Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 18 page

– Ciudadanos de Barcelona -gritó lo suficientemente alto para que le pudiera escuchar todo el ejército-, sé la razón por la que hoy estáis aquí y sé que buscáis justicia para con una conciu-dadana vuestra. Aquí me tenéis. Me confieso autor de los delitos que se me imputan, pero antes de que me prendáis y arraséis mis propiedades os suplico la oportunidad de hablar.

– Hazlo -le permitió uno de los consejeros.

– Es cierto que, contra su voluntad, he secuestrado y yacido con Mar Estanyol… -Un murmullo recorrió las filas de la host barcelonesa interrumpiendo el discurso de Felip de Ponts. Arnau cerró las manos sobre la ballesta-. Lo he hecho aun a costa de mi vida, consciente del castigo por tales delitos. Lo he hecho y volvería a hacerlo si volviera a nacer, pues tal es el amor que siento por esa muchacha, tal la desazón por verla marchitarse en su juventud sin un marido a su lado para disfrutar de los dones que Dios le ha concedido, que mis sentimientos superaron la razón y mis actos fueron más los de un animal loco de pasión que los de un caballero del rey Pedro. -Joan sintió la atención del ejército y mentalmente trató de dictarle al caballero sus siguientes palabras-. Como animal que he sido, me entrego a vosotros; como caballero que me gustaría volver a ser, me comprometo a contraer matrimonio con Mar para seguir amándola toda la vida. ¡Juzgad-me! No estoy dispuesto, como prevén nuestras leyes, a proporcionarle marido de su valor. Antes que verla con otro me quitaría la vida yo mismo.

Felip de Ponts finalizó su discurso y esperó orgullosamente erguido sobre su caballo, desafiando a un ejército de tres mil hombres que se mantenía en silencio tratando de asimilar las palabras que acababan de escuchar.

– ¡Loado sea el Señor! -gritó Joan.

Arnau le miró extrañado. Todos se volvieron hacia el fraile, Elionor incluida.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Arnau.

– Arnau -le dijo Joan agarrándole del brazo y en voz lo suficientemente alta para que lo pudieran oír los presentes-, éste no es más que el resultado de nuestra propia negligencia. -Arnau dio un respingo-. Durante años hemos consentido los caprichos de Mar, haciendo dejación de nuestros deberes para con una joven sana y bella que ya debería haber traído hijos a este mundo, como es su obligación; así lo disponen las leyes de Dios y nosotros no somos quiénes para negar los designios de Nuestro Señor. -Arnau intentó replicar, pero Joan lo obligó a guardar silencio con un movimiento de la mano-. Me siento culpable. Durante años me he sentido culpable por ser demasiado complaciente con una mujer caprichosa cuya vida carecía de sentido conforme a las normas de la santa Iglesia católica. Este caballero -añadió señalando a Felip de Ponts- no es más que la mano de Dios, alguien enviado por el Señor para realizar aquello que no hemos sabido hacer nosotros. Sí, durante años me he sentido culpable al comprobar cómo se marchitaba la belleza y salud que Dios había proporcionado a una muchacha que tuvo la fortuna de ser recogida por un hombre bondadoso como tú. No quiero sentirme culpable también de la muerte de un caballero que, a costa de su propia vida, que hoy nos ofrece, ha venido a cumplir lo que nosotros no hemos sido capaces de cumplir. Consiente en el matrimonio. Yo, si de algo te sirve mi opinión, aceptaría.



Arnau guardó silencio durante unos instantes. El ejército entero estaba pendiente de sus palabras. Joan aprovechó el momento para volverse hacia Elionor y le pareció observar una orgullosa sonrisa en sus labios.

– ¿Quieres decir que esto es culpa mía? -preguntó Arnau a Joan.

– Mía, Arnau, mía. Soy yo quien debería haberte advertido de cuáles son las leyes de la Iglesia, de cuál es el designio de Dios, pero no lo he hecho… y lo siento.

Guillem echaba fuego por los ojos.

– ¿Cuál es el deseo de la muchacha? -preguntó Arnau al señor de Ponts.

– Soy caballero del rey Pedro -contestó éste-, y sus leyes, las mismas por las que hoy estáis aquí, no valoran el deseo de una mujer casadera. -Un rumor de aprobación corrió entre las filas de la host-. Estoy ofreciéndome en matrimonio, yo, Felip de Ponts, caballero catalán. Si tú, Arnau Estanyol, barón de Cataluña, cónsul de la Mar, no consientes el matrimonio, prendedme y juzgadme; si consientes, de poco importa el deseo de la muchacha.

