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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 11 page

Sin embargo, después de haberse rendido, Jaime de Mallorca reunió un pequeño ejército de sesenta caballeros y trescientos hombres a pie, y volvió a entrar en la Cerdaña para guerrear contra su cuñado. El rey Pedro ni siquiera acudió a presentar batalla. Se limitó a mandar a sus lugartenientes. Cansado, hastiado y derrotado, el rey Jaime buscó refugio junto al papa Clemente VI, que seguía favoreciendo sus intereses y allí, en manos de la Iglesia, se tramó la última de las estrategias: Jaime III vendió al rey Felipe VI de Francia el señorío de Montpellier por doce mil escudos de oro; con esa cantidad, más los préstamos de la Iglesia, armó una flota que le proporcionó la reina Juana de Ñapóles, y en 1349 volvió a desembarcar en Mallorca.

Estaba previsto que los esclavos llegaran en los primeros viajes del año 1349. Había una gran cantidad de dinero enjuego,y si algo fallaba, el nombre de Arnau -por mucho que Hasdai respondiera por él- quedaría mancillado frente a los corresponsales con quienes tendría que trabajar en el futuro. Las letras de cambio las había firmado él y, aunque Hasdai pagase como avalista, el mercado no permitía que una letra se impagase. Las relaciones con los corresponsales dé países lejanos se basaban en la confianza, en la confianza ciega. ¿Cómo iba a triunfar un cambista que fallaba en su primera operación?

– Hasta él me ha dicho que evitemos cualquier ruta que pase por Mallorca -le confesó un día a Hasdai, la única persona con quien podía explayarse, en el huerto de la casa del judío.

Evitaban mirarse y, sin embargo, sabían que los dos estaban pensando lo mismo. ¡Cuatro barcos de esclavos! Aquella operación podía arruinar incluso a Hasdai.

– Si el rey Jaime no ha sido capaz de mantener la palabra dada el día que se rindió -dijo Guillem buscando la mirada de Hasdai-, ¿qué será del comercio y los bienes de los catalanes? Hasdai no contestó. ¿Qué podía decirle?

– Quizá tus mercaderes elijan otro puerto -apuntó al fin.

– ¿Barcelona? -preguntó Guillem meneando la cabeza.

– Nadie podía prever algo así -trató de tranquilizarlo el judío. Arnau había salvado a sus hijos de una muerte segura. ¿Cómo no consolarse con eso?

En mayo de 1349, el rey Pedro envió la armada catalana a Mallorca, en plena época de navegación, en plena época de comercio.

– Suerte que no hemos mandado ninguna nave a Mallorca -comentó un día Arnau.

Guillem se vio obligado a asentir.

– ¿Qué pasaría -preguntó de nuevo Arnau- si lo hubiéramos hecho?



– ¿Qué quieres decir?

– Nosotros recibimos dinero de la gente y lo invertimos en comandas. Si hubiésemos enviado alguna nave a Mallorca y el rey Jaime la hubiera requisado, no tendríamos ni el dinero ni las mercaderías; no podríamos devolver los depósitos. Nosotros corremos con los riesgos de las comandas. ¿Qué sucedería entonces?

– Abatut -contestó Guillem de malos modos.

– ¿Abatut ?

– Cuando un cambista no puede devolver los depósitos, el magistrado de cambios le concede un plazo de seis meses para satisfacer las deudas. Si al vencer el plazo no las ha liquidado, lo declara Abatut , lo encarcela a pan y agua y vende sus bienes para pagar a los acreedores…

– Yo no tengo bienes.

– Si los bienes no alcanzan a cubrir las deudas -siguió recitando Guillem-, se le corta la cabeza frente a su establecimiento para ejemplo de los demás cambistas. Arnau guardó silencio. Guillem no se atrevió a mirarlo. ¿Qué culpa tenía Arnau de todo aquello?

– No te preocupes -intentó tranquilizarlo-; no sucederá.

