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El tren Coventry-Londres, 1938 2 page

Sin embargo, de repente, empeoraron.

—¡Mirad aquí! ¡Miradme!

Todos miraron. Cuthbert, con la paciencia de un mosquito, se había cansado de esperar. Olvidado el partidillo de cricket, paseó por la playa hasta llegar junto a uno de los burros del hotel. Con un pie ya en el estribo, forcejeaba para montarse en el animal. Mirar era doloroso, pero Dolly miró; miraba (lo confirmó un vistazo) todo el mundo.

El espectáculo de Cuthbert abrumando al pobre burro fue la última gota. Sabía que debería haberle ayudado, pero Dolly no podía, no esta vez. Murmuró algo acerca de un dolor de cabeza y un exceso de sol, agarró la revista y se apresuró hacia el triste consuelo de su pequeña habitación con vistas al desagüe.

 

Detrás del quiosco, un hombre joven de pelo largo y traje raído lo había visto todo. Había estado dormitando bajo el sombrero cuando el grito de «¡cuidado!» lo arrancó del sueño. Se frotó los ojos con el dorso de las manos y miró alrededor para descubrir de dónde procedía el grito, y fue entonces cuando los vio por la zona del embalse, al padre y al hijo que habían jugado al cricket toda la mañana.

Se había formado una especie de alboroto, y el padre saludaba a un grupo en el bajío, esos jóvenes ricos, según vio, que tanta importancia se daban en una caseta cercana. La caseta estaba vacía, salvo por un trozo de tela plateada que se mecía en una barandilla del balcón. El vestido. Había reparado en ese vestido antes: era difícil no reparar en él, lo cual sin duda era su razón de ser. No era un vestido de playa, era más propio de una pista de baile.

—¡Mirad aquí! —exclamó alguien—. ¡Miradme! —Y el joven, obediente, miró. Por lo visto, el niño que había estado jugando al cricket estaba empeñado en parecer un burro encima de un burro. El resto de la multitud contemplaba el espectáculo.

Menos él. Él tenía otras cosas que hacer. La chica guapa de labios con forma de corazón y unas curvas que despertaban un doloroso deseo estaba sola: se había separado de su familia y se dirigía a la playa. El joven se levantó, echándose la mochila sobre el hombro y calándose el sombrero. Había estado esperando una oportunidad como esta y no tenía intención de desperdiciarla.

 


Capítulo 8

 

 

Dolly no lo vio al principio. No veía casi nada. Estaba demasiado ocupada limpiándose las lágrimas de humillación y desesperanza mientras caminaba por la playa hacia el paseo marítimo. Todo era un remolino furioso de arena y gaviotas y rostros sonrientes y detestables. Sabía que no se reían de ella, en realidad no, pero no le importaba en absoluto. Su jovialidad era un ataque personal; todo era cien veces peor así. Dolly no podía ir a trabajar a esa fábrica de bicicletas; simplemente no podía. ¿Casarse con una versión joven de su padre y, poco a poco, convertirse en su madre? Era inconcebible... Oh, estaría bien para ellos, que se conformaban con lo que tenían, pero Dolly aspiraba a algo más... Si bien aún no sabía a qué ni dónde encontrarlo.



Se paró en seco. Una ráfaga de viento, más fuerte que las anteriores, eligió precisamente ese momento, cuando pasó junto a la caseta de la playa, para levantar el vestido de satén, desasirlo de la barandilla y dejarlo caer sobre la arena. Se posó justo delante de ella, un lujo de plata derramada. Vaya, suspiró incrédula, la muchacha rubia de los hoyuelos no se habría molestado en colgarlo bien. Pero ¿cómo podía ser tan poco cuidadosa con una prenda de semejante belleza? Dolly negó con la cabeza; una muchacha que tenía en tan poca estima sus bienes a duras penas los merecía. Era el tipo de vestido que podría haber llevado una princesa... o una estrella de cine estadounidense, una modelo en una revista, una heredera de vacaciones en la Riviera francesa... Si Dolly no hubiese aparecido en ese momento, quizás habría seguido su vuelo por la arena hasta perderse para siempre.

Volvió a soplar el viento y el vestido siguió dando vueltas por la playa, desapareciendo detrás de las casetas. Sin dudarlo un momento, Dolly se lanzó tras él; la muchacha había sido una insensata, era cierto, pero Dolly no iba a consentir que ese divino pedazo de plata corriese peligro.

