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Biblioteca de New College (Universidad de Oxford), 2011

 

Laurel dedicó los siguientes cincuenta y siete minutos, todos ellos insoportables, a recorrer los jardines de New College. Cuando las puertas al fin se abrieron, debió de establecer un nuevo récord en la biblioteca y se comparó a sí misma con una compradora en el primer día de rebajas, pues se abrió paso a empujones en su prisa por volver al escritorio; ciertamente, Ben pareció impresionado.

—Estupendo —dijo, y bromeó—: No me he equivocado y la he dejado aquí dentro, ¿verdad?

Laurel le aseguró que no, y se puso manos a la obra con el primer diario de Katy de 1941, en busca de un indicio que explicase qué había chafado el plan de su madre. En los primeros meses del año apenas se mencionaba a Vivien, salvo alguna nota ocasional que aclaraba que Katy había escrito o recibido una carta, y discretas declaraciones del tipo «todo parece seguir igual para la señora Jenkins», pero el 5 de abril de 1941 las cosas se animaron.

 

Hoy el correo ha traído noticias de mi joven amiga Vivien. Era una larga carta para lo que ella acostumbra, y de inmediato me alertó un sutil cambio en su tono. Al principio me alegré, ya que tuve la impresión de que un atisbo de su antiguo ser había regresado, y me pregunté si había hallado una nueva paz en su vida. Pero, desgraciadamente, no fue así, pues la carta no describía un compromiso renovado con su hogar; más bien, se explayaba largo y tendido acerca de su trabajo como voluntaria en el hospital para niños huérfanos del doctor Tomalin, y me compelía, como siempre, a destruir su carta y a abstenerme de mencionar su trabajo en mi respuesta.

Por supuesto, voy a acceder a sus deseos, pero tengo intención de implorarle, en los términos más enérgicos posibles, que ponga fin a su participación en ese lugar, al menos hasta que encuentre una solución duradera a sus problemas. ¿Acaso no es suficiente su insistencia en hacer donaciones para cubrir los costes del hospital? ¿Es que no le importa nada su propia salud? No cejará en su empeño, lo sé; ya tiene veinte años, pero Vivien es aún esa niña obstinada que conocí en el barco, y se niega a escuchar mis consejos si no son de su agrado. Voy a escribirle de todos modos. Nunca me perdonaría a mí misma si lo peor llegara a suceder y no hubiese hecho todo lo posible por evitarlo

.

 

Laurel frunció el ceño. ¿Lo peor? Era evidente que se había perdido algo: ¿por qué diablos Katy Ellis, maestra y amiga de pequeños traumatizados de todo el mundo, pensaba de forma tan tajante que Vivien debía dejar de cooperar con el hospital del doctor Tomalin para huérfanos de la guerra? A menos que el doctor Tomalin en persona fuese un peligro. ¿Era eso? ¿O tal vez el hospital estaba situado en una zona bombardeada a menudo por los alemanes? Laurel ponderó la cuestión durante un minuto antes de decidir que era imposible saber exactamente qué temía Katy sin enfrascarse en otra investigación que amenazaba con absorber el poco tiempo del que disponía. Era un enigma fascinante, pero sin mayor relevancia, sospechó, respecto al plan de su madre. Continuó leyendo:



 

El motivo del ánimo renacido de Vivien se me reveló en la segunda página de su carta. Al parecer ha conocido a alguien, un joven, y aunque se esfuerza por mencionarlo solo de la forma más fortuita («Se ha unido a mi proyecto con los niños otro voluntario, un hombre que parece saber tan poco acerca de los límites personales como yo sobre convertir luces en hadas»), conozco bien a mi joven amiga, y sospecho que su tono despreocupado no es más que una actuación para ocultar algo más profundo. Qué, exactamente, no lo sé, pero es insólito que dedique tantas líneas a hablar de una persona a quien acaba de conocer. Estoy preocupada. Mi instinto nunca me defrauda, y voy a escribirle de inmediato para rogarle prudencia.

 

Katy Ellis debió de cumplir su promesa, ya que su próxima entrada en el diario contenía una larga cita de una carta escrita por Vivien Jenkins, en respuesta a sus inquietudes.

