Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Londres, abril de 1941

 

Jimmy metió el pie en el resquicio de la puerta de la buhardilla del hospital y miró a Vivien por la rendija. Estaba perplejo. No era el escenario del encuentro extraconyugal que esperaba. Había niños por todas partes: jugaban con rompecabezas en el suelo, saltaban en círculos, uno hacía el pino. Estaba en una vieja guardería, comprendió Jimmy; estos niños eran, con toda probabilidad, los pacientes huérfanos del doctor Tomalin. Como si hubiesen llegado a un acuerdo tácito para centrar su atención colectiva, todos alzaron la vista para comprobar que Vivien estaba entre ellos. Mientras Jimmy observaba, todos se apresuraron hacia ella, con los brazos extendidos como aviones. Vivien estaba radiante, con una enorme sonrisa, y cayó de rodillas y abrió los brazos para atrapar a tantos niños como pudiese.

Todos empezaron a hablar entonces, atropelladamente y con inquietud, acerca de aviones, buques, cuerdas y hadas, y Jimmy supo que estaba escuchando una conversación comenzada mucho antes. No obstante, Vivien parecía saber qué querían decir, ya que asentía pensativa y no de esa forma fingida de los adultos cuando tratan a los niños: ella escuchaba y reflexionaba, y ese ceño levemente fruncido mostraba a las claras que estaba tratando de encontrar soluciones. Era diferente a cuando le habló en la calle; estaba más a gusto, no tan a la defensiva. Cuando todos dijeron lo que querían decir y el ruido cesó (como a veces ocurre, de repente), Vivien levantó las manos y habló:

—¿Por qué no empezamos y ya iremos solucionando los problemas a medida que surjan?

Estuvieron de acuerdo, o al menos eso imaginó Jimmy, ya que, sin otra palabra de queja, se dispersaron de nuevo y se pusieron manos a la obra: arrastraron sillas y otros objetos en apariencia aleatorios (mantas, cepillos, muñecos con parches en el ojo) al centro de la sala y comenzaron a organizarlos en una especie de estructura bien estudiada. Jimmy comprendió entonces, y se rio con un placer inesperado. Ante sus ojos estaba naciendo un barco: ahí estaba la proa, y el mástil, y un tablón sostenido a un lado por un escabel y al otro por un banco de madera. Mientras Jimmy observaba, se alzó una vela, una sábana plegada en forma de triángulo que se sostenía firme y orgullosa mediante unas finas cuerdas en cada esquina.

Vivien se había sentado en un cajón volteado y sacó un libro de algún lugar (el bolso, supuso Jimmy). Lo abrió, pasó los dedos por el medio para alisarlo y dijo:

—Vamos a empezar por el capitán Garfio y los niños perdidos... Vaya, ¿dónde está Wendy?

—Aquí estoy —dijo una niña de unos once años, con el brazo en cabestrillo.



—Bien —dijo Vivien—. Atenta a tu entrada en escena. No queda mucho.

Un muchacho, con un loro hecho a mano sobre el hombro y un garfio de cartón en el puño, comenzó a acercarse a Vivien con un paso que hizo reír a la mujer.

Estaban ensayando una obra, comprendió Jimmy: Peter Pan. Su madre le había llevado a verla de niño. Viajaron a Londres y después tomaron el té en Liberty’s, un local muy lujoso, en el cual Jimmy se sentó en silencio, sintiéndose fuera de lugar, y escrutó a hurtadillas la expresión nostálgica de su madre, que miraba por encima del hombro hacia los percheros. Más tarde sus padres discutieron por el dinero (¿por qué si no?) y Jimmy escuchaba en su dormitorio cuando algo se rompió haciéndose pedazos contra el suelo. Cerró los ojos y recordó la obra, su momento favorito, cuando Peter extendió los brazos y se dirigió a los miembros del público que estuviesen soñando con el País de Nunca Jamás: «¿Creéis en las hadas, niñas y niños? —gritó—. Si creéis, batid las palmas; no dejéis que Campanilla muera». Y Jimmy se levantó del asiento, con un hormigueo en sus flacas piernecillas, y palmoteó las manos y gritó esperanzado: «¡Sí!», con la confianza ciega de que así traería a Campanilla de vuelta a la vida y salvaría todo lo que era mágico en el mundo.

