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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 10 page

– Para ti también lo serán.Yo pondré los medios para que así sea. Si actúas con prudencia y conforme a las instrucciones de Sahat, no me cabe duda de que llegarás a serlo. -Arnau lo miró en espera de más explicaciones-. Como sabrás -continuó Hasdai-, la peste está remitiendo; los casos empiezan a ser aislados pero las consecuencias de la plaga han sido terroríficas. Nadie sabe exactamente cuántas personas han fallecido en Barcelona, pero lo que sí se sabe es que de los cinco consejeros, cuatro han muerto. Y eso puede ser terrible. Bien, a lo que íbamos: muchos de los muertos son cambistas que ejercían su profesión en Barcelona. Lo sé porque colaboraba con ellos y ahora ya no están. Creo que, si te interesa, podrías dedicarte al negocio del cambio…

– No sé nada de negocios ni de cambios -lo interrumpió Arnau-. Todos los maestros de oficios necesitan pasar una prueba.Yo no sé nada de todo eso.

– Los cambistas todavía no -le respondió Hasdai-. Sé que se ha pedido al rey que proclame una normativa, pero aún no lo ha hecho. La profesión de cambista es libre, siempre y cuando asegures tu mesa. En cuanto a la sabiduría, Sahat tiene bastante. Él lo sabe absolutamente todo sobre las mesas de cambio. Lleva muchos años colaborando en mi negocio. Lo compré porque era un experto en transacciones de ese tipo. Si le dejas hacer, aprenderás y prosperarás sin problema. Pese a ser esclavo, es un hombre de toda confianza y te debe lealtad por lo que hiciste por mis hijos, las únicas personas a las que ha querido, pues para él son su familia. -Hasdai interrogó a Arnau con sus ojillos-. ¿Y bien?

– No sé… -dudó Arnau.

– Contarás con mi ayuda y la de todos aquellos judíos que conocen tu hazaña. Somos un pueblo agradecido, Arnau. Sahat conoce a todos mis corresponsales a lo largo del Mediterráneo, Europa e incluso más allá de Oriente, en las lejanas tierras del soldán de Egipto. Contarás con una gran base para emprender negocios y nosotros mismos te ayudaremos al principio. Es una buena propuesta, Arnau. No tendrás ningún problema.

El escéptico consentimiento de Arnau puso en marcha toda la maquinaria que Hasdai tenía ya preparada. Primera regla: nadie, nadie debía saber que Arnau contaba con el apoyo de los judíos; eso iría en su contra. Hasdai le entregó una documentación que probaba que todo el dinero que utilizase provenía de una viuda cristiana de Perpiñán, y formalmente así era.

– Si alguien te pregunta -le dijo-, no contestes, pero si te vieras obligado a ello, has heredado. Necesitarás bastante dinero -continuó-. En primer lugar deberás asegurar tu mesa de cambio ante los magistrados de Barcelona constituyendo una fianza por importe de mil marcos de plata; después deberás comprar una casa o los derechos de una casa en el barrio de los cambistas, ya sea en la calle de Canvis Vells o Canvis Nous, y acomodarla para ejercer tu profesión; por último, tendrás que reunir más dinero para empezar a trabajar.



¡Cambista! ¿Y por qué no? ¿Qué le quedaba de su antigua vida? Todos sus seres queridos habían muerto a causa de la peste. Hasdai parecía convencido de que, con la ayuda de Sahat, la mesa funcionaría. Ni siquiera podía imaginar cómo debía de ser la vida de un cambista; se haría rico, le había asegurado Hasdai. ¿Qué hacían los ricos? De repente recordó a Grau, el único rico que había conocido, y notó un vacío en el estómago. No. Él nunca sería como Grau.

Aseguró su mesa de cambio con los mil marcos de plata que le entregó Hasdai y juró ante el magistrado que denunciaría la moneda falsa -se preguntó cómo podría llegar a reconocerla si algún día le faltaba Sahat- y la partiría en dos mediante unas cizallas especiales que debía tener todo cambista. Legalizó con la firma del magistrado los enormes libros de cuentas que darían fe de sus operaciones y, en un momento en que Barcelona se hallaba sumida en el caos consiguiente a la plaga de peste bubónica, recibió la autorización para ejercer de cambista y se fijaron los días y horas en que obligatoriamente debía hallarse al frente de su establecimiento.