 

Cómo te echo de menos, Katy, querida... Ya ha pasado más de un año desde que nos vimos; diríase que han pasado diez. Al leer tu carta deseé que estuviésemos sentadas bajo ese árbol en Nordstrom, junto al lago, donde solíamos ir de picnic. ¿Recuerdas esa noche que nos escabullimos de la gran casa y colgamos faroles de papel de los árboles del bosquecillo? Dijimos a mi tío que debían de haber sido los gitanos y se pasó todo el día rastreando la finca con la escopeta al hombro y con ese pobre perro artrítico detrás... El viejo y querido Dewey. Qué sabueso tan fiel.

Más tarde me soltaste un sermón por causar molestias, pero creo recordar, Katy, que fuiste tú quien describió con todo detalle durante el desayuno esos «temibles» ruidos que se oían por la noche, cuando los gitanos bajaban a los terrenos sagrados de Nordstrom. Ah, pero ¿no fue maravilloso nadar a la luz de esa gran luna plateada? Cómo me gusta nadar... Es como lanzarse desde el borde del mundo, ¿verdad? Creo que jamás he dejado de creer que descubriría el agujero al fondo del arroyo que me llevaría de vuelta.

Ah, Katy... Me pregunto cuántos años he de cumplir para dejar de preocuparte. Qué carga tengo que ser. ¿Crees que seguirás implorando que no me ensucie la falda y que me limpie la nariz cuando sea una anciana tejiendo en la mecedora? Qué bien me has cuidado a lo largo de los años, qué difícil te he puesto la tarea en ocasiones y qué suerte tuve de que fueses tú quien me esperaba ese día horrible en la estación de tren.

Como siempre tu consejo es sabio y, por favor, queridísima amiga, queda tranquila al saber que yo soy igualmente sabia en mis acciones. Ya no soy una niña y soy muy consciente de mis responsabilidades. No te quedas tranquila, ¿verdad? Incluso mientras lees estas palabras, sacudes la cabeza y piensas lo imprudente que soy. Para calmar tus temores, te prometo que apenas he hablado con el hombre en cuestión (se llama Jimmy, por cierto; vamos a llamarlo por su nombre; «el hombre en cuestión» suena un tanto siniestro); en realidad, siempre he hecho lo posible por desalentar cualquier contacto, incluso llegando, cuando era necesario, al ámbito de la grosería. Te pido disculpas, querida Katy, ya sé que no te gustaría que tu joven pupila adquiriese una reputación de maleducada y, por mi parte, detesto hacer algo que pueda perjudicar tu buen nombre

.

 

Laurel sonrió. Le gustaba Vivien; su respuesta era jocosa sin dejar de ser amable con Katy y su agotadora tendencia a preocuparse. Incluso Katy escribió bajo el extracto: «Qué agradable es ver que mi descarada y joven amiga ha vuelto. La he echado de menos estos años». A Laurel no le gustó tanto el nombre del joven que cooperaba en el hospital junto a Vivien. ¿Era el mismo Jimmy del que se había enamorado su madre? Sin duda. ¿Era una coincidencia que trabajase con Vivien en el hospital del doctor Tomalin? Sin duda, no. Laurel sintió una aprensión creciente a medida que el plan de los amantes comenzaba a tomar forma en su mente.

Era evidente que Vivien no tenía ni idea de la conexión entre el simpático joven del hospital y su amiga de antaño, Dorothy, lo cual no era sorprendente, supuso Laurel. Kitty Barker mencionó el cuidado con que su madre mantenía a su novio lejos de Campden Grove. También describió cómo las emociones se avivaban y las certezas morales se disolvían durante la guerra, lo que proporcionaba, se le ocurrió a Laurel, el entorno perfecto en el que un par de amantes desventurados podrían padecer una folie à deux.

