarse con los sucesos de antaño...

Hasta que oyó el reloj del vestíbulo, Vivien no recordó dónde estaba. En la habitación hacía más frío y tenía las mejillas húmedas por las lágrimas que había derramado sin notarlo. Una ráfaga de aire entró por algún sitio y la fotografía de Jimmy cayó de la cama al suelo. Vivien la observó, preguntándose si incluso ese regalo tan especial formaba parte del plan, un ardid para ganarse su confianza y poder llevar a cabo el resto de la estafa: la fotografía, la carta... Vivien se enderezó. Tenía un nudo en el estómago. De pronto comprendió que había más en juego que su propia decepción. Mucho más. Un tren terrible estaba a punto de ponerse en marcha y ella era la única persona que podía detenerlo. Dejó el auricular en su sitio y miró el reloj. Las dos en punto. Lo que significaba que disponía de tres horas antes de tener que volver a casa a prepararse para el compromiso de la cena de Henry.

No tenía tiempo para lamentar sus pérdidas; Vivien se acercó al escritorio e hizo lo que tenía que hacer. Titubeó al dirigirse a la puerta, único gesto que delató su tormento interior, su temor creciente, y luego fue rápidamente a recoger el libro. Escribió el mensaje en el frontispicio, tapó la pluma y, sin otro instante de vacilación, se apresuró escaleras abajo y salió.

 

La señora Hamblin, la mujer que venía a hacer compañía al señor Metcalfe mientras Jimmy trabajaba, abrió la puerta. Sonrió al ver a Vivien y dijo:

—Ah, qué bien, eres tú, querida. Voy un momentito a la tienda, si no te importa, ahora que estás aquí para cuidarlo. —Se pasó una bolsa por el brazo y se sonó la nariz mientras salía a toda prisa—. He oído decir que hay plátanos en el mercado negro para quien sepa pedirlos con amabilidad.

Vivien se había encariñado muchísimo con el padre de Jimmy. A veces pensaba que su padre podría haber sido como él, de haber tenido la oportunidad de alcanzar esa edad. El señor Metcalfe había crecido en una granja, entre un montón de hermanos, y Vivien podía identificarse con muchas de las anécdotas que relataba; ciertamente, habían influido en las ideas de Jimmy respecto a su futuro. Hoy, sin embargo, no era un buen día para el anciano.

—La boda —dijo, agarrándola del brazo, alarmado—. No nos hemos perdido la boda, ¿verdad?

—Claro que no —dijo con amabilidad—. ¿Una boda sin usted? ¿Cómo se le ocurre? Es imposible que eso ocurra. —El corazón de Vivien se desbordó por él. Estaba viejo, confundido, asustado; Vivien deseó que hubiese algo más que pudiese hacer para ayudarlo—. ¿Una tacita de té? —preguntó.

—Sí —dijo él—. Oh, sí, por favor. —Con la misma gratitud que si le hubiese concedido su mayor deseo—. Sería estupendo.

Mientras Vivien removía la leche condensada, como a él le gustaba, sonó una llave en la cerradura. Jimmy entró y, si se sorprendió al verla ahí, no lo demostró. Sonrió afectuosamente y Vivien le devolvió la sonrisa, consciente del aro de acero que le apretaba el pecho.

Se quedó un rato, hablando con ambos hombres, y alargó la visita todo lo que pudo. Por fin, sin embargo, tuvo que irse; Henry la esperaba.

Como siempre, Jimmy la acompañó a la estación, pero esta vez, al llegar al metro, Vivien no entró de inmediato, como era habitual.

—Tengo algo para ti —dijo, buscando en el bolso. Sacó su ejemplar de Peter Pan y se lo dio.

—¿Quieres que me lo quede?

Ella asintió con la cabeza. Jimmy estaba emocionado, pero también, comprendió ella, confundido.

—He escrito una dedicatoria —añadió.

Jimmy abrió el libro y leyó en voz alta lo que había escrito.

—«Una amistad verdadera es una luz entre las tinieblas». —Sonrió mirando el libro y luego, bajo ese mechón rebelde, a ella—. Vivien Jenkins, este es el mejor regalo que jamás he recibido.