La segunda regla que Hasdai le aconsejó seguir fue la relativa a Sahat:

– Nadie debe saber que es un regalo mío. Sahat es muy conocido entre los cambistas, y si alguien llega a saberlo tendrás problemas. Como cristiano puedes hacer negocios con los judíos, pero evita que puedan llamarte amigo de judíos. Hay otro problema con respecto a Sahat que debes conocer: pocos profesionales del cambio llegarían a entender su venta. He tenido centenares de ofertas por él, a cual más sustanciosa, y siempre me he negado, tanto por su competencia como por su amor hacia mis hijos. No lo entenderían. Así pues, hemos pensado que Sahat se convierta al cristianismo…

– ¿Se convierta? -le interrumpió Arnau.

– Sí. Los judíos tenemos prohibido tener esclavos cristianos. Si alguno de nuestros esclavos se convierte, debemos manumitirlo o venderlo a otro cristiano.

– Y ¿creerían los demás cambistas en esa conversión?

– Una epidemia de peste es capaz de socavar cualquier fe.

– ¿Está dispuesto Sahat a ese sacrificio?

– Lo está.

Habían hablado de ello, no como amo y esclavo sino como dos amigos, como lo que habían llegado a ser con los años.

– ¿Serías capaz? -le preguntó Hasdai.

– Sí -contestó Sahat-.Alá, ¡exaltado y glorificado sea!, sabrá comprender.Te consta que la práctica de nuestra fe está prohibida en tierras cristianas. Cumplimos con nuestras obligaciones en secreto, en la intimidad de nuestros corazones. Así seguirá siendo por más agua bendita que derramen sobre mi cabeza.

– Arnau es un cristiano devoto -insistió Hasdai-; si llega a saberlo…

– Nunca lo sabrá. Los esclavos, más que nadie, conocemos el arte de la hipocresía. No, no es por ti, pero he sido esclavo allá donde he ido. A menudo nuestra vida depende de ello.

La tercera regla quedó en secreto entre Hasdai y Sahat.

– No tengo que decirte, Sahat -le dijo su antiguo amo con voz trémula-, la gratitud que siento por tu decisión. Mis hijos y yo te lo agradeceremos siempre.

– Soy yo el que debo agradecéroslo a vosotros.

– Supongo que sabrás en qué debes volcar tus esfuerzos en estos momentos…

– Creo que sí.

– Nada de especias. Nada de tejidos, aceites o ceras -le aconsejó Hasdai mientras Sahat asentía con la cabeza ante unas instrucciones que ya preveía-. Hasta que vuelva a estabilizarse la situación, Cataluña no estará preparada para asumir de nuevo esas importaciones. Esclavos, Sahat, esclavos. Después de la peste, Cataluña necesita mano de obra. Hasta ahora no nos habíamos dedicado mucho al negocio de los esclavos. Los encontrarás en Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre. Evidentemente, también en el mercado de Sicilia. Me consta que en Sicilia se venden muchos turcos y tártaros. Pero yo sería partidario de utilizar sus lugares de origen; en todos ellos tenemos corresponsales a los que puedes recurrir. En muy poco tiempo, tu nuevo amo amasará una considerable fortuna.

– ¿Y si se niega al comercio de esclavos? No parece que sea una persona…

– Es una buena persona -lo interrumpió Hasdai confirmando sus sospechas-, escrupulosa, de orígenes humildes y muy generosa. Podría ser que se negase a intervenir en el comercio de esclavos. No los traigas a Barcelona. Que Arnau no los vea. Llévalos directamente a Perpiñán, Tarragona o Salou o limítate a venderlos en Mallorca. Mallorca tiene uno de los mercados de esclavos más importantes del Mediterráneo. Deja que otros los traigan a Barcelona o comercien con ellos allá donde deseen. Castilla también está muy necesitada de esclavos. En cualquier caso, hasta que Arnau se entere de cómo funcionan las cosas, transcurrirá el tiempo suficiente para ganar bastante dinero. Yo le propondría, y así se lo recomendaré personalmente, que al principio se dedique a conocer bien las monedas, los cambios, los mercados, las rutas y los principales objetos de exportación o importación. Mientras tanto tú puedes dedicarte a lo tuyo, Salat. Piensa que no somos más inteligentes que los demás y que todo aquel que tenga algo de dinero importará esclavos. Será una época muy lucrativa pero corta. Hasta que el mercado se agote, que se agotará, aprovéchala.

– ¿Cuento con tu ayuda?

– Toda. Te daré cartas para todos mis corresponsales, a los que ya conoces. Te procurarán el crédito que necesites.

– ¿Y los libros? Tendrán que constar los esclavos, y Arnau podría comprobarlos.

Hasdai le dirigió una sonrisa de complicidad.