El ejército volvió a aprobar las palabras del caballero. Aquélla era la ley, y todos la cumplían y entregaban a sus hijas en matrimonio con independencia de su voluntad.

– No se trata de su deseo, Arnau -terció Joan bajando la voz-. Se trata de tu obligación. Asúmela. Nadie pide la opinión de sus hijas o sus pupilas. Se decide siempre considerando lo más beneficioso para ellas. Este hombre ha yacido con Mar. Poco importa ya cuál sea el deseo de la muchacha. O se casa con él o su vida será un infierno. Tienes que decidir tú, Arnau: una muerte más o la solución divina a nuestra dejadez.

Arnau buscó entre sus allegados. Miró a Guillem, que permanecía con la vista clavada en el caballero, rezumando odio. Encontró a Elionor, su esposa por designio real, y los dos aguantaron la mirada. Con un gesto, Arnau requirió su opinión. Elionor asintió. Por último, se volvió hacia Joan.

– Es la ley -le contestó éste.

Arnau miró al caballero. Después al ejército. Habían bajado sus armas. Ninguno de aquellos tres mil hombres parecía discutir los argumentos del señor de Ponts, ninguno pensaba ya en la guerra. Esperaban la decisión de Arnau. Aquélla era la ley catalana, la ley de la mujer. ¿Qué conseguiría luchando, matando al caballero y liberando a Mar? ¿Cuál sería la vida de la muchacha a partir de entonces, secuestrada y violada como lo había sido? ¿Un convento?

– Consiento.

Hubo un momento de silencio. Luego, un murmullo se propagó entre las filas de los soldados mientras se trasladaba de unos a otros la decisión de Arnau. Alguien aprobó públicamente su postura. Otro gritó. Algunos más se sumaron y la host estalló en vítores.

Joan y Elionor cruzaron sus miradas.

A tan sólo un centenar de metros de donde se encontraban, encerrada en la torre de vigilancia de la masía de Felip de Ponts, la mujer cuyo futuro acababa de decidirse observaba a la muchedumbre que se agolpaba al pie de la pequeña loma. ¿Por qué no subían? ¿Por qué no atacaban? ¿Qué podían estar tratando con aquel miserable? ¿Qué gritaban?

– ¡Arnau! ¿Qué gritan tus hombres?

 

 

El griterío de la host lo convenció de que lo que acababa de oír era cierto: «Consiento». Guillem apretó los labios con fuerza. Alguien le golpeó la espalda y se unió al griterío. «Consiento.» Guillem miró a Arnau y después al caballero. Su rostro aparecía relajado. ¿Qué podía hacer un simple esclavo como él? Volvió a mirar a Felip de Ponts; ahora sonreía. «He yacido con Mar Estanyol -eso es lo que había dicho-: ¡he yacido con Mar Estanyol!» ¿Cómo podía Arnau…?

Alguien le acercó un pellejo de vino a la boca. Guillem lo apartó de malos modos.

– ¿No bebes, cristiano? -oyó que le decían.

Su mirada se cruzó con la de Arnau. Los prohombres felicitaban a Felip de Ponts, todavía sobre su caballo. La gente bebía y reía.

– ¿No bebes, cristiano? -volvió a oír tras de sí.

Guillem empujó al hombre del pellejo y volvió a buscar a Arnau con la mirada. Los prohombres lo felicitaban también a él. Rodeado, Arnau logró asomar la cabeza para atender a Guillem.

La gente, Joan entre ellos, empujó a Arnau en dirección a la masía del caballero, pero Arnau no dejó de mirar a Guillem.

Mientras, la host entera festejaba el acuerdo. Los hombres habían encendido hogueras y cantaban alrededor de ellas.

– Brinda por nuestro cónsul y la felicidad de su pupila -dijo otro, volviendo a acercarle un pellejo de vino.

Arnau había desaparecido en el camino a la masía.

Guillem volvió a apartar el pellejo.

– ¿No quieres brindar…?

Guillem lo miró. Le dio la espalda y se encaminó de regreso a Barcelona. El bullicio de la host fue apagándose. Guillem se encontró solo en el camino a la ciudad; arrastraba los pies…, arrastraba sus sentimientos y el poco orgullo de hombre que le restaba a un esclavo; todo él se arrastró hacia Barcelona.