Las entradas de la siguiente semana no mencionaban a Vivien Jenkins ni «al hombre en cuestión»; en su lugar, Katy Ellis trató sobre las preocupaciones inmediatas de las divisiones políticas y habló por la radio de la invasión. El 19 de abril anotó su ansiedad porque Vivien no había escrito, como esperaba, pero al día siguiente mencionó una llamada telefónica del doctor Tomalin, quien le dijo que Vivien estaba enferma. Era interesante: al parecer, los dos se conocían después de todo, y no era una objeción al carácter del médico lo que llevó a Katy a oponerse tan firmemente contra el hospital. Cuatro días más tarde, lo siguiente:

 

Hoy, una carta que me inquieta sobremanera. No sabría captar el tono al resumirla y no sabría por dónde empezar ni terminar al citar las partes que me preocupan. Por tanto, en contra de los deseos de mi querida (¡y desesperante!) joven amiga, solo por esta vez no voy a arrojar la carta al fuego esta noche.

 

Laurel nunca había pasado una página con semejante rapidez. Ahí estaba, en elegante papel blanco y con una caligrafía más bien confusa, escrita, al parecer, a toda prisa, la carta de Vivien Jenkins que Katy Ellis fechó el 23 de abril de 1941. Un mes antes de su muerte, notó Laurel con pesadumbre.

 

Te escribo en el restaurante de una estación, querida Katy, porque se apoderó de mí el temor de que, si no lo escribía sin demora, todo desaparecería y me despertaría mañana para descubrir que solo fue fruto de mi imaginación. Nada de lo que voy a escribir va a ser de tu agrado, pero eres la única persona a quien puedo contárselo, y tengo que contárselo a alguien. Perdóname, pues, querida Katy, y acepta mis más sinceras disculpas por la ansiedad que sé que sentirás tras leer esta confidencia. Si vas a pensar mal de mí, hazlo con afecto y recuerda que aún soy tu pequeña compañera de viaje.

Hoy ha sucedido algo. Salía del hospital del doctor Tomalin y me había detenido en la escalera para ponerme bien la bufanda... Te juro, Katy, y sabes que no miento, que no me entretuve a propósito; aun así, cuando oí la puerta abrirse detrás de mí, supe, antes de girarme, que se trataba del joven, de Jimmy (creo que lo he mencionado una o dos veces en mis cartas).

 

Katy Ellis había subrayado esta frase e hizo una anotación al margen, con una letra tan menuda y pulcra que Laurel podía imaginarse sin esfuerzo el mohín de disgusto de la autora: «¡Mencionado una o dos veces! Los delirios de las víctimas de Cupido nunca dejarán de sorprenderme». Víctimas de Cupido. A Laurel se le encogió el estómago, preocupada, mientras se concentraba de nuevo en la carta de Vivien. ¿Se había enamorado Vivien de Jimmy? ¿Fue eso lo que dio al traste con el «inofensivo» plan?

 

En efecto, era él; Jimmy se acercó a mí en la escalera e intercambiamos unas palabras respecto a un cómico incidente entre los niños. Me hizo reír (qué divertido es, Katy... Siento predilección por las personas divertidas, ¿acaso tú no? Mi padre era muy divertido, siempre nos reíamos con él) y me preguntó, como es natural, si podríamos caminar juntos a casa, puesto que ambos íbamos en la misma dirección, a lo cual, contra toda prudencia, respondí: «Sí»

.

Mientras niegas con la cabeza, Katy (puedo imaginarte ante ese pequeño escritorio del que me hablaste, junto a la ventana... ¿Tienes prímulas recién cortadas en un jarrón? Claro que sí, lo sé), déjame decirte por qué respondí así. Durante semanas, he seguido tu consejo y he hecho caso omiso de él, pero el otro día me dio algo, un regalo para disculparse, al cabo de un pequeño malentendido del cual no hace falta hablar. El regalo era una fotografía. No voy a describirla salvo para decir que daba la impresión de haber mirado dentro de mi alma, dentro de ese mundo que he mantenido oculto ahí desde pequeña.

Llevé la fotografía a casa y la guardé como un niño celoso, y la sacaba a la menor oportunidad para observar hasta el más pequeño detalle, antes de guardarla en la caja fuerte oculta tras el retrato de mi abuela..., al igual que un niño ocultaría un objeto precioso, sin otro motivo que el placer de ocultarlo, pues, al ser solo para mí, su valor se magnificaba. Me ha oído contar cuentos a los niños del hospital, claro, y no sugiero que haya nada «mágico» en su elección de ese regalo, pero aun así me emocionó

.