Podía imaginar lo agradecida que se sentiría la muchacha cuando se lo devolviese. Dolly explicaría lo sucedido, con delicadeza, para que la muchacha no se sintiese aún peor de lo que ya estaría, y ambas comenzarían a reírse y a decir qué suerte, y la muchacha invitaría a Dolly a una limonada fría, una limonada de verdad, no esa bebida acuosa que la señora Jennings servía en Bellevue. Hablarían y descubrirían que tenían muchísimo en común y al fin el sol se escondería tras el horizonte y Dolly diría que tenía que irse y la chica sonreiría decepcionada, antes de animarse y acariciar el brazo de Dolly. «¿Por qué no te vienes con nosotros mañana por la mañana? —preguntaría—. Algunos vamos a jugar un poco al tenis en la playa. Será divertidísimo... Di que vas a venir».

Ya con prisas, Dolly rodeó la esquina de la caseta en busca del vestido plateado, solo para descubrir que ya había cesado de dar vueltas, doblado entre los tobillos de alguien. Era un hombre con sombrero, que se agachó a recoger el vestido y, cuando sus dedos rodearon el tejido, junto a la arena que se desprendía del satén cayeron las esperanzas de Dolly.

Por un instante, Dolly pensó que podría asesinar al hombre del sombrero, gozar arrancándole las piernas y los brazos. Le latía con furia el corazón, le ardía la piel y se le nubló la vista. Miró atrás, al mar: a su padre, que avanzaba impávido hacia el pobre y desconcertado Cuthbert; a su madre, todavía petrificada en esa actitud de doliente súplica; a los otros, los acompañantes de la muchacha rubia, que ahora reían, dándose palmadas en las rodillas y señalando esa escena ridícula.

El burro soltó un rebuzno lastimero y perplejo, que reflejó con tal perfección los sentimientos de Dolly que, antes de saber qué estaba haciendo, masculló al hombre:

—¡Un momento! —Estaba a punto de robar el vestido de la muchacha rubia y solo Dolly podía detenerlo—. Usted. ¿Qué cree que está haciendo? —El hombre alzó la vista, sorprendido, y cuando Dolly vio ese apuesto rostro bajo el sombrero por un momento se sintió aturdida. Se quedó ahí, respirando rápido, preguntándose qué hacer, pero, en cuanto las comisuras de la boca del hombre comenzaron a moverse de forma sugerente, lo supo de inmediato—. Ya se lo he dicho. —Dolly estaba mareada, presa de unos nervios extraños—. ¿Qué cree que está haciendo? Ese vestido no es suyo.

El joven abrió la boca para hablar y justo en ese momento un policía de apellido desafortunado, el agente Suckling, quien había estado paseando su corpulento cuerpo por la playa, llegó junto a ellos.

 

El agente Suckling había estado recorriendo el paseo marítimo toda la mañana, sin quitar ojo a esta playa. Se había fijado en esa niña morena en cuanto llegó y la había estado observando desde entonces. Se apartó solo un momento por ese endiablado asunto del burro, pero, cuando volvió la vista, la niña había desaparecido. El agente Suckling tardó unos tensos minutos en encontrarla de nuevo, detrás de las casetas, inmersa en lo que parecía sospechosamente una discusión acalorada. La acompañaba ni más ni menos que ese joven tosco que había estado agazapado tras el quiosco toda la mañana.

Con la mano apoyada en la porra, el agente Suckling andaba a empellones por la playa. Su avanzar sobre la arena era más desgarbado de lo que le hubiera gustado, pero persistió. Al acercarse la oyó decir: «Ese vestido no es suyo».

—¿Va todo bien? —preguntó el agente, que metió tripa en cuanto se detuvo. De cerca era incluso más hermosa de lo que había imaginado. Labios carnosos de comisuras juguetonas. Cutis de melocotón, suave, tierno; lo notó con una simple mirada. Rizos lustrosos que enmarcaban una cara con forma de corazón. Añadió—: ¿La está molestando este hombre, señorita?

—Oh. Oh, no, señor. De ningún modo. —Tenía el rostro encarnado y el agente Suckling comprendió que estaba ruborizándose. No solía tratar con hombres de uniforme, supuso. Era todo un encanto—. Este caballero estaba a punto de devolverme algo.

—¿Es eso cierto? —Miró al joven con cara de pocos amigos, observando la insolente expresión, el aire desenvuelto, los pómulos prominentes y los ojos negros y arrogantes. Esos ojos le otorgaban un aspecto claramente extranjero, un aspecto irlandés, y el agente Suckling entrecerró los suyos. El joven cambió de postura y emitió un pequeño ruido, similar a un suspiro, cuyo carácter quejumbroso enfadó al agente de forma desproporcionada. Dijo de nuevo, esta vez en voz más alta—: ¿Es eso cierto?

