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La conversación de juicios personales

 

Cuando nos enfrentamos a un quiebre, generalmente recurrimos a lo que llamamos «la conversación de juicios personales». En esta conversación normalmente constituimos aquello que sucedió en un quiebre, aunque suele también prolongarse más allá de su constitución, de manera casi espontánea.

Tomemos un ejemplo. Voy manejando mi auto con mi perro en el asiento de atrás y me percato que tengo un neumático pinchado. Mi primera reacción es una interjección (una declaración). Algunos dirán «¡Cresta!», otros dirán «¡Mierda!», los de más allá exclamarán «¡No puede ser!» y posiblemente habrá otros que podrán decir «¡Cáspita!». Lo que digamos podrá variar de una comunidad a otra pero el hecho es que una rueda pinchada no se convierte en quiebre cuando se pincha, sino cuando alguien a través de una declaración como las anteriores la constituye en un quiebre, en una interrupción en la transparencia de su fluir en la vida.

Una vez efectuada la declaración de quiebre, lo normal es entrar en una cadena de juicios a través de los cuales interpretamos lo que sucedió y las consecuencias que derivan de ello. Decimos, por ejemplo, «¡Siempre me pasan estas cosas a mí!», «¡Si tendré mala suerte!», «¡Esto es culpa de mi hijo que no cambió los neumáticos cuando se lo pedí!», «¡Ya se me echó a perder el día!», etcétera.

La reacción que hemos descrito hasta ahora es lo que entendemos por «la conversación de juicios personales». Es interesante detenernos a examinarla. Lo primero a notar es que esta conversación se limita a enjuiciar el quiebre pero no nos mueve todavía a hacernos cargo de él. Implica una forma de reaccionar (y, por lo tanto, de actuar) que no nos mueve del quiebre, que nos mantiene en él. Y allí podríamos quedarnos de por vida, emitiendo uno y otro juicio y generando largas historias a partir de ellos. De proceder así, insistimos, no generamos el tipo de acción capaz de restaurar la satisfacción y la transparencia perdida en el quiebre.

Es más, con ello, en vez de hacernos cargo del quiebre, lo que hacemos es profundizar en su explicación, en su justificación, en su psicologización. Buscamos responsables, culpables, y, no satisfechos con encontrarlos, procedemos ahora a emitir juicios contra ellos. Por lo general tenemos nuestros culpables favoritos. Pero los responsables no son sólo otros, muy a menudo somos nosotros mismos y, por lo tanto, procedemos con una cadena de juicios denigratorios con respecto a nosotros. Decimos, por ejemplo, «¡Si seré estúpido!», «¡Cuándo aprenderé, imbécil, a hacer las cosas de manera diferente!», «¡Esto no hace más que demostrar nuevamente lo torpe que soy!» Hay quienes viven la vida entera en la conversación de juicios personales, lamentándose por lo que sucedió, buscando responsables, haciendo crecer sus historias psicologizantes y quedándose donde mismo.



 

El segundo aspecto a observar es que una misma situación, es más, un mismo tipo de quiebre, produce juicios muy diferentes en diferentes personas. No porque el hecho sea el mismo, e.g. un neumático pinchado, podemos suponer que las reacciones serán las mismas. El psicólogo Martin Seligman propone observar el tipo de juicios (él los llama «estilos explicativos») que las personas hacen al enfrentar un quiebre de acuerdo a tres dominios diferentes.

 

El primero, es lo que podríamos llamar el dominio de la responsabilidad (advertimos que no estamos usando la terminología propuesta por Seligman). El punto a determinar aquí es a quién uno hace responsable del quiebre: ¿es uno mismo o es el mundo? Hay quienes, nos indica Seligman, se hacen responsables de todo lo que les acontece. Cada quiebre es una demostración adicional de lo inadecuados, incompetentes, poco inteligentes, etcétera, que son. Hay otros, en cambio, que escasamente asumen responsabilidad ellos mismos y que normalmente culpan a otros, o le atribuyen los acontecimientos al azar, a la mala suerte. De acuerdo al tipo de juicios que uno haga en el dominio de la responsabilidad, uno deviene una determinado tipo de persona y vivirá un tipo determinado de vida.

El segundo dominio es el que podemos llamar el dominio de la inclusividad.Cada quiebre acontece en un dominio particular de la vida de las personas. Pues bien, cuando procedemos espontáneamente a hacer juicios gatillados por el quiebre, hay quienes, por un lado, restringen sus juicios al dominio particular que corresponde a lo sucedido. Por lo tanto, asumen que ésta es una situación que se limita al dominio del manejar, o de ser puntuales, o de las matemáticas, o de la sociabilidad con otros, etcétera, según el quiebre de que se trate. Pero hay otros que utilizan el quiebre para una descalificación global, independientemente de dominio alguno, de quienes hacen responsables (ellos mismos u otros). En vez de decir, por ejemplo, «Esto prueba que no soy competente para las matemáticas», dirán, «Esto prueba nuevamente lo estúpido que soy». Un juicio diferente, una distinta forma de ser, una vida diferente.