 

 

La guerra en Mallorca continuaba, pero Arnau era feliz. Cuando no tenía trabajo en la mesa, salía a la puerta y se apoyaba en el quicio. Tras la peste, Santa María volvía a cobrar vida. La pequeña iglesia románica que él y Joanet conocieron ya no existía y las obras avanzaban hacia el portal mayor. Podía pasarse horas viendo cómo los albañiles colocaban piedras y recordando las muchas que él había cargado. Santa María lo significaba todo para Arnau: su madre, su ingreso en la cofradía… Incluso el refugio para los niños judíos. De vez en cuando, para aumentar su alegría, recibía carta de su hermano. Las misivas de Joan eran breves, y en ellas sólo informaba a Arnau de que se encontraba bien de salud y plenamente dedicado al estudio.

Apareció un bastaix cargado con una piedra. Pocos habían sobrevivido a la plaga. Su propio suegro, Ramon y muchos más habían fallecido. Arnau había llorado en la playa junto a sus antiguos compañeros.

– Sebastià -murmuró al reconocer al bastaix .

– ¿Qué dices? -oyó que preguntaba Guillem a sus espaldas.

Arnau no se volvió.

– Sebastià -repitió-. Ese hombre, el que carga la piedra, se llama Sebastià.

Sebastià lo saludó al pasar por delante de él, sin volver la cabeza, con la vista al frente y los labios apretados bajo el peso de la piedra.

– Durante muchos años yo hice lo mismo -continuó Arnau con voz entrecortada. Guillem no hizo ningún comentario-. Sólo tenía catorce años cuando llevé mi primera piedra a la Virgen. -En aquel momento pasó otro bastaix . Arnau lo saludó-. Creía que me iba a partir por la mitad, que se me iba a romper el espinazo, pero la satisfacción que sentí al llegar… ¡Dios!

– Algo bueno deberá de tener vuestra Virgen para que la gente se sacrifique por ella de esta manera -oyó que le decía el moro.

Luego, los dos guardaron silencio mientras la procesión de bas-taixos pasaba por delante de ellos.

 

Los bastaixos fueron los primeros en acudir a Arnau. -Necesitamos dinero -le dijo sin rodeos Sebastià, convertido en prohombre de la cofradía-. La caja está vacía, las necesidades son muchas y el trabajo, de momento, muy escaso y mal pagado. Los cofrades no tienen con qué vivir después de la peste y yo no puedo obligarlos a contribuir a la caja hasta que se recuperen del desastre.

Arnau miró a Guillem, que, inexpresivo, estaba sentado a su lado, tras la mesa en la que brillaba el tapete rojo de seda.

– ¿Tan mala es la situación? -preguntó Arnau.

– Ni te imaginas. Con lo que han subido los alimentos, los bastaixos no ganamos para dar de comer a nuestras familias. Además, están las viudas y los huérfanos de los que han muerto. Hay que ayudarlos. Necesitamos dinero, Arnau. Te devolveremos hasta la última moneda que nos prestes.

– Lo sé.

Arnau volvió a mirar a Guillem en busca de su aprobación. ¿Qué sabía él de préstamos? Hasta el momento sólo había recibido dinero; nunca lo había prestado.

Guillem se llevó las manos al rostro y suspiró.

– Si no es posible… -empezó a decir Sebastià.

– Sí -lo interrumpió Guillem. Llevaban dos meses en guerra y no tenía noticia de sus esclavos. ¿Qué más daban unos cuantos dineros? Sería Hasdai quien se arruinaría. Arnau podía permitirse aquel préstamo-. Si a mi amo le basta vuestra palabra…

– Me basta -saltó Arnau al momento.

Arnau contó el dinero que le había pedido la cofradía de los bastaixos y se lo entregó solemnemente a Sebastià. Guillem vio cómo se estrechaban las manos por encima de la mesa, los dos en pie, en silencio, procurando torpemente esconder sus sentimientos durante un apretón que se prolongó una eternidad.

