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VUELTA A LA ONTOLOGÍA DEL LENGUAJE

 

La visión aquí presentada, la ontología del lenguaje, no es sólo una interpretación más sobre el ser humano. Desafía los presupuestos básicos sostenidos durante si-los por el programa metafísico. Representa un serio intento de ir más allá de los dogmas básicos de la metafísica y lleva a su fin lo que hemos llamado la deriva metafísica. Lo hace de varias maneras.

En primer lugar, sustituye el tradicional «lenguaje del ser» por un nuevo «lenguaje del devenir». Para ello, introduce como principio fundamental la noción de «la nada». La nada, en este contexto, no debe ser confundida con el nihilismo pasivo. No se detiene en el reconocimiento pesimista de la falta de sentido de la vida humana, sino que se convierte en la fuerza motriz que permite a los seres humanos crear y regenerar un sentido de vida, necesario para sobrellevar nuestra existencia.

En segundo lugar, la ontología del lenguaje toma distancia del concepto metafísico de la verdad, concepto que marca el objetivo primordial del pensamiento racional. Supone, por el contrario, que sólo existen interpretaciones más o menos poderosas: relatos que pueden abrir y cerrar diferentes posibilidades para los seres humanos. El poder, y no la verdad, es el kriterion (palabra griega que designa el estándar de un juicio válido) fundamental. Las posibilidades no existen por sí mismas, no son independientes de los individuos para quienes resultan ser posibilidades.

La búsqueda de aquellos universales abstractos (aquellas verdades buscadas por los metafísicos) capaces de erigirse por sí mismos, independientemente de los seres humanos, es vana. Como lo proclamara Protágoras — quien, junto con Heráclito, es otro de los pensadores contra quien escriben los primeros metafísicos— «el hombre es la medida de todas las cosas». La distinción entre las proposiciones verdaderas y falsas —una distinción importante— sólo tiene sentido dentro del trasfondo compartido de una comunidad.

En tercer lugar, la ontología del lenguaje logra lo que había sido destruido por el programa metafísico: la unidad entre el orador, el lenguaje y la acción. Reconoce que todo lo dicho siempre es dicho por alguien, restableciendo lo que hemos llamado el lazo roto entre el lenguaje y el orador. Postula que el lenguaje es acción y, por lo tanto, evita la separación entre ambos, particularmente entre el pensamiento y la acción. Finalmente, postula que la acción (que abarca al lenguaje) genera ser y que ésta, por lo tanto, constituye al individuo que habla (el orador) y al que actúa (el actor). Como señalara Nietzsche «el actor es una ficción, el hecho lo es todo.»

Al mismo tiempo que reemplaza la importancia del «ser», sostenida por los metafísicos, por una comprensión renovada del «devenir», la ontología del lenguaje coloca a la acción en el centro de su argumentación. Al conectar el lenguaje con la acción se produce una comprensión nueva de la acción humana. Nos convertimos ahora en observadores de aquellas acciones —los actos lingüísticos— que no habíamos visto como acciones en el pasado y, más aún, también somos capaces de reconstruir la acción humana en términos lingüísticos, dando así un paso muy importante en nuestra capacidad de diseño.



Con todo, la mayor fuerza de la ontología del lenguaje reside en la interpretación que proporciona sobre el individuo —es decir, sobre el fenómeno de la persona humana— y su mundo. Al tratar tanto al individuo como a su mundo como construcciones lingüísticas, esta nueva aproximación ofrece una enorme expansión de las posibilidades humanas. Examinemos algunos campos en los que esta expansión se torna evidente.

El primero es el campo del sufrimiento humano. El sufrimiento, postulamos, es un fenómeno lingüístico. Eso es lo que lo diferencia del dolor. El dolor se debe a razones biológicas. Cuando sufrimos, en cambio, lo hacemos a partir de nuestras interpretaciones sobre nosotros, sobre los demás y sobre los acontecimientos en los que participamos en nuestras vidas. Sin lenguaje no habría sufrimiento. Al mismo tiempo, al intervenir mediante la conversación en nuestros juicios e interpretaciones (relatos) somos capaces de lidiar efectivamente con el sufrimiento. Es así, por lo demás, como nos aliviamos del sufrimiento, aunque rara vez advirtamos que eso es lo que hacemos.