Arnau rechazó el queso que le ofreció la temblorosa anciana que atendía la masía de Felip de Ponts. Prohombres y consejeros se hacinaban en el primer piso, sobre los establos, allí donde se abría el gran hogar de piedra de la masía del caballero. Buscó a Guillem entre la multitud. La gente charlaba, reía y llamaba a la anciana para que sirviese queso y vino. Joan y Elionor se quedaron junto al hogar; ambos desviaron la mirada cuando Arnau clavó la vista en ellos.

Un murmullo lo obligó a desviar su atención hacia el otro extremo de la estancia.

Mar, agarrada del antebrazo por Felip de Ponts, había entrado en la sala. Arnau vio cómo se liberaba con violencia de la mano del caballero y corría hacia él. Una sonrisa apareció en sus labios. Mar abrió los brazos mucho antes de llegar hasta donde la esperaba, pero cuando iba a abrazarlo se paró en seco y los dejó caer lentamente.

Arnau creyó ver un moratón en su mejilla.

– ¿Qué ocurre, Arnau?

Arnau se volvió y buscó ayuda en Joan, pero su hermano permanecía cabizbajo. Todos en la estancia esperaban sus palabras.

– El caballero Felip de Ponts ha invocado el usatge: Si quis virginem … -le dijo al fin.

Mar no se movió. Una lágrima empezó a correr por su mejilla. Arnau hizo un leve movimiento con la mano derecha pero al instante se retractó y dejó que aquella lágrima se perdiese en el cuello.

– Tu padre…-intentó intervenir Felip de Ponts desde detrás, antes de que Arnau lo hiciera callar con un gesto imperativo-. El cónsul de la Mar ha dado su palabra de matrimonio frente a la host de Barcelona. -Felip de Ponts lo soltó de corrido, antes de que Arnau pudiera hacerle callar… o desdecirse.

– ¿Es cierto eso? -preguntó Mar.

«Lo único cierto es que me gustaría abrazarte…, besarte…, tenerte siempre conmigo. ¿Es eso lo que siente un padre?», pensó Arnau.

– Sí, Mar.

Ya no aparecieron más lágrimas en el rostro de Mar. Felip de Ponts se acercó a la muchacha y volvió a cogerla por el antebrazo. Ella no se opuso. Alguien rompió el silencio tras Arnau y todos los presentes se sumaron a los gritos. Arnau y Mar seguían mirándose. Se oyó un viva por los novios que atronó los oídos de Arnau. En esta ocasión fue su mejilla la que se llenó de lágrimas. Tal vez su hermano tuviera razón, tal vez él hubiera adivinado lo que ni siquiera sabía el propio Arnau. Ante la Virgen juró que no volvería a ser infiel a una esposa, aunque fuera una esposa impuesta, por amor a otra mujer.

– ¿Padre? -preguntó Mar acercando su mano libre para enjugar sus lágrimas.

Arnau tembló cuando sintió el roce de Mar sobre su rostro.

Giró sobre sí mismo y huyó.

En aquel mismo momento, en algún lugar del solitario y oscuro camino de vuelta a Barcelona, un esclavo levantó la vista al cielo y oyó el grito de dolor que lanzaba la niña a la que había cuidado como a una hija suya. Nació esclavo y había vivido como tal. Había aprendido a amar en silencio y a reprimir sus sentimientos. Un esclavo no era un hombre, por eso en su soledad, el único lugar en el que nadie podía coartar su libertad, aprendió a ver mucho más allá que todos aquellos a quienes la vida les obnubilaba el espíritu. Había visto el amor que sentían el uno por el otro y había rezado, a sus dos dioses, para que aquellos seres a los que tanto amaba lograran liberarse de sus cadenas, unas ataduras mucho más fuertes que las de un simple esclavo.

Guillem se permitió llorar, una conducta que como esclavo tenía prohibida.

 

Guillem nunca cruzó las puertas de Barcelona. Llegó a la ciudad todavía de noche y se quedó ante la cerrada puerta de San Daniel. Le habían arrebatado a su niña. Quizá lo hizo sin saberlo, pero Arnau la había vendido como si de una esclava se tratara. ¿Qué iba a hacer él en Barcelona? ¿Cómo iba a sentarse donde lo había hecho Mar? ¿Cómo iba a pasear por donde lo había hecho con ella, charlando, riendo, compartiendo los secretos sentimientos de su niña? ¿Qué podía hacer en Barcelona sino recordarla día y noche? ¿Qué futuro le esperaba junto al hombre que había cercenado las ilusiones de ambos?