Siguió sin recibir respuesta alguna y la mano del agente Suckling agarró la porra con más fuerza. Apretó los dedos en torno a esa forma tan familiar. A veces pensaba que era el mejor compañero que había tenido, sin duda alguna el más constante. Con la punta de los dedos palpaba gratos recuerdos y fue casi una decepción cuando el joven, intimidado, asintió.

—Bien —dijo el agente—. Deprisa. Devuelva a la joven dama lo que le pertenece.

—Gracias, agente —dijo Dorothy—. Qué amable es usted. —Y sonrió una vez más, lo que despertó una sensación nada desagradable en los pantalones del agente—. Se lo llevó el viento, como ve.

El agente Suckling se aclaró la garganta y adoptó su expresión más policial.

—Muy bien, señorita —dijo—. Permítame que la acompañe a casa. Para dejar atrás el viento y el peligro.

 

Dolly logró eludir los concienzudos cuidados del agente Suckling cuando llegaron a la puerta de entrada de Bellevue. Por unos momentos la situación se volvió peliaguda (habló de acompañarla al interior y tomar una buena taza de té para «calmar esos nervios»), pero Dolly, tras un ímprobo esfuerzo, logró convencerlo de que sería una lástima desperdiciar su talento en tareas tan triviales, por lo que debería volver a hacer la ronda.

—Al fin y al cabo, agente, seguro que hay mucha gente que necesita su protección.

Dolly le agradeció profusamente la ayuda (él sostuvo su mano un poco más de lo necesario al despedirse) y, con grandes aspavientos, abrió la puerta y entró. No llegó a cerrar la puerta del todo y miró por la rendija al hombre, que volvía pavoneándose al paseo. Solo cuando se había convertido en un punto en la lejanía Dolly guardó el vestido plateado debajo de un cojín y salió de nuevo, por el mismo camino que había venido.

El joven andaba merodeando, a la espera de Dolly, apoyado contra el pilar de una de las casas de huéspedes más elegantes. Dolly ni siquiera le echó un vistazo al pasar a su lado y siguió caminando, los hombros erguidos, la cabeza bien alta. Él la siguió por la calle (ella lo notó) hasta un pequeño camino que se alejaba zigzagueando de la playa. Dolly sintió que sus latidos se aceleraban y, como los sonidos del mar se iban apagando contra las frías paredes de piedra de los edificios, también podía oírlos. Continuó caminando, más rápido que antes. Sus playeras dejaban marcas en el asfalto, su respiración se entrecortaba, pero no se detuvo y no miró atrás. Conocía un lugar, una oscura encrucijada donde una vez se perdió de niña, escondida para el mundo mientras su madre y su padre la llamaban y temían lo peor.

Dolly se paró al llegar, pero no se dio la vuelta. Se quedó ahí, muy quieta, a la escucha, esperando, hasta que él estuvo justo detrás de ella, hasta que sintió su aliento en la nuca y su cercanía le encendió la piel.

El hombre tomó su mano y ella se quedó sin aliento. Permitió que la girase, despacio, hacia él, y ella esperó, sin palabras, mientras él se llevó la muñeca de ella a la boca y la rozó con los labios para darle un beso que la estremeció desde lo más hondo.

—¿Qué haces aquí? —susurró Dorothy.

—Te echaba de menos. —Los labios aún tocaban su piel.

—Solo han pasado tres días.

El hombre se encogió de hombros, y ese mechón de pelo oscuro que se negaba a quedarse en su lugar cayó sobre la frente.

—¿Has venido en tren?

El hombre asintió una vez.

—¿Solo te vas a quedar un día?

Asintió de nuevo, con media sonrisa.

—¡Jimmy! Si es un viaje larguísimo.

—Tenía que verte.

—¿Y si me hubiese quedado con mi familia en la playa? Y si no hubiese vuelto sola, ¿qué?

—Te habría visto de todos modos, ¿a que sí?

Dolly negó con la cabeza, encantada, pero disimulándolo.

—Mi padre te va a matar si lo descubre.

—Creo que podría con él.

Dolly se rio; él siempre la hacía reír. Era una de las cosas que más le gustaban de él.

—Estás loco.

—Por ti.

Y también eso. Estaba loco por ella. El estómago de Dolly dio una voltereta.