 

– Estoy seguro de que sabrás arreglar ese pequeño detalle.

 

 

¡Esta! -Arnau señaló una pequeña casa de dos pisos, cerrada y con una cruz blanca en la puerta. Sahat, ya bautizado como Guillem, a su lado, asintió-. ¿Sí? -preguntó Arnau. Guillem volvió a asentir, esta vez con una sonrisa en los labios.

Arnau miró la casita y meneó la cabeza. Se había limitado a señalarla y Guillem había consentido. Era la primera vez en su vida que sus deseos se cumplían de una forma tan sencilla. ¿Sería siempre así a partir de entonces? Volvió a menear la cabeza.

– ¿Sucede algo, amo? -Arnau lo traspasó con la mirada. ¿Cuántas veces le había dicho que no quería que lo llamase amo? Pero el moro se había negado; le contestó que debían guardar las apariencias. Guillem le sostuvo la mirada-. ¿Acaso no te gusta, amo? -añadió.

– Sí…, claro que me gusta. ¿Es adecuada?

– Por supuesto. No podría ser mejor. Mira -le dijo señalándola-, está justo en la esquina de las dos calles de los cambistas: Canvis Nous y Canvis Vells. ¿Qué mejor casa que ésta?

Arnau miró hacia donde le señalaba Guillem. Canvis Vells llegaba hasta el mar, a la izquierda de donde se encontraban; Can-vis Nous se abría frente a ellos. Pero Arnau no la había elegido por eso; ni siquiera se había dado cuenta de que aquellas calles fueran las de los cambistas, a pesar de haber andado por ellas en centenares de ocasiones. La casita se alzaba en el linde de la plaza de Santa María, frente a lo que sería el portal mayor del templo.

– Buen augurio -musitó para sí mismo.

– ¿Qué dices, amo?

Arnau se volvió con violencia hacia Guillem. No soportaba que se dirigiera a él usando esa palabra.

– ¿Qué apariencias tenemos que guardar ahora? -le espetó-. Nadie nos escucha. Nadie nos mira.

– Piensa que desde que te has convertido en cambista, mucha gente te escucha y te mira, aunque no lo creas. Debes acostumbrarte a ello.

Aquella misma mañana, mientras Arnau se perdía en la playa, entre los barcos, mirando al mar, Guillem investigó la propiedad de la casita que, como era de esperar, pertenecía a la Iglesia. Sus enfiteutas habían fallecido y quién mejor que un cambista para ocuparla de nuevo.

Por la tarde entraban en ella. La planta superior tenía tres pequeñas habitaciones de las que amueblaron dos, una para cada uno. La inferior estaba compuesta por la cocina, con salida a lo que debía de haber sido un pequeño huerto y, separada de ella por un tabique, con vistas a la calle, una habitación diáfana en la que, durante los días siguientes, Guillem instaló un armario, varias lámparas de aceite y una mesa de madera noble larga con dos sillas tras ella y cuatro enfrente.

– Falta algo – dijo Guillem un día; luego salió de la casa.

Arnau se quedó solo en lo que sería su mesa de cambio. La larga mesa de madera relucía; Arnau la había limpiado una y otra vez. Rozó con los dedos los respaldos de las dos sillas.

– Elige el lugar que desees -le dijo Guillem.

Arnau eligió el de la derecha, a la izquierda de los futuros clientes. Entonces Guillem cambió las sillas: a la derecha puso una silla con brazos, tapizada con seda roja; la correspondiente al moro era basta. Arnau se sentó en su silla y observó la sala vacía. ¡Qué extraño! Hacía sólo algunos meses se dedicaba a descargar barcos y ahora… ¡Jamás se había sentado en una silla como aquélla! En un extremo de la mesa, en desorden, estaban los libros; de pergaminos sin rasgar, le dijo Guillem cuando los compraron. También adquirieron plumas, tinteros, una balanza, varios cofres para el dinero y una gran cizalla para cortar la moneda falsa.

Guillem sacó dinero de su bolsa, más del que Arnau había visto en toda su vida.

– ¿Quién paga todo esto? -preguntó en un determinado momento.

– Tú.

Arnau enarcó las cejas y miró la bolsa que colgaba del cinto de Guillem.

– ¿La quieres? -le ofreció éste.

– No -contestó.

Además de los objetos que adquirieron, Guillem aportó uno propio: un precioso abaco con un marco de madera y bolas de marfil que Hasdai le había regalado. Arnau lo cogió y movió las bolas de un lado a otro. ¿Qué le había dicho Guillem? Primero movió las bolas con rapidez, calculando y calculando. Arnau le rogó que lo hiciera más lentamente y el moro, obediente, trató de explicarle su funcionamiento, pero… ¿qué era lo que le había explicado?

