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El tren Coventry-Londres, 1938 3 page

—El otro día recibí una llamada de teléfono de Londres, de un hombre llamado Lorant.

Dolly asintió para darle ánimos.

—Va a lanzar una revista llamada Picture Post, dedicada a imprimir fotografías que cuentan historias. Vio mis fotografías en The Telegraph, Doll, y me ha pedido que vaya a trabajar para él.

Esperó a que Dolly diese un grito de alegría, saltase, lo agarrase de los brazos con emoción. Era el trabajo con el que soñaba desde que descubrió la vieja cámara y el trípode de su padre en la buhardilla, la caja llena de fotografías sepia. Pero Dolly no se movió. Su sonrisa se había torcido, petrificada.

—¿A Londres? —dijo.

—Sí.

—¿Te vas a ir a Londres?

—Sí. Ya sabes, donde el palacio enorme, el reloj enorme, la nube de humo enorme.

Trataba de ser gracioso, pero Dolly no se rio; pestañeó un par de veces y dijo sin respirar:

—¿Cuándo?

—En septiembre.

—¿Te vas a quedar a vivir ahí?

—Y a trabajar. —Jimmy vaciló; algo iba mal—. Una revista de fotografía —dijo vagamente, antes de fruncir el ceño—. ¿Doll?

El labio inferior de Dorothy había comenzado a temblar y Jimmy pensó que quizás iba a llorar.

—¿Doll? ¿Qué pasa? —Jimmy se alarmó.

No obstante, Dorothy no lloró. Dejó caer los brazos a los costados y luego los subió de nuevo para posar las manos en las mejillas.

—Íbamos a casarnos.

—¿Qué?

—Tú dijiste... y yo pensé..., pero luego...

Estaba enfadada con él y Jimmy no sabía por qué. Ella gesticulaba con ambas manos, tenía las mejillas sonrosadas y hablaba de forma acelerada, sin separar las palabras, de modo que Jimmy solo comprendió «casa», «padre» y, qué curioso, «fábrica de bicicletas».

Jimmy intentó seguir sus palabras, pero no lo logró, y se sentía desvalido cuando al fin Dolly dio un enorme suspiro y plantó las manos en las caderas, con un aspecto tan exhausto, tan indignado que no supo qué hacer salvo tomarla entre los brazos y acariciarle el pelo como habría hecho con un niño. Podría haber ocurrido cualquiera cosa, por lo que Jimmy sonrió al notar que se calmaba. Las emociones de Jimmy eran muy estables y las pasiones de Dolly lo pillaban desprevenido a veces. Sin embargo, eran embriagadoras: nunca estaba satisfecha si era posible estar encantada, no se molestaba si podía enfurecerse.

—Pensaba que querías casarte conmigo —dijo, levantando la cara para mirarlo—, pero, en vez de eso, te vas a Londres.

Jimmy no pudo contener la risa.

—«En vez de eso», no, Doll. El señor Lorant me va a pagar y voy a ahorrar todo lo que pueda. Casarme contigo es lo que más quiero en el mundo... ¿Me estás tomando el pelo? Solo quiero hacerlo bien.



—Pero ya está bien, Jimmy. Nos queremos; queremos estar juntos. La casa..., las gallinas y la hamaca, los dos bailando juntos y descalzos...

Jimmy sonrió. Le había hablado a Dolly acerca de la infancia de su padre en la granja, esos mismos relatos de aventuras que lo hipnotizaban de niño, pero ella los había adornado y hecho suyos. Le fascinaba cómo una simple verdad en sus manos se transformaba en algo maravilloso gracias a los luminosos hilos de su increíble imaginación. Jimmy le acarició la mejilla.

—Aún no puedo comprar una casa, Doll.

—Una caravana de gitanos, entonces. Con margaritas en las cortinas. Y una gallina... Quizás dos, para que no se sienta sola.

No pudo evitarlo: la besó. Era joven, era romántica y era suya.

—No será mucho tiempo, Doll, y tendremos todo lo que hemos soñado. Voy a trabajar muchísimo... Espera y verás.

Un par de gaviotas cruzaron graznando sobre el callejón, y él pasó los dedos por sus brazos, cálidos por el sol. Ella dejó que le agarrase la mano y él la estrechó con fuerza, tras lo cual la llevó hacia el mar. Le encantaban los sueños de Dolly, su espíritu contagioso; Jimmy nunca se había sentido tan vivo antes de conocerla. Pero era a él a quien correspondía actuar con sensatez en cuanto al futuro, ser bastante precavido para ambos. No podía consentir que cayesen en las garras de sus fantasías y sueños. Jimmy era inteligente, todos sus profesores se lo habían dicho, cuando aún iba a la escuela, antes de que su padre empeorase. Además, aprendía rápido; tomaba prestados libros de la biblioteca Boots y casi los había leído todos. Lo único que le había faltado era una oportunidad y ahora, al fin, ahí la tenía.

