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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 17 page

Sólo cuando se ha producido la consumación del matrimonio mediante la cópula carnal, éste es válido frente a la Iglesia, afirmaba san León Magno.

Graciano, su maestro en la Universidad de Bolonia, abundaba en la misma doctrina, aquella que unía el simbolismo nupcial, el consentimiento que prestaban los cónyuges ante el altar, con la copulación sexual del hombre y la mujer: la una caro . Hasta san Pablo, en su famosa carta a los Efesios, decía: «El que ama a su mujer se ama a sí mismo; porque nadie odia jamás su propia carne; por el contrario, la alimenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia. Por este motivo el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer y los dos serán una sola carne. Este misterio es grande; más lo digo yo en orden a Cristo y la Iglesia».

Hasta bien entrada la noche, fra Joan estuvo enfrascado en las enseñanzas y doctrinas de los grandes. ¿Qué buscaba? Abrió de nuevo uno de los tratados. ¿Hasta cuándo iba a negar la verdad? Elionor tenía razón: sin cópula, sin unión carnal no había matrimonio. «¿Por qué no has copulado con ella? Estás viviendo en pecado. La Iglesia no reconoce tu matrimonio.» A la luz de la candela releyó a Graciano, despacio, siguiendo la letra con el dedo, tratando de encontrar lo que le constaba que no existía. «¡La pupila real! El propio rey te entregó a su pupila y tú no has copulado con ella. ¿Qué diría el rey si se enterase? Ni todo tu dinero… Es una ofensa al rey. Él te entregó a Elionor en matrimonio. Él mismo la llevó al altar y tú has ofendido la gracia que te concedió. ¿Y el obispo? ¿Qué diría el obispo?» Insistió con Graciano. Y todo por una jovencita soberbia que no había querido cumplir con su destino como mujer.

Joan estuvo buscando en los libros durante horas, pero su mente se perdía en el plan de Elionor y en las posibles alternativas. Debería decírselo directamente. Entonces se imaginaba a sí mismo, sentado frente a Arnau, quizá mejor de pie, sí, ambos en pie… «Deberías yacer con Elionor. Estás viviendo en pecado», le diría. ¿Y si se enojaba? Era barón de Cataluña, cónsul de la Mar. ¿Quién era él para decirle nada? Volvía a los libros. ¡A buena hora había prohijado a la muchacha! Ella era la causa de todos sus problemas. Si Elionor tenía razón, Arnau podría inclinarse por Mar en lugar de hacerlo por su hermano. Mar era la culpable, la única culpable de aquella situación. Había rechazado a todos los pretendientes para continuar paseando su voluptuosidad por delante de Arnau. ¿Qué hombre lo resistiría? ¡Era el diablo! El diablo hecho mujer, la tentación, el pecado. ¿Por qué tenía él que arriesgar el cariño de su hermano si el diablo era ella? El diablo era ella. La culpa la tenía ella. Sólo Cristo resistió las tentaciones. Arnau no era Dios, él era un hombre. ¿Por qué debían sufrir los hombres a causa del diablo?



Joan volvió a enfrascarse en los libros hasta que encontró lo que buscaba:

 

Mira cómo está impresa esta mala inclinación en nosotros, que la naturaleza humana por sí misma y por su original corrupción, sin otro extraño motivo o instigación, se vuelca sobre esa vileza, que si la bondad de nuestro señor no reprimiera esa natural inclinación, todo el mundo caería general y suciamente en esa vileza. Leemos cómo a un niño pequeño y puro, criado por unos santos ermitaños en el desierto, que no había tenido contacto con hembra, lo mandaron a la ciudad donde estaban su padre y su madre.

Y en cuanto entró en el lugar en donde estaban su padre y su madre, preguntó a aquellos que lo habían llevado acerca de las cosas nuevas que veía, qué cosas eran: y como había visto bellas mujeres y bien adornadas, preguntó qué cosa eran, y los santos ermitaños dijéronle que aquellas cosas eran diablos, que turbaban a todo el mundo, y como estaban en casa del padre y de la madre, preguntaron al niño los santos ermitaños que le llevaban, y le dijeron así: «Mira qué cantidad de cosas bellas y nuevas has visto y que jamás habías visto, ¿cuál es la que más te ha gustado?».Y el niño respondió: «De todas las cosas bellas que he visto, las que más me han gustado son los diablos esos que turban el mundo».