 

La palabra «mágico» estaba subrayada y mereció otra nota de Katy Ellis:

 

Es precisamente lo que sugiere: conozco a Vivien y conozco la fortaleza de su fe. Una de las cosas que he aprendido gracias a mi trabajo es que nunca nos escapamos del todo del sistema de creencias adquirido en la infancia; tal vez desaparezca por un tiempo, pero siempre vuelve en épocas de necesidad para reclamar el alma que ha forjado.

 

Laurel pensó en su propia niñez y se preguntó si lo que decía Katy era cierto. Por encima de cualquier sistema teísta, sus padres habían predicado los valores de la familia; su madre, en particular, se ofrecía como ejemplo: ella se había dado cuenta demasiado tarde, decía, del valor de la familia. Laurel tuvo que reconocer que, aparte de las afables disputas, los Nicolson se apiñaban en épocas de necesidad, como les enseñaron de niños.

 

Tal vez, además, mi reciente indisposición me ha hecho más imprudente de lo normal: después de una semana en la oscuridad de mi dormitorio, bajo el estrépito de los aviones alemanes, con Henry sentado a la cabecera, mi mano entre las suyas, deseoso de mi pronta recuperación, me impresionó salir de nuevo, respirar el aire fresco de Londres en primavera. (Por cierto, ¿no te parece extraordinario, Katy, que el mundo se enzarce en esta locura llamada guerra y, al mismo tiempo, las flores, las abejas y las estaciones sigan su curso, sabias, sin cansarse de esperar a que la humanidad recapacite y recuerde lo bella que es la vida? Es extraño, pero mi amor y añoranza del mundo siempre se avivan cuando me ausento; es maravilloso, ¿no te parece?, que una persona oscile entre la desesperación y el hambre gozosa, y que incluso en estos días oscuros la felicidad se encuentre en las cosas más pequeñas).

De todos modos, sea cual sea la razón, me pidió que caminase con él y le dije que sí, de modo que caminamos, y me di permiso para reír. Me reía porque me contaba historias divertidas y era sencillo y agradable. Caí en la cuenta del mucho tiempo transcurrido desde que disfruté del más sencillo de los placeres: compañía y conversación en una tarde soleada. Estoy impaciente por experimentar esos placeres, Katy. Ya no soy una niña, soy una mujer, y quiero cosas, cosas que no voy a tener; pero es humano, ¿o acaso no lo es?, anhelar lo que nos está prohibido.

 

¿Qué cosas? ¿Qué tenía prohibido Vivien? No por primera vez, Laurel tuvo la sensación de que le faltaba una parte importante del rompecabezas. Hojeó la siguiente quincena hasta ver el nombre de Vivien una vez más, con la esperanza de que todo se aclarase.

 

Aún se ve con él... en el hospital, lo cual ya es bastante malo, pero también en otros lugares, cuando debería estar trabajando en la cantina o cumpliendo con sus deberes domésticos. Me dice que no me preocupe, que «se trata de un amigo y nada más». Como prueba menciona a la prometida del joven: «Se va a casar, Katy; están muy enamorados y tienen planes para mudarse al campo en cuanto la guerra termine; van a buscar una casa antigua y grande y la van a llenar de niños; ya ves, no corro peligro de romper mis votos matrimoniales, como parece ser que temes»

.

 

Laurel experimentó el vértigo de la comprensión. Vivien se refería a Dorothy..., a su madre. Esa intersección entre el pasado y el presente, entre la historia y la experiencia, fue por un momento abrumadora. Se quitó las gafas y se frotó la frente, concentrándose un instante en la pared de piedra que se veía por la ventana.

Y entonces permitió a Katy que continuase:

 

Sabe que no es lo único que temo; esta niña deliberadamente malinterpreta mis preocupaciones. Tampoco soy inocente; sé que el compromiso de este joven no es obstáculo para el corazón humano. No puedo saber qué siente, pero conozco bien a Vivien

.

