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CUARTA PARTE SIERVOS DEL DESTINO

 

 

Pascua de 1367

Barcelona

 

Arnau permanecía arrodillado frente a su Virgen de la Mar mientras los sacerdotes celebraban los oficios de la Pascua. Junto a Elionor, entró en Santa María; la iglesia estaba llena a rebosar, pero la gente se apartó para que pudiese llegar a la primera fila. Reconocía sus sonrisas: ése le había pedido un préstamo para su barca nueva; aquél le entregó sus ahorros; otro le pidió un préstamo para la dote de su hija; aquél todavía no le había devuelto lo pactado. Ese último tenía la mirada gacha. Arnau se detuvo junto a él y para desesperación de Elionor le ofreció la mano.

– La paz sea contigo -le dijo.

Los ojos del hombre se iluminaron y Arnau prosiguió el recorrido hasta el altar mayor. Eso era todo lo que tenía, le decía a la Virgen: gente humilde que le apreciaba a cambio de ayuda. Joan estaba persiguiendo el pecado y de Guillem no sabía nada. En cuanto a Mar, ¿qué decir de ella?

Elionor le golpeó el tobillo y cuando Arnau la miró, lo instó con gestos a que se levantase. «¿Acaso has visto alguna vez a un noble que permanezca postrado de rodillas tanto tiempo como tú?», le había recriminado en varias ocasiones. Arnau no le hizo caso pero Elionor volvió a golpearle los tobillos.

«Esto es lo que tengo, madre. Una mujer que se preocupa más de las apariencias que de otra cosa, salvo de que la haga madre. ¿Debería? Sólo quiere un heredero, sólo quiere un hijo que le garantice su futuro.» Elionor le golpeó de nuevo los tobillos. Cuando Arnau se volvió hacia ella, su esposa le indicó con la mirada a los demás nobles que se hallaban en Santa María. Algunos estaban de pie, pero la mayoría permanecían sentados; sólo Arnau seguía postrado.

– ¡Sacrilegio!

El grito resonó por toda la iglesia. Los sacerdotes callaron, Arnau se levantó y todos se volvieron hacia la entrada principal de Santa María.

– ¡Sacrilegio! -volvió a oírse.

Varios hombres se abrieron paso hasta el altar al grito de sacrilegio, herejía, demonios… y ¡judíos! Iban a hablar con los sacerdotes, pero uno de ellos se dirigió a la feligresía:

– Los judíos han profanado una sagrada hostia -gritó. Un rumor se elevó entre la gente.

– No tienen suficiente con haber matado a Jesucristo -volvió a exclamar el primero desde el altar-, sino que también tienen que profanar su cuerpo.

El rumor inicial se convirtió en un griterío. Arnau se volvía hacia la gente pero su mirada se topó con la de Elionor. -Tus amigos judíos -le dijo ésta.



Arnau sabía a qué se refería su esposa. Desde el matrimonio de Mar le resultaba insoportable estar en casa y muchas tardes iba a ver a su antiguo amigo, Hasdai Crescas, y se quedaba charlando con él hasta muy tarde. Antes de que Arnau pudiera responder a Elionor, los nobles y prohombres que los acompañaban en los oficios se sumaron a los comentarios y discutieron entre sí:

– Quieren seguir haciendo sufrir a Cristo después de muerto -dijo uno.

– La ley los obliga a mantenerse en sus casas durante la Pascua, con las puertas y ventanas cerradas; ¿cómo habrán podido? -preguntó el de al lado.

– Se habrán escapado -afirmó otro.

– ¿Y los niños? -intervino una tercera-. Seguro que tambien habrán raptado a algún niño cristiano para crucificarlo y comer su corazón…

– Y beber su sangre -se escuchó.

Arnau no podía apartar los ojos de aquel grupo de nobles enfurecidos. ¿Cómo podían…? Su mirada volvió a cruzarse con la de Elionor. Sonreía.

– Tus amigos -repitió su esposa con retintín.

En aquel momento toda Santa María empezó a clamar venganza. ¡A la judería!, se azuzaron unos a otros al grito de herejes y sacrilegos. Arnau vio cómo se abalanzaban hacia la salida de la iglesia. Los nobles se quedaron atrás.

– Si no te das prisa -oyó que le decía Elionor-, te quedarás fuera de la judería.

Arnau se volvió hacia su mujer; después lo hizo hacia la Virgen. El griterío empezaba a perderse en la calle de la Mar.

– ¿A qué tanto odio, Elionor? ¿Acaso no tienes cuanto deseas?

– No, Arnau. Sabes que no tengo lo que deseo y quizá sea eso lo que entregas a tus amigos judíos.

– ¿A qué te refieres, mujer?

– A ti, Arnau, a ti. Bien sabes que nunca has cumplido con tus obligaciones conyugales.

Durante unos instantes, Arnau recordó las numerosas ocasiones en que había rechazado los acercamientos de Elionor; primero con delicadeza, tratando de no herirla, después con brusquedad, sin contemplaciones.

– El rey me obligó a casarme contigo, nada dijo de satisfacer tus necesidades -le espetó.

– El rey no -contestó ella-, pero sí la Iglesia.

– ¡Dios no puede obligarme a yacer contigo!

Elionor encajó las palabras de su marido con la mirada fija en él; después, muy lentamente, volvió la cabeza hacia al altar mayor. Se habían quedado solos en Santa María… a excepción de tres sacerdotes que permanecían en silencio escuchando la discusión del matrimonio. Arnau se volvió también hacia los tres sacerdotes. Cuando los cónyuges volvieron a cruzar sus miradas, Elionor entrecerró los ojos.

No dijo más. Arnau le dio la espalda y se encaminó hacia la salida de Santa María.

– Ve con tu amante judía -oyó que Elionor gritaba tras de sí.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Arnau. Aquel año Arnau volvía a ocupar el cargo de cónsul de la Mar. Vestido de gala se encaminó a la judería; los gritos de la muchedumbre crecían a medida que recorría la calle de la Mar, la plaza del Blat, la bajada de la Presó, para llegar hasta la iglesia de Sant Jaume. El pueblo clamaba venganza y se apelotonaba frente a unas puertas defendidas por soldados del rey. Pese al tumulto, Arnau se abrió paso con relativa facilidad.

– No se puede entrar en la judería, honorable cónsul -le dijo el oficial de guardia-. Estamos esperando órdenes del lugarteniente real, el infante donjuán, hijo de Pedro III.

Y llegaron las órdenes. A la mañana siguiente el infante don Juan dispuso la reclusión de todos los judíos de Barcelona en la sinagoga mayor, sin agua ni comida, hasta que aparecieran los culpables de la profanación de la hostia.

– Cinco mil personas -masculló Arnau en su despacho de la lonja cuando le comunicaron la noticia-. ¡Cinco mil personas hacinadas en la sinagoga sin agua ni comida! ¿Qué será de las criaturas, de los recién nacidos? ¿Qué espera el infante? ¿Qué imbécil puede esperar que algún judío se declare culpable de la profanación de una hostia? ¿Qué estúpido puede esperar que alguien se condene a muerte?