Hay que señalar que al reconocer el carácter lingüístico de la persona, podemos intervenir de un modo mucho más poderoso. La ontología del lenguaje, al ser usada en la práctica del «coaching» ontológico, nos guía hacia el lugar en el que debemos buscar la fuente del sufrimiento y, por consiguiente, hacia lo que necesita ser transformado para aliviarlo. La ontología del lenguaje no ofrece eliminar el sufrimiento, ya que el sufrimiento es constitutivo de la vida humana. Pero nos muestra que existe mucho sufrimiento que podemos evitar una vez que hayamos comprendido cómo éste se genera en el lenguaje.

En un campo relacionado, postulamos que la ontología del lenguaje nos ofrece una poderosa herramienta para lidiar con uno de los rasgos más sobresalientes de nuestro tiempo: la crisis de sentido (de la vida) a la que hoy nos enfrentamos. Vivimos en un mundo posmoderno, un mundo caracterizado por el agotamiento progresivo del poder de las metanarrativas, de esos discursos sociales primordiales del pasado, a partir de los cuales conferimos un sentido a nuestras vidas. Los seres humanos están siempre intentando darse un sentido a ellos y a su mundo. Esto representa una suerte de «pecado original», una condición original que nace del hecho de que somos seres lingüísticos. No podemos vivir sin darnos un sentido a nosotros y al mundo.

Durante siglos nos hemos apoyado en discursos sociales fundamentales —sean religiosos, políticos, filosóficos, etcétera— para generar el sentido que necesitábamos para seguir viviendo. Esos metarrelatos contestaban las preguntas acerca de por qué la vida, nosotros y el mundo tenían un sentido. El debilitamiento de esos discursos fundamentales y su creciente incapacidad para generar por sí solos el sentido pleno de la vida que necesitamos, es un rasgo de nuestros tiempos. Este rasgo histórico, llamado la condición posmoderna, nos deja en una recurrente crisis de sentido, donde las respuestas religiosas, políticas, filosóficas, etcétera, del pasado no pueden darnos salidas tan efectivamente como lo hicieron alguna vez. Muchos de los males sociales de hoy han sido respuestas, frecuentemente respuestas desesperadas, al sentido del que carecemos.

Una de las mayores contribuciones de la ontología del lenguaje es la competencia que ofrece a las personas para inventar y regenerar un sentido en sus vidas. La ontología del lenguaje nos confronta con el hecho de que no podemos esperar siempre que la vida genere, por sí misma, el sentido que requerimos para vivirla. Pero, simultáneamente, nos muestra cómo generamos sentido a través del lenguaje: mediante la invención permanente de relatos y mediante la acción que nos permite transformarnos como personas y transformar nuestro mundo. La ontología del lenguaje nos permite hacernos plenamente responsables de nuestras vidas. Nos permite elegir las acciones que nos llevarán a convertirnos en aquel ser que hayamos escogido. Es un instrumento de importancia fundamental en el diseño de nuestras vidas, de nosotros y del mundo.

Digamos, finalmente, que existe —en nuestra opinión— otra importante contribución de esta nueva comprensión de los seres humanos. En el pasado, cuando éramos moldeados por esas metanarrativas que dábamos por hechos, cuando pensábamos que la verdad existía y que estaba a nuestro alcance —cuando no la poseíamos—, sucede que vivíamos en guerra, matándonos unos a otros, destruyendo nuestro entorno natural, condición de nuestra existencia. Hoy no podemos eludir el reconocimiento de un lado oscuro en los supuestos asociados a la idea metafísica de racionalidad.

En un mundo global, en un mundo como es el nuestro hoy en día, en el que nos enfrentamos a la rápida disolución de la nación-Estado, en el que todos los seres humanos del planeta hemos devenido económicamente interdependientes, y en el que hemos llegado a acumular una fuerza tan increíblemente destructiva, la aproximación metafísica no nos permite, dentro de sus fronteras, relacionarnos los unos con los otros con respeto mutuo. Se necesita una nueva comprensión del ser humano si hemos de sobrevivir. Una comprensión que nos permita observar y aceptar nuestras diferencias, y diseñar mejores vías para salvar esas mismas diferencias y vivir juntos. En la ontología del lenguaje hay un espacio para la esperanza de que eso suceda.

Tal como hemos dicho al inicio, la ontología del lenguaje no es sólo un desarrollo que nace únicamente del terreno de las ideas. Ha habido importantes condiciones históricas que han facilitado el surgimiento de las ideas que representan su centro teórico. La emergencia de nuevas formas de comunicación —que hemos llamado lenguaje electrónico— constituye, en nuestra opinión, una de esas fuerzas históricas fundamentales que apuntan en esa dirección. Vemos, por lo tanto, a la ontología del lenguaje capaz de llenar una necesidad histórica en el tratamiento de muchos de los asuntos que desafían al mundo de hoy (culturales, políticos, económicos, individuales, etcétera).