 

Más preocupaciones extravagantes por parte de Katy, pero Laurel seguía sin comprender el motivo: Vivien insinuaba que los temores de Katy se debían a sus rígidas opiniones acerca del comportamiento conyugal decoroso. ¿Solía Vivien ser desleal? No había mucho en lo que basarse, pero Laurel casi veía en las reflexiones floridas y románticas de Vivien el espíritu del amor libre..., casi.

Entonces Laurel encontró una entrada, fechada dos días más tarde, que le hizo preguntarse si Katy había intuido desde el principio que Jimmy era una amenaza para Vivien.

 

Horrible parte de guerra: Westminster Hall fue bombardeado anoche, y la Abadía y el Parlamento; ¡se llegó a creer que el Big Ben había sido destruido! En vez de leer el periódico o escuchar la radio, esta noche he decidido limpiar el armario del salón para dar cabida a mis nuevas notas escolares. Confieso ser una especie de pájaro coleccionista (rasgo que me avergüenza; preferiría tener la casa igual de ordenada que mis pensamientos), y encontré ahí una impresionante colección de bagatelas. Entre ellas, una carta que recibí hace tres años del tío de Vivien. Junto a la descripción de su «agradable docilidad» (esa línea me exasperó tanto esta noche como cuando la leí por primera vez... Qué poco conocía a la Vivien real), había incluido una fotografía, que aún se encontraba con la carta. Tenía diecisiete años cuando fue tomada, y era una belleza; recuerdo que pensé, al verla por aquel entonces, que parecía el personaje de un cuento de hadas, tal vez Caperucita Roja; los ojos muy abiertos y los labios de rosa, y aún preservaba la mirada directa e inocente de una niña. Recuerdo que deseé, asimismo, que no la aguardase un lobo allá en el bosque.

Que la carta y la fotografía apareciesen precisamente hoy me dio que pensar. No me equivoqué la última vez que tuve una de mis corazonadas. No actué entonces, para mi eterno pesar, pero esta vez no me voy a quedar de brazos cruzados y permitir que mi joven amiga cometa otro error con nefastas consecuencias. Habida cuenta de que no puedo expresar mi preocupación por escrito como desearía, voy a viajar a Londres a verla en persona.

 

Viaje que realizó (y sin demora), dado que la siguiente entrada del diario fue escrita cuatro días más tarde.

 

He estado en Londres y es peor de lo que me temía. Era obvio que mi querida Vivien se había enamorado del joven Jimmy. No lo admitió, por supuesto, es demasiado prudente para ello, pero la conozco desde niña y así lo noté en cada gesto, lo oí en cada palabra no pronunciada. Peor aún, al parecer ha abandonado toda precaución; ha visitado en repetidas ocasiones la casa del joven, donde vive con su padre enfermo. Insiste en que «todo es inocente», a lo cual respondí que no existe tal cosa, y que tales distinciones no le servirían de nada si hubiese de justificar esas visitas. Me dijo que no iba a «renunciar a él» (niña obstinada), ante lo cual hice acopio de todo mi valor y le dije: «Cariño, estás casada». Le recordé asimismo la promesa que hizo a su marido en la iglesia de Nordstrom, que lo amaría, honraría y obedecería hasta que la muerte les separase, etcétera. Ah, pero cómo voy a olvidar la mirada de ella en ese momento..., la decepción con que me dijo que no comprendía.

Comprendo muy bien qué es amar aquello que está prohibido, y así se lo dije, pero es joven, y los jóvenes creen que son los únicos capaces de sentir emociones poderosas. Lamento decir que nos separamos con malos modos... Hice un último intento para convencerla de que renunciara al trabajo en el hospital; ella se negó. Le recordé que debía pensar en su salud; ella desdeñó mis desvelos. Decepcionar un alma como la suya (ese rostro que parece surgido de los pinceles de un consumado artista) me hace sentirme tan culpable como si hubiera borrado la bondad del mundo. Aun así, no voy a darme por vencida... Aún tengo un as en la manga. Corro el riesgo de despertar su indignación eterna, pero decidí, mientras el tren salía de Londres, escribir a ese Jimmy Metcalfe para explicarle cuánto daño le está haciendo. Tal vez él, a diferencia de ella, obre con la debida cautela.