—Vamos —dijo—. Hay un camino por aquí que va al campo. Ahí nadie nos va a ver.

 

—¿Te das cuenta de que me podrían haber detenido por tu culpa?

—¡Oh, Jimmy! No seas tonto.

—No viste la cara de ese policía... Estaba dispuesto a encerrarme y tirar la llave. Y mejor que ni hable sobre cómo te miraba. Jimmy volvió la cabeza para contemplarla, pero ella no le devolvió la mirada. La hierba estaba crecida y suave donde se habían tumbado y ella miraba al cielo, tarareando algún baile entre dientes y dibujando rombos con los dedos. Jimmy recorrió su perfil con la mirada: el delicado arco de la frente, la inclinación entre las cejas que se alzaba de nuevo para formar esa nariz resuelta, la repentina caída y la curva completa del labio superior. Dios, qué hermosa era. Ante ella su cuerpo entero se convertía en un doloroso deseo, y debía contenerse con todas sus fuerzas para no saltar encima de ella, agarrarla de los brazos y besarla como un loco.

Pero no lo hizo, nunca lo hacía, no así. Jimmy se mantenía casto aunque casi le costara la vida. Ella era aún una colegiala y él un hombre adulto, diecinueve años él, diecisiete ella. Dos años quizás no fuesen mucho, pero procedían de mundos diferentes. Ella vivía en una casa pulcra e intachable, con una familia pulcra e intachable; él había abandonado los estudios a los trece años, para cuidar de su padre, mientras trabajaba en lo que fuese para llegar a fin de mes. Había sido enjabonador en la barbería por cinco chelines a la semana, ayudante del panadero por siete y seis peniques, cargador en unas obras fuera de la ciudad por la voluntad; después, a casa por la noche para cocinar las sobras de la carnicería para su padre. Se ganaba la vida, no podían quejarse. Siempre había disfrutado con sus fotografías; pero ahora, por razones que Jimmy no entendía y no quería entender por temor a echarlo todo a perder, también tenía a Dolly, y el mundo era un lugar más radiante; con certeza, no iba a correr el riesgo de ir demasiado rápido y estropearlo todo.

Aun así, era muy difícil. Desde que la vio por primera vez, sentada con sus amigas en una mesa del café de la esquina, había estado perdido. Había alzado la vista para entregar su pedido al tendero, y ella le había sonreído, como si fueran viejos amigos, y luego se había reído y se sonrojó ante su taza de té, y él supo que nunca, aunque viviera cien años, volvería a ver nada tan hermoso. Fue la emoción electrizante del amor a primera vista. Esa risa de ella que le recordaba la alegría pura de la infancia; ese olor a azúcar caliente y aceite para bebé; el oleaje de sus senos bajo el vestido de algodón... Jimmy movió la cabeza, frustrado, y se concentró en una ruidosa gaviota que volaba bajo hacia el mar.

El horizonte era de un azul intachable, soplaba una brisa ligera y el olor a verano estaba por todas partes. Suspiró y todo quedó atrás: el vestido plateado, el agente de policía, la humillación de haber sido considerado una amenaza para ella. No tenía sentido. Era un día demasiado perfecto para discutir y, de todos modos, no había llegado a pasar nada. Nadie había salido mal parado. Los jueguecitos de Dolly lo confundían, no comprendía su necesidad de fantasear y no le gustaba demasiado, pero ella era feliz así, de modo que Jimmy le seguía la corriente.

Como si quisiese demostrar a Dolly que no guardaba rencor, Jimmy se incorporó de repente y sacó su fiel Brownie de la mochila.

—¿Y si te hago una fotografía? —dijo, rebobinando el carrete de película—. ¿Un pequeño recuerdo de nuestra cita junto al mar, señorita Smitham? —Ella se animó, tal como él esperaba (a Dolly le encantaba que la fotografiasen) y Jimmy miró alrededor para comprobar la posición del sol. Caminó hasta el otro extremo del pequeño descampado donde la familia Smithan había ido de picnic.

Dolly se había sentado y se estiraba como una gata.

—¿Te gusta así? —dijo. El sol bañaba sus mejillas y sus labios estaban rojos por las fresas que le había comprado en un puesto callejero.

—Perfecto —dijo, y era cierto: estaba perfecta—. Una luz maravillosa.

—¿Y qué te gustaría exactamente que hiciese bajo esta luz maravillosa?

Jimmy se rascó la barbilla y fingió reflexionar profundamente.