Recorrieron el resto del callejón en silencio, hasta que volvieron a ver el paseo marítimo, rebosante de viandantes, ya acabados los sándwiches de paté de gamba, de regreso a la arena. Jimmy se detuvo y agarró a Dolly la otra mano también, entrelazando los dedos.

—Entonces... —dijo en voz baja.

—Entonces...

—Te veo dentro de diez días.

—No si yo te veo antes.

Jimmy sonrió y se inclinó para darle un beso de despedida, pero un niño pasó corriendo, gritando y persiguiendo una pelota que rodaba por el callejón, y se estropeó el momento. Se apartó de ella, extrañamente avergonzado por la intrusión del muchacho.

—Supongo que debería volver. —Dolly señaló con un gesto el paseo marítimo.

—No te metas en líos, ¿vale?

Ella se rio y, a continuación, le plantó un beso justo en los labios. Con una sonrisa que lo dejó contrito, Dorothy volvió corriendo hacia la luz. El dobladillo de su vestido ondeaba contra las piernas desnudas.

—Doll —la llamó, justo antes de que desapareciese. Ella se volvió y el sol dibujó un halo oscuro sobre su cabello—. No necesitas ropa de lujo, Doll. Tú eres mil veces más hermosa que esa chica.

Dorothy sonrió (al menos él pensó que sonreía, pero su rostro estaba en la sombra), levantó una mano, saludó y se fue.

 

Entre el sol, las fresas y el hecho de haber corrido para no perder el tren, Jimmy durmió durante la mayor parte del viaje de regreso. Soñó con su madre, el mismo sueño que había tenido durante años. Estaban en la feria, los dos juntos, viendo el espectáculo de magia. El mago acababa de encerrar a su atractiva ayudante dentro de la caja (siempre tan similar a los ataúdes que su padre hacía en W. H. Metcalfe & Sons, Pompas Fúnebres) cuando su madre se agachó y dijo: «Va a intentar que mires a otro lado, Jim. Va a intentar distraer la atención del público. No apartes la mirada». Jimmy, que tendría unos ocho años, asintió muy serio y abrió los ojos de par en par. Se negó a parpadear, ni siquiera cuando los ojos comenzaron a escocerle. Pero hizo algo mal, pues la puerta de la caja se abrió y (¡zas!) la mujer ya no estaba, había desaparecido, y Jimmy, por alguna razón, se lo había perdido. Su madre se rio y Jimmy se sintió raro, preso del frío, las piernas temblorosas, pero cuando alzó la vista su madre ya no estaba junto a él. Ahora estaba dentro de la caja, le decía que debía de haber soñado despierto, y su perfume era tan fuerte que...

—El billete, por favor.

Jimmy se despertó sobresaltado y la mano se dirigió directamente a la mochila, que había dejado en el asiento. Aún estaba ahí. Gracias a Dios. Qué insensatez quedarse dormido así, sobre todo porque ahí llevaba la cámara. No podía permitirse el lujo de perderla; la cámara de Jimmy albergaba la llave de su futuro.

—Le he pedido el billete, señor. —Los ojos del inspector se entrecerraron como una rendija.

—Sí, disculpe. Un momento. —Lo sacó del bolsillo y se lo entregó para que lo perforase.

—¿Sigue hasta Coventry?

—Sí, señor.

Con el ligero pesar de no haber descubierto a un tramposo, el inspector le devolvió el billete y saludó tocándose el ala del sombrero antes de proseguir su camino.

Jimmy sacó de la mochila el libro de la biblioteca, pero no leyó. Exaltado por los recuerdos de Dolly y del día, por las ideas respecto a Londres y el futuro, era incapaz de concentrarse en De ratones y hombres. Aún se sentía un poco confuso acerca de lo sucedido entre ellos. Había querido impresionarla con la noticia, no molestarla (era casi un sacrilegio decepcionar a alguien tan cívica y ardiente como Doll), pero Jimmy sabía que había hecho lo correcto.

