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Londres, diciembre de 1940 1 page

 

Demasiado fuerte, niña tonta. ¡Demasiado fuerte, maldita sea! —La vieja descargó el mango del bastón, que produjo un golpe sordo a su lado—. ¿Necesito recordarte que soy una dama y no un caballo de tiro al que hay que herrar?

Dolly sonrió con dulzura y se alejó un poco, fuera del peligro. Había varias cosas de su trabajo que no le gustaban, pero no se lo habría pensado dos veces si le hubieran preguntado qué era lo peor de ser la señorita de compañía de lady Gwendolyn Caldicott: limpiarle las uñas de los pies. Esa tarea semanal parecía sacar lo peor de ambas, pero era un mal necesario, así que Dolly lo llevaba a cabo sin queja. (Al menos, en el momento; más tarde, en la sala de estar, junto a Kitty y las otras, se quejaba con tal lujo de detalles que tenían que rogarle, con lágrimas de tanto reír, que parase).

—Ya está —dijo, guardando la lima en su funda y frotándose los dedos—. Perfecto.

—¡Ejem! —Lady Gwendolyn se enderezó el turbante con una mano, de tal modo que derramó la ceniza de la colilla que sostenía olvidada en la mano. Miró por encima del hombro a lo largo del vasto océano de su cuerpo ataviado con gasas mientras Dolly levantaba esos pulcros piececitos para examinarlos—. Espero que así esté bien —dijo, tras lo cual refunfuñó acerca de los viejos tiempos, cuando una tenía una criada de verdad a su entera disposición.

Dolly adhirió una sonrisa a la cara y fue a buscar los periódicos. Hacía poco más de dos años que había salido de Coventry y el segundo año prometía ser mucho mejor que el primero. Qué ingenua era cuando llegó... Jimmy la ayudó a encontrar una pequeña habitación (en un barrio mejor que el suyo, añadió él con una sonrisa) y un puesto en una tienda de vestidos; al poco tiempo, comenzó la guerra y Jimmy desapareció. «La gente quiere historias del frente —le explicó antes de partir hacia Francia, sentados juntos cerca del lago Serpentine, mientras él jugaba con barquitos de papel y ella fumaba taciturna—. Alguien tiene que contarlas». Para Dolly lo más emocionante o sofisticado de ese primer año fueron los vistazos ocasionales a las mujeres elegantes que pasaban por John Lewis de camino a Bond Street, y las miradas absortas de los otros inquilinos en la pensión de la señora White cuando, acabada la cena, se reunían en el salón y rogaban a Dolly que les contase una vez más cómo su padre le había gritado cuando se fue de casa, cómo le dijo que nunca más mancharía esa puerta. Se sentía interesante e intrépida al describir cómo había cerrado la puerta detrás de sí, cómo se había pasado la bufanda sobre el hombro y se había dirigido a la estación sin mirar atrás, hacia la casa de su familia, ni una sola vez. Pero más tarde, ya en la cama estrecha de su pequeña habitación a oscuras, los recuerdos la estremecían tanto como el frío.



Todo cambió, sin embargo, cuando perdió el puesto de vendedora en John Lewis. (Un estúpido malentendido, en realidad: ¿qué culpa tenía Dolly si algunas personas no apreciaban la sinceridad? Y era indiscutible que las faldas cortas no sientan bien a todo el mundo). Fue el doctor Rufus, el padre de Caitlin, quien acudió al rescate. Al conocer el incidente, mencionó que un conocido buscaba una señorita de compañía para una tía suya.

—Una anciana tremenda —dijo durante un almuerzo en el Savoy. Cada mes, cuando visitaba Londres, invitaba a Dolly a un festín, por lo general cuando su esposa andaba de compras con Caitlin—. Un tanto excéntrica, creo, solitaria. Nunca se recuperó una vez que su hermana se mudó para casarse. ¿Te llevas bien con los ancianos?

