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Londres, diciembre de 1940 2 page

En cuanto al pobre Cuthbert... Para Dolly era demasiado doloroso pensar en él. Recordó también su última carta, palabra por palabra: cómo describía con todo detalle el refugio que estaban construyendo en el jardín, las fotografías de Spitfires y Hurricanes que coleccionaba para decorar el interior, qué planes tenía para los pilotos alemanes que capturase. Qué orgulloso y engañado estaba, qué emocionado con la parte que iba a desempeñar en la guerra, tan regordete y desgarbado, tan feliz y pequeño, y ahora se había ido. La tristeza que embargó a Dolly, la soledad de saberse huérfana, era tan inmensa que no vio más alternativa que dedicarse a trabajar para lady Gwendolyn y no hablar más de ello.

Hasta que un día la anciana se puso a evocar la bonita voz que tuvo de niña, y Dolly se acordó de su madre y de esa caja azul oculta en el garaje, llena de sueños y recuerdos que ahora no eran más que escombros, y rompió a llorar, ahí mismo, al borde de la cama de la anciana, con la lima en la mano.

—¿Qué te ocurre? —dijo lady Gwendolyn, cuya boca, tan pequeña, se quedó abierta de par en par, muestra de la impresión recibida, como si Dolly se hubiese quitado la ropa y empezase a bailar por la habitación.

Sorprendida en un momento de descuido, Dolly se lo contó todo a lady Gwendolyn. Su madre, su padre y Cuthbert, cómo eran, qué cosas decían, cómo la sacaban de sus casillas, cómo su madre le cepillaba el pelo y Dolly se resistía, los viajes a la playa, el cricket y el burro. Por último, Dolly confesó cómo se fue de la casa, sin pararse apenas cuando su madre la llamó —Janice Smitham, quien habría preferido pasar hambre antes que alzar la voz cerca de los vecinos— y salió corriendo con el libro que le había comprado como regalo de despedida.

—Ejem —dijo lady Gwendolyn cuando Dolly terminó de hablar—. Es doloroso, sin duda, pero no eres la primera que pierde a su familia.

—Lo sé. —Dolly respiró hondo. El eco de su propia voz parecía recorrer la habitación, y Dolly se preguntó si estaba a punto de ser despedida. A lady Gwendolyn no le gustaban los arrebatos (a menos que fueran suyos).

—Cuando me despojaron de Henny Penny, pensé que iba a morir.

Dolly asintió, esperando, aún, la caída del hacha.

—Pero tú eres joven; vas a salir adelante. Solo tienes que mirarla a ella, al otro lado de la calle.

Era cierto: al final, la vida de Vivien se había convertido en un camino de rosas, pero había unas cuantas diferencias entre ambas.

—Ella tenía un tío rico que se hizo cargo de ella —dijo Dolly en voz baja—. Es una heredera, casada con un escritor famoso. Y yo soy... —Se mordió el labio inferior, para no llorar de nuevo—. Yo soy...



—Bueno, no estás completamente sola, ¿a que no, niña tonta?

Lady Gwendolyn alzó la bolsa de caramelos y, por primera vez, ofreció uno a Dolly. Tardó un momento en captar lo que la anciana estaba sugiriendo, pero, cuando lo hizo, Dolly ya había metido la mano, tímidamente, dentro de la bolsa para sacar un dulce enorme, rojo y verde. Lo sostuvo en la mano, los dedos cerrados alrededor, consciente de que se derretía contra su palma caliente. Dolly respondió solemnemente:

—La tengo a usted.

Lady Gwendolyn resopló y apartó la vista.

—Nos tenemos la una a la otra, supongo —dijo con la voz aflautada por la emoción imprevista.