—Qué bien. —El pecho le dolía—. Entonces, estamos en paz. —Dudó, pues sabía que lo que estaba a punto de hacer iba a cambiarlo todo. Entonces, se recordó a sí misma que ya había cambiado: la llamada telefónica del doctor Rufus se había encargado de ello; aquella voz desapasionada aún retumbaba en su cabeza, y las cosas que había dicho con tanta claridad—. Tengo algo más para ti.

—No es mi cumpleaños. Lo sabes, ¿verdad?

Le entregó un trozo de papel.

Jimmy le dio la vuelta, lo leyó y, a continuación, la miró, consternado.

—¿Qué es esto?

—Creo que no necesita explicación.

Jimmy echó un vistazo por encima del hombro; bajó la voz:

—Quiero decir, ¿para qué es?

—Es un pago. Por tu magnífico trabajo en el hospital. —Jimmy le devolvió el cheque como si fuera veneno—. No pedí que me pagaran, solo quería ayudar. No quiero tu dinero.

Por una fracción de segundo, la duda se convirtió en un estallido de esperanza en su pecho; pero lo conocía bien y vio cómo sus ojos se apartaban de los de ella. Vivien no se sintió justificada por su vergüenza; solo le inspiró más tristeza—. Sé que querías ayudar, Jimmy, y sé que nunca has pedido que te paguen. Pero quiero que te lo quedes. Estoy segura de que sabrás qué hacer con ello. Úsalo para ayudar a tu padre —dijo—. O a tu preciosa Dolly... Si lo prefieres, piensa que es mi manera de agradecerle la gran bondad que tuvo de devolverme el medallón. Cásate, haz que todo sea perfecto, como los dos queréis, id a la costa y comenzad de nuevo..., la costa, los niños, el futuro que sueñas.

Jimmy habló con una voz inexpresiva:

—Creo que dijiste que no pensabas en el futuro.

—En el mío, no.

—¿Por qué haces esto?

—Porque me gustas. —Vivien tomó sus manos y las estrechó con firmeza. Eran manos cálidas, esbeltas, amables—. Creo que eres un buen hombre, Jimmy, uno de los mejores que he conocido, y quiero que seas feliz.

—Eso suena demasiado a una despedida.

—¿De verdad?

Jimmy asintió.

—Supongo que lo es. —Vivien se acercó y, tras una brevísima vacilación, lo besó, ahí mismo, en plena calle; fue un beso tierno, apenas un roce, y entonces agarró su camisa y apoyó la frente en su pecho, para guardar ese espléndido momento en su memoria—. Adiós, Jimmy Metcalfe —dijo al fin—. Y esta vez..., esta vez, de verdad, no nos volveremos a ver.

 

Jimmy se quedó mucho tiempo sentado en la estación, con la mirada clavada en el cheque. Se sentía traicionado, enfadado, aun sabiendo que era injusto con ella. Pero... ¿por qué le habría dado tal cosa? Y ¿por qué ahora que el plan de Doll había caído en el olvido y se estaban haciendo amigos de verdad? ¿Tendría algo que ver con su misteriosa enfermedad? Había hablado con un tono terminante; Jimmy estaba preocupado.

Día tras día, mientras esquivaba las preguntas de su padre, quien quería saber cuándo volvería su chica, Jimmy miraba el cheque y se preguntaba qué iba a hacer. Por una parte, quería desgarrar ese papel odioso en cien pedazos diminutos; pero no lo hizo. No era estúpido; sabía que era la respuesta a todas sus oraciones, a pesar de que ardía de vergüenza y frustración y le causaba un dolor extraño e innombrable.

La tarde que quedó con Dolly en Lyons, dudó si debía llevar o no el cheque. Dio vueltas y más vueltas al asunto: lo guardó dentro de Peter Pan, lo metió en el bolsillo y, al final, lo volvió a poner en el libro para no tener que ver ese maldito papel. Miró el reloj. Y, a continuación, lo hizo de nuevo, una y otra vez. Iba a llegar tarde. Sabía que Dolly lo estaría esperando; lo había llamado al periódico para decirle que tenía algo importante que mostrarle. Dolly estaría mirando fijamente a la puerta, los ojos abiertos y brillantes, y Jimmy nunca sabría cómo explicarle que acababa de perder algo extraño y precioso.