Y como aquéllos le dijesen: «¡Oh, mezquino! ¿No has oído decir muchas veces, y leído, lo malos que son los diablos y el mal que hacen, y que su hogar es el infierno, y cómo, entonces, te han podido complacer tanto cuando los has visto por primera vez?». Dicen que respondió: «Aunque tan malas cosas sean los diablos y tanto mal hagan, y que en el infierno estén, no me importarían todos esos males y no me importaría estar en el infierno, con tal de que estuviese y habitase con diablos como ésos.Y ahora sé que los diablos del infierno no son tan malas cosas como dicen, y ahora sé que haría bien en estar en el infierno, puesto que tales diablos hay allí y con tales debería estar.Y así fuese yo con ellos, Dios lo quiera».

 

Fra Joan terminó la lectura y cerró sus libros cuando despuntaba el alba. No iba a arriesgarse. No iba a ser él un santo ermitaño que se enfrentase al niño que prefería al diablo. No iba a ser él quien llamase mezquino a su hermano. Lo decían sus libros, aquellos que precisamente había comprado Arnau para él. Su decisión no podía ser otra. Se arrodilló en el reclinatorio de su habitación, bajo la imagen de Cristo crucificado, y rezó.

Aquella noche, antes de conciliar el sueño, creyó sentir un olor extraño, un olor a muerte que inundó su habitación hasta casi ahogarlo.

 

El día de San Marcos, el Consejo de Ciento en pleno y los prohombres de Barcelona eligieron a Arnau Estanyol, barón de Granollers, Sant Vicenç y Caldes de Montbui, cónsul de la Mar de Barcelona. En procesión, como establecía el Llibre de Consolat de Mar, aclamado por el pueblo, Arnau y el segundo cónsul, los consejeros y los prohombres de la ciudad recorrieron Barcelona hasta llegar a la lonja, la sede del Consulado de la Mar, un edificio en reconstrucción en la misma playa, a pocos metros de la iglesia de Santa María y de la mesa de cambio de Arnau.

Los missatges , que así se llamaban los soldados del consulado, rindieron honores; la comitiva entró en el palacio y los consejeros de Barcelona entregaron la posesión del edificio a los recién elegidos. En cuanto los consejeros abandonaron el lugar, Arnau empezó a ejercer sus nuevas funciones: un mercader reclamaba el valor de un cargamento de pimienta que había caído al mar al ser descargado por un joven barquero. La pimienta fue llevada a la sala de juicios y Arnau comprobó personalmente su deterioro.

Escuchó las razones del mercader y el barquero y de los testigos que cada uno llevó al juicio. Conocía personalmente al mercader. Conocía personalmente al joven barquero. No hacía mucho había pedido un crédito en su mesa de cambio. Acababa de casarse. Arnau lo había felicitado y le había deseado todo tipo de parabienes.

– Sentencio -le tembló la voz- que el barquero debe satisfacer el precio de la pimienta. Así lo dispone -Arnau leyó el libro que le acercó el escribano- el capítulo sesenta y dos de las Costumbres de la Mar. -Acababa de pedirle un crédito. Acababa de casarse, en Santa María, como correspondía a los hombres de la mar. ¿Estaría ya embarazada? Arnau recordó el fulgor de los ojos de la joven esposa del barquero el día que los felicitó. Carraspeó-: ¿Tienes…? -Volvió a carraspear-: ¿Tienes dinero?

Arnau apartó la mirada del joven. Acababa de concederle un crédito. ¿Habría sido para la casa?, ¿para la ropa?, ¿para los muebles o quizá para esa barca? La negativa del joven llenó sus oídos.

– Te condeno, pues, a… -El nudo que se le formó en la garganta casi le impidió continuar-.Te condeno a prisión hasta que satisfagas el total de la cantidad adeudada.

¿Cómo podría pagarlo si no podía trabajar? ¿Estaría embarazada? Arnau olvidó golpear con la maza sobre la mesa. Los missatges le apremiaron a ello con la mirada. Golpeó. El joven fue llevado a los calabozos del consulado. Arnau bajó la mirada.

– Es necesario -le dijo el escribano cuando todos los interesados habían abandonaron la corte.

Arnau permaneció quieto, sentado a la derecha del escribano, en el centro de la inmensa mesa que presidía la sala.

– Mira -insistió el escribano poniéndole delante un nuevo libro, el reglamento del consulado-. Aquí lo dice en referencia a las órdenes de prisión: «Que así muestra su poder, de mayor a menor». Tú eres el cónsul de la Mar y debes mostrar tu poder. Nuestra prosperidad, la de nuestra ciudad, depende de ello.