 

Dolly llegó a su dormitorio y añadió el número más reciente de The Lady al montón de ejemplares. Más tarde, echaría un vistazo y recortaría las mejores fotos para pegarlas dentro de su Libro de Ideas, pero ahora tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

Se puso a gatas y tanteó bajo la cama en busca del plátano que le había dado el señor Hopton, el verdulero, que lo había «encontrado» para ella bajo el mostrador. Tarareando una melodía para sí misma, salió sigilosa por la puerta hacia el pasillo. En un sentido estricto, no existía razón alguna para ser sigilosa (Kitty y las otras estaban ocupadas aporreando máquinas de escribir en el Ministerio de Guerra, la cocinera hacía cola en una carnicería armada con un puñado de cartillas de racionamiento y lady Gwendolyn roncaba plácidamente en la cama), pero era mucho más divertido esfumarse que caminar. Sobre todo porque disponía de una maravillosa hora de libertad por delante.

Subió corriendo las escaleras, sacó la llavecita que había duplicado y entró en el vestidor de lady Gwendolyn. No ese cuchitril diminuto donde Dolly escogía una bata por las mañanas para cubrir el cuerpo de la gran señora; no, no, ese no. El vestidor constaba de un amplio espacio que albergaba innumerables vestidos, zapatos, abrigos y sombreros, de una calidad que Dolly rara vez había visto salvo en las páginas de sociedad. Sedas y pieles colgaban en enormes armarios empotrados, y zapatos de raso hechos a medida reposaban coquetos en los imponentes estantes. Las cajas circulares de sombreros, que lucían con orgullo los nombres de las sombrererías de Mayfair (Schiaparelli, Coco Chanel, Rose Valois), se alzaban hacia el techo en columnas tan altas que se había instalado una escalera blanca con el fin de poder sacarlos.

En el arco de la ventana, con unas lujosas cortinas de terciopelo que rozaban la alfombra (siempre echadas contra los aviones alemanes), una mesilla albergaba un espejo ovalado, un juego de cepillos de plata de ley y una serie de fotografías con marcos lujosos. Mostraban a un par de jóvenes, Penelope y Gwendolyn Caldicott, la mayoría retratos oficiales con el nombre del estudio en la esquina inferior, pero unos pocos tomados en el momento mientras asistían a esta o aquella fiesta de la alta sociedad. Había una fotografía en particular que siempre llamaba la atención de Dolly. Las dos hermanas Caldicott eran mayores que en las otras (treinta y cinco por lo menos) y habían sido fotografiadas por Cecil Beaton en una magnífica escalera de caracol. Lady Gwendolyn estaba de pie con una mano en la cadera mirando a la cámara, mientras su hermana echaba un vistazo a algo (o alguien) que no estaba a la vista. Era una fotografía de la fiesta en la que Penelope se enamoró, la noche en la que el mundo de su hermana se derrumbó.

Pobre lady Gwendolyn; no sabía que su vida iba a cambiar para siempre esa noche. Y estaba tan bonita...; era imposible creer que esa anciana había sido tan joven o tan deslumbrante. (Dolly, tal vez como cualquier joven, ni siquiera imaginaba que a ella le esperaba la misma suerte). Era una muestra, pensó melancólica, de cómo la pérdida y la traición podían corroer a una persona, tanto por dentro como por fuera. El vestido de noche de satén que lady Gwendolyn llevaba en la fotografía era de un color oscuro y luminoso, tan ajustado que realzaba con ligereza sus curvas. Dolly registró los armarios hasta que al fin lo encontró, tendido en una percha entre muchos otros: cuál fue su placer al descubrir que era de un rojo intenso, el más magnífico de los colores.

Fue el primer vestido de lady Gwendolyn que se probó, pero, desde luego, no el último. No, antes de la llegada de Kitty y las otras, cuando las noches de Campden Grove le pertenecían y podía hacer lo que le viniese en gana, Dolly pasó mucho tiempo aquí, con una silla bajo el picaporte, mientras se quedaba en ropa interior y jugaba a los disfraces. A veces también se sentaba a la mesa y se esparcía nubes de talco en el escote desnudo, husmeaba en los cajones con broches de diamantes, se peinaba con el cepillo de cerdas de jabalí... ¡Lo que habría dado a cambio de un cepillo como ese, con su nombre grabado a lo largo del mango...!