Con la impresión de que todas las sombras del mundo lo acechaban, Jimmy se guardó Peter Pan en un bolsillo y salió.

 

Dolly estaba sentada en el mismo asiento donde le había propuesto el plan. La vio al instante porque llevaba puesto ese horrible abrigo blanco; ya no hacía mucho frío, pero Dolly se negaba a quitárselo. Para Jimmy, ese abrigo guardaba una relación tan estrecha con ese plan espantoso que le bastaba verlo para que un estremecimiento enfermizo recorriese su cuerpo.

—Siento llegar tarde, Doll. Yo...

—Jimmy. —Los ojos de Dolly resplandecían—. Lo he hecho.

—¿Has hecho qué?

—Toma. —Sostenía un sobre entre los dedos de ambas manos y sacó un pedazo cuadrado de papel fotográfico—. Yo misma la he revelado. —Deslizó la fotografía hasta el otro lado de la mesa.

Jimmy la cogió y durante un breve instante, antes de poder contenerse, sintió un arrebato de ternura. Era una fotografía tomada en el hospital, el mismo día de la obra. Se veía con claridad a Vivien, y también a Jimmy, cerca de ella, con la mano tendida para tocarle el brazo. Estaban mirándose; Jimmy recordó el momento, cuando le vio ese moratón... Y entonces comprendió qué era lo que estaba mirando.

—Doll...

—Es perfecto, ¿a que sí? —Sonreía, orgullosa, como si le hubiera hecho un enorme favor..., casi como si esperase que le diera las gracias.

En voz más alta de lo que pretendía, Jimmy dijo:

—Pero habíamos decidido no hacerlo..., dijiste que era un error, que no deberías habérmelo pedido.

—A ti, Jimmy. No debería habértelo pedido a ti.

Jimmy contempló una vez más la fotografía, tras lo cual miró a Doll. Su mirada era una luz implacable que mostraba todas las grietas de un precioso jarrón. Ella no había mentido; fue él quien comprendió mal. Nunca le habían interesado los niños, la obra, ni hacer las paces con Vivien. Simplemente, había visto su oportunidad.

—Debería haber... —Su rostro se descompuso—. Pero ¿por qué me miras así? Creía que te alegrarías. No has cambiado de opinión, ¿verdad? Escribí la carta con mucho tacto, Jimmy, sin ser desconsiderada en absoluto, y ella va a ser la única que vea la fot...

—No. —Jimmy recuperó la voz—: No, no la va a ver.

—¿Jimmy?

—De eso quería hablarte. —Guardó la fotografía en el sobre y lo alejó de sí, devolviéndosela—. Tírala, Doll. No hace falta, ya no.

—¿Qué quieres decir? —Los ojos de Dolly se entrecerraron, llenos de sospecha.

Jimmy sacó Peter Pan del bolsillo, cogió el cheque y lo deslizó sobre la mesa. Dolly le dio la vuelta con cautela.

Sus mejillas se ruborizaron.

—¿Para qué es?

—Me lo dio... Nos lo dio. Por ayudar en el hospital, y para agradecerte que le devolvieras el medallón.

—¿De verdad? —Las lágrimas bañaron los ojos de Dolly; no eran lágrimas de tristeza, sino de alivio—. Pero, Jimmy..., son diez mil libras.

—Sí. —Encendió un cigarrillo mientras ella observaba el cheque, anonadada.

—Mucho más de lo que habría pedido.

—Sí.

Dolly se levantó de un salto para besarlo, y Jimmy no sintió nada.

 

Deambuló por Londres casi toda la tarde. Doll tenía su libro de Peter Pan... Había sido reacio a desprenderse de él, pero Dolly se lo arrebató y le rogó que le permitiese llevarlo a casa y ¿cómo podría haberle explicado su reticencia? Sí se había quedado el cheque, que era un peso muerto en el bolsillo mientras vagaba por una calle tras otra cubiertas de escombros. Sin su cámara no veía los pequeños detalles poéticos de la guerra, no veía más que una destrucción aterradora. Una cosa sabía a ciencia cierta: sería incapaz de usar un solo penique de ese dinero y creía que no podría mirar a Doll a los ojos si ella lo hacía.