—¿Qué quiero que hagas? Piensa lo que vas a decir, Jimmy, es tu gran oportunidad, no la estropees... Piensa, maldita sea, piensa... —Dolly se rio, y él también. Entonces Jimmy se rascó la cabeza y dijo—: Quiero que seas tú misma, Doll. Quiero recordar este día tal como es. Si no puedo verte durante otros diez días, al menos así puedo llevarte en mi bolsillo.

Ella sonrió, con un enigmático y leve movimiento de los labios, y asintió.

—Un recuerdo mío.

—Exactamente —respondió—. Solo un momento, estoy arreglando la configuración. —Bajó la lente Diway y, como lucía tanto el sol, ajustó el diafragma para reducir la apertura. Mejor prevenir que lamentar. Por el mismo motivo, sacó un paño del bolsillo y frotó bien el cristal.

—Muy bien —dijo, y cerró un ojo y con el otro miró por el visor—. Estamos list... —Jimmy casi dejó caer la cámara, pero no osó alzar la vista.

Dolly lo miraba fijamente desde el centro del visor. El pelo, ondeado, mecido por el viento, rozaba su cuello, pero se había desabrochado el vestido y lo había dejado caer por los hombros. Sin desviar la mirada de la cámara, comenzó a bajarse el tirante del traje de baño, lentamente, por el brazo.

Dios. Jimmy tragó saliva. Debía decir algo; sabía que debía decir algo. Hacer una broma, ser ingenioso, ser inteligente. Pero ante Dolly, sentada así, la barbilla levantada, los ojos desafiantes, la curva del pecho expuesta... En fin, diecinueve años de habla se evaporaron al instante. Incapaz de recurrir a su ingenio, Jimmy hizo aquello en lo que siempre confiaba. Tomó la fotografía.

 

—Revélalas tú mismo —dijo Dolly, que se abotonaba el vestido con dedos temblorosos. El corazón de Dolly estaba desbocado y se sentía resplandeciente y viva, extrañamente poderosa. Su osadía, la cara de Jimmy al verla, lo difícil que le resultaba, incluso ahora, mirarla a los ojos sin sonrojarse... Era embriagador todo ello. Más que eso: era una prueba. Prueba de que ella, Dorothy Smitham, era excepcional, tal como había dicho el doctor Rufus. Su destino no era una fábrica de bicicletas, por supuesto que no; su vida iba a ser extraordinaria.

—¿Crees que permitiría que otro hombre te viese así? —dijo Jimmy, que prestaba una atención exorbitada a las correas de las que colgaba su cámara.

—No a propósito.

—Lo mataría primero. —Lo dijo con delicadeza y su voz, que se resquebrajó un poco con ese tono posesivo, derritió a Dolly. Se preguntó si sería capaz. ¿Pasaban esas cosas realmente? No en el mundo del que procedía Dolly, con sus semiadosados que imitaban con orgullo el estilo Tudor en esos nuevos barrios sin alma. No podía imaginarse a Arthur Smitham arremangándose para defender el honor de su esposa; pero Jimmy no era como su padre. Era lo opuesto: un trabajador de brazos fuertes, cara sincera y una sonrisa que surgía de la nada y le dejaba un nudo en el estómago. Ella fingió que no había oído, le quitó la cámara y la miró fijamente, con un gesto demasiado pensativo.

Sosteniéndola en una mano, ella le dedicó una mirada juguetona y dijo:

—Vaya, es una herramienta muy peligrosa lo que lleva aquí, señor Metcalfe. Piense en todas las cosas que podría captar aunque los demás no quieran.

—¿Como qué?

—Vaya —Dolly alzó un hombro—, personas haciendo cosas que no deberían, una inocente colegiala descarriada por culpa de un hombre más maduro... Piensa qué diría el padre de esa pobre muchacha si lo supiese. —Se mordió el labio inferior, nerviosa, aunque intentaba que no se notase, y se acercó más, casi tocando ese antebrazo firme y bronceado. Se había formado una corriente de electricidad entre ellos—. Alguien se podría meter en un lío si se lleva mal contigo y tu Box Brownie.

—Entonces, mejor que te lleves bien conmigo. —Le lanzó una sonrisa, pero desapareció con la misma rapidez con que había aparecido.

Jimmy no apartó la vista y Dolly notó que su respiración se aceleraba. En torno a ellos el ambiente había cambiado. En ese momento, bajo la intensidad de su mirada, todo había cambiado. La balanza del control se había inclinado y Dolly daba vueltas. Tragó saliva, insegura y entusiasmada. Algo iba a suceder, algo que ella había desencadenado, y era incapaz de evitarlo. No quería evitarlo.