Sin embargo, hoy no tenía tiempo para todo eso. Dolly se sentó con las piernas cruzadas en el sofá de terciopelo, bajo la araña de luz, y peló el plátano. Cerró los ojos al dar el primer mordisco, con un suspiro de satisfacción suprema. Era cierto: las frutas prohibidas (o al menos racionadas) eran las más dulces. Lo comió entero, saboreando cada bocado, tras lo cual dejó la cáscara delicadamente en el asiento de al lado. Gratamente saciada, Dolly se limpió las manos y acometió la tarea. Había hecho una promesa a Vivien y tenía intención de cumplirla.

Arrodillada junto a los estantes de vestidos que se mecían, sacó el sombrerero de su escondite. Ya había dado un primer paso el día anterior, al meter el casquete junto a otro y usar la caja vacía para albergar el pequeño montoncito de tela que había reunido. Era una de esas cosas que Dolly imaginaba que habría hecho por su madre si todo hubiese ido de otro modo. El Servicio Voluntario de Mujeres, a cuyas filas se había sumado recientemente, recogía prendas para remendarlas y ajustarlas, y Dolly anhelaba hacer su parte. De hecho, deseaba que quedasen encantados con su contribución y, ya que estaba en ello, ayudar a Vivien, quien organizaba la unidad.

En la última reunión, hubo un debate acalorado acerca de todo lo que era necesario ahora que los ataques aéreos eran más frecuentes (vendas, juguetes para los niños sin hogar, pijamas de hospital para soldados) y Dolly había ofrecido un montón de ropa para cortar en retazos y arreglar lo que hiciese falta. Mientras las otras discutían sobre quién era la mejor costurera y qué patrón debían emplear para las muñecas de trapo, Dolly y Vivien (¡a veces tenía la impresión de que eran las únicas que no habían cumplido cien años!) intercambiaron una mirada cómplice y siguieron trabajando en silencio, murmurando cuando necesitaban más hilo u otro pedazo de material, y trataron de hacer caso omiso de las acaloradas disputas que las rodeaban.

Fue precioso pasar tiempo juntas; era una de las principales razones por las cuales Dolly se había inscrito en el Servicio Voluntario de Mujeres (la otra, la esperanza de que la Oficina de Empleo no la reclutase para algo horroroso, como fabricar municiones). Ahora que lady Gwendolyn estaba tan apegada a ella (se negaba a conceder a Dolly más de un domingo al mes) y Vivien vivía atrapada en el ajetreado horario de esposa perfecta y voluntaria, era casi imposible que se viesen.

Dolly, que trabajaba con rapidez, estudiaba una blusa más bien sosa a fin de decidir si la marca Dior que lucía dentro de la costura le ayudaría a evitar la reencarnación en forma de venda, cuando la sobresaltó un golpe procedente de abajo. La puerta se cerró y enseguida la cocinera llamó a gritos a la chica que venía por la tarde a ayudar con la limpieza. Dolly miró el reloj de pared. Eran casi las tres y, por tanto, hora de despertar al oso durmiente. Cerró el sombrerero y lo escondió, se alisó la falda y se preparó para pasar otra tarde jugando a las solteronas.

 

—Otra carta de tu Jimmy —dijo Kitty, que la blandió ante Dolly cuando entró en el salón por la noche. Estaba sentada con las piernas cruzadas en la chaise longue mientras, junto a ella, Betty y Susan hojeaban un viejo ejemplar de Vogue. Habían apartado el piano de cola hacía meses, para horror de la cocinera, y la cuarta muchacha, Louisa, ataviada apenas con ropa interior, llevaba a cabo una desconcertante serie de ejercicios calisténicos sobre la alfombra de Besarabia.