Durante el tercer mes de guerra, cuando Guillem empezaba a perder la esperanza, llegaron los cuatro mercaderes, juntos. Cuando el primero de ellos hizo escala en Sicilia y se enteró de la guerra con Mallorca, esperó la llegada de más barcos catalanes, entre ellos las tres galeras restantes. Todos los pilotos y mercaderes decidieron evitar la ruta por Mallorca y los cuatro vendieron su mercancía en Perpiñán, la segunda ciudad del principado. Como les había ordenado el moro, citaron a Guillem fuera de la mesa de cambio de Arnau, en la alhóndiga de la calle Carders y allí, una vez deducida su cuarta parte de los beneficios, le entregaron sendas letras de cambio por el principal de la operación más las tres cuartas que correspondían a Arnau. ¡Una fortuna! Cataluña necesitaba mano de obra y los esclavos se habían vendido a un precio exorbitante.

Cuando los tres mercaderes se hubieron ido y nadie en la alhóndiga lo miraba, Guillem besó las letras de cambio, una, dos, mil veces.

Enfiló el camino de regreso a la mesa de cambio, pero a la altura de la plaza del Blat cambió de idea y se dirigió hacia la judería. Después de darle la noticia a Hasdai, anduvo hasta Santa María sonriendo al cielo y a la gente.

Cuando entró en la mesa de cambio se encontró a Arnau junto a Sebastià y un sacerdote.

– Guillem -lo saludó Arnau-, te presento al padre Juli Andreu. Es el sustituto del padre Albert.

Guillem se inclinó con torpeza ante el sacerdote. Más préstamos, pensó mientras lo saludaba.

– No es lo que te imaginas -le dijo Arnau. Guillem tanteó las letras de cambio que llevaba y sonrió. ¿Qué más daba? Arnau era rico. Sonrió de nuevo y Arnau malinterpretó su sonrisa-. Es peor de lo que te imaginas -afirmó con seriedad. «¿Qué puede ser peor que un préstamo hecho a la Iglesia?», estuvo tentado de preguntar el moro. Después saludó al prohombre de los bastaixos -. Tenemos un problema -concluyó Arnau.

Los tres hombres se quedaron mirando un rato al moro. «Sólo si Guillem lo acepta», había exigido Arnau pasando por alto las referencias que el cura había hecho a su condición de esclavo.

– ¿Te he hablado alguna vez de Ramon? -Guillem negó-. Ramon fue una persona muy importante en mi vida. Me ayudó…, me ayudó mucho. -Guillem seguía en pie, como correspondía a un esclavo-. Él y su esposa fallecieron de peste y la cofradía ya no puede hacerse cargo de su hija. Hemos estado hablando…, me han pedido…

– ¿Por qué me consultas, amo?

El padre Juli Andreu, esperanzado, se giró hacia Arnau.

– La Pia Almoina y la Casa de la Caritat no dan abasto -continuó Arnau-; ya ni siquiera pueden repartir pan, vino y escudella entre los menesterosos, como hacían a diario. La peste ha hecho estragos.

– ¿Qué es lo que deseas, amo?

– Me han propuesto ahijarla.

Guillem volvió a tantear las letras de cambio. «¡A veinte, podrías ahijar ahora!», pensó.

– Si tú lo deseas -se limitó a contestar.

– Yo no sé nada de niños -saltó Arnau.

– Sólo hay que darles cariño y un hogar -terció Sebastià-. El hogar lo tienes… y me da la impresión de que el cariño te sobra.

– ¿Me ayudarás? -preguntó Arnau a Guillem, sin escuchar a Sebastià.

– Te obedeceré en cuanto desees.

– No quiero obediencia. Quiero…, pido ayuda.

– Tus palabras me honran. La tendrás, de corazón -se comprometió Guillem-; toda la que necesites.