—Sí —dijo Dolly, concentrada en su cóctel de champán. Era la primera vez que bebía uno y estaba un poco mareada, si bien de una forma inesperadamente agradable—. Eso creo. ¿Por qué no? —Lo cual fue respuesta más que satisfactoria para el risueño doctor Rufus. Le escribió una recomendación y habló con su amigo; incluso se ofreció a llevarla en coche a la entrevista. El sobrino habría preferido cerrar la casa solariega durante la guerra, explicó el doctor Rufus al acercarse a Kensington, pero su tía lo había impedido. Ese vejestorio obstinado (en verdad había que admirar su espíritu, dijo) se había negado a ir con la familia de un sobrino a la seguridad de una casa de campo, se negó en redondo y amenazó con llamar a su abogado si no la dejaban en paz.

Desde entonces, durante los diez meses que había trabajado para lady Gwendolyn, Dolly había escuchado esa historia muchísimas veces. La anciana, quien se regodeaba evocando las pequeñas ofensas que había sufrido, dijo que esa rata de sobrino trató de llevársela —«en contra de mi voluntad»—, pero insistió en permanecer «en este lugar, donde siempre he sido feliz. Aquí es donde crecimos Henny Penny y yo. Tendrán que sacarme con los pies por delante si quieren que me vaya de aquí. Me atrevo a decir que, incluso en ese caso, sabría cómo atormentar a Peregrine, si tuviese la osadía». A Dolly, por su parte, le emocionaba la postura de lady Gwendolyn, pues, gracias a esa insistencia en quedarse, Dolly vivía ahora dentro de esa maravillosa mansión en Campden Grove.

Y era sin duda maravillosa. La fachada del número 7 era clásica: tres pisos y un sótano, estuco blanco con acabados en negro, separada de la acera por un pequeño jardín; el interior, sin embargo, era sublime. Paredes empapeladas con diseños de William Morris, espléndido mobiliario que soportaba la mugre divina de generaciones, estantes que gruñían bajo el peso exquisito del cristal, la plata y la porcelana. No podía ser mayor el contraste con la pensión de la señora White, en Rillington Place, donde Dolly había entregado más de la mitad de su salario semanal de vendedora a cambio del privilegio de dormir en lo que antes era un armario, impregnado de un olor permanente a picadillo de carne. En cuanto cruzó por primera vez el umbral de la casa de lady Gwendolyn, Dolly supo que haría todo lo posible, que se entregaría por completo, con tal de vivir entre esos muros.

Y lo logró. La única pega fue lady Gwendolyn: el doctor Rufus estaba en lo cierto cuando la calificó de excéntrica; se le olvidó mencionar que había estado marinándose en los amargos jugos del abandono durante casi tres décadas. Los resultados eran un tanto aterradores, y los primeros seis meses Dolly no dudó de que su patrona tenía la tentación de enviarla a B. Cannon & Co. para que la convirtieran en cola de pegar. Ahora la comprendía mejor: lady Gwendolyn podía ser brusca en ocasiones, pero era su forma de ser. Dolly también había descubierto recientemente, con gran satisfacción, que, en cuanto a la señorita de compañía se trataba, esa rudeza enmascaraba un afecto real.

—¿Leemos los titulares de la prensa? —preguntó Dolly en tono jovial, de vuelta al pie de la cama.

—Como quiera. —Lady Gwendolyn se encogió de hombros y dio unos golpecitos con una zarpa húmeda a la otra, sobre la panza—. A mí me da igual una cosa que la otra.

Dolly abrió la última edición de The Lady y buscó las páginas de sociedad; se aclaró la garganta, adoptó un tono de reverencia adecuado y comenzó a leer las andanzas de personas cuyas vidas eran como sueños. Era un mundo desconocido para Dolly; ah, había visto casas grandiosas a las afueras de Coventry y en ocasiones su padre hablaba, dándose importancia, acerca de un pedido especial para una de las «mejores familias», pero las historias que contaba lady Gwendolyn (cuando estaba de humor) sobre las aventuras vividas junto a su hermana, Penelope (visitaban el Café Royal, vivieron juntas un tiempo en Bloomsbury, posaron para un escultor enamorado de ambas), no estaban al alcance de las fantasías más alocadas de Dolly, lo cual era mucho decir.