Arnau golpeó sobre la mesa de su despacho y se levantó. El bedel que le había comunicado la noticia dio un respingo. -Avisa a la guardia -le ordenó Arnau. El muy honorable cónsul de la Mar recorrió la ciudad apresuradamente, acompañado por media docena de missatges armados. Las puertas de la judería, todavía vigiladas por soldados del rey, estaban abiertas de par en par; frente a ellas, la muchedumbre había desaparecido pero había poco más de un centenar de curiosos que intentaban asomarse al interior, a pesar de los empujones que les propinaban los soldados.

– ¿Quién está al mando? -preguntó Arnau al oficial de la puerta.

– El veguer está dentro -señaló el oficial. -Avisadle.

El veguer no tardó en aparecer.

– ¿Qué deseas, Arnau? -le preguntó ofreciéndole la mano. -Deseo hablar con los judíos. -El infante ha ordenado…

– Lo sé -lo interrumpió Arnau-. Por eso mismo tengo que hablar con ellos. Tengo muchos procedimientos en marcha que afectan a judíos. Necesito hablar con ellos.

– Pero el infante… -empezó a decir el veguer.- ¡El infante vive de las aljamas! Doce mil sueldos anuales tienen que pagarle por disposición del rey. -El veguer asintió-. El infante tendrá interés en que aparezcan los culpables de la profanación, pero no te quepa duda de que también tendrá interés en que los asuntos comerciales de los judíos sigan su curso; en caso contrario… Ten en cuenta que la judería de Barcelona es la que más contribuye a esos doce mil sueldos anuales.

El veguer no lo dudó y cedió el paso a Arnau y su comitiva.

– Están en la sinagoga mayor -le dijo mientras pasaba por su lado.

– Lo sé, lo sé.

Pese a que todos los judíos estaban recluidos, el interior de la aljama era un hervidero. Sin dejar de andar, Arnau vio cómo un enjambre de frailes negros se dedicaba a inspeccionar todas y cada una de las casas de los judíos en busca de la hostia sangrante.

A las puertas de la sinagoga, Arnau se topó con otra guardia real.

– Vengo a hablar con Hasdai Crescas.

El oficial al mando intentó oponerse pero el que los acompañaba le hizo un gesto afirmativo.

Mientras esperaba la salida de Hasdai, Arnau se volvió hacia la judería. Las casas, todas con las puertas abiertas de par en par, ofrecían un espectáculo deplorable. Los frailes entraban y salían, a menudo con objetos, que mostraban a otros frailes, los cuales los examinaban y negaban con la cabeza para después arrojarlos al suelo, salpicado ya de pertenencias de los judíos. «¿Quiénes son los profanadores?», pensó Arnau.

– Honorable -oyó que le decían por la espalda.

Arnau se volvió y se encontró con Hasdai. Durante unos segundos observó aquellos ojos, que lloraban por el saqueo al que estaba siendo sometida su intimidad. Arnau ordenó a todos los soldados que se apartasen de ambos. Los missatges obedecieron, pero los soldados del rey siguieron junto a la pareja.

– ¿Acaso os interesan los asuntos del Consulado de la Mar? -les preguntó Arnau-. Retiraos junto a mis hombres. Los asuntos del consulado son secretos.

Los soldados obedecieron de mala gana. Arnau y Hasdai se miraron.

– Me gustaría darte un abrazo -le dijo Arnau cuando ya nadie podía oírlos.

– No debemos.

– ¿Cómo estáis?

– Mal, Arnau. Mal. Los viejos poco importamos, los jóvenes aguantarán, pero los niños llevan ya horas sin comer ni beber. Hay varios recién nacidos; cuando a las madres se les acabe la leche… Sólo llevamos algunas horas, pero las necesidades del cuerpo…

– ¿Puedo ayudaros?

– Nosotros hemos intentado negociar, pero el veguer no quiere atendernos. Bien sabes que sólo hay una forma: compra nuestra libertad.

– ¿Cuánto puedo llegar a…?

La mirada de Hasdai le impidió continuar. ¿Cuánto valía la vida de cinco mil judíos?

– Confío en ti, Arnau. Mi comunidad está en peligro.

Arnau extendió la mano.

– Confiamos en ti -repitió Hasdai aceptando la despedida de Arnau.

 

Arnau volvió a circular entre los frailes negros. ¿Habrían encontrado ya la hostia sangrante? Los objetos, ahora ya incluso los muebles, seguían amontonándose en las calles de la judería. Saludó al veguer a la salida. Aquella misma tarde le pediría audiencia, pero ¿cuánto debía ofrecerse por la vida de un hombre? ¿Y por la de toda una comunidad? Arnau había negociado con todo tipo de mercaderías -telas, especias, cereales, animales, barcos, oro y plata-, conocía el precio de los esclavos, pero ¿cuánto valía un amigo?

 

Arnau salió de la judería, giró a la izquierda y enfiló la calle Banys Nous; atravesó la plaza del Blat y cuando se encontraba en la calle Carders cerca de la esquina con Monteada, donde estaba su casa, se paró en seco. ¿Para qué?, ¿para encontrarse con Elionor? Dio medía vuelta para volver hasta la calle de la Mar y bajar a su mesa de cambios. Desde el día en que consintió al matrimonio de Mar… Desde aquel día Elionor lo había perseguido sin descanso. Primero ladinamente. ¡Si hasta entonces nunca le había llamado querido! Jamás se había preocupado por sus negocios, o por lo que comía o simplemente por cómo se encontraba. Cuando aquella táctica falló, Elionor decidió atacar de frente. «Soy una mujer», le dijo un día. No debió de gustarle la mirada con la que Arnau le contestó porque no dijo nada más… hasta al cabo de algunos días: «Tenemos que consumar nuestro matrimonio; estamos viviendo en pecado».

– ¿Desde cuándo te interesas tanto por mi salvación? -le contestó Arnau.

Elionor no cejó pese a los desplantes de su esposo y al final decidió hablar con el padre Juli Andreu, uno de los sacerdotes de Santa María, para exponerle el asunto. Él sí que tenía interés en la salvación de sus fieles, de los que Arnau era uno de los más queridos. Ante el cura, Arnau no podía excusarse como lo hacía con Elionor.

– No puedo, padre -le contestó cuando le asaltó un día en Santa María.

Era cierto. Justo después de la entrega de Mar al caballero de Ponts, Arnau había intentado olvidarse de la muchacha y, ¿por qué no?, crear su propia familia. Se había quedado solo. Todas las personas a las que quería habían desaparecido de su vida. Podía tener niños, jugar con ellos, volcarse y encontrar en ellos ese algo que le faltaba, y todo eso sólo podía llevarlo a cabo con Elionor. Pero cuando la veía arrimarse a él, perseguirlo por las estancias del palacio, o cuando oía su voz, falsa, forzada, tan diferente de la voz con que le había tratado hasta entonces, todos sus planteamientos se venían abajo.

– ¿Qué queréis decir, hijo? -le preguntó el sacerdote.

– El rey me obligó a casarme con Elionor, padre, pero nunca me preguntó si me gustaba su pupila.

– La baronesa…

– La baronesa no me atrae, padre. Mi cuerpo se niega.