Un ruido, un pequeño suspiro entre los labios entreabiertos, y Dolly se desvaneció.

Los ojos de él seguían clavados en ella y extendió la mano para acariciar el pelo detrás de su oreja. Dejó la mano ahí, donde estaba, pero sujetó con mayor firmeza la parte posterior del cuello. Dolly se dio cuenta de que le temblaban los dedos. La proximidad la hizo sentirse joven de repente, fuera de lugar, y abrió la boca para decir algo (¿para decir qué?), pero él negó con la cabeza, con un movimiento rápido, y Dolly desistió. A Jimmy le palpitaba un músculo de la mandíbula. Respiró hondo y, a continuación, la acercó hacia él.

Dolly había imaginado una y mil veces su primer beso, pero nunca había soñado que sería así. En el cine, entre Katherine Hepburn y Fred MacMurray, parecía bastante agradable, y Dolly y su amiga Caitlin habían practicado con los brazos para saber qué hacer llegado el momento, pero esto fue diferente. Había calor, peso y urgencia; podía saborear el sol y las fresas, oler la sal en su piel, sentir la presión del calor a medida que el cuerpo de él se estrechaba contra el suyo. Lo más emocionante de todo era notar cuánto la deseaba, su respiración irregular, su cuerpo fuerte y musculoso, más alto que ella, más grande, forcejeando contra su propio deseo.

Jimmy se apartó del beso y abrió los ojos. Se rio entonces, aliviado y sorprendido, y su risa fue un sonido cálido y ronco.

—Te quiero, Dorothy Smitham —dijo, apoyando la frente contra la de ella. Tiró con suavidad de uno de los botones del vestido—. Te quiero y algún día me voy a casar contigo.

 

Dolly no dijo nada al bajar por la colina, pero los pensamientos se agolpaban en su mente. Le iba a pedir que se casara con él: el viaje a Bournemouth, el beso, la fuerza de lo que había sentido... ¿A qué otra cosa podían deberse? Lo comprendió con una claridad abrumadora y deseó que dijese aquellas palabras en voz alta, que se volviese oficial. Hasta los dedos de los pies se estremecían de emoción.

Era perfecto. Iba a casarse con Jimmy. ¿Cómo no había pensado en ello cuando su madre le preguntó qué quería hacer en lugar de trabajar en la fábrica de bicicletas? Era lo único que quería hacer. Lo que debía hacer.

Dolly miró a un lado, observando la feliz distracción del rostro de Jimmy, su silencio inusual, y supo que estaba pensando lo mismo; que se esforzaba en encontrar la mejor manera de pedirlo. Dorothy estaba eufórica; quería saltar y girar y bailar.

No era la primera vez que decía que quería casarse con ella; ya habían bromeado con ese tema antes, se habían dicho entre susurros «Te imaginas si...» en rincones de cafés en penumbra en esas partes de la ciudad a las que sus padres nunca iban. Era un tema siempre emocionante; nunca mencionada pero implícita en sus descripciones de la casa de labranza y la vida que compartirían, había una sugerencia de puertas cerradas, de una cama compartida y una promesa de libertad (física y moral) irresistible para una colegiala como Dolly, cuya madre seguía planchando y almidonando las camisas de su uniforme.

La cabeza le daba vueltas al imaginarse así, junto a él, y se agarró del brazo de Jimmy al salir de los campos soleados y avanzar por un callejón sombrío. Cuando notó el contacto, él se detuvo y la llevó contra el muro de piedra de un edificio cercano.

Jimmy sonrió en las sombras, nerviosamente, pensó ella, y dijo:

—Dolly.

—Sí. —Iba a ocurrir. Dolly apenas podía respirar.

—Hay algo de lo que quería hablar contigo, algo importante.

 

Ella sonrió, y su rostro era tan glorioso en su esperanzada entrega que Jimmy sintió un ardor en el pecho. No podía creer que por fin lo hubiera hecho, besarla como siempre había querido, y había sido tan dulce como en sus fantasías. Lo mejor de todo fue que ella le devolvió el beso; había un futuro en ese beso. Procedían de lados opuestos de la ciudad, pero no eran tan diferentes, no en lo que importaba, no en lo que sentían el uno por el otro. Las manos de ella eran suaves entre las suyas cuando dijo lo que había tenido en mente todo el día:


Date: 2016-03-03; view: 449


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