Guillem siguió recorriendo el camino de la costa y al cabo de dos días llegó al puerto de Salou, el segundo en importancia de Cataluña. Allí miró al mar, al horizonte, y la brisa marina le trajo recuerdos de su infancia en Genova, de una madre y unos hermanos de los que había sido cruelmente separado tras ser vendido a un comerciante con el que empezó a aprender el negocio. Después, en un viaje comercial por mar, amo y esclavo fueron capturados por los catalanes, en permanente guerra con Genova. Guillem pasó de mano en mano hasta que Hasdai Crescas vio en él unas cualidades muy superiores a las de un simple obrero manual. Volvió a mirar al mar, a los barcos y a los pasajeros… ¿Por qué no Genova?

– ¿Cuándo sale el próximo barco hacia la Lombardía, hacia Pisa? -El joven revolvió nervioso los papeles que se amontonaban en la mesa del almacén. No conocía a Guillem y al principio lo trató con desdén, como hubiera hecho con cualquier esclavo sucio y maloliente, pero cuando el moro se presentó, las palabras que solía decir su padre aparecieron en su mente: «Guillem es la mano derecha de Arnau Estanyol, cónsul de la Mar de Barcelona, de quien nosotros vivimos»-. Necesito útiles para escribir una carta y un lugar tranquilo donde hacerlo -añadió Guillem.

«Acepto tu oferta de libertad -escribió-. Parto hacia Genova, vía Pisa, donde viajaré en tu nombre, como esclavo, y donde esperaré la carta de libertad.» ¿Qué más decirle: que sin Mar no podría vivir? Y su amo y amigo, Arnau, ¿podría? ¿Para qué recordárselo? «Voy en busca de mis orígenes, de mi familia -añadió-.Junto a Hasdai, has sido el mejor amigo que he tenido; cuida de él. Te estaré eternamente agradecido. Que Alá y Santa María te protejan. Rezaré por ti.»

El joven que lo había atendido partió hacia Barcelona en cuanto la galera en la que embarcó Guillem maniobró para abandonar el puerto de Salou.

 

Arnau rubricó la carta de libertad de Guillem lentamente, observando cada trazo que aparecía en el documento: la peste, la pelea, la mesa de cambio, días y días de trabajo, de charla, de amistad, de alegría… Su mano tembló con el último trazo. La pluma se dobló cuando acabó de firmar. Los dos sabían que eran otras razones las que lo habían impulsado a huir.

Arnau volvió a la lonja, donde ordenó la remisión de la carta de libertad a su corresponsal en Pisa. Junto a ella incluyó el mandato de pago de una pequeña fortuna.

 

– ¿No esperamos a Arnau? -preguntó Joan a Elionor tras entrar en el comedor, donde la baronesa lo esperaba ya sentada a la mesa.

– ¿Tenéis apetito? -Joan asintió con la cabeza-. Pues si queréis cenar es mejor que lo hagáis ahora.

El fraile se sentó frente a Elionor, en un costado de la larga mesa del comedor de Arnau. Dos criados les sirvieron pan blanco candeal, vino, sopa y oca asada aderezada con pimienta y cebollas.

– ¿No decíais que teníais apetito? -inquirió Elionor a Joan al ver que el fraile jugueteaba con la comida.

Joan se limitó a levantar la mirada hacia su cuñada. Aquélla fue la única frase que se oyó en toda la velada.

Varias horas después de haberse retirado a su habitación, Joan oyó movimiento en el palacio. Algunos criados se apresuraban a recibir a Arnau. Le ofrecerían comida y éste la rechazaría, como había hecho en las tres ocasiones en que Joan había decidido esperarlo: Arnau se sentaba en uno de los salones del palacete, donde le esperaba Joan, y rechazaba la tardía cena con un ademán cansino.

 

Joan oyó los pasos de vuelta de los criados. Después escuchó los de Arnau frente a su puerta, lentos, dirigiéndose a su dormitorio. ¿Qué podía decirle si salía ahora? Había intentado hablar con él en las tres ocasiones en las que lo había esperado, pero Arnau se encerraba en sí mismo y contestaba con monosílabos a las preguntas de su hermano: «¿Te encuentras bien?». «Sí.» «¿Has tenido mucho trabajo en la lonja?» «No.» «¿Van bien las cosas?» Silencio. «¿Santa María?» «Bien.» En la oscuridad de su habitación, Joan se llevó las manos al rostro. Los pasos de Arnau se habían perdido. ¿Y de qué quería que le hablara? ¿De ella? ¿Cómo podría escuchar de sus labios que la amaba?