– Puedo recomendarte un buen médico…

Arnau sonrió.

– No, padre, no. No se trata de eso. Físicamente estoy bien; es simplemente…

– Entonces debéis esforzaros por cumplir con vuestras obligaciones matrimoniales. Nuestro Señor espera…

Arnau aguantó la perorata del cura hasta que se imaginó a Elionor contándole mil historias. ¿Qué se habían creído?

– Mirad, padre -lo interrumpió-, yo no puedo obligar a mi cuerpo a desear a una mujer a la que no desea. -El sacerdote hizo ademán de intervenir pero Arnau se lo impidió con un gesto-. Juré que sería fiel a mi esposa, y eso hago: nadie puede acusarme de lo contrario. Acudo a rezar con mucha frecuencia y dono dinero a Santa María. Me da la impresión de que contribuyendo a levantar este templo expío las debilidades que cometió mi cuerpo.

El cura dejó de frotarse las manos.

– Hijo…

– ¿Qué opináis vos, padre?

El sacerdote buscó en sus escasos fundamentos de teología para rebatir cuantos argumentos había empleado. No pudo y al final se perdió con rápidos pasos entre los operarios de Santa María. Cuando Arnau se quedó solo, fue en busca de su Virgen y se arrodilló:

– Sólo pienso en ella, madre. ¿Por qué me dejaste entregarla al señor de Ponts?

No había vuelto a ver a Mar desde su matrimonio con Felip de Ponts. Cuando éste murió, pocos meses después de la ceremonia, intentó acercarse a la viuda, pero Mar no quiso recibirle. «Tal vez sea mejor», se dijo Arnau. El juramento ante la Virgen le ataba ahora más que nunca: estaba condenado a ser fiel a una mujer que no le amaba y a la que no podía amar.Y a renunciar a la única persona con quien podía ser feliz…

 

– ¿Han encontrado ya la hostia? -le preguntó Arnau al veguer, sentados uno frente a otro en el palacio que daba a la plaza del Blat.

– No -respondió éste.

– He estado hablando con los consejeros de la ciudad -le dijo Arnau-, y coinciden conmigo. El encarcelamiento de toda la comunidad judía puede afectar muy seriamente a los intereses comerciales de Barcelona. Acabamos de empezar la temporada de navegación. Si te acercas al puerto verás algunos barcos pendientes de partir. Llevan comandas de judíos; o las descargan o deberían esperar a los comerciantes que las acompañan. El problema es que no toda la carga es de los judíos; también hay mercancías de cristianos.

– ¿Por qué no las descargan?

– Subiría el precio del transporte de las mercancías de los cristianos.

El veguer abrió las manos en señal de impotencia.

– Juntad las de los judíos en unos barcos y las de los cristianos en otros -apuntó al fin como solución.

Arnau negó con la cabeza.

– No puede ser. No todos los barcos tienen el mismo destino. Sabes que la temporada de navegación es corta. Si los barcos no zarpan, se retrasará todo el comercio y no podrán volver a tiempo; perderán algún viaje y eso encarecerá las mercancías. Todos perderemos dinero. -«Tú incluido», pensó Arnau-. Por otra parte, la espera de los barcos en el puerto de Barcelona es peligrosa; si hubiese algún temporal…

– Y ¿qué propones?

«Que los soltéis a todos. Que ordenéis a los frailes que dejen de registrar sus hogares. Que les devolváis sus pertenencias, que…»

– Multad a la judería.

– El pueblo exige culpables y el infante se ha comprometido a encontrarlos. La profanación de una hostia…

– La profanación de una hostia -lo interrumpió Arnau- será más cara que otro delito. -¿Para qué discutir? Los judíos habían sido juzgados y condenados apareciese o no apareciese la hostia sangrante. La duda hizo que se frunciera el entrecejo del veguer-. ¿Por qué no lo intentas? Si lo conseguimos, serán los judíos los que paguen, sólo ellos; de lo contrario será un mal año para el comercio y pagaremos todos.

 

Rodeado de operarios, de ruido y de polvo, Arnau levantó la vista hacia la piedra de clave que cerraba la segunda de las cuatro bóvedas de la nave central de Santa María, la última que se había construido. En la gran piedra de clave estaba representada la Anunciación, con la Virgen arrodillada, cubierta por una capa roja bordada en oro, mientras recibía la noticia de su próxima maternidad de boca de un ángel. Los vivos colores, rojos y azules, pero sobre todo los dorados, captaron la mirada de Arnau. Bonita escena. El veguer había sopesado los argumentos de Arnau y finalmente cedió.

¡Veinticinco mil libras y quince culpables! Aquélla fue la respuesta que el veguer le dio al día siguiente después de consultarlo con la corte del infante don Juan.

– ¿Quince culpables? ¿Queréis ejecutar a quince personas por la insidia de cuatro dementes?

El veguer golpeó la mesa con el puño.

– Esos dementes son la santa Iglesia católica.

– Bien sabes que no -insistió Arnau.

Los dos hombres se miraron.

– Sin culpables -dijo Arnau.

– No será posible. El infante…

– ¡Sin culpables! Veinticinco mil libras es una fortuna.

Arnau volvió a abandonar el palacio del veguer sin rumbo fijo. ¿Qué iba a decirle a Hasdai? ¿Que quince de ellos debían morir? Sin embargo, no podía quitarse de la cabeza la imagen de cinco mil personas hacinadas en una sinagoga, sin agua, sin comida…

– ¿Cuándo tendré la respuesta? -le preguntó al veguer.

– El infante está cazando.

¡Cazando! Cinco mil personas recluidas por orden suya y se había ido a cazar. De Barcelona a Gerona, las tierras del infante, duque de Gerona y de Cervera, no debía de haber más de tres horas a caballo, pero Arnau tuvo que esperar hasta el día siguiente, bien entrada la tarde, para ser citado por el veguer.

– Treinta y cinco mil libras y cinco culpables.

A mil libras el judío de diferencia. «Quizá ése es el precio de un hombre», pensó Arnau.

– Cuarenta mil, sin culpables.

– No.

– Acudiré al rey.

– Bien sabes que el rey tiene suficientes problemas en la guerra con Castilla para indisponerse con su hijo y lugarteniente. Para algo lo nombró.

– Cuarenta y cinco mil, pero sin culpables.

– No, Arnau, no…

– ¡Consúltalo…! -estalló Arnau-, te lo ruego -rectificó.

 

El hedor que salía de la sinagoga golpeó a Arnau cuando aún se hallaba a varios metros de ella. Las calles de la judería habían empeorado y los muebles y objetos de los judíos se amontonaban por doquier. En el interior de las viviendas resonaban los golpes de los frailes negros que levantaban paredes y suelos en busca del cuerpo de Cristo. Arnau tuvo que esforzarse para aparentar serenidad cuando se encontró con Hasdai, en esta ocasión acompañado por dos rabinos y otros tantos jefes de la comunidad. Le escocían los ojos. ¿Serían los efluvios de orina que partían del interior de la sinagoga o simplemente las noticias que tenía que darles?