El tercer y último dominio es el dominio de la temporalidad. Cada quiebre acontece en el tiempo y tiene consecuencias en el tiempo. Nuevamente, Seligman observa diferencias importantes referentes a cómo el tiempo se ve involucrado en los juicios que hacemos al encarar un quiebre. Para algunos, las consecuencias del quiebre serán permanentes y no hay cómo modificarlas. Hay quienes dicen, por ejemplo, «Esto destruye mi vida para siempre» o «Está claro que nunca podré desempeñarme en matemáticas». Nunca o siempre, son las alternativas disponibles. Para otros, en cambio, los juicios que hacen a partir del quiebre son sólo aplicables a la ocasión involucrada y las consecuencias operan en una temporalidad acotada. Dirán, por ejemplo, «Estoy pasando por un mal momento» o «Está claro que todavía no sé suficientemente matemáticas». Juicios muy diferentes, mundos y experiencias distintas. Podemos por lo tanto sostener: dime cómo enjuicias tus quiebres y te diré cómo eres. Este es, de hecho, uno de los recursos centrales del «coaching ontológico».

No olvidemos, sin embargo, que los quiebres pueden ser tanto negativos como positivos. La manera como los enjuiciamos según sean positivos o negativos, puede ser, insiste Seligman, muy diferente. Quién suele atribuirse toda la responsabilidad cuando enfrenta un juicio negativo, puede tender a hacer responsables a los otros cuando encara un quiebre positivo. Frente a lo negativo exclamará, «¡Que estúpido soy!»; frente a lo positivo «¡Qué suerte tuve!». Lo inverso sucede con los que tienden a culpar a otros frente a lo negativo. Frente a lo positivo podrán decir, «¡Por Dios que lo hice bien!».

En el dominio de la inclusividad, quienes suelen generalizar las consecuencias de los quiebres positivos, pueden muchas veces sostener la particularidad de los negativos. A la inversa, quienes limitan lo positivo a lo particular, muchas veces generalizan de lo negativo. Y en el dominio de la temporalidad, suele suceder lo mismo. Muchas personas que restringen las consecuencias de un quiebre positivo a la ocasión en que ello sucedió, pueden considerar como permanentes los negativos, y viceversa.

No estamos sosteniendo que necesariamente enfrentemos de manera opuesta los quiebres positivos y negativos. Hay muchas personas que hacen el mismo tipo de juicios en ambas situaciones. Lo que importa es reconocer que la forma como enjuiciamos los quiebres negativos, no predice necesariamente la forma como enjuiciaremos los positivos.

Es importante insistir en las consecuencias de quedarnos en la conversación de juicios personales y en la consecuente psicologización de lo sucedido. Demos un ejemplo. Le pedimos a uno de nuestros empleados que obtenga una importante cuenta para la empresa. El empleado se pone en contacto con el cliente, le hace una oferta y ésta es rehusada. Nosotros consideramos que esto constituye un quiebre importante para la empresa. El empleado, sin embargo, escribe un detallado informe en el que muestra el resultado de su gestión y da su interpretación del porqué su oferta no fue aceptada. Su informe recurre a una extensa caracterización del cliente en la que nos explica el porqué de su negativa. Obtenemos de él una «larga historia», posiblemente una historia inteligente y bien fundada. Después que el cliente rechazó la oferta, el empleado ejecutó la acción de darle un sentido a lo que hizo el cliente —e hizo un buen trabajo en eso.

Queda claro, en este ejemplo, que la acción de darle sentido a la acción del cliente no va a modificar su negativa. Al menos, no en sí misma. La acción de «obtener la cuenta» se detuvo en el instante en que el empleado se dedicó a buscarle un sentido a la negativa del cliente. En el nivel de «obtener la cuenta», la acción de darle un sentido a lo que ocurrió se traduce en falta de acción. Bien podríamos, por lo tanto, emplazar al empleado y decirle: «¡No me venga con historias! No quiero explicaciones, sino resultados. Si el cliente dij o que no a la oferta que le hicimos, vea qué otra oferta le será aceptable. Ahora vuelva a su trabajo y busque otras formas de obtenernos esa cuenta.»

Este es un ejemplo interesante, porque nos muestra que la acción de dar sentido consiste siempre en replegarse del dominio de acción en el que previamente estábamos. Es una acción reflexiva. Uno de los peligros de buscar el sentido es, precisamente, el hecho de que, puesto que explica por qué las cosas sucedieron como sucedieron, nos alejamos de la posibilidad de cambiarlas. El dar sentido a menudo puede ser una forma de evadirnos de la acción, de tranquilizarnos, o incluso de disfrazar nuestra resignación y eliminar la posibilidad de transformar el estado actual de las cosas. Cuando buscamos el sentido a lo que ha ocurrido, corremos él riesgo de aceptar las cosas tal como están. Las historias pueden, frecuentemente, ser una poderosa fuerza conservadora.

Tenemos una capacidad infinita para las historias y los juicios personales. Podríamos construir un sinnúmero de explicaciones interminables para un solo acontecimiento y podríamos culpar a la gente (incluyéndonos) de todo tipo de cosas y de innumerables maneras. Podríamos permanecer en esta conversación el resto de nuestras vidas. Nos convertimos en prisioneros de nuestras historias y juicios personales. Terminamos hablando sin parar, a veces a otras personas, otras veces a nosotros mismos, sin que desarrollemos otras acciones. Quedamos atrapados en un círculo vicioso.

 

¿Cuántas veces hemos encontrado a gente que está paralizada, incapaz de tomar las acciones que podrían sacarlos de aquello que los hace sufrir? Los vemos poseídos por sus historias y juicios personales. Pasan de uno a otro, en una cadena sin fin. Pero muy poco más acontece a su alrededor. Las cosas tienden a permanecer tal como están. Estas personas son víctimas de su incapacidad de realizar acciones para superar los quiebres que enfrentan en la vida.


Date: 2016-03-03; view: 769


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