Estaba llorando cuando regresó a su habitación, lágrimas ardientes, furiosas, que se limpió con el dorso de la mano, porque todo había salido mal y no sabía cómo arreglarlo. Su padre percibió que estaba molesto, y le preguntó si algún niño del barrio le trataba mal en la escuela... ¿Quería que su papá fuese a darles una lección? El corazón de Jimmy dio un vuelco ante el imposible anhelo de regresar, de ser un niño otra vez. Dio a su padre un beso en la cabeza y le dijo que estaba bien y, al hacerlo, vio la carta sobre la mesa, dirigida en letra pequeña y clara al señor J. Metcalfe.

El remitente era una mujer llamada Katy Ellis, y su motivo para escribir a Jimmy, según decía, era la señora Vivien Jenkins. Mientras leía, el corazón de Jimmy comenzó a latir con ira, amor y, finalmente, determinación. Katy Ellis ofrecía razones de peso para que Jimmy permaneciese lejos de Vivien, pero Jimmy solo sintió una necesidad desesperada de encontrarla. Por fin entendía todo lo que le había parecido tan confuso.

 

En cuanto a la carta que Dolly Smitham escribió a Vivien Jenkins y la fotografía que contenía el sobre, quedaron olvidadas. Dolly ya no tenía necesidad de ellas, por lo que no buscó el sobre y no echó de menos su desaparición. Pero desapareció. Arrastrado por la gruesa manga de su abrigo blanco al agarrar el cheque e inclinarse extasiada para besar a Jimmy, el sobre se detuvo al borde de la mesa, osciló unos segundos antes de vencerse, al fin, y cayó en esa fina rendija entre el asiento y la pared.

El sobre quedó oculto a simple vista y tal vez así hubiese permanecido, acumulando polvo, carcomido por las cucarachas, desintegrado al fin en el continuo flujo y reflujo de las estaciones, hasta mucho después de que esos nombres que contenía no fuesen más que ecos de vidas lejanas. Pero el destino es juguetón y no fue eso lo que ocurrió.

Esa misma noche, mientras Dolly dormía, acurrucada en su angosta cama en Rillington Place, donde soñaba con la cara que puso la señora White cuando anunció que se iba de la pensión, un Heinkel 111 de la Luftwaffe, ya de regreso a Berlín, soltó una bomba de relojería que cayó en silencio por el cálido cielo nocturno. El piloto habría preferido alcanzar Marble Arch, pero estaba cansado y su puntería se resintió, de modo que la bomba cayó donde estaba la verja de hierro, justo enfrente de Lyons Corner House. Detonó a las cuatro de la mañana siguiente, precisamente cuando Dolly, que se despertó temprano, demasiado excitada para seguir durmiendo, se sentaba en la cama, hojeando el ejemplar de Peter Pan que había traído del restaurante, y copió su nombre (Dorothy), con gran esmero, encima de la dedicatoria. Qué amable Vivien al regalárselo... Dolly se entristeció al pensar lo mal que la había juzgado, en especial cuando la fotografía de Jimmy, con las dos juntas en la obra, cayó de entre las páginas. Se alegraba de que ahora fuesen amigas. La bomba se llevó el restaurante y la mitad de la casa de al lado. Hubo víctimas, pero no tantas como era de esperar, y la ambulancia de la Estación 39 respondió con prontitud, tras lo cual se rastrearon las ruinas en busca de supervivientes. Una amable agente llamada Sue, cuyo marido había regresado de Dunkerque con neurosis de guerra y cuyo único hijo había sido evacuado a un lugar de Gales cuyo nombre era incapaz de pronunciar, estaba llegando al final de su turno cuando vio algo entre los escombros.

Sue se frotó los ojos y bostezó, pensó en dejarlo, pero decidió agacharse para recogerlo. Se trataba de una carta, con destinatario y sellos, pero que no había sido enviada. Por supuesto, no la leyó, pero el sobre no estaba cerrado y una fotografía se deslizó en la palma de su mano. Ahora que el amanecer reinaba brillante sobre un Londres devastado, Sue lo vio con claridad: era una fotografía de un hombre y una mujer, amantes, como dedujo con una sola mirada. Cómo clavaba el hombre los ojos en esa bella joven; no podía dejar de mirarla. Él no sonreía como ella, pero todo en ese gesto transmitió a Sue que el hombre de la fotografía amaba a esa mujer con todo su corazón.