Dolly encendió un cigarrillo y dobló las piernas bajo su cuerpo en el viejo sillón de cuero. Las demás siempre dejaban ese sillón a Dolly. Nadie lo había admitido nunca, pero su posición como doncella de lady Gwendolyn le confería cierto prestigio entre el personal de la casa. Si bien solo había vivido en el 7 de Campden Grove uno o dos meses más que ellas, las chicas siempre acudían a Dolly, con todo tipo de preguntas acerca de cómo eran las costumbres o si les permitía explorar la casa. Al principio le había divertido, pero ahora no entendía por qué: así era como tenían que comportarse.

Con un cigarrillo en la boca, abrió el sobre. Era una carta breve, escrita, decía, de pie en un tren del ejército abarrotado en el que iban como sardinas, y Dolly recorrió esos garabatos en busca de lo importante: había tomado fotografías de los desastres de la guerra en algún lugar del norte, estaba de regreso en Londres unos días y se moría de ganas de verla. ¿Estaba libre el sábado por la noche? Dolly casi gritó de placer.

—Ahí está el que se ha llevado el gato al agua —dijo Kitty—. Vamos, cuéntanos qué dice.

Dolly siguió sin mirarlas. La carta no era picante, ni mucho menos, pero qué mal había en hacerles pensar que sí, sobre todo a Kitty, que siempre les contaba detalles morbosos sobre sus últimas conquistas.

—Es personal —dijo al fin, con una enigmática sonrisa para rematar el efecto.

—Qué aguafiestas. —Kitty hizo un mohín—. Mira que guardarte un atractivo piloto de la RAF solo para ti... Y ¿cuándo lo vamos a conocer?

—Sí —intervino Louisa, con las manos en las caderas, inclinando el torso—. Tráelo una noche para que veamos si es el tipo indicado para nuestra Doll.

Dolly observó el busto palpitante de Louise, que sacudía las caderas de un lado a otro. No recordaba bien cómo habían llegado a la conclusión de que Jimmy era piloto, una idea surgida hacía muchos meses que dejó sin palabras a Dolly. No las sacó de su error y ahora ya parecía demasiado tarde.

—Lo siento, niñas —dijo, doblando la carta por la mitad—. Está demasiado ocupado: vuela en misiones secretas, cosas de la guerra, en realidad no puedo divulgar los detalles... Y, aunque no fuese así, ya conocéis las reglas.

—Oh, vamos —dijo Kitty—. La vieja criticona no lo sabrá nunca. La última vez que bajó, los carruajes aún estaban de moda, y nosotras no vamos a decir ni pío.

—Sabe más de lo que crees —dijo Dolly—. Además, créeme. Soy lo más parecido que tiene a una familia, pero me despediría en cuanto sospechase que ando con un hombre.

—¿Y eso sería tan malo? —dijo Kitty—. Podrías venir a trabajar con nosotras. Una sonrisa y mi supervisor te contrataría en un santiamén. Un poco pegajoso, pero muy divertido cuando sabes cómo manejarlo.

—¡Oh, sí! —dijeron Betty y Susan, que tenían una curiosa habilidad para hablar al unísono. Alzaron la mirada de su revista—. Ven a trabajar con nosotras.

—¿Y abandonar mi tortura diaria? Ni loca.

Kitty se rio.

—Estás loca, Doll. Estás loca o eres valiente, no estoy segura.

Dolly se encogió de hombros; desde luego no iba a hablar de sus razones para quedarse con una cotilla como Kitty.

En vez de eso, cogió su libro. Estaba en la mesilla donde lo había dejado la noche anterior. Era un libro nuevo, su primer libro (con la excepción de un tomo nunca leído de El libro de las tareas domésticas de la señora Beeton, que una vez su madre dejó esperanzada en sus manos). Fue un domingo libre a Charing Cross Road con la intención de comprárselo a un librero.

La musa rebelde. Kitty se inclinó para leer la portada.

—¿Ese no te lo has leído ya?

—Sí, dos veces.

—¿Tan bueno es?

—Pues sí.

Kitty arrugó su bonita nariz.

—No soy de leer libros.