Mientras Dolly leía sobre la actualidad de los mejores y más brillantes, lady Gwendolyn, recostada placenteramente sobre las almohadas de satén, fingía desinterés mientras escuchaba absorta cada palabra. Era siempre lo mismo; tal era su curiosidad que nunca resistía mucho tiempo.

—Cielo santo. Parece que las cosas no les van nada bien al señor y la señora Horsquith.

—Divorcio, ¿a que sí? —La anciana resopló.

—Lo dice entre líneas. Ella se ha ido otra vez con ese tipo, el pintor.

—No es ninguna sorpresa. Qué falta de discreción la de esa mujer, siempre sometida a sus espantosas —el labio de lady Gwendolyn se arqueó al escupir el culpable— pasiones. —Salvo que dijo pesiones, pronunciación encantadora y elegante que Dolly gustaba de practicar cuando se sabía sola—. Igual que su madre antes que ella.

—¿Quién dijo que era?

Lady Gwendolyn plantó los ojos en el medallón burdeos del techo.

—De verdad, estoy segura de que Lionel Rufus no dijo que fueses tan lenta. No apruebo totalmente a las mujeres inteligentes, pero, ciertamente, no voy a tolerar una necia. ¿Es usted una necia, señorita Smitham?

—Creo que no, lady Gwendolyn.

—Ejem —dijo, en un tono que sugería que aún no había llegado a una conclusión definitiva.

—La madre de lady Horsquith, lady Prudence Dyer, fue una parlanchina pesadísima que nos tenía aburridísimos a todos con sus proclamas sobre el voto femenino. Henny Penny solía imitarla de maravilla: era divertidísima cuando le venía en gana. Como suele ocurrir, lady Prudence agotó la paciencia de la gente hasta tal punto que nadie toleraba ni un minuto más su compañía. Sea egoísta, sea grosera, sea audaz o malvada, pero nunca, Dorothy, nunca sea tediosa. Al cabo de un tiempo, desapareció sin más.

—¿Desapareció?

Con una floritura, lady Gwendolyn movió la muñeca, perezosa, y la ceniza cayó como polvo mágico.

—Se fue en barco a la India, Tanzania, Nueva Zelanda... Quién sabe. —Su boca se comprimió como si hiciese un mohín y pareció masticar algo; un pedacito de comida atrapado entre los dientes o una información secreta y jugosa, era difícil de adivinar. Hasta que, al fin, con una sonrisa pícara, añadió—: Dios, claro, y un pajarito me confesó que vivía con un nativo en un horror de lugar llamado Zanzíbar.

—No puede ser.

—Pues sí. —Lady Gwendolyn dio una calada tan enfática al cigarrillo que sus ojos se estrecharon como ranuras de dos peniques. Para ser una mujer que no se había aventurado fuera de su tocador en los treinta años transcurridos desde la partida de su hermana, se mantenía muy bien informada. Había muy pocas personas en las páginas de The Lady que no conociese, y se le daba de maravilla que hiciesen precisamente lo que ella deseaba. Incluso Caitlin Rufus se había casado con su marido por decreto de lady Gwendolyn: un vejete aburrido, decían, pero riquísimo. Caitlin, a su vez, se había convertido en la peor clase de pesada y dedicaba horas a lamentar la estupidez que había sido casarse («Tú muy bien, Doll») y comprar una casa justo cuando los mejores tapices eran retirados de las tiendas. Dolly había visto al esposo una o dos veces y llegó a la conclusión de que debía de haber mejor manera de adquirir riquezas que casarse con un hombre que creía que una partidita de whist y un revolcón con la doncella tras las cortinas del comedor eran los mejores pasatiempos.