Aquel día no tuvo que enviar a nadie más a prisión pero sí tuvo que hacerlo muchos otros. La jurisdicción del cónsul de la Mar alcanzaba a todos los asuntos relacionados con el comercio -precios, salarios de marineros, seguridad de las naves y de las mercaderías…- y cualesquiera otros que estuvieran relacionados con el mar. Desde que tomó posesión de su cargo, Arnau se convirtió en una autoridad independiente del baile o del veguer; dictaba sentencias, embargaba, ejecutaba bienes de los deudores, encarcelaba, y todo ello con un ejército a sus órdenes.

Y mientras Arnau se veía obligado a encarcelar a jóvenes barqueros, Elionor hizo llamar a Felip de Ponts, un caballero que conoció durante su primer matrimonio y que en varias ocasiones había acudido a ella para que intercediese ante Arnau, a quien adeudaba una considerable cantidad de dinero a la que no podía hacer frente.

– He intentado cuanto estaba en mi mano, don Felip -mintió Elionor cuando se presentó ante ella-, pero ha sido de todo punto imposible. En breve será reclamada vuestra deuda.

Felip de Ponts, un hombre grande y fuerte, con una frondosa barba rubia y ojos pequeños, empalideció al oír las palabras de su anfitriona. Si reclamaban su deuda perdería sus pocas tierras… y hasta su caballo de guerra. Un caballero sin tierras para mantenerse y sin caballo para guerrear no podía considerarse tal.

Felip de Ponts hincó una rodilla en tierra.

– Os lo ruego, señora -suplicó-. Estoy seguro de que si vos lo deseáis, vuestro marido aplazará su decisión. Si ejecuta la deuda, mi vida carecerá de sentido. ¡Hacedlo por mí! ¡Por los viejos tiempos!

Elionor se hizo rogar durante unos instantes, en pie frente al caballero arrodillado. Fingió que pensaba.

– Levantaos -ordenó-. Podría haber una posibilidad…

– ¡Os lo ruego! -repitió Felip de Ponts antes de levantarse.

– Es muy arriesgada.

– ¡Lo que sea! No tengo miedo a nada. He luchado con el rey en tod…

– Se trataría de secuestrar a una muchacha -soltó Elionor.

– No…, no os entiendo -balbuceó el caballero tras unos instantes de silencio.

– Me habéis entendido perfectamente -replicó Elionor-. Se trataría de secuestrar a una muchacha y, además…, desflorarla.

– ¡Eso está castigado con la muerte!

– No siempre.

Elionor lo había oído decir. Nunca había querido preguntar, y menos ahora, con su plan en la mente, por lo que esperó a que el dominico despejara sus dudas.

– Buscamos a alguien que la rapte -le soltó. Joan abrió los ojos desmesuradamente-. Que la viole. -Joan se llevó la mano al rostro-.Tengo entendido -prosiguió- que los Usatges disponen que si la muchacha o sus padres consienten el matrimonio, no hay pena para el violador. -Joan seguía con la mano en el rostro, mudo-. ¿Es eso cierto, fra Joan? ¿Es eso cierto? -insistió ante el silencio del fraile.

– Sí, pero…

– ¿Lo es o no lo es?

– Lo es -confirmó Joan-. El estupro está penado con el destierro perpetuo si no ha habido violencia y con la muerte si la ha habido. Pero si se consiente el matrimonio o el violador propone un marido que acepte, de igual valor que el de la muchacha, no hay pena.

Elionor esbozó una sonrisa que trató de ocultar tan pronto como Joan volvió a dirigirse a ella, tratando de disuadirla. Elionor adoptó la postura de una mujer deshonrada.

– No lo sé, pero os aseguro que no hay barbaridad que no esté dispuesta a afrontar para recuperar a mi esposo. Buscamos a alguien que la rapte -repitió-, que la viole y después consentimos el matrimonio. -Joan negó con la cabeza-. ¿Qué diferencia hay? -insistió Elionor-. Podríamos entregar a Mar en matrimonio, aun en contra de su voluntad, si Arnau no estuviese tan cegado… tan obcecado con esa joven. Vos mismo la entregaríais en matrimonio si Arnau os lo permitiese. Lo único que haríamos sería contrarrestar la perniciosa influencia de esa mujer sobre mi esposo. Seríamos nosotros quienes elegiríamos al futuro esposo de Mar; igual que si la entregásemos en matrimonio, pero sin contar con la aquiescencia de Arnau. No se puede contar con él, está loco, fuera de sí por esa joven. ¿Conocéis a algún padre que obre igual que Arnau y permita a una hija envejecer en soltería? Por más dinero que tenga. Por más noble que sea. ¿Conocéis a alguno? Hasta el rey me entregó a mí en contra… sin contar con mi opinión.