—¿No? —Tampoco Dolly, normalmente no, pero Kitty no necesitaba saberlo.

—¿Henry Jenkins? Ese nombre me resulta familiar... Oh, vaya, ¿no es el tipo que vive al otro lado de la calle?

Dolly hizo un vago gesto con el cigarrillo.

—Creo que vive por aquí cerca.

Por supuesto, esa era la principal razón por la que había elegido el libro. En cuanto lady Gwendolyn mencionó que Henry Jenkins era muy conocido en los círculos literarios por incluir tal vez demasiada realidad en sus novelas («Podría mencionar a un tipo furioso por ver sus trapos sucios a la vista de todos. Amenazó con llevarlo a los tribunales, pero murió antes de poder hacerlo —era propenso a los accidentes, al igual que su padre—. Por fortuna para Jenkins...»), la curiosidad de Dolly se volvió tan incisiva como una lima. Tras una minuciosa charla con el librero, adivinó que La musa rebelde era una historia de amor sobre un apuesto autor y su esposa, mucho más joven, así que Dolly le entregó con entusiasmo sus queridos ahorros. Dolly pasó una deliciosa semana con los ojos clavados en el matrimonio Jenkins, con lo cual aprendió todo tipo de detalles que nunca se habría atrevido a preguntar a Vivien.

—Un tipo de muy buen ver —dijo Louisa, tumbada ahora sobre la alfombra, con la espalda arqueada como una cobra para mirar a Dolly—. Está casado con esa morena, esa que siempre va por ahí como si tuviese un palo metido en el...

—Oh —gritaron Betty y Susan, con los ojos abiertos—. Ella.

—Una mujer con suerte —dijo Kitty—. Yo mataría por tener un marido así. ¿Os habéis fijado en cómo la mira? Como si ella fuese la perfección en persona y él no se creyese su suerte.

—No me importaría nada que me echase una ojeadita —dijo Louisa—. ¿Cómo creéis que podríamos conocer a un hombre así?

Dolly sabía la respuesta, sabía cómo Vivien había conocido a Henry, pues salía en el libro, pero no lo reveló. Vivien era su amiga. Hablar acerca de Vivien así, saber que las otras también se habían fijado en ella, que habían conjeturado, preguntado y extraído sus propias conclusiones indignó de tal modo a Dolly que las orejas le ardían. Era como si hurgasen en algo que le pertenecía, algo precioso, íntimo, importante, como si fuese un sombrerero que contenía ropa usada.

—He oído que ella no está del todo bien —dijo Louisa—. Por eso nunca le quita los ojos de encima.

Kitty se burló:

—A mí me parece que no tiene ni un resfriado. Todo lo contrario. La he visto en el comedor del SVM de Church Street cuando llego por la noche. —Bajó la voz y las otras chicas se inclinaron para escucharla—: He oído que era porque a ella se le van los ojos detrás de los hombres.

—¡Oh! —Betty y Susan susurraron juntas—. ¡Un amante!

—¿No os habéis fijado en lo cuidadosa que es? —continuó Kitty, ante el embeleso de sus oyentes—. Siempre lo saluda en la puerta cuando él llega a casa, vestida de punta en blanco, y le pone un vaso de whisky en la mano. ¡Por favor! Eso no es amor, eso es una conciencia culpable. Oídme bien: esa mujer oculta algo y creo que todas sabemos qué.

Dolly ya no lo soportaba más; de hecho, no podía estar más de acuerdo con lady Gwendolyn cuando decía que, cuanto antes se fuesen del 7 de Campden Grove, mejor. Sin duda, qué poco sofisticadas eran.

—Vaya, es tardísimo —dijo, cerrando el libro—. Me voy a bañar.