Lady Gwendolyn movió la mano con impaciencia para que Dolly continuara y Dolly obedeció con prontitud:

—Oh, vaya, aquí hay una más alegre. Lord Dumphee se ha prometido con la honorable Eva Hastings.

—¿Qué hay de alegre en un compromiso?

—Nada, por supuesto, lady Gwendolyn. —Se trataba de un tema en el que convenía ir con tiento.

—Estará bien para una muchacha tonta enganchar su rueda al vagón del marido, pero quedas avisada, Dorothy: a los hombres les gusta cierto deporte y todos quieren el mejor premio, pero ¿y una vez que lo logran? Ahí es cuando la diversión y los juegos se terminan. Los juegos de él, la diversión de ella. —Giró la muñeca—. Continúe, lea el resto. ¿Qué dice?

—Hay una fiesta para celebrar el compromiso este sábado por la noche.

Esa noticia despertó un gruñido que delataba cierto interés.

—¿En la mansión Dumphee? Gran lugar. Henny Penny y yo una vez asistimos ahí a un baile. Al final todos se quitaron los zapatos y bailaron en la fuente... Porque se va a celebrar en la mansión Dumphee, ¿no es así?

—No. —Dolly estudió el anuncio—. No parece ser el caso. Van a dar una fiesta solo por invitación en el Club 400.

Mientras lady Gwendolyn lanzaba una encendida diatriba contra la vulgaridad de esos lugares («¡clubes nocturnos!»), Dolly fantaseó. Solo había ido una vez al 400, con Kitty y unos soldados amigos de ella. Al fondo de los sótanos, al lado de donde antes se hallaba el teatro Alhambra, en Leicester Square, reinaba el rojo oscuro, íntimo y profundo hasta donde alcanzaba la vista: la seda en las paredes, los lujosos bancos con una única vela encendida, las cortinas de terciopelo que se derramaban como vino hasta la alfombra escarlata.

Hubo música, risas y soldados por todas partes, y parejas que se mecían soñadoras en la pequeña pista de baile sumida en la penumbra. Y cuando un soldado, con demasiado whisky en las entrañas y una incómoda protuberancia en el pantalón, se inclinó hacia ella y le explicó, con una excitada torpeza, todas las cosas que le haría cuando estuviesen a solas, Dolly vio por encima del hombro un grupo de jóvenes guapos (más elegantes, más hermosos, más de todo que el resto de los presentes), los cuales se adentraban tras un cordón rojo, donde les recibía un hombre menudo de bigote negro y enorme. («Luigi Rossi —dijo Kitty con aire de entendida mientras bebían una copa de ginebra con limón bajo la mesa de la cocina, de vuelta en Campden Grove—. ¿No lo conocías? Él lleva todo el tinglado»).

—Ya basta —dijo lady Gwendolyn, que aplastó la colilla del cigarrillo en el envase abierto de pomada que había en la mesilla—. Estoy cansada y no me siento bien... Necesito uno de mis caramelos. Ah, me temo que ya no me queda mucho. Apenas pegué ojo anoche, con todo ese ruido, ese ruido espantoso.

—Pobre lady Gwendolyn —dijo Dolly, que dejó The Lady y sacó la bolsa de caramelos de fruta de la gran dama—. La culpa es de ese asqueroso señor Hitler, de verdad que sus bombarderos...

—No me refiero a los bombarderos, niña tonta. Hablo de ellas. Las otras, con sus risitas —se estremeció teatralmente y bajó la voz— infernales.

—Oh —dijo Dolly—. Ellas.

—Qué grupo de niñas más espantoso —declaró lady Gwendolyn, que aún no las conocía—. Niñas oficinistas, encima, tecleando para los ministerios... Seguro que van rápido. ¿Qué estarían pensando los del departamento de Guerra? Comprendo, cómo no, que necesitan un lugar, pero ¿tiene que ser aquí? ¿En mi preciosa casa? Peregrine está fuera de sus cabales... ¡Qué cartas he recibido! No soporta que esas criaturas vivan entre las reliquias de la familia. —La contrariedad de su sobrino casi le dibujó una sonrisa, pero la profunda amargura en el corazón de lady Gwendolyn la extinguió. Estiró la mano para agarrar la muñeca de Dolly—. ¿No estarán viéndose con hombres en mi casa, Dorothy?