 

La niña, de seis años, se llamaba Mar, como la Virgen. En poco más de tres meses empezó a superar el golpe que supuso para ella la epidemia de peste y la muerte de sus padres. A partir de entonces ya no pudo oírse el tintineo de las monedas o el rasgar de la pluma sobre los libros de la mesa de cambio: las risas y los correteos llenaban la casa. Arnau y Guillem, sentados tras la mesa, la regañaban cuando lograba escapar de la esclava que Guillem compró para que cuidara de ella y se asomaba al local, pero luego, indefectiblemente, se miraban sonrientes el uno al otro.

Donaha, la esclava, fue mal recibida por Arnau.

– ¡No quiero más esclavos! -gritó interrumpiendo los argumentos de Guillem.

Pero entonces la muchacha, escuálida, sucia y con la ropa hecha jirones, se echó a llorar.

– ¿Dónde estará mejor que aquí? -le preguntó entonces Guillem a Arnau-. Si tanto te disgusta, prométele la libertad, pero entonces se venderá a otra persona. Necesita comer… y nosotros necesitamos a una mujer que se ocupe de la niña. -La muchacha se arrodilló frente a Arnau y éste trató de quitársela de encima-. ¿Sabes cuánto debe de haber sufrido esta niña? -Guillem entrecerró los ojos-. Si la devolviese…

Arnau, muy a su pesar, accedió.

Además de la esclava, Guillem encontró la solución al dinero obtenido por la venta de esclavos y, tras pagar a Hasdai como corresponsal en Barcelona de los vendedores, entregó los cuantiosos beneficios obtenidos a un judío de la confianza de Hasdai, de paso por Barcelona.

Abraham Leví se plantó una mañana en la mesa de cambio. Era un hombre alto y enjuto, con una barba blanca rala y vestido con una levita negra en la que destacaba la rodela amarilla. Abraham Leví saludó a Guillem y éste se lo presentó a Arnau. Cuando el judío se sentó frente a ellos, entregó a Arnau una letra de cambio por los beneficios obtenidos.

– Quiero depositar esta cantidad en vuestro establecimiento, maese Arnau -le dijo.

Arnau abrió desmesuradamente los ojos tras ver la cantidad.

Después le entregó el documento a Guillem, instándolo nerviosamente a que lo leyera.

– Pero… -empezó a decir mientras Guillem simulaba sorprenderse- esto es mucho dinero. ¿Por qué lo depositáis en mi mesa y no en la de uno de vuestros…?

– ¿Hermanos de fe? -lo ayudó el judío-. Siempre he confiado en Sahat. No creo que el cambio de nombre -dijo mirando al moro- haya modificado su capacidad. Salgo de viaje, un viaje muy largo, y quiero que seáis vos y Sahat quienes mováis mis dineros.

– Estas cantidades se remuneran con un cuarto por el simple hecho de depositarlas en la mesa, ¿no es así, Guillem? -El moro asintió-. ¿Cómo pagaremos vuestros beneficios si partís a ese viaje tan largo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con…?

«¿A qué vienen tantas preguntas?», pensó Guillem. No le había dado tantas instrucciones a Abraham, pero el judío se defendió con soltura.

– Reinvertidlos -le contestó-. No os preocupéis por mí. No tengo hijos ni familia y, allí adonde voy, no necesito dinero. Algún día, quizá lejano, dispondré de él o mandaré a alguien para que disponga. Hasta entonces no deberéis preocuparos. Seré yo quien se ponga en contacto con vos. ¿Os molesta?

– ¿Cómo iba a molestarme? -dijo Arnau. Guillem respiró-. Si es eso lo que queréis, así sea.

Cerraron la transacción y Abraham Leví se levantó.

– Debo despedirme de algunos amigos en la judería -añadió tras hacerlo de ellos.

– Os acompaño -dijo Guillem buscando la aprobación de Arnau, que consintió con un gesto.