Durante algunos instantes, con un sinfín de gemidos como compañía, Arnau observó a aquellos hombres que trataban de renovar el aire de sus pulmones; ¿cómo sería dentro? Todos miraron de reojo el espectáculo que ofrecían las calles de la judería y su fuerte respiración se vio momentáneamente entrecortada.

– Exigen culpables -les dijo Arnau cuando los cinco se recuperaron-. Empezamos por quince. Estamos en cinco y espero… -No podemos esperar, Arnau Estanyol -lo interrumpió uno de los rabinos-. Hoy ha muerto un anciano; estaba enfermo, pero nuestros médicos no han podido hacer nada por él, ni siquiera mojarle los labios. No nos permiten enterrarlo. ¿Entiendes lo que eso significa? -Arnau asintió-. Mañana, el hedor de su cuerpo en descomposición se sumará a los…

– En la sinagoga -lo interrumpió Hasdai-, no podemos ni movernos; la gente…, la gente no puede levantarse para hacer sus necesidades. Las madres ya no tienen leche; han dado de mamar a sus recién nacidos y también a los demás niños, para saciar su sed. Si esperamos muchos días más, cinco culpables serán una minucia.

– Más cuarenta y cinco mil libras -añadió Arnau.

– ¿Qué nos importa el dinero cuando podemos morir todos? -intervino el otro rabino.

– ¿Y? -preguntó Arnau.

– Insiste, Arnau -le suplicó Hasdai.

Diez mil libras más apresuraron al correo del infante… o quizá ni siquiera llegó a ir. Arnau fue citado a la mañana siguiente. Tres culpables.

– ¡Son hombres! -le recriminó Arnau al veguer durante la discusión.

– Son judíos, Arnau. Sólo son judíos. Herejes propiedad de la corona. Sin su favor hoy ya estarían todos muertos y el rey ha decidido que tres de ellos deben pagar por la profanación de la hostia. El pueblo lo exige.

«¿Desde cuándo le importa tanto al rey su pueblo?», pensó Arnau.

– Además -insistió el veguer-, de esta manera se solucionarán los problemas del consulado.

El cadáver del anciano, los pechos secos de las madres, los niños llorando, los gemidos y el hedor: todo ello movió a Arnau a hacer un gesto de asentimiento. El veguer se retrepó en su sillón.

– Dos condiciones -añadió Arnau obligándolo a prestar atención de nuevo-: primera, ellos elegirán a los culpables -el veguer consintió-, y segunda, el trato debe ser aprobado por el obispo y comprometerse a calmar a los feligreses.

– Eso ya lo he hecho, Arnau. ¿Crees que me gustaría ver una nueva matanza en la judería?

 

La procesión partió de la misma judería. En su interior, las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas y las calles aparecían desiertas, sembradas de muebles. El silencio de la aljama parecía retar al clamor que se escuchaba fuera de ella, donde la gente se apiñaba alrededor del obispo, refulgente de oro al sol mediterráneo, y de la infinidad de sacerdotes y frailes negros que esperaban a lo largo de la calle de la Boquería, separados del pueblo por dos filas de soldados del rey.

El griterío rasgó el cielo cuando tres figuras aparecieron en las puertas de la judería. La gente alzó los brazos con los puños cerrados y sus insultos se confundieron con el metálico desenvainar de las espadas cuando los soldados se dispusieron a defender la comitiva. Las tres figuras, encadenadas de pies y manos, fueron conducidas hasta el centro de dos hileras de frailes negros y así, encabezada por el obispo de Barcelona, la procesión inició la marcha. La presencia de los soldados y de los dominicos no impidió que el pueblo apedreara y escupiera a los tres culpables que se arrastraban entre ellos.

Arnau rezaba en Santa María. Había llevado la noticia a la judería, donde volvió a ser recibido por Hasdai, los rabinos y los jefes de la comunidad a las puertas de la sinagoga.

– Tres culpables -les dijo tratando de sostener sus miradas-. Podéis… podéis elegirlos vosotros mismos.

Ninguno de ellos pronunció una palabra; simplemente se limitaron a observar las calles de la judería dejando que los quejidos y lamentos que surgían del templo envolviesen sus pensamientos. Arnau no tuvo valor para prolongar su intercesión y se excusó ante el veguer al abandonar la judería. «Tres inocentes…, porque tú y yo sabemos que lo de la profanación del cuerpo de Cristo es falso.»

Arnau empezó a oír el griterío de la multitud a lo largo de la calle de la Mar. El murmullo llenó Santa María; se coló por los huecos de las puertas sin terminar y subió por los andamios de madera que aguantaban las estructuras en construcción, igual que podía hacerlo cualquier albañil, hasta alcanzar las bóvedas. ¡Tres inocentes! «¿Cómo los deben de haber elegido? ¿Lo habrán hecho los rabinos o se habrán presentado voluntariamente?» Entonces, Arnau recordó los ojos de Hasdai mirando las calles de la judería. ¿Qué había en ellos? ¿Resignación? ¿Acaso no era la mirada de aquel que se está… despidiendo? Arnau tembló; sus rodillas fla-quearon y tuvo que agarrarse al reclinatorio. La procesión se acercaba a Santa María. El griterío aumentó. Arnau se levantó y miró hacia la salida que daba a la plaza de Santa María. La procesión no tardaría en entrar. Permaneció en el templo, mirando hacia la plaza, hasta que los insultos de la gente se convirtieron en realidad.

Arnau corrió hacia la puerta. Nadie oyó su alarido. Nadie lo vio llorar. Nadie lo vio caer de rodillas al observar a Hasdai encadenado, arrastrando los pies entre una lluvia de insultos, piedras y escupitajos. Hasdai pasó por delante de Santa María con la mirada puesta en el hombre que de rodillas golpeaba el suelo con los puños. Arnau no lo vio y continuó golpeando hasta que la procesión se marchó, hasta que la tierra empezó a teñirse de colorado. Entonces, alguien se arrodilló frente a él y le cogió las manos con suavidad.

– Mi padre no querría que te lastimaras por su causa -le dijo

Raquel cuando Arnau levantó la mirada.

– Lo van… lo van a matar.

– Sí.

Arnau miró el rostro de aquella niña ya convertida en mujer. Allí mismo, bajo aquella iglesia, la escondió hacía muchos años. Raquel no lloraba y, pese al peligro, lucía sus vestimentas de judía y la rodela amarilla que mostraba su condición.

– Debemos ser fuertes -le dijo la niña que él recordaba.

– ¿Por qué, Raquel? ¿Por qué él?

– Por mí. Por Jucef. Por mis hijos y los de Jucef, sus nietos; por sus amigos. Por todos los judíos de Barcelona. Dijo que ya era viejo, que ya había vivido bastante.

Arnau se levantó con la ayuda de Raquel y, apoyado en ella, siguieron el griterío.

Los quemaron vivos. Los ataron a unos postes, sobre leños y astillas, y les prendieron fuego sin que en momento alguno cesara el clamor de venganza de los cristianos. Cuando las llamas alcanzaron su cuerpo, Hasdai levantó la mirada hacia el cielo. Entonces fue Raquel la que estalló en llanto, se abrazó a Arnau y escondió las lágrimas en su pecho; estaban algo alejados de la muchedumbre.