 

Dolly esperó a que el agua alcanzase los diez centímetros y cerró el grifo con el pie. Metió el dedo gordo dentro del grifo para impedir que gotease. Sabía que debía pedir a alguien que lo arreglase, pero ¿a quién? Los fontaneros estaban demasiado ocupados con los incendios y las cañerías reventadas para preocuparse por un pequeño goteo y, de todos modos, siempre parecía arreglarse solo. Apoyó el cuello en el borde frío de la bañera, de tal modo que los rulos y las horquillas no cayeran sobre la cara. Se había cubierto el pelo con un pañuelo para que el vapor no lo encrespase: vana ilusión, por supuesto; Dolly no recordaba la última vez que había visto vapor durante un baño.

Miró al techo mientras llegaba música de baile de la radio de abajo. Era un baño precioso, con baldosas blancas y negras y muchos pasamanos y grifos metálicos y brillantes. El horroroso sobrino de lady Gwendolyn, Peregrine, sufriría un ataque si viese las braguitas, los sostenes y las medias tendidas en un cordel. Ese pensamiento agradó a Dolly.

Estiró un brazo fuera de la bañera y sostuvo el cigarrillo en una mano, La musa rebelde en la otra. Manteniendo ambos fuera del agua (no era difícil, diez centímetros no cubrían mucho), pasó páginas hasta encontrar la escena que estaba buscando. Humphrey, ese escritor inteligente pero desdichado, ha recibido una invitación de su viejo director para volver al colegio y hablar a los chicos sobre literatura, a lo cual seguiría una cena en el hogar del maestro. Tras excusarse con los comensales y salir de la residencia para volver paseando por el jardín en penumbra al lugar donde había aparcado el coche, piensa en el rumbo que ha tomado su vida, los lamentos y el «cruel paso del tiempo», cuando llega al viejo lago y algo le llama la atención:

 

Humphrey atenuó la luz de la linterna y se quedó donde estaba, inmóvil y en silencio, entre las sombras de la sala de baños. En un claro cercano a la ribera del lago, colgaban unos faroles de vidrio de las ramas y las velas oscilaban en la brisa cálida de la noche. Una muchacha, en el umbral de la edad adulta, estaba en medio de las luces, los pies descalzos y apenas un sencillísimo vestido de verano que le llegaba a las rodillas. Su pelo moreno y ondulado caía suelto sobre los hombros y la luz de la luna bañaba la escena y daba lustre a su perfil. Humphrey vio que sus labios se movían, como si recitase un poema entre dientes.

Era un rostro exquisito, pero fueron las manos las que le cautivaron. Mientras el resto de su cuerpo permanecía en una inmovilidad perfecta, sus dedos formaban frente al pecho los pequeños pero elegantes movimientos de una persona que teje hilos invisibles.

Había conocido a otras mujeres, a mujeres hermosas que halagaban y seducían, pero esta joven era diferente. Su concentración la volvía más bella, la pureza de sus intenciones recordaba a la de un niño, si bien ella era ya, sin duda, una mujer. Encontrarla en estos parajes naturales, observar el libre movimiento de su cuerpo, el intenso romanticismo de su rostro, lo hechizaron.

Humphrey salió de las sombras. La joven lo vio, pero no se sobresaltó. Sonrió como si lo hubiese estado esperando y señaló con un gesto el lago.

—Hay algo mágico en el hecho de nadar a la luz de la luna, ¿no cree?

 

Dolly llegó al final de un capítulo y al final de su cigarrillo, así que se deshizo de ambos. El agua estaba quedándose fría y quería lavarse antes de que se volviese gélida. Se enjabonó los brazos pensativa y, al aclararse, se preguntó si eso era lo que Jimmy sentía por ella.

Dolly salió de la bañera y cogió una toalla del estante. De forma inesperada, se vio en el espejo y se quedó muy quieta, tratando de imaginar qué vería un desconocido al mirarla. Cabello castaño, ojos castaños (no demasiado juntos, menos mal), naricilla respingona. Sabía que era bonita, lo sabía desde que tenía once años y el cartero comenzó a comportarse de forma extraña al verla en la calle, pero ¿era su belleza de un tipo distinto de la de Vivien? ¿Se habría detenido un hombre como Henry Jenkins, embelesado, para verla susurrar a la luz de la luna?