—Oh, no, lady Gwendolyn. Conocen su opinión al respecto, me aseguré yo misma.

—Porque no lo consentiría. No habrá fornicación bajo mi techo.

Dolly asintió con sobriedad. Esta era, lo sabía, la gran espina en el áspero corazón de su señora. El doctor Rufus le había explicado todo sobre la hermana de lady Gwendolyn, Penelope. Habían sido inseparables cuando eran jóvenes, dijo, con tal parecido, tanto en aspecto como en modales, que la mayoría de la gente las tenía por gemelas, si bien una era dieciocho meses mayor. Iban a bailes, a pasar fines de semana en casas de campo, siempre juntas..., pero entonces Penelope cometió el crimen por el cual su hermana no la perdonaría nunca. «Se enamoró y se casó —dijo el doctor Rufus, dando una calada al puro con la satisfacción del narrador que ha llegado al punto culminante—. Y, de esa forma, rompió el corazón de su hermana».

—No, no —dijo Dolly, con voz tranquilizadora—. Eso no va a ocurrir, lady Gwendolyn. Antes de que se dé cuenta, la guerra habrá terminado y todas volverán por donde han venido. —Dolly no tenía ni idea de si eso era cierto; por su parte, esperaba que no: esa casa enorme era demasiado silenciosa por las noches, y Kitty y las otras la entretenían un poco, pero qué iba a decir, sobre todo con la anciana tan alterada. Pobrecita, debía de ser horrible perder una alma gemela. Dolly era incapaz de imaginar su vida sin la suya.

Lady Gwendolyn se recostó contra la almohada. La diatriba contra los clubes nocturnos y sus vilezas, sus vívidas imaginaciones de las babilónicas andanzas que ahí se vivían, los recuerdos de su hermana y el riesgo de fornicación bajo su propio techo..., todo había hecho mella. Estaba agotada y demacrada, tan arrugada como el globo cautivo que había caído en Notting Hill el otro día.

—Vamos, lady Gwendolyn —dijo Dolly—. Mire este precioso caramelo que he encontrado. Vamos a saborearlo y descansar un rato, ¿vale?

—Bueno, vale —refunfuñó la anciana—. Pero una hora más o menos, Dorothy. No me dejes dormir pasadas las tres... No quiero perderme nuestra partida de cartas.

—Ni pensarlo —dijo Dolly, que depositó el caramelo entre los labios fruncidos de su señora.

Mientras la anciana chupaba de modo frenético, Dolly se acercó a la ventana para correr las cortinas. Al desatar los lazos de las cortinas, su atención se centró en la casa de enfrente, y lo que vio le dio un vuelco al corazón.

Vivien estaba ahí de nuevo. Sentada ante su escritorio tras la ventana, inmóvil como una estatua salvo por los dedos de una mano, que retorcían el final de su largo collar de perlas. Dolly saludó con entusiasmo, deseosa de ser vista por la otra mujer, pero ella no alzó la vista: estaba absorta en sus propios pensamientos.

—¿Dorothy?

Dolly parpadeó. Vivien (se escribía igual que Vivien Leigh, qué suerte) era quizás la mujer más bella que jamás había visto. Tenía un rostro con forma de corazón, pelo castaño oscuro resplandeciente con su peinado victory roll[1] y labios carnosos pintados de escarlata. Sus ojos eran amplios, coronados por unas cejas espectaculares, como las de Rita Hayworth o Gene Tierney, pero no era ese el secreto de su belleza. No eran las faldas ni las blusas elegantes que vestía, era el modo en que las llevaba, con sencillez, sin darles importancia; era el collar de perlas que rodeaba el cuello con ligereza, el Bentley marrón que solía conducir antes de donarlo, como un par de botas viejas, al servicio de ambulancias. Era esa historia trágica que Dolly había descubierto a cuentagotas: niña huérfana, criada por un tío, casada con un apuesto y rico autor llamado Henry Jenkins, que tenía un puesto importante en el Ministerio de Información.