Arnau, abrazado a la hija de Hasdai, no pudo apartar la mirada del cuerpo en llamas de su amigo. Le pareció que sangraba, pero el fuego se cebó con celeridad en el cuerpo. De repente dejó de oír los gritos de la gente; tan sólo los veía mover sus puños amenazantes… De pronto, algo lo obligó a volver el rostro hacia la derecha. A medio centenar de metros se encontraban el obispo y el inquisidor general, y junto a ellos, con el brazo extendido, señalándolo, Elionor hablaba con ellos. A un lado, había otra dama, elegantemente vestida, a la que Arnau no reconoció al principio. Éste cruzó su mirada con la del inquisidor mientras Elionor gesticulaba y gritaba sin dejar de señalarlo.

– Aquélla, aquella judía es su amante. Miradlos. Mirad cómo la abraza.

En aquel preciso instante, Arnau abrazó con fuerza a la mujer judía que lloraba sobre su pecho, mientras las llamas, coreadas por el rugido de la multitud, se elevaban hacia el cielo. Después, al desviar la mirada para huir del horror, los ojos de Arnau se cruzaron con los de Elionor. Al ver su expresión, aquel profundo odio, la maldad de la venganza satisfecha, se estremeció. Y entonces oyó la risa de la mujer que acompañaba a su esposa, una risa inconfundible, irónica, que Arnau llevaba grabada en la memoria desde que era un niño: la risa de Margarida Puig.

 

 

Una venganza que llevaba tiempo tramándose, en la que Elionor no estaba sola. Una venganza de la que la acusación contra Arnau y la judía Raquel era sólo el principio.

Las decisiones de Arnau Estanyol como barón de Granollers, Sant Vicenç dels Horts y Caldes de Montbui levantaron ampollas entre los demás nobles, que veían cómo soplaban vientos de rebeldía entre sus campesinos… Más de uno se vio obligado a sofocar, con más contundencia de la necesitada hasta aquel momento, una revuelta que pedía a gritos la abolición de ciertos privilegios a los que Arnau, aquel barón nacido siervo, había renunciado. Entre estos nobles ofendidos se encontraba Jaume de Bellera, el hijo del señor de Navarcles, al que Francesca había amamantado cuando era un niño.Y, a su lado, alguien a quien Arnau había privado de su casa, su fortuna y su estilo de vida: Genis Puig, que, tras el desahucio, tuvo que ocupar la vieja casa de Navarcles que perteneció a su abuelo, el padre de Grau. Una casa que poco tenía que ver con el palacio de la calle Monteada donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Ambos pasaron horas lamentando su mala fortuna y trazando planes de venganza. Unos planes que ahora, si las cartas de su hermana Margarida no mentían, estaban a punto de dar sus frutos…

Arnau rogó al marinero que estaba testificando que guardase silencio y se volvió hacia el alguacil del tribunal del Consulado de la Mar que había interrumpido el juicio.

– Un oficial y varios soldados de la Inquisición quieren veros -le susurró éste inclinándose sobre él.

– ¿Qué quieren? -preguntó Arnau. El portero hizo un gesto de ignorancia-. Que esperen al final del juicio -ordenó antes de instar al marinero a que continuase con sus explicaciones.

Otro marinero había muerto durante la travesía y el señor de la nave se negaba a pagar a sus herederos más de dos meses de salario, cuando la viuda sostenía que el pacto no había sido por meses y que en consecuencia, habiendo muerto en alta mar su marido, le correspondía la mitad de la cantidad pactada.

– Continuad -lo instó Arnau, con la mirada en la viuda y los tres hijos del fallecido.

– Ningún marinero pacta por meses…

De pronto, las puertas del tribunal se abrieron violentamente. Un oficial y seis soldados de la Inquisición, armados, empujando sin contemplaciones al alguacil del tribunal, irrumpieron en la sala.

– ¿Arnau Estanyol? -preguntó el oficial dirigiéndose directamente a él.

– ¿Qué significa esto? -bramó Arnau-. ¿Cómo os atrevéis a interrumpir…?

El oficial siguió andando hasta plantarse frente a Arnau.

– ¿Eres Arnau Estanyol, cónsul de la Mar, barón de Granollers…?

– Bien lo sabéis, oficial -le interrumpió Arnau-, pero…

– Por orden del tribunal de la Santa Inquisición, quedáis detenido. Acompañadme.

Los missatges del tribunal hicieron un amago de defender a su cónsul, pero Arnau los detuvo con un gesto.

– Haced el favor de apartaros -rogó Arnau al oficial de la Inquisición.

El hombre dudó unos instantes. El cónsul, con gesto calmo, insistió con la mano indicándole que se situase más cerca de la puerta y al fin, sin dejar de vigilar a su detenido, el oficial dio los suficientes pasos para que Arnau recuperara la visión de los familiares del marinero muerto.

– Sentencio a favor de la viuda y los hijos -expuso con tranquilidad-. Deberán recibir la mitad del salario total de la travesía y no los dos meses que pretende el señor de la nave. Así lo ordena este tribunal.

Arnau golpeó con la mano, se puso en pie y se encaró al oficial de la Inquisición.

– Vamos -le dijo.

 

La noticia de la detención de Arnau Estanyol se propagó por Barcelona y desde allí, en boca de nobles, mercaderes o simples payeses, por gran parte de Cataluña.

Algunos días más tarde, en una pequeña villa del norte del principado, un inquisidor que en aquel momento estaba atemorizando a un grupo de ciudadanos recibía la noticia de boca de un oficial de la Inquisición. Joan miró al oficial. -Parece que es cierto -insistió.

El inquisidor se volvió hacia el pueblo. ¿Qué les estaba diciendo? ¿Arnau detenido?

Volvió a mirar al oficial y éste asintió con la cabeza. ¿Arnau?

La gente empezó a moverse inquieta. Joan intentó continuar pero no pudo pronunciar palabra. Una vez más se volvió hacia el oficial y percibió una sonrisa en sus labios.

– ¿No continuáis, fra Joan? -se adelantó éste-. Los pecadores os están esperando.

Joan se volvió de nuevo hacia el pueblo.

– Partimos hacia Barcelona -ordenó.

De vuelta a la ciudad condal, Joan pasó muy cerca de las tierras del barón de Granollers. Por poco que se hubiera desviado de su ruta, habría podido ver cómo el carlán de Montbui y otros caballeros sometidos a Arnau recorrían las tierras amedrentando a unos payeses que volvían a estar sometidos a los malos usos que un día Arnau derogó. «Dicen que ha sido la propia baronesa quien ha denunciado a Arnau», aseguró alguien.

Pero Joan no pasó por las tierras de Arnau. Desde que inició el regreso no cruzó palabra con el oficial ni con ninguno de los hombres que formaban la comitiva, ni siquiera con el escribano. Sin embargo no pudo dejar de oír.

– Parece ser que lo han detenido por hereje -dijo uno de los soldados lo suficientemente alto para que Joan pudiera oírlo.

– ¿El hermano de un inquisidor? -añadió otro a gritos.

– Nicolau Eimeric logrará que confiese todo lo que lleva dentro -intervino entonces el oficial.