Joan fue cediendo ante las razones de Elionor, que aprovechó la debilidad del fraile para insistir una y otra vez en su precaria situación, en el pecado que se estaba cometiendo en aquella casa… Joan prometió pensarlo… y lo hizo. Felip de Ponts obtuvo su aprobación, con condiciones, pero la obtuvo.

– No siempre -repitió Elionor.

Los caballeros estaban obligados a conocer los Usatges .

– ¿Sostenéis que la muchacha consentiría en el matrimonio? ¿Por qué no se casa entonces?

– Sus tutores consentirían.

– ¿Por qué no se limitan a entregarla en matrimonio?

– Eso no os incumbe -le cortó Elionor. «Ésa -pensó- será mi tarea… y la del frailecillo.»

– Me pedís que rapte y viole a una muchacha y me decís que el motivo no es de mi incumbencia. Señora, os habéis equivocado conmigo. Seré deudor pero soy caballero…

– Es mi pupila. -Felip de Ponts se quedó sorprendido-. Sí. Os estoy hablando de mi pupila, Mar Estanyol.

Felip de Ponts recordó a la muchacha que había prohijado Arnau. La había visto en alguna ocasión en la mesa de cambio de su padre y hasta había compartido con ella una agradable conversación un día que fue a visitar a Elionor.

– ¿Queréis que rapte y violente a vuestra propia pupila?

– Me parece, don Felip, que me he expresado con bastante claridad. Puedo aseguraros que no habrá castigo a vuestro delito.

– ¿Qué motivo…?

– ¡Los motivos son cosa mía! Bien, ¿qué decidís?

– ¿Qué ganaría?

– La dote sería lo suficientemente cuantiosa para enjugar todas vuestras deudas y, creedme, mi marido sería muy generoso con su pupila. Además, ganaríais mi favor, y ya sabéis lo cerca que estoy del rey.

– ¿Y el barón?

– Yo me ocuparé del barón.

– No entiendo…

– No hay nada más que entender: la ruina, el descrédito y el deshonor, o mi favor. -Felip de Ponts tomó asiento-. La ruina o la riqueza, don Felip. Si os negáis, mañana mismo el barón ejecutará vuestra deuda y adjudicará vuestras tierras, vuestras armas y vuestros animales. Eso sí os lo puedo asegurar.

 

 

Transcurrieron diez días de angustiosa incertidumbre hasta que Arnau tuvo las primeras noticias acerca de Mar. Diez días durante los cuales paralizó cualquier actividad que no fuera la de investigar qué le había sucedido a la muchacha desaparecida sin dejar rastro. Mantuvo reuniones con el veguer y con los consejeros para instarlos a que pusieran todo su empeño en averiguar lo sucedido. Ofreció cuantiosas recompensas por cualquier información sobre la suerte o el paradero de Mar. Rezó lo que no había rezado en toda su vida, y al final, Elionor, que dijo haber recibido la información de un mercader de paso que buscaba a Arnau, le confirmó sus sospechas. La muchacha había sido secuestrada por un caballero llamado Felip de Ponts, deudor suyo, quien la retenía a la fuerza en una masía fortificada cercana a Mataró, a menos de una jornada a pie al norte de Barcelona.

Arnau mandó a aquel lugar a los missatges del consulado. Mientras, él acudió a Santa María a seguir rezando a su Virgen de la Mar. Nadie se atrevió a molestarlo e incluso los operarios frenaron el ritmo de trabajo. Postrado de rodillas bajo aquella pequeña figura de piedra que tanto había significado a lo largo de su vida, Arnau trató de alejar las escenas de horror y pánico que lo habían asaltado durante diez días y que ahora volvían a rondar su mente entreveradas con el rostro de Felip de Ponts.

