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La facticidad del poder

A partir de lo ya señalado queda de manifiesto cuan absurdo resulta el adoptar una posición contraria al poder. Particularmente, luego que aceptamos que el poder no es una sustancia que este allí afuera y sobre la cual sea pertinente tomar una posición a favor o en contra. Una vez que reconocemos al poder como un juicio sobre la capacidad de generar acción y una vez que reconocemos que los individuos y agrupaciones de individuos tienen y tendrán inevitablemente capacidades diferentes de generar acciones, descubrimos que oponerse al poder no solo es inconducente, pues este será un juicio que seguiremos haciendo, sino que es también autolimitante.

Oponerse al poder, como tal, nos conduce al camino de la impotencia. Impotente es quien no tiene poder. Es alguien que padece la vida, sin lograr o querer intervenir en ella. Y al no intervenir hace de los demás los amos de su propia existencia. El impotente vive en la resignación desde la cual nada es posible, ninguna acción hace sentido. El impotente es caldo de cultivo para el resentimiento, pues su inacción no podrá detener la acción de los demás ni los efectos de esta sobre si mismos. A menudo, sin embargo, quienes sostienen oponerse al poder, no están precisamente optando por la impotencia, sino que están manifestando que resienten un poder que no saben como contrarrestar.

El poder es una facticidad de la vida. No hay ser humano que pueda prescindir de el. Oponerse al poder es estar desde ya al interior de los juegos de poder. Y si bien podemos legítimamente cuestionar y oponernos a la forma como el poder se juega socialmente o los fundamentos sociales que les confieren poder a unos y se lo restringen a otros, no por ello podemos sustraernos a ser participes del juego de poder que es la vida.

La forma mas adecuada de oponernos a formas de poder que rechazamos, es precisamente jugando al poder. El poder resulta de la capacidad de acción de los seres humanos y del hecho de que esta capacidad de acción no es ni podrá ser igual para todos pues, como individuos, somos y seremos diferentes. La distribución desigual del poder es una facticidad de la convivencia social.

Una forma frecuente de oponernos a la facticidad del poder es reivindicando el ideal de la igualdad. En la medida en que el juicio de poder es siempre un juicio de desigualdad, de capacidad diferencial de generar acción, toda forma de poder, vista desde el ideal de la igualdad, es siempre sospechosa. Lo importante a este respecto es examinar de qué igualdad estamos hablando. La historia, en la medida que acrecienta el proceso de individuación de los seres humanos, nos hace cada vez más diferentes y más autónomos. Nunca fuimos iguales y cada vez lo somos menos.

 

La única igualdad que resulta coherente dentro de este proceso de individuación histórica es aquella que garantiza a todos, condiciones básicas para participar en los juegos sociales de poder. Es la igualdad de oportunidades para participar en tales juegos. Es aquella que cuestiona, desde bases éticas, que los juegos de poder de algunos, les nieguen la participación a otros. Pero se trata de una participación cuyo sentido no es el ser iguales, sino la expansión de las diferentes posibilidades individuales.



Michel Foucault ha sido uno de los pensadores contemporáneos más importantes que nos ha mostrado como el poder permea, sin excepción, el conjunto de la vida social. Su gran contribución ha sido precisamente la de revelar como el poder esta presente en toda institución, en todo discurso, en toda relación social. Su gran debilidad, sin embargo, es que lo hace desde la denuncia, sin lograr aceptar la facticidad del poder. Cada vez que su dedo muestra el poder, uno escucha una acusación. Foucault resiente el poder.

 

No estamos sosteniendo que toda forma de poder sea, desde un punto de vista ético, aceptable. Pero no basta exhibir la presencia de poder para que ello, por si mismo, sea suficiente para impugnarlo. La posición de Foucault se sustenta en un ideal anárquico de la vida social (la idea de que es posible una convivencia social sin poder) y desde una ética consecuente que hace del poder un elemento pecaminoso. Para Foucault lo aceptable, lo que garantiza paz social, es la ausencia de poder.

Diferimos con Foucault. Para nosotros la aceptación y la paz se oponen al resentimiento que surge desde la impotencia y son aliadas de la superación de la resignación que niega la posibilidad de acción. Por lo tanto, aceptación y paz se identifican con el compromiso de expandir lo posible e incrementar el poder. Ellas requieren complementarse con la ambición, con lo que Nietzsche llama «la voluntad de poder». Así como Heráclito postula que «el descanso se alcanza en el cambio»1, de la misma forma sostenemos que la paz se obtiene en la acción y en la expansión de nuestras posibilidades en la vida.


Date: 2016-03-03; view: 541


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