Ella no querría casarse con un hombre que no tuviese nada, no realmente. Doll adoraba las «cosas»: baratijas, adornos, recuerdos que coleccionar. Hoy la había estado observando y había visto cómo miraba a esos jóvenes de la playa, a la muchacha del vestido plateado; sabía que, a pesar de fantasear con la granja, anhelaba la emoción, el glamour y todas las cosas que el dinero podía comprar. ¿Y por qué no? Era hermosa, divertida, encantadora; tenía diecisiete años. Dolly no sabía qué era vivir con carencias, y no debía averiguarlo. Merecía un hombre capaz de ofrecerle lo mejor de todo, no una vida con las sobras más baratas de la carnicería y una gota de leche condensada en el té porque no podían permitirse el azúcar. Jimmy trabajaba muchísimo para convertirse en ese hombre y, en cuanto lo lograse, por Dios, iba a casarse con ella y nunca la abandonaría.

Pero no antes.

Jimmy sabía por experiencia qué deparaba el destino a las personas que no tenían nada y se casaban por amor. Su madre había desobedecido a su adinerado padre al casarse con el padre de Jimmy, y fueron muy felices durante algún tiempo. Pero no duró mucho. Jimmy aún recordaba su confusión al despertarse y descubrir que su madre se había ido. «Desapareció sin más», oyó a la gente susurrando por la calle, y Jimmy recordó ese espectáculo de magia que habían visto juntos la semana anterior. Maravillado, se imaginaba a su madre al desaparecer, la cálida carne de su cuerpo desintegrada en partículas de aire ante su mirada. Si alguien era capaz de realizar esa magia, pensó Jimmy, era su madre.

Al igual que en tantos asuntos importantes de la infancia, fueron sus compañeros quienes le mostraron la luz, mucho antes de que un adulto se dignase a hacerlo. «Jimmy Metcalfe tenía una madre cabizbaja; se escapó con un rico y dejó al pobre sin una migaja». Jimmy cantó en casa la cancioncilla que había oído en el recreo, pero su padre tenía poco que decir al respecto; estaba cada vez más delgado y consumido, y había comenzado a pasar mucho tiempo junto a la ventana, fingiendo que esperaba al cartero por una importante carta de negocios. Daba golpecitos en la mano de Jimmy y decía que todo iba a salir bien, que los dos se las arreglarían juntos, que todavía se tenían el uno al otro. A Jimmy le ponía nervioso que su padre dijese eso una y otra vez, como si tratase de convencerse a sí mismo en vez de a su hijo.

Jimmy apoyó la frente contra la ventanilla del tren y contempló los raíles que pasaban a toda velocidad. Su padre. El anciano era el único escollo en sus planes londinenses. No podía quedarse solo en Coventry, no en su estado actual, pero era un sentimental cuando se trataba de la casa donde Jimmy había crecido. Últimamente, su padre había comenzado a desvariar. A veces Jimmy lo encontraba poniendo la mesa para la madre de Jimmy o, peor aún, sentado ante la ventana, como solía hacer antes, esperando que volviera a casa.

El tren se detuvo en la estación de Waterloo y Jimmy se echó la mochila al hombro. Ya encontraría una solución. Lo sabía. El futuro se extendía ante él y Jimmy se había exigido estar a la altura de las circunstancias. Con la cámara firmemente en la mano, saltó del vagón y se dirigió al metro para volver a Coventry.

 

Mientras tanto, de pie ante el espejo del armario de su habitación, en Bellevue, Dolly contemplaba un magnífico vestido plateado de satén. Iba a devolverlo más tarde, por supuesto, pero habría sido un crimen no probárselo primero. Se enderezó y se observó un momento a sí misma. El movimiento de los senos al respirar, el contorno del escote, la forma en que el vestido ondeaba con vida propia por toda su piel. No se parecía a nada que hubiese llevado antes, a nada que hubiese visto en el aburrido armario de su madre. Ni siquiera la madre de Caitlin tenía un vestido como este. Dolly se había transfigurado.

Ojalá Jimmy pudiese verla ahora, así. Dolly se tocó los labios y se quedó sin aliento al recordar el beso, el peso de sus ojos al mirarla, su gesto al tomar la fotografía. Había sido su primer beso de verdad. Ahora era una persona diferente a la que había sido por la mañana. Se preguntó si sus padres se darían cuenta, si era evidente para todos que un hombre como Jimmy, un adulto con callos, de manos endurecidas por el trabajo, fotógrafo en Londres, la había mirado con deseo y la había besado con toda el alma.