Desde allí, los dos se dirigieron a un escribano y, ante él, Abraham Leví otorgó carta de pago del depósito que acababa de efectuar en la mesa de cambio de Arnau Estanyol, renunció a favor de éste a cualesquiera beneficios, en la forma que éstos fueran, que dicho depósito pudiera originar. Guillem volvió a la mesa de cambio con el documento escondido bajo sus ropas. Sólo era cuestión de tiempo, pensó mientras caminaba por Barcelona. Formalmente, aquellos dineros eran propiedad del judío, así constaba en los libros de Arnau, pero nunca nadie podría reclamárselos, pues el judío había otorgado carta de pago a su favor. Mientras, los tres cuartos de los beneficios que produjera aquel capital, que serían propiedad de Arnau, serían más que suficientes para que éste multiplicase su fortuna.

Aquella noche, cuando Arnau dormía, Guillem bajó a la mesa. Había localizado una piedra suelta en la pared. Protegió el documento envolviéndolo en un paño resistente y lo escondió tras la piedra, que fijó lo mejor que pudo. Algún día le pediría a uno de los albañiles de Santa María que la fijase mejor. La fortuna de Arnau descansaría allí hasta que pudiera confesarle de dónde procedía el dinero. Sólo era cuestión de tiempo.

De mucho tiempo, tuvo que corregirse Guillem un día que paseaban por la playa tras pasar por el Consulado de la Mar para solventar algunos asuntos. Barcelona seguía recibiendo esclavos; mercadería humana que los barqueros transportaban hasta la playa, hacinada en sus laúdes. Hombres y muchachos aptos para el trabajo, pero también mujeres y niños cuyos llantos obligaron a los dos hombres a desviar la mirada.

– Escúchame bien, Guillem. Nunca, por mal que estemos -le dijo Arnau-, por más que podamos necesitarlo, financiaremos una comanda de esclavos. Antes preferiría perder la cabeza a manos del magistrado municipal.

Después vieron cómo la galera, a fuerza de remos, abandonaba el puerto de Barcelona.

– ¿Por qué se va? -preguntó Arnau sin pensar-. ¿No aprovecha el tornaviaje para cargar mercaderías?

Guillem se volvió hacia él, negando imperceptiblemente con la cabeza.

– Regresará -aseguró-. Sólo sale a alta mar… para seguir descargando -añadió con voz entrecortada.

Arnau guardó silencio durante unos instantes, mirando cómo se alejaba la galera.

– ¿Cuántos mueren? -preguntó al fin.

– Demasiados -le contestó el moro con el recuerdo en un barco similar.

– ¡Nunca, Guillem! Recuérdalo, nunca.

 

 

1 de enero de 1354

Plaza de Santa María de la Mar

Barcelona

 

Como no iba a ser frente a Santa Maria, pensó Arnau mientras observaba desde una de las ventanas de su casa a toda Barcelona reunida y apiñada en la plaza, en las calles adyacentes, sobre los andamios, dentro de la iglesia incluso, con la atención puesta en un entarimado que había hecho levantar el rey. Pedro III no había elegido la plaza del Blat, ni la de la catedral, la lonja o las soberbias atarazanas que él mismo estaba construyendo, no. Había elegido Santa María, la iglesia del pueblo, aquella que se estaba levantando gracias a la unión y el sacrificio de todas sus gentes.

– No hay lugar en Cataluña entera que represente mejor que éste el espíritu de los habitantes de Barcelona -le comentó Arnau a Guillem aquella mañana, mientras miraban cómo los operarios levantaban el entarimado-.Y el rey lo sabe. Por eso lo ha elegido.

Arnau sacudió los hombros a causa de un escalofrío. ¡Toda su vida había girado alrededor de aquella iglesia!

– Nos costará dinero -se limitó a rezongar el moro.