Joan vio cómo Mar recogía la lágrima que corría por el rostro de Arnau. «¿Padre?», la oyó decir.Vio a Arnau temblar. Entonces Joan se volvió y vio que Elionor sonreía. Había sido necesario verlo sufrir para comprender…, pero ¿cómo podía confesarle la verdad? ¿Cómo iba a decirle que había sido él…? Aquella lágrima volvió a aparecer en el recuerdo de Joan. ¿Tanto la quería? ¿Lograría olvidarla? Nadie fue a consolar a Joan cuando, una noche más, se hincó de rodillas y rezó hasta el amanecer.

 

– Desearía abandonar Barcelona.

El prior de los dominicos observó al fraile; estaba demacrado, con los ojos hundidos tras unas pronunciadas ojeras moradas y el hábito negro desaliñado.

– ¿Te ves capaz, fra Joan, de asumir el cargo de inquisidor?

– Sí -aseguró Joan. El prior le miró de arriba abajo-. Sólo necesito salir de Barcelona y me recuperaré.

– Sea. La semana que viene partirás hacia el norte.

Su destino era una zona de pequeños pueblos dedicados a la agricultura o la ganadería, perdidos en el interior de valles y montañas, cuyas gentes veían con temor la llegada del inquisidor. Su presencia no era nada nuevo para ellas. Desde hacía más de cien años, cuando Ramon de Penyafort recibió el encargo del papa Inocencio IV de ocuparse de la Inquisición en el reino de Aragón y el principado de Narbona, aquellos pueblos habían sufrido las indagaciones de los frailes negros. La mayoría de las doctrinas consideradas heréticas por la Iglesia pasaron desde Francia a Cataluña: los cataros y los valdenses primero, los begardos después, y los templarios, perseguidos por el rey francés, por último. Las zonas fronterizas fueron las primeras en recibir las influencias heréticas; en aquellas tierras se condenó y ejecutó a sus nobles: el vizconde Arnau y su esposa Ermessenda; Ramon, señor del Cadí, o Guillem de Niort, veguer del conde Nunó Sanç en Cerdaña y Coflent, tierras en las que fra Joan debía ejercer su ministerio.

– Excelencia -lo recibió en uno más de aquellos pueblos una comitiva de los principales prohombres, inclinándose frente a él.

– No soy excelencia -les contestó Joan ordenándoles con gestos que se irguieran-. Llamadme simplemente fra Joan.

Su corta experiencia le demostraba que aquella escena siempre se repetía. La noticia de la llegada del inquisidor, del escribano que lo acompañaba y de media docena de soldados del Santo Oficio, los había precedido. Se encontraban en la pequeña plaza del pueblo. Joan observó a los cuatro hombres, que se negaban a erguirse completamente: mantenían la cabeza gacha, iban descubiertos y eran incapaces de estarse quietos. No había nadie más en la plaza pero Joan sabía que muchos ojos ocultos estaban puestos en él. ¿Tanto tenían que esconder?

Tras el recibimiento vendría lo de siempre: le ofrecerían el mejor alojamiento del pueblo, en el que lo esperaría una mesa bien servida, demasiado bien servida para los posibles de aquellas gentes.

– Sólo quiero un pedazo de queso, pan y agua. Retirad todo lo demás y ocupaos de que mis hombres sean atendidos -repitió vina vez más tras sentarse a la mesa.

Otra casa igual. Humilde y sencilla pero construida en piedra, a diferencia de los chamizos de barro o de madera podrida que se amontonaban en aquellos pueblos. Una mesa y varias sillas constituían todo el mobiliario de una estancia que giraba alrededor del hogar.

– Su excelencia estará cansado.

Joan miró el queso que tenía delante. Habían viajado durante varias horas caminando por sendas pedregosas, aguantando el frío del amanecer, con los pies embarrados y empapados por el rocío. Por debajo de la mesa se frotó la dolorida pantorrilla y el pie diestro, cruzada la pierna derecha sobre la izquierda.

– No soy excelencia -repitió monótonamente-, ni tampoco estoy cansado. Dios no entiende de cansancios cuando de defender su nombre se trata. Empezaremos en breve, en cuanto haya comido algo. Reunid a la gente en la plaza.

Antes de partir de Barcelona, Joan pidió en Santa Caterina el tratado escrito por el papa Gregorio IX en 1231 y estudió el procedimiento de los inquisidores itinerantes.