Felip de Ponts asaltó a Mar en el interior de su propia casa, la amordazó y golpeó hasta que la muchacha, exhausta, cedió en su oposición. La introdujo en un saco y se sentó con ella en la parte trasera de un carro cargado con arneses que conducía uno de sus criados. De tal guisa, como si viniera de comprar o reparar sus bridas y monturas, cruzaron las puertas de la ciudad sin que nadie desconfiara del caballero. Ya en su masía, en el interior de la torre fortificada que se alzaba en uno de sus extremos, el caballero deshonró a la muchacha, una y otra vez, con más violencia y lascivia a medida que se percataba de la belleza de su rehén y de su obstinación por proteger su cuerpo, que ya no su virginidad. Porque Felip de Ponts se comprometió con Joan que robaría la virtud de Mar sin desnudarla siquiera, sin mostrarle su propio cuerpo, empleando la fuerza exclusivamente necesaria para ello y así lo hizo la primera vez, la única en que debía acercarse a Mar, pero la lujuria pudo más que su palabra de caballero.

Nada de lo que entre lágrimas y con el corazón encogido llegó a imaginar Arnau en el interior de Santa María, podía compararse con lo que sufrió la muchacha.

La entrada de los missatges en el templo paralizó por completo las obras. Las palabras del oficial resonaron como lo hacían en la corte de justicia del consulado:

– Muy honorable cónsul, es cierto.Vuestra hija ha sido secuestrada y se halla en poder del caballero Felip de Ponts.

– ¿Habéis hablado con él?

– No, muy honorable. Se ha hecho fuerte en la torre y ha negado nuestra autoridad aduciendo que no se trataba de un asunto mercantil.

– ¿Sabéis algo de la muchacha?

El oficial bajó la mirada.

Arnau clavó las uñas en el reclinatorio.

– ¿Que no tengo autoridad? Si quiere autoridad -masculló entre dientes- la tendrá.

 

La noticia del secuestro de Mar se extendió con rapidez. Al día siguiente, al alba, todas las campanas de las iglesias de Barcelona empezaron a repicar con insistencia y el «Via fora !» se convirtió en un grito unánime en boca de todos los ciudadanos: había que rescatar a una barcelonesa.

La plaza del Blat, como en tantas otras ocasiones, se convirtió en el punto de reunión del sometent , el ejército de Barcelona, adonde fueron acudiendo todas las cofradías de la ciudad. Ni una sola faltó y, bajo sus pendones, se congregaban los cofrades debidamente armados. Esa mañana Arnau se despojó de sus ropas lujosas y vistió de nuevo aquellas con las que luchó bajo las órdenes de Eiximèn d'Esparça primero y contra Pedro el Cruel después. Seguía utilizando la maravillosa ballesta de su padre, que no había querido sustituir y a la que acarició como nunca lo había hecho; al cinto, el mismo puñal con el que años atrás dio muerte a sus enemigos.

Cuando Arnau se presentó en la plaza, más de tres mil hombres lo aclamaron. Los abanderados izaron los pendones. Espadas, lanzas y ballestas se elevaron sobre las cabezas de la muchedumbre al son de un «Via fora !» ensordecedor.Arnau no se alteró. Joan y Elionor, tras Arnau, palidecieron. Arnau buscó entre el mar de armas y pendones, sobre las cabezas; los cambistas no tenían cofradía.

– ¿Entraba esto en vuestros planes? -le preguntó el dominico a Elionor en el estruendo.

Elionor tenía la mirada perdida en la muchedumbre. Barcelona entera apoyaba a Arnau. Blandían al aire sus armas y aullaban. Todo por una mujerzuela.

Arnau distinguió el pendón. La multitud fue abriéndole paso mientras se dirigía al lugar en el que se reunían los bastaixos .

– ¿Entraba esto en vuestros planes? -preguntó de nuevo el fraile. Los dos miraban la espalda de Arnau. Elionor no contestó-. Se comerán a vuestro caballero. Arrasarán sus tierras, destrozarán su masía y entonces…

– ¿Qué? Entonces, ¿qué? -gruñó Elionor con la vista al frente.

«Perderé a mi hermano. Quizá todavía estemos a tiempo de arreglar algo. Esto no puede salir bien…», pensó Joan.

– Hablad con él…-insistió.

– ¿Estáis loco, fraile?

– ¿Y si no acepta el matrimonio? ¿Y si Felip de Ponts lo cuenta todo? Hablad con él antes de que la host se ponga en marcha. Hacedlo. ¡Por Dios, Elionor!

– ¿Por Dios? -En esta ocasión Elionor volvió el rostro hacia Joan-. Hablad vos con vuestro Dios. Hacedlo, fraile.

Ambos llegaron al pendón de los bastaixos . Allí encontraron a Guillem, sin armas, como esclavo que era.