 

El sol había comenzado a ponerse y la sala de lectura se volvía más oscura y fría por momentos; los ojos de Laurel estaban cansados de leer la pulcra pero diminuta letra de Katy Ellis durante dos horas, sin descanso alguno. Se reclinó en el asiento y cerró los ojos, con la voz de Katy dando vueltas en su cabeza. ¿Había escrito la carta a Jimmy?, se preguntó Laurel. ¿Fue eso lo que truncó el plan de su madre? ¿Las razones de Katy, que ella creía lo suficientemente persuasivas para que Jimmy renunciase a una amistad de la que Vivien no estaba dispuesta a prescindir, bastaron para causar la ruptura entre su madre y Jimmy? En un libro, pensó Laurel, eso es exactamente lo que sucedería. Había cierta justicia poética en que un par de jóvenes amantes se separasen por el acto mismo que iban a cometer con el fin de comprar su felicidad. ¿En qué estaría pensando su madre cuando le dijo en el hospital que se casase por amor, que no esperase, que nada más importaba? ¿Había esperado demasiado tiempo Dorothy, y deseando demasiadas cosas, y por eso perdió a su amante a causa de otra mujer?

Laurel había supuesto que algo intrínseco en el carácter de Vivien Jenkins la convertía en el peor objetivo que Dorothy y Jimmy podían haber escogido para su plan. ¿Era, sencillamente, porque Vivien era el tipo de mujer de la que Jimmy podría enamorarse? ¿O la intuición de Laurel se debía a algo diferente? Katy Ellis (al fin y al cabo, hija de un clérigo) estaba obviamente preocupada por el matrimonio de Vivien, pero había otro factor, además. Laurel se preguntó si Vivien padecía una enfermedad. Katy se preocupaba por todo, pero su inquietud por la salud de Vivien parecía causada más por una enferma crónica que por una veinteañera llena de vida. Vivien se había referido a sus «ausencias» del mundo exterior, cuando su marido Henry se sentaba junto a la cama y le acariciaba la mano mientras ella convalecía. ¿Padecía Vivien Jenkins un trastorno que la volvía vulnerable ante el mundo? ¿Había sufrido una crisis, emocional o física, por lo que era propensa a las recaídas?

¿O (Laurel se incorporó ante el escritorio como un resorte) había abortado varias veces tras su matrimonio con Henry? Ciertamente, eso explicaría la desvelada atención del marido; incluso, en cierta medida, las ganas de Vivien de salir de casa al recuperarse, de abandonar los confines domésticos de su infelicidad y hacer más de lo que en verdad era capaz. Explicaría incluso, tal vez, la desazón de Katy Ellis ante el trabajo de Vivien con los niños del hospital. ¿Se trataba de eso? ¿Le preocupaba a Katy que la tristeza de su amiga se avivase ahí, rodeada de recuerdos incesantes de su esterilidad? En su carta, Vivien había escrito que era propio de la naturaleza humana, y ciertamente de ella, desear lo que no se podía tener. Laurel estaba segura de haber descubierto algo... Incluso los constantes eufemismos de Katy eran característicos de ese tema en esa época.

Laurel deseó disponer de más lugares donde buscar respuestas. Se le ocurrió que la máquina del tiempo de Gerry sería de gran ayuda en estos momentos. Por desgracia, debía conformarse con los diarios de Katy. Durante unas cuantas páginas, la amistad de Vivien y Jimmy parecía afianzarse a pesar del constante recelo de Katy y, de repente, el 20 de mayo, una entrada informaba de una carta de Vivien en la que aseguraba que no volvería a ver a Jimmy, que era hora de que él comenzase una nueva vida, y que le había deseado lo mejor y le había dicho adiós.

Laurel respiró hondo y se preguntó si Katy había enviado la carta a Jimmy después de todo, y si sus palabras motivaron este abrupto cambio de parecer. En contra de lo que esperaba, compadecía a Vivien Jenkins: si bien Laurel sabía que su amistad con Jimmy no era lo que parecía a simple vista, no pudo evitar sentir lástima por esa joven que se contentaba con tan poco. Laurel supuso que se sentía así por conocer el destino aciago que aguardaba a Vivien; pero incluso Katy, quien tanto había deseado el fin de esa relación, ahora se mostraba ambivalente al respecto.