Dejó el abaco y se dedicó a ordenar la mesa. Los libros frente a su silla…, no, frente a la de Guillem. Mejor que fuera él quien hiciese las anotaciones. Los cofres, ésos sí que podía ponerlos a su lado; la cizalla algo apartada y las plumas y los tinteros junto a los libros, con el abaco. ¿Quién sino iba a utilizarlo? En ello estaba cuando entró Guillem.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Arnau sonriente, extendiendo la mano sobre la mesa.

– Muy bien -le contestó Guillem devolviéndole la sonrisa-, pero así no conseguiremos ningún cliente y menos a alguien que nos confíe sus dineros. -La sonrisa de Arnau se desdibujó al instante-. No te preocupes, sólo falta esto. Es lo que había salido a comprar.

Guillem le entregó un paño que Arnau desenrolló con cuidado. Se trataba de un tapete de carísima seda roja, con flecos dorados en sus extremos.

– Eso -le dijo el esclavo- es lo que te falta sobre la mesa. Es la señal pública de que has cumplido con todos los requisitos que exigen las autoridades y de que tienes tu mesa convenientemente asegurada ante el magistrado municipal por valor de mil marcos de plata. Nadie, bajo severas penas, puede poner el tapete sobre una mesa de cambio o esteras ante ella si no posee la autorización municipal. Por eso, si no la pones, nadie entrará ni depositará aquí sus dineros.

 

A partir de ese día Arnau y Guillem se dedicaron por entero a su nuevo negocio y, tal como le aconsejó Hasdai Crescas, el antiguo bastaix se volcó en el aprendizaje de los rudimentos de su profesión.

– La primera función de un cambista -le dijo Guillem, sentados los dos en la mesa, con el rabillo del ojo puesto en la puerta por si alguien se decidía a entrar- es la del cambio manual de moneda.

Guillem se levantó de la mesa, la rodeó, se detuvo delante de Arnau y depositó una bolsa de dinero frente a él.

– Ahora fíjate bien -le dijo sacando una moneda de la bolsa y poniéndola sobre la mesa-. ¿La conoces? -Arnau asintió-. Es un croat de plata catalán. Se acuñan en Barcelona, a pocos pasos de aquí…

– Pocos he tenido en la bolsa -lo interrumpió Arnau-, pero estoy cansado de llevarlos a las espaldas. Por lo visto el rey sólo confía en los bastaixos para ese transporte.

Guillem asintió sonriendo y metió de nuevo la mano en la bolsa.

– Esto -continuó, sacando otra moneda y poniéndola junto al croat- es un florín aragonés de oro.

– De ésos nunca he tenido -dijo Arnau cogiendo el florín.

– No te preocupes, tendrás muchos. -Arnau miró a Guillem a los ojos y el moro asintió con seriedad-. Este es un antiguo dinero barcelonés de tern. -Guillem puso otra moneda sobre la mesa y antes de que Arnau volviera a interrumpirlo, continuó sacando monedas-. Pero en el comercio se mueven muchas otras monedas -dijo-, y debes conocerlas todas. Las musulmanas: besantes, mazmudinas rexedíes, besantes de oro. -Guillem fue colocando todas las monedas en fila, frente a Arnau-. Los torneses franceses; las doblas de oro castellanas; los florines de oro acuñados en Florencia; los genoveses, acuñados en Genova; los ducados venecianos; la moneda marsellesa, y las demás monedas catalanas: el real valenciano o mallorquín, el gros de Montpellier, los melgurienses del Pirineo oriental y la jaquesa, acuñada en Jaca y utilizada principalmente en Lérida.

– ¡Virgen Santa! -exclamó Arnau cuando el moro finalizó.

– Debes conocerlas todas -insistió Guillem.

Arnau recorrió la fila con la mirada una y otra vez. Después suspiró.

– ¿Hay más? -preguntó, levantando la mirada hacia Guillem.

– Sí. Muchas más. Pero éstas son las más habituales.

– ¿Y cómo se cambian?

En esta ocasión fue el moro quien suspiró.

– Eso es más complicado. -Arnau lo instó a continuar-. Bien, para su cambio se utilizan las unidades de cuenta: las libras y los marcos para las grandes transacciones; los dineros y los sueldos para el uso corriente. -Arnau asintió; él siempre había hablado de sueldos o dineros, independientemente de la moneda que los representase, aunque por lo general siempre era la misma-. Una vez que tienes una moneda, hay que calcular su valor según la unidad de cuenta y luego hacer lo mismo con aquella por la que quieres cambiarla.