—Nathan, ¿tienes la linterna?

Jimmy parpadeó, de regreso al presente.

—¿Nathan? —dijo Vivien—. Necesitamos la linterna ahora.

—Ya la he encendido —dijo un niño menudo de pelo rizado y con un aparato ortopédico en el pie. Estaba sentado en el suelo y apuntaba con la linterna a la vela.

—Ah, sí —dijo Vivien—. Ya veo. Bueno, está... bien.

—Pero casi no se ve —dijo otro niño, con las manos en las caderas. Se estiraba hacia la vela, con los ojos entrecerrados tras las gafas, para ver esa tenue luz.

—No sirve de nada si no podemos ver a Campanilla —dijo el chico que interpretaba al capitán Garfio—. Así no va a salir bien.

—Sí, va a salir bien —dijo Vivien con determinación—. Claro que sí. El poder de la sugestión es muy poderoso. Si decimos que podemos ver el hada, el público también la verá.

—Pero si nosotros no la vemos.

—Bueno, no, pero si decimos que sí...

—¿Quieres decir que mintamos?

Vivien miró hacia el techo, en busca de las palabras con las que explicarse, y los niños comenzaron a pelearse entre sí.

—Perdón —dijo Jimmy desde el umbral. Nadie pareció oírlo, así que lo dijo de nuevo, más alto—: ¿Perdón?

Todos se volvieron entonces. Vivien contuvo la respiración al verlo y torció el gesto. Jimmy admitió sentir cierto placer al fastidiarla, mostrándole que las cosas no siempre salían como ella quería.

—Me estaba preguntando algo —dijo—. ¿Y si utilizarais el flash de una cámara? Es similar a una linterna, pero mucho más intenso.

Los niños, como era de esperar, no reaccionaron con sospecha ni sorpresa al ver que un desconocido se había sumado a esa conversación tan peculiar en la guardería del ático. En su lugar, se sumieron en el silencio para sopesar la sugerencia, que discutieron entre ligeros susurros, tras lo cual:

—¡Sí! —gritó uno de los niños, que se levantó de un salto, preso del entusiasmo.

—¡Perfecto! —dijo otro.

—Pero no tenemos la luz de una cámara —dijo triste un niño con gafas.

—Yo podría conseguir una —dijo Jimmy—. Trabajo para un periódico; tenemos un estudio lleno.

Más vítores entusiastas de los niños.

—Pero ¿cómo vamos a hacer para que parezca un hada, que vuela y todo eso? —dijo el mismo chiquillo tristón, que se adelantó a los otros.

Jimmy dejó la puerta y entró en la habitación. Todos los niños se habían girado hacia él; Vivien, con Peter Pan cerrado en el regazo, tenía cara de pocos amigos. Jimmy no le hizo caso.

—Supongo que habrá que ponerla en un lugar alto. Sí, eso valdría, y, si siempre apuntase al escenario, el foco de luz sería más pequeño, en vez de un brillo general, y si hicieseis una especie de embudo...

—Pero ninguno de nosotros es lo bastante alto para manejarla. —Otra vez, el niño de las gafas—. No desde aquí. —Huérfano o no, a Jimmy empezaba a caerle mal.

Vivien había estado observando con expresión seria, a la espera de que Jimmy recordase lo que le había dicho y desapareciese, pero Jimmy no podía irse. Ya veía lo brillante que iba a quedar y se le ocurrían cientos de maneras para lograr que funcionase. Si pusiesen una escalera en un rincón, o atasen la luz a una escoba (que reforzarían de algún modo) y la sostuviesen como una caña de pescar, o bien...

—Yo lo hago —dijo de repente—. Yo me encargo de la luz.

—¡No! —dijo Vivien, de pie.

—¡Sí! —gritaron los niños.

—No es posible —dijo ella, fulminándolo con la mirada—. No lo va a hacer.

«¡Sí es posible!», «¡Sí lo va a hacer!», «¡Tiene que hacerlo!», gritaron los niños al unísono.