«¡Pecadores! ¡Arrepentios!» Primero el sermón al pueblo. Las poco más de setenta personas que se habían congregado en la plaza bajaron la vista al suelo en cuanto escucharon sus primeras palabras. Las miradas del fraile negro los paralizaba. «¡El fuego eterno os está esperando!» La primera vez dudó de su capacidad para dirigirse a las gentes, pero las palabras surgieron una tras otra, fácilmente, más fácilmente cuanto más advertía el poder que ejercía sobre aquellos atemorizados campesinos. «¡Ninguno de vosotros se librará! Dios no permite ovejas negras en su rebaño.» Tenían que denunciarse; tenía que salir a la luz la herejía. Ese era su cometido: hallar el pecado que se cometía en la intimidad, el que sólo conocían el vecino, el amigo, la esposa…

«Dios lo sabe. Os conoce. Os vigila. Aquel que contempla impasible el pecado arderá en el fuego eterno, porque es peor quien admite el pecado que el que peca; aquel que peca puede encontrar el perdón, pero el que esconde el pecado…» Entonces los escudriñaba: un movimiento de más, una mirada furtiva. Aquéllos serían los primeros. «Aquel que esconde el pecado…» Joan volvía a guardar silencio, un momento que prolongaba hasta que veía cómo se derrumbaban bajo su amenaza: «…no encontrará el perdón».

Miedo. Fuego, dolor, pecado, castigo…: el monje negro gritaba y alargaba sus diatribas hasta apoderarse de sus espíritus, una comunión que empezó a sentir ya en su primer sermón.

– Tenéis un período de gracia de tres días -terminó diciendo-. Todo el que voluntariamente se presente para confesar sus culpas será tratado con benevolencia.Transcurridos esos tres días…, el castigo será ejemplar. -Se volvió hacia el oficial-: Investiga a aquella mujer rubia, al hombre que va descalzo y también al del cinturón negro. La muchacha del crío… -Discretamente Joan los señaló-. Si no se presentasen voluntariamente, deberéis traerlos junto a otros tantos escogidos al azar.

 

Durante los tres días de gracia, Joan permaneció sentado tras la mesa, hierático, junto a un escribano y unos soldados que no cesaban de cambiar de postura mientras, lenta y silenciosamente, transcurrían las horas.

Sólo cuatro personas acudieron a romper el tedio: dos hombres que habían incumplido su obligación de asistir a misa, una mujer que había desobedecido en varias ocasiones a su marido y un niño que asomó la cabeza, con unos enormes ojos, por la jamba de la puerta.

Alguien lo empujó por la espalda pero el niño se negó a entrar y se quedó con medio cuerpo fuera y medio dentro.

– Entra, muchacho -le dijo Joan.

El niño retrocedió pero una mano volvió a empujarlo hacia el interior y cerró la puerta.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó Joan.

El niño miró a los soldados, al escribano, ya absorto en su cometido, y a Joan.

– Nueve años -tartamudeó.

– ¿Cómo te llamas?

– Alfons.

– Acércate, Alfons. ¿Qué quieres decirnos?

– Que… que hace dos meses cogí judías del huerto del vecino.

– ¿Cogí? -preguntó Joan.

Alfons bajó los ojos.

– Robé -se oyó tenuemente.

 

Joan se levantó del jergón y despabiló la candela. Hacía varias horas que el pueblo se había quedado en silencio, las mismas que él había pasado intentando conciliar el sueño. Cerraba los ojos y se adormecía, pero una lágrima que caía por la mejilla de Arnau lo devolvía a la vigilia. Necesitaba luz. Lo intentaba de nuevo, una y otra vez, pero siempre terminaba incorporándose, a veces violentamente, otras sudoroso y otras despacio, sopesando los recuerdos que le impedían dormir.

Necesitaba luz. Comprobó que quedara aceite en la lámpara.

El rostro triste de Arnau se le apareció en las sombras.

Volvió a tumbarse en el jergón. Hacía frío. Siempre hacía frío. Observó durante unos segundos el titilar de la llama y las sombras que se movían a su compás. La única ventana del dormitorio carecía de postigos y el aire se colaba por ella. «Todos bailamos alguna danza; la mía…»

Se arrebujó bajo las mantas y se obligó a cerrar los ojos.


Date: 2016-03-03; view: 524


<== previous page | next page ==>
TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 17 page | TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 19 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.016 sec.)