Arnau se volvió hacia él, tentado de protestar, pero Guillem no apartó la mirada del entarimado y Arnau optó por no añadir nada más.

Habían transcurrido cinco años desde que abrieron la mesa de cambio. Arnau contaba treinta y tres, y era feliz…Y rico, muy rico. Llevaba una vida austera, pero sus libros acreditaban una considerable fortuna.

– Vamos a desayunar -lo instó poniendo la mano sobre su hombro.

Abajo, en la cocina, los esperaba Donaha con la niña, que la ayudaba a poner la mesa.

La esclava siguió preparando el desayuno, pero Mar, al verlos, corrió hacia ellos.

– ¡Todo el mundo habla de la visita del rey! -gritó-. ¿Podremos acercarnos a él? ¿Vendrán sus caballeros?

Guillem se sentó a la mesa con un suspiro.

– Viene a pedirnos más dinero -le explicó a la niña.

– ¡Guillem! -exclamó Arnau ante la expresión de perplejidad de Mar.

– Es cierto -se defendió el moro.

– No. No lo es, Mar -le dijo Arnau obteniendo el premio de una sonrisa-. El rey viene a pedirnos ayuda para conquistar Cerdeña.

– ¿Dinero? -preguntó la niña tras guiñarle un ojo a Guillem.

Arnau observó a la muchacha primero y después a Guillem; los dos le sonrieron con ironía. ¡Cuánto había crecido aquella niña! Ya era casi una muchacha, bella, inteligente, con un encanto capaz de encandilar a cualquiera.

– ¿Dinero? -repitió la muchacha interrumpiendo sus pensamientos.

– ¡Todas las guerras cuestan dinero! -se vio obligado a reconocer Arnau.

– ¡Ah! -dijo Guillem abriendo los brazos.

Donaha empezó a llenarles las escudillas.

– ¿Por qué no le cuentas -continuó Arnau cuando Donaha acabó de servir- que en realidad no nos cuesta dinero, que en realidad ganamos dinero?

Mar abrió los ojos hacia Guillem.

Guillem titubeó.

– Llevamos tres años de impuestos especiales -comentó, negándose a dar la razón a Arnau-, tres años de guerra que hemos costeado los barceloneses.

Mar apretó los labios en una sonrisa y se volvió hacia Arnau.

– Cierto -reconoció Arnau-. Hace exactamente tres años los catalanes firmamos un tratado con Venècia y Bizancio para hacer la guerra a Genova. Nuestro objetivo era conquistar Córcega y Cerdeña, que por el tratado de Agnani debían ser feudos catalanes y que sin embargo se encontraban en poder de los genoveses. ¡Sesenta y ocho galeras armadas! -Arnau alzó la voz-. Sesenta y ocho galeras armadas, veintitrés catalanas y el resto venecianas y griegas, se enfrentaron en el Bosforo a sesenta y cinco galeras genovesas.

– ¿Qué pasó? -preguntó Mar ante el repentino silencio de Arnau.

– No ganó nadie. Nuestro almirante, Ponç de Santa Pau, murió en la batalla y sólo volvieron diez de las veintitrés galeras catalanas. ¿Qué pasó entonces, Guillem? -El esclavo negó con la cabeza-. Cuéntaselo, Guillem -insistió Arnau.

Guillem suspiró.

– Los bizantinos nos traicionaron -recitó-, y a cambio de la paz, pactaron con Genova y les concedieron el monopolio exclusivo de su comercio.

– ¿Y qué más ocurrió? -insistió Arnau.

– Perdimos una de las rutas más importantes del Mediterráneo.

– ¿Perdimos dinero?

– Sí.

Mar seguía la conversación mirando a uno y otro. Hasta Donaha, junto al hogar, hacía lo propio.

– ¿Mucho dinero?

– Sí.

– ¿Más del que después le hemos dado al rey?

– Sí.

– Sólo si el Mediterráneo es nuestro, podremos comerciar en paz -sentenció Arnau.