Jimmy vio entonces a Nella, sentada en el suelo; ella lo saludó y miró a su alrededor, a los demás, con un orgullo inconfundible en la mirada. ¿Cómo podría negarse? Jimmy levantó las manos ante Vivien, en un gesto de disculpa no del todo sincero, y sonrió a los niños.

—Entonces, decidido —dijo—. Estoy con vosotros. Habéis encontrado una nueva Campanilla.

 

Más tarde resultaba difícil de creer, pero, cuando Jimmy se ofreció a hacer de Campanilla en el hospital, no estaba pensando (ni remotamente) en el encuentro con Vivien Jenkins que debía amañar. Simplemente, se había dejado llevar por su visión de lo bien que representarían el hada con la luz de su cámara. En cualquier caso, a Dolly no le importó.

—Oh, Jimmy, qué listo eres —dijo, dando una calada entusiasta al cigarrillo—. Sabía que se te ocurriría algo.

Jimmy aceptó el elogio y le permitió pensar que todo era parte del plan. Qué feliz estaba Doll últimamente; era un alivio tenerla de vuelta.

—He estado pensando en la costa —decía algunas noches tras entrar a hurtadillas por la ventana de la despensa de la señora White y meterse en esa cama angosta suya, con el lavabo al lado—. ¿Te imaginas, Jimmy? Hacernos viejos juntos, rodeados de nuestros hijos, de los nietos algún día, que nos visitarán en sus coches voladores. Podríamos tener uno de esos columpios de jardín para dos, ¿qué te parece, cielo?

Jimmy dijo «sí, por favor». Y entonces la besó de nuevo en el cuello desnudo y la hizo reír y dio gracias a Dios por esta nueva intimidad y cariño que compartían. Sí, quería lo que ella describía; lo deseaba tanto que resultaba doloroso. Si le complacía pensar que él y Vivien trabajaban juntos y cada vez se llevaban mejor, era una ficción que no estaba dispuesto a contradecir.

La realidad, como sabía demasiado bien, era muy diferente. A lo largo de las dos semanas siguientes, en las que Jimmy se presentaba a todos los ensayos que podía, la hostilidad de Vivien lo dejó asombrado. Le costaba creer que fuese la misma persona que conoció en la cantina esa noche, que, al ver la fotografía de Nella, le habló de su trabajo en el hospital; ahora ni se dignaba a intercambiar unas pocas palabras con él. Jimmy estaba seguro de que no le habría hecho ningún caso si hubiera sido posible. Esperaba cierta frialdad (Doll le había advertido de lo cruel que podía ser Vivien Jenkins cuando la tomaba con alguien); lo que le resultó sorprendente fue que de ella emanara un odio tan personal. Apenas se conocían y, además, no podía sospechar su relación con Dolly.

Un día ambos se reían de algo gracioso que había hecho uno de los niños, y Jimmy la miró, pues era la única adulta presente, sin otra intención que compartir el momento. Vivien sintió la mirada y la sostuvo, pero, en cuanto vio que sonreía, su expresión alegre desapareció. La animadversión de Vivien ponía a Jimmy entre la espada y la pared. En algunos aspectos, le convenía que lo aborreciese (la idea de chantajearla no encajaba con Jimmy, pero se sentía más justificado cuando Vivien lo trataba como si fuera un trapo sucio); aun así, sin ganarse su confianza, ya que no su cariño, el plan no iba a funcionar.

Por tanto, Jimmy lo siguió intentando. Hizo caso omiso del resentimiento que le inspiraba la hostilidad de Vivien, su deslealtad respecto a Doll, el modo con que se desprendió de esa muchacha brillante y la hizo caer tan bajo, y se fijó, en cambio, en cómo trataba a los huérfanos del hospital. En cómo había creado un mundo en el que, al cruzar la puerta, podían desaparecer los problemas reales olvidados entre los cuartos de abajo y las salas del hospital. En cómo todos la observaban, boquiabiertos, cuando, acabado el ensayo, narraba cuentos sobre túneles que llegaban al centro de la tierra, y arroyos mágicos y oscuros que no tenían fondo, y unas lucecillas bajo el agua que pedían a los niños que se acercasen un poquito...