Arnau miró a Elionor con el ceño fruncido cuando se percató de su presencia.

– También es pupila mía -exclamó ella.

Los consejeros dieron la orden y el ejército del pueblo de Barcelona se puso en marcha. Los pendones de Sant Jordi y de la ciudad iban por delante, después los bastaixos y después las demás cofradías, tres mil hombres para un solo caballero, Elionor y Joan con ellos.

A medio camino, la host de Barcelona aumentó con más de un centenar de payeses de las tierras de Arnau, que acudían gustosos, con sus ballestas, a defender a quien tan generosamente los había tratado. Arnau comprobó que ningún otro noble o caballero se sumó a ellos.

Arnau caminaba serio bajo el pendón, mezclado entre los bastaixos . Joan intentó rezar, pero lo que en otros momentos le salía de corrido ahora se trababa en su mente. Ni él ni Elionor habían imaginado que Arnau llegaría a convocar a la host ciudadana. El estruendo que originaban aquellos tres mil hombres en busca de justicia y satisfacción para una ciudadana barcelonesa ensordecía a Joan. Muchos de ellos habían besado a sus hijas antes de partir; más de uno, ya armado, mientras se despedía de su mujer, la había cogido del mentón y le había dicho: «Barcelona defiende a sus gentes… sobre todo a sus mujeres».

«Arrasarán las tierras del desgraciado Felip de Ponts como si la secuestrada fuera su hija -pensó Joan-. Lo juzgarán y lo ejecutarán, pero antes le darán oportunidad de hablar…» Joan miró a Arnau, que seguía caminando en silencio, con el semblante sombrío.

Al atardecer, la host ciudadana alcanzó las tierras de Felip de Ponts y se detuvo al pie de una pequeña loma en cuya cima se encontraba la masía del caballero. Ésta no era sino una casa de payés sin defensa alguna, excepción hecha de la usual torre de vigilancia que se erguía en uno de sus costados. Joan miró hacia la masía; luego, paseó la vista por el ejército que esperaba las órdenes de los consejeros de la ciudad. Miró a Elionor, que evitó enfrentarse a él. ¡Tres mil hombres para tomar una simple masía!

Joan despertó y corrió al lugar al que se habían desplazado Arnau y Guillem, junto a los consejeros y demás prohombres de la ciudad, bajo el pendón de Sant Jordi. Los encontró discutiendo qué hacer a partir de aquel momento y el estómago se le encogió al comprobar que la gran mayoría eran partidarios de atacar la masía, sin advertencias de tipo alguno y sin dar oportunidad a Ponts de rendirse a la host.

Los consejeros empezaron a dar órdenes a los prohombres de las cofradías. Joan miró a Elionor, que permanecía hieràtica, con la mirada perdida en la masía. Se acercó a Arnau. Fue a hablarle pero no pudo. Guillem, a su lado, erguido, lo miró con un deje de desprecio. Los prohombres de las cofradías empezaron a transmitir las órdenes a sus soldados. El rumor de los preparativos para la guerra se hizo presente. Se encendieron antorchas; se oyó el acero de las espadas y la cuerda de las ballestas al tensarse. Joan se volvió para mirar a la masía y de nuevo al ejército. Se ponía en marcha. No habría concesiones. Barcelona no tendría clemencia. Arnau, como un soldado más, dejó atrás al fraile en dirección a la masía del señor de Ponts; empuñaba el cuchillo. Una nueva mirada a Elionor: seguía impasible.

– ¡No…! -gritó Joan cuando su hermano ya le había dado la espalda.

Su grito, sin embargo, fue acallado por el rumor del ejército entero. De la masía salió una figura a caballo; Felip de Ponts, al paso, lentamente, se dirigía hacia ellos.

– ¡Prendedlo! -ordenó un consejero.

– ¡No! -gritó Joan. Todos se volvieron hacia él. Arnau lo interrogó con la mirada-. Al hombre que se rinde no hay que prenderle.

– ¿Qué pasa, fraile? -inquirió uno de los consejeros-. ¿Acaso vas a mandar sobre la host de Barcelona?

Joan suplicó con la mirada a Arnau.

– Al hombre que se rinde no hay que prenderle -repitió para su hermano.

– Dejad que se rinda -concedió Arnau.

La primera mirada de Felip de Ponts fue para sus cómplices. Después se enfrentó a quienes se hallaban bajo el pendón de Sant Jordi, entre ellos Arnau y los consejeros de la ciudad.


Date: 2016-03-03; view: 459


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