Joan recordó a Nicolau Eimeric. ¿Cuántas veces lo había felicitado por su labor como inquisidor?

– Hay que combatir la herejía, fra Joan… Hay que buscar el pecado bajo la apariencia de bondad de la gente; en su alcoba, en sus hijos, en sus esposos.

Y él lo había hecho. «No hay que dudar en torturarlos para que confiesen.» Y él también lo había hecho, sin descanso. ¿Qué tortura le habría aplicado a Arnau para que se confesase hereje?

Joan apresuró el paso. El sucio y ajado hábito negro caía a plomo sobre sus piernas.

 

– Por su culpa me veo en esta situación -comentó Genis Puig sin dejar de andar de un lado a otro de la estancia-.Yo, que disfruté…

– De dinero, de mujeres, de poder -lo interrumpió el barón.

Pero el paseante no hizo caso del barón.

– Mis padres y mi hermano murieron como simples payeses, hambrientos, atacados por enfermedades que sólo se ceban en los pobres, y yo…

– Un simple caballero sin huestes que aportar al rey -añadió cansinamente el barón terminando la mil veces repetida frase.

Genis Puig se detuvo frente a Jaume, el hijo de Llorenç de Bellera.

– ¿Te parece gracioso?

El señor de Bellera no se movió del sillón desde el que había seguido la ronda de Genis por la torre del homenaje del castillo de Navarcles.

– Sí -le contestó al cabo de unos instantes-, más que gracioso. Tus motivos para odiar a Arnau Estanyol me parecen grotescos comparados con los míos.

Jaume de Bellera dirigió su mirada hacia lo alto de la torre.

– ¿Quieres dejar de dar vueltas de una vez?

– ¿Cuánto más tardará tu oficial? -preguntó Genis sin cesar de pasear por la torre.

Ambos esperaban la confirmación de las noticias que Margarida Puig había insinuado en una misiva previa. Genis Puig, desde Navarcles, había convencido a su hermana para que poco a poco, durante las muchas horas que Elionor pasaba sola en la que fue la casa familiar de los Puig, se ganara la confianza de la baronesa. No le costó mucho: Elionor necesitaba una confidente que odiara a su marido tanto como ella misma. Fue Margarida quien, de manera insidiosa, informó a Elionor de adonde se dirigía el barón. Fue Margarida la que inventó el adulterio de Arnau con Raquel. Ahora, en cuanto Arnau Estanyol fuera detenido por relacionarse con una judía, Jaume de Bellera y Genis Puig darían el paso que tenían previsto.

– La Inquisición ha detenido a Arnau Estanyol -confirmó el oficial tan pronto como entró en la torre del homenaje.

– Entonces Margarida tenía ra… -saltó Genis.

– Calla -le ordenó el señor de Bellera desde su sillón-.

Continúa.

– Lo detuvieron hace tres días, mientras impartía justicia en el tribunal del consulado.

– ¿De qué se le acusa? -preguntó el barón.

– No está muy claro; hay quien dice que de herejía, otros sostienen que por judaizante y otros por mantener relaciones con una judía. Todavía no lo han juzgado; está encerrado en las mazmorras del palacio episcopal. Media ciudad está a favor y media en contra, pero todos hacen cola ante su mesa de cambio para que les reintegren sus depósitos. Los he visto. La gente se pelea por recuperar su dinero.

– ¿Pagan? -intervino Genis.

– De momento, sí, pero todos saben que Arnau Estanyol ha prestado mucho dinero a gente sin recursos, y si no puede recuperar esos préstamos… Por eso la gente se pelea: dudan que la solvencia del cambista pueda sostenerse. Hay un gran revuelo.

Jaume de Bellera y Genis Puig intercambiaron una mirada.

– Empieza la caída -comentó el caballero.

– ¡Busca a la puta que me amamantó -ordenó el barón al oficial-, y enciérrala en las mazmorras del castillo!

Genis Puig se sumó al señor de Bellera y azuzó al oficial para que se apresurase.

– Esa endemoniada leche no era para mí -le había oído decir en multitud de ocasiones-, era para su hijo, Arnau Estanyol, y mientras él disfruta del dinero y del favor del rey, yo tengo que sufrir las consecuencias del mal que me transmitió su madre.

Jaume de Bellera había tenido que acudir al obispo para que la epilepsia que padecía no fuera considerada un mal del demonio. Sin embargo, la Inquisición no dudaría de que Francesca estaba endemoniada.

 

– Quisiera ver a mi hermano -le soltó Joan a Nicolau Eime-ric nada más presentarse en el palacio del obispo.

El inquisidor general entrecerró sus ojillos.

– Debes conseguir que confiese su culpa y que se arrepienta.

– ¿De qué se le acusa?

Nicolau Eimeric dio un respingo tras la mesa en la que le había recibido.

– ¿Pretendes que te diga de qué se le acusa? Eres un gran inquisidor pero… ¿acaso intentas ayudar a tu hermano? -Joan bajó la mirada-. Sólo puedo decirte que se trata de un tema muy serio. Te permitiré visitarlo siempre y cuando te comprometas a que el objetivo de tus visitas sea el de conseguir la confesión de Arnau.

¡Diez latigazos! Quince, veinticinco… ¿Cuántas veces había repetido aquella orden en los últimos años? «¡Hasta que confiese!», ordenaba al oficial que lo acompañaba.Y ahora…, ahora le pedían que obtuviera la confesión de su propio hermano. ¿Cómo iba a conseguirlo? Joan quiso contestar pero su intento se quedó en un simple movimiento de manos.

– Es tu obligación -le recordó Eimeric.

– Es mi hermano. Es lo único que tengo…

– Tienes a la Iglesia. Nos tienes a todos nosotros, tus hermanos en la fe cristiana. -El inquisidor general dejó transcurrir unos segundos-. Fra Joan, he esperado porque sabía que vendrías. Si no asumes ese compromiso, tendré que encargarme personalmente.

 

No pudo reprimir una mueca de disgusto cuando el hedor de las mazmorras del palacio episcopal golpeó sus sentidos. Mientras recorría el pasillo que le llevaría hasta Arnau, Joan oyó el goteo del agua que se filtraba por las paredes y el correteo de las ratas a su paso. Notó cómo una de ellas escapaba entre sus tobillos. Se estremeció, igual que lo había hecho ante la amenaza de Nicolau Eimeric: «… tendré que encargarme personalmente». ¿Qué falta habría cometido Arnau? ¿Cómo iba a decirle que él, su propio hermano, se había comprometido…?

El alguacil abrió la puerta de la mazmorra y una gran estancia oscura y maloliente se abrió ante Joan. Algunas sombras se movieron y el tintineo de las cadenas que las tenían sujetas a las paredes rechinó en los oídos del dominico. Éste sintió que su estómago se rebelaba contra aquella miseria y la bilis subió hasta su boca. «Allí», le dijo el alguacil señalándole una sombra encogida en un rincón, y sin esperar respuesta salió de la mazmorra. El ruido de la puerta a sus espaldas lo sobresaltó. Joan permaneció en pie, en la entrada de la estancia, envuelto en la penumbra; una única ventana enrejada, en lo alto de la pared, permitía la entrada de tenues rayos de luz. Las cadenas empezaron a sonar tras la salida del alguacil; más de una docena de sombras se movieron. ¿Estaban tranquilos porque no habían venido a por ellos o quizá desesperados por la misma razón?, pensó Joan a la vez que empezaba a verse acosado por lamentos y gemidos. Se acercó a una de las sombras, la que creía que le había señalado el alguacil, pero cuando se acuclilló ante ella, el rostro llagado y desdentado de una anciana se volvió hacia él.