Y al final, a medida que continuaban los ensayos, Jimmy comenzó a sospechar que la antipatía de Vivien Jenkins disminuía; que ya no lo odiaba como al principio. Aún evitaba hablar con él y se limitaba a reconocer sus contribuciones con una leve inclinación de cabeza, pero a veces Jimmy la sorprendía mirándolo cuando creía que no prestaba atención, y le parecía que su expresión, en vez de enojada, era reflexiva, incluso curiosa. Quizás por eso cometió el error. Había empezado a percibir un creciente..., bueno, no era cariño, pero al menos un creciente deshielo, y un día, a mediados de abril, cuando los niños se habían ido a comer y él y Vivien se quedaron a recoger las cosas, le preguntó si tenía algún hijo.

No pretendía más que iniciar una conversación trivial, pero el cuerpo entero de Vivien pareció congelarse, y Jimmy supo al instante que había cometido un error (aun sin saber cuál) y que ya era demasiado tarde para evitarlo.

—No. —La palabra le cayó como una piedra en el zapato. Vivien se aclaró la garganta—. No puedo tener niños.

En ese momento, Jimmy deseó encontrar un túnel hasta el centro de la tierra en el que pudiese caer, caer y caer. Farfulló un «lo siento», que motivó una ligera inclinación de cabeza por parte de Vivien, quien terminó de recoger la vela y salió de la buhardilla con un portazo que sonó como un reproche.

Se sintió como un bufón insensible. No es que hubiese olvidado por qué estaba allí (el tipo de persona que era ella, lo que le había hecho a Doll), pero, en fin, a Jimmy no le gustaba herir a nadie. Al recordar lo tensa que se había puesto se estremecía, así que lo evocaba una y otra vez, fustigándose por ser tan torpe. Aquella noche, cuando salió a fotografiar los efectos del último bombardeo, al apuntar con la cámara a las almas que iban a sumarse a los desposeídos y despojados, la mitad de su cerebro seguía buscando formas de enmendarse.

 

Al día siguiente llegó temprano al hospital y la esperó al otro lado de la calle, fumando nervioso. Se habría sentado en la escalera de entrada, pero sospechaba que Vivien se daría la vuelta y se alejaría si lo viese ahí.

Cuando se acercó a zancadas por la calle, Jimmy tiró el cigarrillo y se dirigió a su encuentro. Le entregó una fotografía.

—¿Qué es esto? —preguntó Vivien.

—Nada —dijo, observando cómo le daba la vuelta—. La tomé para ti... anoche. Me recordó tu relato, ya sabes, el arroyo con esas luces al fondo, y la gente..., la familia al otro lado del velo.

Vivien miró la fotografía.

La había tomado al amanecer; la luz del sol iluminaba unos pedazos de vidrio entre los escombros y, más allá de la columna de humo, se vislumbraban las siluetas en sombra de una familia que acababa de salir del refugio Anderson, que les había salvado la vida. Jimmy no había dormido después de tomarla, sino que fue directamente a las oficinas del periódico a revelar la imagen para Vivien.

Ella no dijo nada, y su expresión hizo pensar a Jimmy que iba a llorar.

—Me siento muy mal —dijo Jimmy. Vivien lo miró—. Por lo que dije ayer. Te puso triste. Lo lamento.

—¿Cómo ibas a saberlo? —Con delicadeza, guardó la fotografía en el bolso.

—Aun así...

—¿Cómo ibas a saberlo? —Y casi sonrió, o al menos eso pensó Jimmy; era difícil saberlo con certeza, porque ella se volvió enseguida hacia la puerta y entró a paso vivo.

El ensayo de ese día pasó volando. Los niños entraron como una exhalación en la sala y la llenaron de luz y ruido, hasta que sonó la campana del almuerzo y desaparecieron con la misma celeridad con la que habían llegado; una parte de Jimmy sintió la tentación de ir con ellos, para evitar estar a solas con Vivien, pero habría detestado su debilidad, así que se quedó para ayudar a recoger el barco.