Porque, por supuesto, Viola (el personaje del libro) era Vivien. Aparte de las similitudes biográficas, estaba esa descripción de la joven, a la luz de la luna, junto al lago, los labios carnosos, los ojos felinos, esa mirada fija en algo que nadie podía ver. Vaya, si así era como Dolly veía a Vivien desde la ventana de lady Gwendolyn.

Se acercó al espejo. Oía su respiración en el baño en silencio. ¿Qué habría sentido Vivien, se preguntó, al saber que había cautivado a un hombre como Henry Jenkins, mayor, con más experiencia y miembro de los mejores círculos literarios y de la alta sociedad? Habría sido como volverse una princesa cuando le pidió la mano, cuando la alejó de la monotonía de su vida cotidiana y se la llevó de vuelta a Londres, a una vida en la que dejó atrás a la joven medio asilvestrada para ser una belleza de collares de perlas, Chanel n.º 5, deslumbrante del brazo del marido en los clubes y restaurantes más lujosos. Esa era la Vivien que Dolly conocía; y, sospechaba, a la que más se parecía.

Toc, toc.

—¿Queda algún superviviente ahí dentro? —La voz de Kitty, al otro lado de la puerta, pilló a Dolly por sorpresa.

—Un minuto —replicó.

—Ah, bien, estás ahí. Empezaba a pensar que te habías ahogado.

—No.

—¿Vas a tardar mucho?

—No.

—Es que son casi las nueve y media, Doll, y he quedado con un espléndido piloto en el Club Caribe. En Biggin Hill, toda la noche. ¿No te apetece ir a bailar? Dijo que iba a llevar a algunos amigos. Uno de ellos preguntó por ti en concreto.

—No esta noche.

—¿Me has oído bien? He dicho pilotos, Doll. Heroicos y valientes.

—Ya tengo uno de esos, ¿recuerdas? Además, haré mi turno en el comedor del SVM.

—¿Es que las solteronas, viudas y marimachos no pueden vivir sin ti ni una noche? —Dolly no respondió y, al cabo de un momento, Kitty dijo—: Bueno, como quieras. Louisa se muere de ganas de ocupar tu lugar.

Como si eso fuese posible, pensó Dolly.

—Diviértete —dijo, y esperó a que los pasos de Kitty se alejaran.

Solo cuando la oyó bajando las escaleras desató el nudo del pañuelo y se lo quitó. Sabía que tendría que volver a arreglarse el pelo, pero no le importó. Comenzó a quitarse los rulos, que dejaba en el lavabo vacío. A continuación, se peinó con los dedos, pasando el pelo en torno a los hombros en suaves ondas.

Listo. Giró la cabeza de lado a lado; comenzó a susurrar entre dientes (Dolly no se sabía ningún poema, pero supuso que la letra de una canción de moda, Chattanooga Choo Choo, sería suficiente); levantó las manos y movió los dedos ante ella como si tejiera hilos invisibles. Dolly sonrió al verse. Era igual que la Viola del libro.


Capítulo 12

 

 

Al fin sábado por la noche, y Jimmy se peinaba el pelo hacia atrás, intentando convencer a un mechón del flequillo para que se quedara en su sitio. Sin Brylcreem era una batalla perdida, pero no había podido permitirse un nuevo frasco este mes. En su lugar, empleaba agua y zalamerías, pero los resultados no eran alentadores. La luz de la bombilla parpadeó y Jimmy miró hacia arriba, con la esperanza de que aguantase un poco más; ya había robado luces para el salón y las del baño serían las siguientes. No le apetecía bañarse en la oscuridad. La luz flaqueó y Jimmy se sumió en la penumbra, mientras se oía a lo lejos la música de la radio de abajo. Cuando recuperó la intensidad, se animó de nuevo y comenzó a silbar al compás de In the Mood, de Glenn Miller.


Date: 2016-03-03; view: 487


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