—¿Dorothy? Ven a estirar las sábanas y trae la mascarilla.

Normalmente, Dolly habría sentido envidia por vivir tan cerca de una mujer semejante, pero con Vivien era diferente. Dolly había deseado, toda su vida, tener una amiga como ella. Alguien que la comprendiese de verdad (no como la aburrida Caitlin o la frívola Kitty), alguien con quien pudiese pasear del brazo por Bond Street, elegante y animada, mientras la gente se volvía a mirarlas y cuchicheaba sobre esas beldades morenas y de piernas esbeltas, qué encanto tan natural. Y ahora, al fin, había encontrado a Vivien. Desde la primera vez que se cruzaron, caminando por Grove, cuando se miraron y sonrieron (una sonrisa reservada, comprensiva, cómplice), quedó claro para ambas que tenían mucho en común y serían grandes amigas.

—¡Dorothy!

Dolly se sobresaltó y se apartó de la ventana. Lady Gwendolyn había acabado en medio de una maraña de gasa púrpura y almohadas de pato y rezongaba, acalorada, en el centro.

—No encuentro mi mascarilla por ningún lado.

—Vamos —dijo Dolly, que echó otro vistazo a Vivien antes de correr las cortinas—. A ver si la encontramos juntas.

Después de una breve pero exitosa búsqueda, apareció la mascarilla, aplastada y caliente bajo el considerable muslo izquierdo de lady Gwendolyn. Dolly retiró el turbante bermellón y lo colocó sobre el busto de mármol de la cómoda, tras lo cual puso la máscara en la cabeza de su señora.

—Con cuidado —advirtió lady Gwendolyn—. Me vas a cortar la respiración si la pasas así sobre la nariz.

—Oh, cielos —dijo Dolly—. No querríamos que pasase eso.

—¡Ejem! —La anciana dejó que la cabeza se hundiese entre las almohadas y su rostro pareció flotar sobre el resto de su cuerpo, una isla en un mar de pliegues cutáneos—. Setenta y cinco años, todos ellos larguísimos, y ¿de qué me han servido? Abandonada por mis seres más queridos, lo más cercano que tengo es una muchacha que me cobra por las molestias.

—Vaya, vaya —dijo Dolly, como a un niño díscolo—, ¿qué molestias? Ni de broma hable así, lady Gwendolyn. Ya sabe que la seguiría cuidando aunque no me pagase ni un penique.

—Sí, sí —refunfuñó la anciana—. Bueno. Ya vale.

Dolly arropó con las mantas a lady Gwendolyn. La anciana apoyó el mentón sobre el satén ribeteado y dijo:

—¿Sabes qué debería hacer?

—¿Qué, lady Gwendolyn?

—Debería dejar todas mis cosas para ti. Así aprendería una lección el manipulador de mi sobrino. Al igual que su padre, ese jovencito está dispuesto a robarme todo lo que me es preciado. Me tienta llamar a mi abogado y hacerlo oficial.

Qué decir ante esos comentarios; naturalmente, era emocionante saber que lady Gwendolyn la tenía en tan alta estima, pero mostrarse complacida habría sido terriblemente vulgar. Desbordante de orgullo, Dolly se apartó y se puso a alisar el turbante de la anciana.

 

Fue el doctor Rufus quien informó a Dolly de las intenciones de lady Gwendolyn. Habían ido a uno de sus almuerzos hacía unas semanas y, tras una larga charla acerca de la vida social de Dolly («¿Y de novios, Dorothy? Sin duda, una joven como tú debe de tener decenas de pretendientes. Mi consejo: busca un tipo maduro con un buen trabajo, alguien que te pueda ofrecer todo lo que te mereces»), le preguntó cómo le iba en Campden Grove. Cuando le dijo que pensaba que todo iba bien, él movió el whisky, de modo que los cubitos de hielo tintinearon, y le guiñó un ojo.