Sintió que lo miraba mientras apilaba las sillas, pero no se volvió; no sabía qué encontraría en ese rostro y no quería sentirse aún peor. Su voz, cuando habló, sonó diferente:

—¿Por qué estabas en la cantina esa noche, Jimmy Metcalfe?

Jimmy miró a un lado; ella había centrado la atención en el telón que estaba pintando con palmeras y arena para la obra. Había una juguetona formalidad en el uso de su nombre completo y, por alguna razón, un escalofrío nada desagradable recorrió la espalda de Jimmy. No podía hablarle de Dolly, lo sabía, pero él no era un mentiroso. Dijo:

—Había quedado con alguien. —Vivien lo miró y la más leve de las sonrisas se esbozó en sus labios. Jimmy nunca sabía cuándo dejar de hablar—. Se suponía que íbamos a vernos en otro lugar —dijo—, pero fui a la cantina.

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué no seguiste el plan original?

—No sé. Me pareció mejor así.

Vivien lo estudiaba todavía, sin ofrecer indicio alguno de lo que pensaba, y luego se volvió hacia la palmera que estaba dibujando.

—Me alegro —dijo, con un atisbo de nerviosismo en esa voz por lo demás tan clara—. Me alegro de que lo hicieses.

 

Las cosas cambiaron ese día. No por lo que dijo ella, aunque eso fuera muy agradable: era esa inexplicable sensación que se había apoderado de Jimmy cuando ella lo miraba, una impresión de cercanía que lo anegó cuando, más tarde, recordó las palabras que intercambiaron. Si bien nada de lo que habían dicho había sido especialmente relevante, en conjunto había significado algo. Jimmy lo supo entonces, y también más tarde, cuando Dolly le pidió el informe habitual con los avances del día y Jimmy no mencionó esa parte. Habría alegrado a Doll, lo sabía (lo habría visto como una evidencia de que se iba ganando la confianza de Vivien), pero Jimmy no dijo nada. La conversación con Vivien le pertenecía; representaba un progreso de cierto tipo, y no del que Dolly hubiera deseado. No quería compartirlo; no quería estropearlo.

Al día siguiente Jimmy se presentó en el hospital con paso animado. Sin embargo, cuando abrió la puerta y entregó el glorioso regalo de una naranja madura a Myra (era su cumpleaños), esta le dijo que Vivien no estaba.

—No se encuentra bien. Llamó esta mañana y dijo que tendría que guardar cama. Quería saber si podrías hacerte cargo del ensayo.

—Claro que sí —dijo Jimmy, que se preguntó, de repente, si la ausencia de Vivien tenía algo que ver con lo sucedido entre ellos; si tal vez lamentaba haber bajado la guardia. Bajó la vista al suelo con el gesto torcido y, a continuación, miró a Myra—. ¿Enferma, dices?

—No parecía estar muy bien, la pobre. Pero no te pongas así... Ya mejorará. Siempre mejora. —Myra levantó la naranja—. Le guardo la mitad, ¿vale? Dásela en el próximo ensayo.

Pero Vivien tampoco apareció en el siguiente ensayo.

—Aún en la cama —dijo Myra a Jimmy cuando este entró, esa misma semana—. Mejor así.

—¿Es grave?

—No creo. Parece que tiene mala suerte, la pobre, pero pronto estará de vuelta... No puede estar lejos de los niños demasiado tiempo.

—¿Ha ocurrido esto antes?

Myra sonrió, pero el gesto quedó contenido por algo más, un momento de comprensión, casi de preocupación fraternal.

—Todo el mundo se siente mal a veces, señor Metcalfe. La señora Jenkins ha sufrido sus reveses, pero ¿no nos pasa a todos? —Dudó, y al hablar de nuevo su voz era suave pero firme—: Escucha, Jimmy, cariño, veo que te preocupas por ella, y eso es muy amable de tu parte. Sabe Dios que ella es un ángel, con todo lo que hace por los niños aquí. Pero seguro que no hay motivos para preocuparse y que su marido estará cuidando bien de ella. —Sonrió una vez más, de forma maternal—. Deja de pensar en ella, ¿vale?