Cayó hacia atrás; la anciana lo miró durante unos segundos y volvió a esconder su desdicha en la oscuridad.

– ¿Arnau? -siseó Joan todavía desde el suelo. Luego, lo repitió en voz alta, rompiendo el silencio que había obtenido por respuesta.

– ¿Joan?

Se apresuró hacia la voz que le marcaba el camino. Volvió a acuclillarse ante otra sombra, cogió la cabeza de su hermano con ambas manos y la atrajo hacia su pecho.

– ¡Virgen Santa! ¿Qué…? ¿Qué te han hecho? ¿Cómo estás? -Joan empezó a palpar a Arnau; el cabello áspero, los pómulos que empezaban a sobresalir-. ¿No te dan de comer?

– Sí -contestó Arnau-, un mendrugo y agua.

Cuando Joan tocó las argollas de sus tobillos apartó las manos con rapidez.

– ¿Podrás hacer algo por mí? -lo interrumpió Arnau. Joan calló-.Tú eres uno de ellos. Siempre me has comentado lo que te aprecia el inquisidor. Esto es insoportable, Joan. No sé cuántos días llevo aquí dentro.Te estaba esperando…

– He venido en cuanto he podido.

– ¿Has hablado ya con el inquisidor?

– Sí. -Pese a la oscuridad Joan intentó esconder la mirada.

Los dos hermanos guardaron silencio.

– ¿Y? -preguntó al fin Arnau.

– ¿Qué es lo que has hecho, Arnau?

La mano de Arnau se crispó en el brazo de Joan.

– ¿Cómo puedes pensar…?

– Necesito saberlo, Arnau. Necesito saber de qué se te acusa para poder ayudarte. Bien sabes que la denuncia es secreta; Nicolau no ha querido decírmela.

– Entonces, ¿de qué habéis hablado?

– De nada -contestó Joan-. No he querido hablar de nada con él hasta poder verte. Necesito saber por dónde puede ir la acusación para convencer a Nicolau.

– Pregúntaselo a Elionor. -Arnau volvió a ver a su mujer señalándolo entre las llamas que quemaban el cuerpo de un inocente-. Hasdai ha muerto -dijo.

– ¿Elionor?

– ¿Te extraña?

Joan perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en Arnau.

– ¿Qué te pasa, Joan? -le preguntó su hermano haciendo un esfuerzo para que no cayese.

– Este sitio…Verte así… Creo que me estoy mareando.

– Vete de aquí -lo instó Arnau-. Me serás más útil fuera que aquí tratando de consolarme.

Joan se levantó. Las piernas le flaqueaban.

– Sí. Creo que sí.

Llamó al alguacil y abandonó la mazmorra. Recorrió el pasillo precedido por el obeso vigilante. Tenía algunas monedas.

– Toma -le dijo. El hombre se limitó a guardarse los dineros-. Mañana tendrás más si tratas bien a mi hermano. -La única respuesta fue el correteo de las ratas a su paso-. ¿Me has oído? -insistió. Sólo se oyó un gruñido que reverberó por el túnel de las mazmorras hasta acallar a las ratas.

 

Necesitaba dinero. Nada más salir del palacio del obispo, Joan se dirigió hacia la mesa de cambio de Arnau, donde se encontró con una multitud que se apelotonaba en la esquina de Canvis Vells y Canvis Nous, frente al pequeño edificio desde el que Arnau había dirigido sus negocios. Joan retrocedió.

– ¡Ahí está su hermano! -gritó alguien.

Varias personas se abalanzaron sobre él. Joan hizo un amago de escapar pero cambió de parecer al ver que la gente se paraba a algunos pasos de él. ¿Cómo iban a atacar a un dominico? Se ir-guió cuanto pudo y reanudó su camino.

– ¿Qué pasa con tu hermano, fraile? -le preguntó alguien cuando Joan pasó junto a él.

Éste se encaró a un hombre que le sacaba una cabeza.

– Mi nombre es fra Joan, inquisidor del Santo Oficio -alzó la voz al mencionar su cargo-. Puedes dirigirte a mí como señor inquisidor.

Joan miró hacia arriba, directamente a los ojos del hombre. «¿Y cuáles son tus pecados?», le preguntó en silencio. El hombre retrocedió un par de pasos. Joan volvió a encaminarse hacia la mesa de cambio y la gente fue abriéndole paso.

– ¡Soy fra Joan, inquisidor del Santo Oficio! -tuvo que volver a gritar ante las puertas cerradas del establecimiento.

Tres oficiales de Arnau lo recibieron. El interior estaba revuelto; los libros estaban esparcidos sobre el tapete rojo, arrugado, que cubría la larga mesa de su hermano. Si Arnau lo viese…

– Necesito dinero -les dijo. Los tres mostraron incredulidad.

– Nosotros también -contestó el mayor, llamado Remigi, que había sustituido a Guillem.

– ¿Qué dices?

– Que no hay un solo sueldo, fra Joan. -Remigi se acercó a la mesa para volcar varios cofres-. Ni uno, fra Joan.

– ¿No tiene dinero mi hermano?

– En efectivo no. ¿Qué creéis que hace toda esa gente ahí fuera? Quieren su dinero. Llevamos varios días de acoso. Arnau sigue siendo muy rico -trató de tranquilizarlo el oficial-, pero todo está invertido, en préstamos, en comandas, en negocios en marcha…

– ¿Y no podéis exigir la devolución de los préstamos?

– El mayor deudor es el rey y ya sabéis que las arcas de su majestad…

– ¿No hay nadie más que le adeude dinero a Arnau?

– Sí. Hay mucha gente, pero son préstamos que no han vencido, y los que lo han hecho…; ya sabéis que Arnau prestaba mucho dinero a gente humilde. No pueden devolverlo. Aun así, cuando se han enterado de la situación de Arnau, muchos de ellos han venido y han pagado parte de lo que debían, lo poco que tienen, pero su gesto no es más que eso. No podemos cubrir la devolución de los depósitos.

Joan se volvió hacia la puerta y la señaló.

– Y ellos, ¿por qué pueden exigir su dinero?

– De hecho, no pueden. Todos depositaron su dinero para que Arnau negociase con él, pero el dinero es cobarde y la Inquisición… Joan le hizo un gesto para que olvidase su hábito negro. El gruñido del alguacil volvió a resonar en sus oídos. -Necesito dinero -pensó en voz alta. -Ya os he dicho que no lo hay -oyó de boca de Remigi. -Pues yo lo necesito -reiteró Joan-, Arnau lo necesita. «Arnau lo necesita y sobre todo -pensó Joan volviéndose de nuevo hacia la puerta-, necesita tranquilidad. Este escándalo sólo puede perjudicarlo. La gente pensará que está arruinado y entonces nadie querrá saber nada de él… Necesitaremos apoyos.»