Se sonrió, un poco triste, recordando cómo ella y Don solían mirarse el uno al otro, y cerró la carta y se la metió en el bolsillo. Se subió de un salto en su viejo Daimler junto a su compañera de turno, Vera, y condujeron de vuelta al centro. Sue creía en el optimismo y en ayudar a los demás; enviar esa nota de los dos amantes sería su primera buena acción en ese día naciente. Echó el sobre en un buzón de camino a casa y, el resto de su vida, casi siempre feliz, de vez en cuando recordaba a esos amantes y deseaba que todo les hubiera salido bien.

 


Capítulo 29

 

 

Greenacres, 2011

 

Un día más de ese veranillo otoñal, y una calima dorada se cernía sobre los campos. Tras pasar la mañana junto a su madre, Laurel entregó el testigo a Rose y dejó a ambas con el ventilador, que giraba despacio sobre el tocador, y se aventuró a salir. Tenía intención de dar un paseo junto el arroyo para estirar las piernas, pero la casa del árbol acaparó su atención, y se decidió a subir la escalera. Iba a ser la primera vez en cincuenta años.

Cielos, la puerta era mucho más baja de lo que recordaba. Laurel trepó, con el trasero inclinado en un ángulo desafortunado, tras lo cual se sentó con las piernas cruzadas, a contemplar la habitación. Sonrió cuando vio el espejo de Daphne, que todavía estaba en la viga transversal. El tiempo había resquebrajado el azogue, de modo que, cuando Laurel miró su reflejo, la imagen parecía moteada, como si se viera a través del agua. Era extraño encontrarse en este lugar lleno de recuerdos de la infancia y ver su cara avejentada frente a ella. Como Alicia al caer por la madriguera del conejo; o, más bien, al caer de nuevo, cincuenta años más tarde, y descubrir que solo ella había cambiado.

Laurel dejó el espejo en su sitio y fue a mirar por la ventana, tal como había hecho ese día; casi podía oír ladrar a Barnaby, ver la gallina de un ala trazando círculos en el polvo, sentir el resplandor del verano reflejado en las piedras del camino. Estaba casi convencida de que, si volvía la vista hacia la casa, vería el aro de juguete de Iris meciéndose contra el poste bajo el roce de la brisa cálida. Y, por tanto, no miró. A veces la distancia de los años, todo eso que acababa entre sus pliegues de acordeón, se convertía en un dolor físico. Laurel se apartó de la ventana.

Había traído la fotografía de Dorothy y Vivien a la casa del árbol, la que Rose había encontrado dentro de Peter Pan, y la sacó del bolsillo. Junto con la obra, la llevaba consigo a todas partes desde que regresó de Oxford; se había convertido en una especie de talismán, el punto de partida de este misterio que trataba de desentrañar y (por Dios, eso esperaba), con un poco de suerte, la clave para solventarlo. No habían sido amigas, había dicho Gerry, pero, en ese caso, ¿cómo explicar esta fotografía?

Decidida a encontrar una pista, Laurel contempló a ambas mujeres, quienes, cogidas del brazo, sonreían al fotógrafo. ¿Dónde se hicieron la fotografía?, se preguntó. En una habitación, eso era evidente; una habitación de techo inclinado..., ¿una buhardilla, tal vez? No aparecía nadie más en la foto, pero detrás de las mujeres había una pequeña mancha oscura que podría ser una persona que avanzaba muy deprisa... Laurel miró más de cerca..., una persona menuda, a menos que la perspectiva fuese engañosa. ¿Un niño? Tal vez. Aunque eso no era de gran ayuda, pues hay niños por todas partes. (¿O no, en ese Londres en tiempos de guerra? Muchos fueron evacuados, en especial durante los primeros años, cuando Londres sufría consta


Date: 2016-03-03; view: 733


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Biblioteca de New College (Universidad de Oxford), 2011 | Londres, 23 de mayo de 1941
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