Jimmy dijo que así lo haría y subió las escaleras, pero el consejo de Myra le dio que pensar. Si Vivien estaba enferma, acordarse de ella sería lo natural; ¿por qué, entonces, Myra se había propuesto que Jimmy la apartase de su mente? Además, Myra había recalcado las palabras «su marido». Era lo que se diría a alguien como el doctor Tomalin, quien tenía los ojos puestos en una mujer casada.

 

No tenía un ejemplar de la obra, pero Jimmy hizo lo posible en el ensayo. Los niños no se lo pusieron difícil: repasaron sus partes, apenas discutieron y todo fue bien. Incluso comenzaba a sentirse un poco satisfecho consigo mismo, hasta que terminaron de recoger el escenario y se reunieron en torno al cajón volteado para rogarle que les contase un cuento. Jimmy les dijo que no se sabía ninguno y, cuando se negaron a creerlo, se lanzó a un intento fallido de recrear una de las historias de Vivien, antes de recordar (justo a tiempo para evitar una revuelta) La Estrella del Ruiseñor. Escucharon con los ojos abiertos y Jimmy comprendió, como nunca antes, cuánto tenía en común con los pacientes del hospital del doctor Tomalin.

Con tanta actividad, se le olvidaron los comentarios de Myra y, cuando se despidió de los niños y bajaba las escaleras, Jimmy comenzó a ponderar cómo asegurarle que se estaba imaginando lo que no era. Se situó frente al mostrador cuando llegó al vestíbulo, pero, antes de poder decir una palabra, tranquilizadora o no, Myra le dijo:

—Ya estás aquí, Jimmy. El doctor Tomalin quiere saludarte. —Le había hablado con el mismo respeto con el que habría anunciado que el rey en persona hubiera decidido venir por la tarde y hubiera mostrado interés por conocerlo. Myra estiró la mano para retirar una pelusa del cuello de la camisa de Jimmy.

Jimmy esperó, consciente de una creciente amargura en la garganta, el mismo sentimiento que lo embargaba de niño cuando imaginaba que se enfrentaba al hombre que les había robado a su madre. Los minutos se le hicieron eternos hasta que al fin se abrió una puerta cerca del mostrador y apareció un digno caballero. La hostilidad de Jimmy se disolvió, sustituida por una poderosa confusión. El hombre tenía pelo cano, pulcramente recortado, y unas gafas tan gruesas que sus pálidos ojos azules parecían abiertos como platos; tenía unos ochenta años por lo menos.

—Bueno. Usted es Jimmy Metcalfe —dijo el doctor, que estrechó la mano de Jimmy—. Confío en que esté a gusto aquí.

—Sí, gracias, señor. Muy a gusto. —balbuceó Jimmy, tratando de comprender el significado de todo. La edad del hombre no descartaba una aventura con Vivien Jenkins, no del todo, pero aun así...

—Lo tendrán bien controlado, imagino —prosiguió el doctor—, entre Myra y la señora Jenkins. Nieta de un viejo amigo mío, ¿sabe?, la joven Vivien.

—No lo sabía.

—¿No? Bueno. Ahora lo sabe.

Jimmy asintió y trató de sonreír.

—En cualquier caso, excelente trabajo el que está haciendo, el de ayudar así a los niños. Muy amable. Le estoy muy agradecido. —Y tras estas palabras asintió con formalidad y se retiró a su despacho, con una leve cojera en la pierna izquierda.

—Le caes bien —dijo Myra, con los ojos abiertos de par en par, cuando se cerró la puerta. Los pensamientos de Jimmy revoloteaban en círculos mientras trataba de separar las certezas de las sospechas.

—¿De verdad?

—Oh, sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Ha reconocido tu existencia. No tiene tiempo para muchos adultos. Prefiere a los niños, desde siempre.

—¿Lo conoces desde hace mucho tiempo?

—He trabajado para él treinta años. —Se hinchó orgullosa y enderezó el crucifijo en el centro del escote—. De verdad —dijo, observando a Jimmy por encima de las gafas—, no tolera a muchos adultos en su hospital. Eres el único con el que le he visto hacer un esfuerzo.