– ¿No se puede hacer nada para calmar a esa gente? ¿No podemos vender nada?

– Podríamos ceder algunas comandas. Agrupar a los depositarios por comandas en las que no esté Arnau -contestó Remigi-. Pero sin su autorización…

– ¿Te sirve la mía? El oficial miró a Joan. -Es necesario, Remigi.

– Supongo que sí -cedió el empleado al cabo de unos instantes-; en realidad no perderíamos dinero. Únicamente permutaríamos negocios: ellos se quedarían con unos y nosotros con otros. Sin Arnau de por medio, se tranquilizarían…, pero tendréis que darme la autorización por escrito.

Joan firmó el documento que le preparó Remigi. -Consigue efectivo para mañana a primera hora -le dijo mientras lo rubricaba-. Necesitamos efectivo -insistió ante la mirada del oficial-; vende algo a bajo precio si es necesario, pero necesitamos ese dinero.

Tan pronto como Joan abandonó la mesa de cambio y acalló de nuevo a los acreedores, Remigi empezó a agrupar las comandas. Ese mismo día, el último barco que zarpó del puerto de Barcelona llevaba instrucciones para los corresponsales de Arnau a lo largo del Mediterráneo. Remigi actuó con rapidez; al día siguiente serían los satisfechos acreedores quienes empezarían a propagar la nueva situación de los negocios de Arnau.

 

 

Por primera vez en casi una semana, Arnau bebió agua fresca y comió algo que no fuera un mendrugo. El alguacil lo obligó a levantarse empujándolo con el pie y baldeó su sitio. «Mejor agua que excrementos», pensó Arnau. Durante unos segundos sólo se oyó el ruido del agua sobre el suelo y la ronca respiración del obeso alguacil; hasta la anciana que se había rendido a la muerte y tenía el rostro permanentemente escondido entre harapos, levantó la vista hacia la figura de Arnau.

– Deja el cubo -le ordenó el bastaix al alguacil cuando éste se aprestaba a irse.

Arnau había visto cómo maltrataba a los presos por el simple hecho de sostenerle la mirada. El alguacil se volvió con el brazo extendido pero se detuvo justo antes de impactar en el cuerpo de Arnau, que permanecía inmóvil ante el embate; entonces escupió y dejó caer el cubo al suelo. Antes de salir pateó a una de las sombras que los observaban.

Cuando la tierra absorbió el agua, Arnau volvió a sentarse. Fuera se oyó el repiqueteo de una campana. Los tenues rayos de sol que lograban filtrarse por la ventana, a ras de suelo en el exterior, y el sonido de las campanas eran su único vínculo con el mundo. Arnau alzó la vista hacia la pequeña ventana y aguzó el oído. Santa María estaba inundada de luz pero todavía no tenía campanas; sin embargo, el ruido de los cinceles contra las piedras, el martilleo sobre las maderas y los gritos de los operarios podían oírse a bastante distancia de la iglesia. Cuando el eco de alguno de aquellos ruidos entraba en la mazmorra, ¡Dios!, la luz y el sonido lo envolvían y lo llevaban en volandas junto al espíritu de quienes trabajaban entregados a la Virgen de la Mar. Arnau volvió a sentir en sus espaldas el peso de la primera piedra que llevó a Santa María. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo era un niño, un niño que encontró en la Virgen a la madre que nunca conoció…

Al menos, se dijo Arnau, había podido salvar a Raquel del terrible destino al que parecía sentenciada. Tan pronto como vio a Elionor y a Margarida Puig señalándolos a ambos, Arnau se ocupó de que Raquel y su familia huyeran de la judería. Ni él mismo sabía adonde…

– Quiero que vayas a buscar a Mar -le dijo a Joan cuando éste volvió a visitarlo.

El fraile se quedó parado, todavía a un par de pasos de su hermano.

– ¿Me has oído, Joan? -Arnau se levantó para acercarse pero las cadenas tiraron de sus piernas. Joan seguía quieto en el mismo sitio-. Joan, ¿me has oído?

– Sí…, sí…, te he oído. -Joan se acercó a Arnau para abrazarlo-. Pero… -empezó a decirle.

– Necesito verla, Joan. -Arnau agarró los hombros del fraile impidiéndole el abrazo y lo zarandeó con suavidad-. No quiero morir sin volver a hablar con ella…

– ¡Por Dios! No digas…

– Sí, Joan. Podría morir aquí mismo, solo, con una docena de desahuciados por testigos. No quisiera morir sin haber tenido la oportunidad de ver a Mar. Es algo…

– Pero ¿qué quieres decirle? ¿Qué puede ser tan importante?

– Su perdón, Joan, necesito su perdón… y decirle que la quiero. -Joan intentó zafarse de las manos de su hermano, pero Arnau se lo impidió-. Tú me conoces, tú eres un hombre de Dios. Sabes que nunca he hecho daño a nadie, excepto a esa… niña.

Joan consiguió liberar sus hombros… y cayó de rodillas frente a su hermano.

– ¡No fuis…! -empezó a decir.

– Sólo te tengo a ti, Joan -lo interrumpió Arnau arrodillándose también-.Tienes que ayudarme. Nunca me has fallado. No puedes hacerlo ahora. ¡Eres lo único que tengo, Joan!

Joan se mantuvo en silencio.

– ¿Y su esposo? -se le ocurrió preguntar-; puede que no permita…

– Murió -le contestó Arnau-. Lo averigüé cuando dejó de pagar los intereses de un préstamo barato. Falleció a las órdenes del rey, en la defensa de Calatayud.

– Pero… -intentó de nuevo Joan.

– Joan… Estoy atado a mi esposa, atado por un juramento que hice y que me impedirá unirme con Mar mientras ella viva… Pero necesito verla. Necesito contarle mis sentimientos, aunque no podamos estar juntos…-Arnau recobró poco a poco la serenidad. Había otro favor que quería pedirle a su hermano-. Pásate por la mesa de cambios. Quiero saber cómo va todo.

Joan suspiró. Aquella misma mañana, cuando acudió a la mesa de cambios, Remigi le entregó una bolsa con dinero.

– No ha sido un buen negocio -oyó de boca del oficial.

Nada era un buen negocio. Tras dejar a Arnau habiéndole prometido que iría en busca de la muchacha, Joan pagó al alguacil en la misma puerta de la mazmorra.

– Me ha pedido un cubo.

¿Qué valía un cubo para que Arnau…? Joan depositó otra moneda.

– Quiero ese cubo limpio en todo momento. -El alguacil se guardó los dineros y se volvió para enfilar el pasillo-. Hay un preso muerto ahí dentro -añadió Joan.

El alguacil se limitó a encogerse de hombros.

 

Ni siquiera salió del palacio episcopal.Tras dejar las mazmorras, fue en busca de Nicolau Eimeric. Conocía aquellos pasillos. ¿Cuántas veces los había recorrido en su juventud, orgulloso de sus responsabilidades? Ahora eran otros jóvenes los que se movían por ellos, unos p


Date: 2016-03-03; view: 478


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