En este sentido, la ontología del lenguaje es un buen ejemplo del resultado de las condiciones de nuestros sistemas sociales actuales, así como también representa un inmenso recurso para lidiar con las deficiencias de esos sistemas y para contribuir a sus necesarias transformaciones futuras.


CAPITULO 3:

LOS ACTOS LINGÜÍSTICOS BÁSICOS *

ANTECEDENTES

 

Tal como lo hemos señalado previamente, según nuestra concepción tradicional, el lenguaje describe la realidad. Cuando digo, por ejemplo, «el martes hizo sol», o «ésta es una mesa de madera», o «mi computador tiene un disco duro de 40 MB», estas frases se entienden normalmente como descripciones de las propiedades de diferentes objetos (el martes pasado, esta mesa, mi computador). Cuando digo «lo siento» o «muchísimas gracias», estas frases se entienden como descripciones de sentimientos.

Nuestro sentido común da por sentado que el lenguaje describe el estado de las cosas. Esta concepción supone que la realidad ya está ahí mucho antes que el lenguaje, y lo que hace el lenguaje es simplemente describirla, «hablar de» ella. Se supone que el papel del lenguaje es pasivo. El lenguaje siempre llega tarde, cuando la realidad ya se ha establecido, ya ha ocupado su propio lugar. Por lo tanto, primero viene la realidad, después el lenguaje. El papel del lenguaje pareciera ser el de dar cuenta de lo existente.

Esta es una interpretación muy antigua del lenguaje, cuyo origen se remonta a los antiguos griegos. Es tan vieja que normalmente olvidamos que se trata de una interpretación. Aún más, llegamos incluso a pensar que esta interpretación es, en verdad, una descripción de lo que es el lenguaje y, por lo tanto, una fiel representación de su propia «realidad».

Esta interpretación, tan largamente sostenida, ha sido seriamente cuestionada desde la segunda mitad del presente siglo con la aparición de una rama de la filosofía llamada la filosofía del lenguaje y, muy particularmente, a partir de las contribuciones tardías del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein.

La filosofía del lenguaje pronto planteó que cuando hablamos no solamente describimos una realidad existente; también actuamos. El lenguaje, se sostuvo, es acción. Tomemos un ejemplo. Cuando decimos a alguien «Te felicito», no estamos describiendo una felicitación, estamos realmente haciéndola. Estamos realmente ejecutando el acto de felicitar. El filósofo británico J.L. Austin fue el primero en destacar esta cualidad activa del lenguaje o, empleando sus propias palabras, la naturaleza «ejecutante» ('performative') del lenguaje. Se dio cuenta de que aun cuando describimos, estamos «haciendo» una descripción y, por lo tanto, estamos actuando.

Otro avance importante lo produjo el filósofo norteamericano, John R. Searle, quien propuso—de una forma que nos recuerda las indagaciones de los antiguos sofistas griegos y muy particularmente de Gorgias— lo que llamó una taxonomía de los actos de habla. Según Searle, cuando hablamos, ejecutamos un número restringido y específico de acciones. Estas acciones las llamó «actos de habla». Nosotros los llamaremos actos lingüísticos, ya que estos actos pueden también ejecutarse en forma no verbal.

Searle sostuvo que, sin importar el idioma que hablemos, sea éste español, inglés o chino, siempre ejecutaremos el mismo número restringido y específico de actos lingüísticos. Quizás no sepamos hablar chino, pero sabemos, según Searle, que cuando los chinos

 

* Estoy agradecido al Dr. Fernando Flores y a Business Design Associates, propietarios de los derechos de autor de trabajos en los que se basa este segmento, por permitirme gentilmente hacer uso en este libro de largas secciones de tales trabajos.

hablan ejecutan el mismo tipo de acciones que hacen los mexicanos, los ingleses o los rusos. Todos los seres humanos, independientemente del idioma que hablamos, al hablar hacemos afirmaciones, hacemos declaraciones, hacemos peticiones, etcétera. Estas acciones lingüísticas son universales. Las encontraremos en todos los idiomas, sea cual sea el lenguaje específico que se hable. La proposición de Searle reviste la mayor importancia. Ahora podemos observar el lenguaje y distinguir las diferentes acciones que ejecutamos cuando nos comunicamos.

Gracias a estas contribuciones —y a otras que no es del caso tratar aquí— una interpretación generativa y activa del lenguaje ha progresivamente sustituido nuestra vieja interpretación pasiva del lenguaje que lo restringía a su carácter descriptivo.


Date: 2016-03-03; view: 686


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