—Excepto Vivien, por supuesto —tanteó Jimmy. Myra, sin duda, sería capaz de poner las cosas en su sitio—. La señora Jenkins, quiero decir.

—Sí, claro —Myra giró la mano—, por supuesto. Pero la conoce desde que era niña... No es lo mismo. Es como un abuelo para ella. De hecho, apostaría a que es a ella a quien tienes que dar las gracias por su atención. Seguro que le ha hablado bien de ti. —Myra se contuvo en ese momento—. En cualquier caso, le caes bien al doctor. Estupendo. Y ahora... ¿no tienes que tomar fotografías para mi periódico de mañana?

Jimmy le ofreció un jocoso saludo militar que hizo sonreír a Myra y se marchó.

La cabeza le daba vueltas al volver a casa.

Dolly se había equivocado: por muy convencida que estuviese, se había equivocado. El doctor Tomalin y Vivien no tenían una aventura; el anciano era como un «abuelo» para ella. Y ella (Jimmy sacudió la cabeza, horrorizado por las cosas que había pensado, por la forma en que la había juzgado) no era una adúltera, solo una mujer, una buena mujer que había renunciado a su tiempo libre para dar un poco de felicidad a unos huérfanos que lo habían perdido todo.

Tal vez fuera extraño si se tenía en cuenta que todo lo que había creído firmemente no era más que una mentira, pero Jimmy se sintió optimista. No podía esperar a decírselo a Doll; ya no hacía falta seguir con el plan... Vivien no era culpable de nada.

—Salvo de tratarme de un modo horrible —respondió Dolly tras escuchar a Jimmy—. Pero supongo que eso ya no importa, ahora que sois tan buenos amigos.

—Ya vale, Doll —dijo Jimmy—. Sabes que no es así. Mira... —Estiró el brazo sobre la mesa para tomar sus manos y adoptó ese tono ligero que sugería que todo no había sido más que una broma, pero que ya era hora de hablar en serio—. Sé que te ha tratado desconsideradamente, y no la tengo en mucho por ello. Pero este plan... no va a funcionar. Ella no es culpable... Leería la carta y se reiría si la envías. Hasta puede que se la enseñase al marido y se riesen juntos.

—No, de eso nada. —Dolly retiró las manos y cruzó los brazos. Era terca o quizás, simplemente, estaba desesperada: a veces era difícil notar la diferencia—. Ninguna mujer quiere que su marido sospeche que está teniendo una aventura con otro hombre. Nos dará el dinero.

Jimmy sacó un cigarrillo, lo encendió y observó a Doll tras la llama. Antaño se habría acercado para engatusarla; su adoración ciega le habría impedido ver sus defectos. Ahora, sin embargo, las cosas eran diferentes. Una grieta recorría el corazón de Jimmy, una fina línea que apareció la noche que Dolly lo rechazó y lo dejó solo en el suelo del restaurante. Desde entonces, la rotura se había recompuesto y la mayor parte del tiempo no se veía; pero, al igual que el jarrón que su madre arrojó al suelo el día que fueron a Liberty’s y que su padre había reparado con pegamento, las líneas de la fractura se veían siempre bajo cierta luz. Jimmy amaba a Dolly, eso no cambiaría nunca (para Jimmy, ser leal era su forma de respirar), pero, al mirarla al otro lado de la mesa, pensó que no le gustaba demasiado en ese momento.

 

Vivien regresó. Había faltado poco menos de una semana y, cuando Jimmy giró por la esquina de la buhardilla, abrió la puerta y la vio en el centro de una horda de niños de lengua vivaz, algo inesperado ocurrió. Se alegró de verla. No solo se alegró: el mundo pareció más brillante que en el momento anterior.

Se detuvo en seco.

—Vivien Jenkins —dijo, y ella alzó la vista y lo miró a los ojos.

Le sonrió y Jimmy le devolvió la sonrisa, y él supo entonces que se había metido en un buen lío.


Capítulo 26

 

 


Date: 2016-03-03; view: 615


<== previous page | next page ==>
Londres, marzo de 1941 | Biblioteca de New College (Universidad de Oxford), 2011
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.02 sec.)