—Mejor que bien, por lo que oigo. Recibí una carta de Peregrine Wolsey la semana pasada. Escribió que su tía se había encariñado tanto con «mi muchacha», como él dijo —el doctor Rufus pareció adentrarse en sus propias ensoñaciones hasta que recobró la compostura y continuó—, que le preocupaba su herencia. Estaba molestísimo conmigo por haberte enviado a casa de su tía. —Se rio, pero Dolly solo atinó a sonreír pensativa. No dejó de pensar acerca de lo que le había contado el resto de ese día ni a lo largo de toda la semana.

El hecho es que Dolly le había dicho la verdad al doctor Rufus. Tras un inicio titubeante, lady Gwendolyn, cuya reputación (acrecentada por sus propios relatos) de despreciar a todos los seres humanos era sobradamente conocida, se había quedado prendada de su joven acompañante. Lo cual era una gran noticia. Lástima que Dolly hubiese tenido que pagar un precio tan alto por el afecto de la anciana.

La llamada telefónica llegó en noviembre; la cocinera respondió y exclamó que era para Dorothy. Ahora era un recuerdo doloroso, pero Dolly se alegró tanto al saber que la llamaban por teléfono en esa grandiosa mansión que bajó las escaleras a toda prisa, agarró el receptor y adoptó su tono más solemne: «Diga. Al habla Dorothy Smitham». Y entonces oyó a la señora Potter, amiga de su madre, vecina de Coventry, que hablaba a gritos sobre su familia: «Todos muertos, todos. Una bomba incendiaria... No hubo tiempo para ir al refugio».

Se abrió un abismo en el interior de Dolly en ese momento: era como si, en vez de estómago, tuviese un gran torbellino esférico de dolor, desamparo y miedo. Dejó caer el teléfono, y se quedó ahí, en el enorme vestíbulo del número 7 de Campden Grove; se sentía diminuta y sola, a merced de los caprichos del viento. Todas las partes de Dolly, los recuerdos de diferentes momentos de su vida, cayeron como una baraja de cartas, desordenadas, cuyos dibujos ya palidecían. La ayudante de la cocinera llegó en ese momento y dijo: «Buenos días», y Dolly quiso gritarle que era un día horrendo, que todo había cambiado, ¿o acaso no lo veía aquella estúpida? Pero no lo hizo. Le devolvió la sonrisa y dijo: «Buenos días», y se obligó a subir las escaleras, donde lady Gwendolyn repicaba con furia su campanilla de plata y tanteaba en busca de las gafas que había perdido en un descuido.

Al principio, Dolly no habló con nadie acerca de su familia, ni siquiera con Jimmy, quien, por supuesto, lo sabía y se moría de ganas de consolarla. Cuando Dolly le dijo que estaba bien, que esto era una guerra y todos sufrían pérdidas, Jimmy pensó que trataba de ser valiente, pero no era el valor lo que silenciaba a Dolly. Sus emociones eran tan complejas, tan descarnados los recuerdos de su salida de la casa que consideró mejor no empezar a hablar por miedo a lo que podría decir y sentir. No había visto a sus padres desde que se fue a Londres: su padre le había prohibido hablar con ellos a menos que fuese a «empezar a comportarse de forma decente», pero su madre le había escrito cartas secretas, con frecuencia si no con cariño, en la más reciente de las cuales insinuaba un viaje a Londres para ver por sí misma «esa mansión y a esa gran dama que tanto mencionas». Pero ya era demasiado tarde para todo eso. Su madre jamás conocería a lady Gwendolyn, ni entraría en el número 7 de Campden Grove, ni vería que la vida de Dolly era un gran éxito.


Date: 2016-03-03; view: 464


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