Dolly se alisó el vestido sobre las caderas. Saludó con una leve sonrisa a un invisible conocido. Se rio de un chiste mudo. Y así, tras un giro repentino, se dejó caer en esa cama estrecha, con los brazos abiertos. «Londres», dijo en voz alta a la pintura descascarillada del techo. Dolly había tomado una decisión, y la emoción casi la ahogaba. Iba a ir a Londres; se lo diría a sus padres en cuanto se acabasen las vacaciones y estuviesen de vuelta en Coventry.

Su madre y su padre odiarían la idea, pero era la vida de Dolly y se negaba a sucumbir ante los convencionalismos; una fábrica de bicicletas no era lugar para ella; iba a hacer exactamente lo que quisiese. Una gran aventura la esperaba en el ancho mundo. Dolly solo tenía que ir y encontrarla.

 


Capítulo 9

 

 

Londres, 2011

 

Era un día gris y sombrío, y Laurel se alegró de haber traído su mejor abrigo. Los productores del documental se habían ofrecido a enviarle un coche, pero Laurel declinó la oferta: el hotel no estaba muy lejos y prefería caminar. Y era cierto. Le gustaba caminar, siempre le había gustado, y ahora tenía la ventaja adicional de complacer a los médicos. Hoy, sin embargo, estaba más que encantada de ir a pie; con un poco de suerte, el aire fresco la ayudaría a aclarar sus pensamientos. Sentía unos nervios poco habituales respecto a la entrevista de la tarde. Bastaba pensar en esas luces cegadoras, el ojo imperturbable de la cámara, las amables preguntas de la joven periodista para que Laurel buscase en el bolso un cigarrillo. Qué difícil era complacer a los médicos.

Se paró en la esquina de Kensington Church Street para encender una cerilla y, mientras la apagaba, echó un vistazo al reloj. Habían acabado los ensayos de la película antes de lo previsto y la entrevista no empezaba hasta las tres. Pensativa, dio una calada al cigarrillo; si se apresuraba, aún tenía tiempo para un pequeño rodeo. Laurel miró hacia Notting Hill. No estaba lejos, no tardaría mucho; aun así, dudó. Se sentía en una especie de encrucijada y una serie de tenebrosas consecuencias acechaba tras una decisión aparentemente sencilla. Pero no, estaba exagerando: por supuesto, debía ir y echar un vistazo. Sería una estupidez no ir, ahora que estaba tan cerca. Abrazada a su bolso, se alejó con brío de High Street. («No cojáis fresas, princesas —solía decir su madre—, no os entretengáis». Solo porque las palabras le divertían).

Laurel se había sorprendido a sí misma mirando la cara de su madre durante la fiesta de cumpleaños, como si así pudiera encontrar respuestas al enigma. (¿Cómo conociste a Henry Jenkins, mamá? Sospecho que no erais buenos amigos). Habían celebrado la fiesta el jueves por la mañana en el jardín del hospital: hizo buen tiempo y, como señaló Iris, después del triste despojo de verano que habían tenido, habría sido un crimen no aprovechar el sol.

Qué maravillosa cara la de su madre. De joven había sido hermosa, mucho más hermosa que Laurel, más que cualquiera de sus hijas, con la posible excepción de Daphne. Con certeza, los directores no la habrían arrinconado en papeles de carácter. Pero la belleza (esa belleza que es un don de la juventud) nunca dura, y su madre había envejecido. Tenía el cutis agrietado, cubierto de nuevas manchas, junto a misteriosas irregularidades; sus huesos parecían haber disminuido a medida que se iba encogiendo y el pelo se iba disolviendo en la nada. Pero la cara persistía, los rasgos de niña traviesa, incluso ahora. Sus ojos, aunque cansados, tenían el fulgor de una persona acostumbrada a divertirse, y las comisuras de su boca se alzaban como si acabara de recordar un chiste. Era el tipo de rostro que atraía a los desconocidos, encandilados, deseosos de conocerla mejor. Con un ligero movimiento de la mandíbula, te hacía sentir que ella también había sufrido, que todo iría mejor simplemente por estar junto a ella; esa era su verdadera belleza: su presencia, su alegría, su magnetismo. Eso, y sus espléndidas ganas de fantasear.

—Mi nariz es demasiado grande para mi cara —dijo una vez cuando Laurel era pequeña, mientras escogía un vestido—. Los talentos que me dio Dios se han echado a perder. Habría sido una excelente perfumera. —Se apartó del espejo y sonrió, juguetona, un gesto ante el cual a Laurel, expectante, siempre se le aceleraba un poco el corazón—. ¿Sabes guardar un secreto?