– ¿Y los bizantinos? -preguntó Mar.

– Al año siguiente, el rey armó una flota de cincuenta galeras capitaneada por Bernat de Cabrera y venció a los genoveses en Cerdeña. Nuestro almirante apresó treinta y tres galeras y hundió otras cinco. Ocho mil genoveses murieron y tres mil doscientos más fueron capturados, ¡y sólo cuarenta catalanes perdieron la vida! Los bizantinos -continuó, con la mirada puesta en los ojos de Mar, brillantes de curiosidad- rectificaron y volvieron a abrir sus puertos a nuestro comercio.

– Tres años de impuestos especiales que todavía estamos pagando -apostilló Guillem.

– Pero si el rey ya tiene Cerdeña y nosotros el comercio con Bizancio, ¿qué viene a buscar ahora el monarca? -preguntó Mar.

– Los nobles de la isla, encabezados por un tal juez de Arbórea se han levantado en armas contra el rey Pedro y tiene que acudir a sofocar la revuelta.

– El rey -intervino Guillem- debería conformarse con tener las rutas comerciales abiertas y cobrar sus impuestos. Cerdeña es una tierra tosca y dura. Nunca llegaremos a dominarla.

El rey no reparó en boato para presentarse ante su pueblo. Sobre el entarimado, su corta estatura pasó inadvertida para la multitud. Vestía sus mejores galas, de un brillante rojo carmesí que brillaba al sol de invierno tanto como la pedrería que las adornaba. Para aquella ocasión no había olvidado portar la corona de oro ni, por supuesto, el pequeño puñal que siempre llevaba al cinto. Su séquito de nobles y cortesanos no le iba a la zaga y, al igual que su señor, vestían lujosamente.

El rey habló al pueblo y lo enardeció. ¿Cuándo se había dirigido un rey a los simples ciudadanos para explicarles qué pensaba hacer? Habló de Cataluña, de sus tierras y de sus intereses. Habló de la traición de Arbórea en Cerdeña y la gente levantó sus brazos y clamó venganza. El rey siguió enardeciendo al pueblo, con Santa María al frente, hasta que les solicitó la ayuda que necesitaba, le hubieran entregado a sus hijos si se los hubiera pedido.

La contribución salió de todos los barceloneses; Arnau pagó la cantidad que le correspondía como cambista de la ciudad y el rey partió hacia Cerdeña al mando de una flota de cien barcos.

Cuando el ejército abandonó Barcelona, la ciudad recobró la normalidad y Arnau volvió a dedicarse a su mesa de cambio, a Mar, a Santa María y a ayudar a quienes acudían a él pidiéndole un préstamo.

Guillem tuvo que acostumbrarse a una forma de actuar muy distinta de la de los cambistas y mercaderes que había conocido hasta entonces, incluido Hasdai Crescas. Al principio se opuso y así se lo manifestó a Arnau cada vez que abría la bolsa para entregar dinero a alguno de los muchos trabajadores que lo necesitaban.

– ¿Acaso no pagan? ¿Acaso no lo devuelven? -le preguntó Arnau.

– Son préstamos sin intereses -adujo Guillem-. Esos dineros deberían estar dando beneficios.

– ¿Cuántas veces me has dicho que deberíamos comprar un palacio, que deberíamos vivir mejor? ¿Cuánto costaría todo eso, Guillem? Bien sabes que infinitamente más que todos los préstamos que hemos concedido a esas personas.

Y Guillem se vio obligado a callar. Porque era cierto. Arnau vivía modestamente en su casa de la esquina de Canvis Nous y Canvis Vells. En lo único que no reparaba en gastos era en la educación de Mar. La niña la recibía en casa de un mercader amigo a la que acudían preceptores y, por supuesto, en Santa María. Poco tardó la junta de obra de la parroquia en acudir a Arnau en solicitud de ayuda económica.


Date: 2016-03-03; view: 551


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