 

Estaba preocupada por Vivien y deseaba que su aventura con el joven tocase a su fin; ahora sufro la condena de que mi deseo haya sido otorgado. He recibido una carta que no abunda en detalles pero cuyo tono no es difícil de interpretar. Escribe resignada. Se limita a decir que yo tenía razón, que la amistad se ha acabado; y que no me preocupe, pues todo ha sido para mejor. Dolor o furia, podría aceptarlos. Este tono abatido es lo que me inquieta. No puedo evitar el temor de que no augura nada bueno. Voy a aguardar su siguiente carta con la esperanza de una mejoría, y me aferraré a la certeza de haber actuado con la mejor de las razones

.

 

Pero no hubo más cartas. Vivien Jenkins murió tres días más tarde, lo que Katy Ellis anotó con el dolor que cabría esperar.

 

Treinta minutos más tarde, Laurel se apresuraba por el césped de New College, sumido en el atardecer, hacia la parada del autobús, reflexionando sobre lo que había descubierto, cuando su teléfono comenzó a vibrar en el bolsillo. No reconoció el número, pero respondió de todos modos.

—¿Lol? —dijo la voz.

—¿Gerry? —Laurel tuvo que esforzarse para oír, debido a las interferencias en la línea—. ¿Gerry? ¿Dónde estás?

—En Londres. En una cabina telefónica de Fleet Street.

—Vaya, ¿todavía hay cabinas que funcionan?

—Eso parece. A menos que me encuentre en otra dimensión, en cuyo caso estaría en serios problemas.

—¿Qué haces en Londres?

—Buscar al doctor Rufus.

—¿Sí? —Laurel se tapó la otra oreja con la mano para oír mejor—. ¿Y? ¿Has dado con él?

—Sí. O con su diario, al menos. El doctor murió de una infección al final de la guerra.

Laurel tenía el corazón desbocado; hizo caso omiso de la muerte prematura del médico. En esta búsqueda de respuestas al misterio, era necesario imponer ciertos límites a la compasión.

—¿Y? ¿Qué has averiguado?

—No sé por dónde empezar.

—Lo más importante. Y, por favor, deprisa.

—Espera. —Laurel oyó que depositaba otra moneda en el receptor—. ¿Sigues ahí?

—Sí, sí.

Laurel se detuvo bajo la luz brillante y anaranjada de una farola cuando Gerry dijo:

—Nunca fueron amigas, Lol. Mamá y esa tal Vivien Jenkins... Según el doctor Rufus, no fueron amigas.

—¿Qué? —Se imaginó que había oído mal.

—Casi ni se conocían.

—¿Mamá y Vivien Jenkins? ¿Qué dices? He visto el libro, la fotografía... Claro que eran amigas.

—Mamá quería ser su amiga... Por lo que he leído, más bien quería ser Vivien Jenkins. Se obsesionó con la idea de que eran inseparables..., «espíritus afines» fueron sus palabras exactas, pero eran solo imaginaciones suyas.

—Pero... Yo no...

—Y entonces ocurrió algo..., no quedó claro qué exactamente..., pero Vivien Jenkins hizo algo que dejó claro a mamá que no eran buenas amigas después de todo.

Laurel recordó la disputa de la que habló Kitty Barker, que había puesto a Dorothy de muy mal humor y despertó su deseo de venganza.

—¿Qué pasó, Gerry? —preguntó—. ¿Sabes qué hizo Vivien? —O qué tomó.

—Ella... Espera. Mierda, se me han acabado las monedas. —Llegó el sonido de unos bolsillos zarandeados con energía y de un receptor que se movía—. Se va a cortar, Lol...

—Llámame. Busca más monedas y vuelve a llamar.

—Demasiado tarde, no tengo. Hablamos pronto; voy a ir a Greena...

La señal de ocupado sonó inexpresiva y Gerry desapareció.

 


Capítulo 27

 

 


Date: 2016-03-03; view: 680


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Londres, abril de 1941 | Londres, mayo de 1941
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