Sentada en un extremo de la cama de sus padres, Laurel asintió y su madre se inclinó de tal modo que la punta de su nariz tocaba la naricita de Laurel.

—Eso es porque yo antes era un cocodrilo. Hace mucho tiempo, antes de ser tu mamá.

—¿De verdad? —preguntó Laurel, boquiabierta.

—Sí, pero era agotador. Todo el rato mordiendo y nadando. Y las colas pueden ser muy pesadas, sobre todo cuando están mojadas.

—¿Por eso te convertiste en una dama?

—No, qué va. Las colas pesadas no son agradables, pero no, eso no es un motivo para eludir tus deberes. Un día estaba a las orillas de un río...

—¿En África?

—Pues claro. No creerás que hay cocodrilos aquí en Inglaterra, ¿verdad?

Laurel negó con la cabeza.

—Allí estaba yo, tomando el sol, cuando pasó una niña con su mamá. Iban agarradas de la mano y me di cuenta de cuánto me gustaría hacer lo mismo. Así que lo hice. Me convertí en una persona. Y luego te tuve a ti. Todo salió bastante bien, tengo que decirlo, salvo por esta nariz.

—Pero ¿cómo? —Laurel, maravillada, parpadeó—. ¿Cómo te convertiste en una persona?

—Bueno... —Dorothy se volvió hacia el espejo y enderezó los tirantes—. No puedo contarte todos mis secretos, ¿a que no? No todos a la vez. Vuelve a preguntármelo algún día. Cuando seas mayor.

 

—Mamá siempre tuvo una gran imaginación.

—Vaya, no le quedaba más remedio —dijo Iris con un resoplido mientras conducía de vuelta a casa tras la fiesta de cumpleaños—. Tenía que aguantarnos a todas nosotras. Cualquier otra mujer se habría vuelto loca de remate. —Lo cual, tuvo que reconocer Laurel, era cierto. A ella le habría pasado. Cinco niños chillones y peleones, una casa con goteras nuevas cada vez que llovía, pájaros que anidaban en las chimeneas. Era igual que una pesadilla.

Salvo que no lo había sido. Había sido perfecto. Esa vida hogareña sobre la que escribían los novelistas sentimentales en esos libros que los críticos tachaban de nostálgicos. (Hasta que pasó lo del cuchillo. Así mejor, habrían sermoneado los críticos). Laurel se recordaba vagamente alzando la vista de los profundos abismos de su adolescencia para preguntarse cómo alguien podría contentarse con una vida tan insípida. Por aquel entonces no se había inventado la palabra «bucólico», no al menos para Laurel, que en 1958 estaba demasiado ajetreada con Kingsley Amis para perder el tiempo con los queridos brotes de mayo. Pero nunca deseó que sus padres cambiasen. La juventud es una fase arrogante y creer, sin razón alguna, que sus padres eran menos aventureros que ella le había venido muy bien. Ni por un momento se paró a considerar que quizás había algo más que ese aspecto de esposa y madre feliz; que quizás, de joven, estaba decidida a no convertirse en su propia madre; que quizás, incluso, podría estar escondiéndose de una parte de su pasado.

Ahora, sin embargo, el pasado la cercaba por todas partes. En el hospital, al ver la foto de Vivien, se había apoderado de Laurel y no la había soltado desde entonces. La esperaba a la vuelta de cada esquina; murmuraba en su oído al caer la noche. Se iba acumulando, adquiriendo más peso cada día, atraía malos sueños y cuchillos que destellaban, y niños pequeños con cohetes de estaño que prometían volver, arreglar las cosas. No podía concentrarse en nada más, ni en la película que empezaría a rodar la próxima semana ni en la serie de entrevistas para el documental que estaba grabando. Nada importaba salvo descubrir la verdad acerca del pasado de su madre.

Y existía un pasado secreto. Si a Laurel le quedaban dudas, su madre acababa de confirmarlo. En la fiesta de su nonagésimo cumpleaños, mientras sus tres bisnietas tejían collares de margaritas, y su nieto ataba un pañuelo en la rodilla sangrante de su hijo, y sus hijas confirmaban que todos tenían suficiente tarta y té, y alguien gritaba «¡Que hable! ¡Que hable!», Dorothy Nicolson sonrió beatífica. Las rosas tardías se sonrojaron en los arbustos detrás de ella, y juntó las manos, jugueteando distraída con los anillos ya demasiado grandes para esos nudillos. Y entonces suspiró.

—Qué suerte tengo —dijo con una voz parsimoniosa y desvencijada—. Miraos, mirad a todos mis niños. Qué agradecida estoy, soy afortunada por tener... —Sus labios temblaron y sus párpados se cerraron y los otros se apresuraron en torno a ella con besos y gritos de «¡Mamá, cariño, cielo!», así que nadie la oyó decir—: ... Una segunda oportunidad.

Nadie salvo Laurel. Y escrutó esa cara adorable, familiar, llena de secretos. En busca de respuestas. Respuestas que se ocultaban ahí; no le cabía duda. Porque las personas que han vivido vidas monótonas e inocentes no dan las gracias por haber recibido una segunda oportunidad.

 

Laurel giró en Campden Grove y se encontró con un montón de hojas secas. Los barrenderos aún no habían llegado y Laurel se alegró. Caminó por donde había más hojas y entró en un bucle temporal en el que estaba aquí y ahora y, a la vez, en su infancia, a los ocho años, jugando en el bosque detrás de Greenacres. «Llenad la bolsa hasta arriba, niñas. Queremos que nuestras llamas lleguen a la luna». Era mamá, en una noche de hogueras. Laurel y Rose llevaban botas Wellington y bufanda, Iris era un bebé envuelto en mantas que parpadeaba en el cochecito. Gerry, quien de todos ellos sería el que más amase esos bosques, no era más que un susurro, una lejana luciérnaga en el cielo rosado. Daphne, que aún no había nacido, hacía sentir su presencia, nadando, girando y saltando en el vientre de su madre: «¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!». («Eso ocurrió cuando estabas muerta», solían decirle cuando hablaban de algo acaecido antes de su nacimiento. La alusión a la muerte no la molestaba, pero sí la idea de que ese espectáculo ruidoso persistía sin ella).

A mitad de camino, junto a Gordon Place, Laurel se detuvo. Allí estaba, el número 25. Entre el 24 y el 26, como debía ser. La casa era similar a las otras, de estilo victoriano, blanca con verjas negras en el balcón del primer piso y la ventana de una buhardilla en el tejado de pizarra. Un cochecito de bebé, que bien podría servir de módulo lunar, reposaba en el camino de entrada y una guirnalda de calabazas de Halloween, dibujadas por un niño, colgaba de una ventana baja. No había placa alguna en la entrada, solo el número de la calle. Evidentemente, nadie se había molestado en sugerir a Patrimonio que la estancia de Henry Ronald Jenkins en el 25 de Campden Grove debía señalarse para la posteridad. Laurel se preguntó si los residentes actuales sabían que su casa había pertenecido a un escritor célebre. Probablemente no, y ¿por qué deberían saberlo? En Londres no era extraño habitar en una casa donde había vivido una celebridad, y la fama de Henry Jenkins había sido fugaz.

No obstante, Laurel lo había encontrado en internet. Ahí el problema era el opuesto: uno no podía escapar de esa red ni por todo el amor y el dinero de Inglaterra. Henry Jenkins era uno de los millones de fantasmas que vagaban ahí dentro, espectros extraviados hasta que alguien tecleaba la combinación exacta de letras y resucitaban por un instante. En Greenacres, Laurel había intentado navegar por la red con su nuevo teléfono, pero, justo cuando averiguó dónde debía introducir los términos de la búsqueda, se quedó sin batería. Tomar prestado el portátil de Iris con un fin tan clandestino era impensable, así que pasó la última hora en Suffolk en un silencio angustioso, mientras ayudaba a Rose a limpiar el moho de la lechada del baño.

Cuando Mark, el chófer, vino el viernes, tal como habían acordado, estuvieron hablando en tono afable acerca del tráfico, la próxima temporada teatral, la probabilidad de que las obras terminasen a tiempo para los Juegos Olímpicos, a lo largo de todo el trayecto por la M11. Tras llegar a salvo a Londres, Laurel se obligó a quedarse en la penumbra, con la maleta, a decir adiós al coche hasta que desapareció de la vista y, a continuación, subió con calma las escaleras, abrió el apartamento sin vacilar y entró. Cerró la puerta en silencio y entonces, solo entonces, en la seguridad de su sala de estar, soltó la maleta y se quitó la máscara. Sin ni siquiera detenerse para dar las luces, encendió el portátil y escribió el nombre en Google. En esa fracción de segundo que tardaron en aparecer los resultados, Laurel recuperó el viejo hábito de morderse las uñas.


Date: 2016-03-03; view: 506


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