Arnau trataba de seguir las explicaciones del moro.

– ¿Y esos valores?

– Se fijan periódicamente en la lonja de Barcelona, en el Consulado de la Mar. Hay que acudir allí para ver cuál es el cambio oficial.

– ¿Varía? -Arnau negó con la cabeza. No conocía aquellas monedas, ignoraba cómo se efectuaban los cambios y, además, ¡resultaba que el cambio variaba!

– Constantemente -le contestó Guillem-Y hay que dominar los cambios; ahí está el mayor beneficio de un cambista.Ya lo comprobarás. Uno de los mayores negocios es el de la compraventa de dinero…

– ¿Comprar dinero?

– Sí. Comprar… o vender dinero. Comprar plata con oro u oro con plata, jugando con las muchas monedas que existen; aquí, en Barcelona, si el cambio es bueno o en el extranjero si resulta que allí es mejor.

Arnau gesticuló con ambas manos en señal de impotencia.

– En realidad es bastante sencillo -insistió Guillem-.Verás, en Cataluña es el rey quien fija la paridad entre el florín de oro y el croat de plata, y el rey ha dicho que es de trece a uno; un florín de oro vale trece croats de plata. Pero en Florencia, en Venècia o en Alejandría, lo que diga el rey no les importa y el oro que contiene un florín no vale trece veces la plata que contiene un croat. Aquí el rey fija la paridad por motivos políticos; allí, pesan el oro y la plata que contienen las monedas y fijan su valor. O sea, que si uno atesora croats de plata y los vende fuera, obtendrá más oro del que le darían en Cataluña por esos mismos croats. Y si vuelve aquí con ese oro, volverán a darle trece croats por cada florín de oro.

– Pero eso lo podría hacer todo el mundo -objetó Arnau.

– Y lo hace…, todo el que puede. El que tiene diez o cien croats no lo hace. Lo hace quien cuenta con mucha gente dispuesta a entregarle esos diez o cien croats. -Se miraron-. Ésos somos nosotros -finalizó el moro abriendo las manos.

Algún tiempo después, cuando Arnau dominaba ya las monedas y controlaba sus cambios, Guillem empezó a hablarle de las rutas y las mercaderías.

– Hoy en día, la principal -le dijo- es la que va por Candía a Chipre, desde allí hasta Beirut y de allí hasta Damasco o Alejandría…, aunque el Papa ha prohibido comerciar con Alejandría.

– Entonces, ¿cómo se hace? -preguntó Arnau, que jugueteaba con el abaco.

– Con dinero, por supuesto. Se compra el perdón.

Arnau recordó entonces las explicaciones que le dieron en la cantera real sobre los dineros con los que se pagaba la construcción de las atarazanas reales.

– ¿Y sólo comerciamos a través del Mediterráneo?

– No. Comerciamos con todo el mundo. Con Castilla, con Francia y Flandes, pero principalmente lo hacemos a través del Mediterráneo. La diferencia estriba en el tipo de mercaderías; en Francia, Inglaterra y Flandes compramos tejidos, sobre todo de lujo: paños de Tolosa, de Brujas, de Malinas, Dieste o Vilages, aunque también les vendemos lino catalán. También compramos artículos de cobre y latón. En Oriente, en Siria y Egipto, compramos especias…

– Pimienta -lo interrumpió Arnau.

– Sí, pimienta. Pero no te confundas. Cuando alguien te hable del comercio de especias, incluirá la cera, el azúcar y hasta los colmillos de elefante. Si te habla de especias menudas, entonces sí se estará refiriendo a lo que se entiende comúnmente por especias: canela, clavo de especie, pimienta, nuez moscada…

– ¿Has dicho cera? ¿Importamos cera? ¿Cómo es posible que importemos cera si el otro día me dijiste que exportábamos miel?

– Pues sí -lo interrumpió el moro-. Exportamos miel pero importamos cera. La miel nos sobra, pero las iglesias consumen mucha cera. -Arnau recordó la principal obligación de los bas-taixos: mantener siempre encendidos los cirios a la Virgen de la Mar -. La cera viene de Dacia a través de Bizancio. Otros de los principales productos con que se comercia -continuó Guillem- son los alimentos. Antes, hace bastante años, exportábamos trigo, ahora tenemos que importar todo tipo de cereales (trigo, arroz, mijo y cebada) y exportamos aceite, vino, frutos secos, azafrán, tocino y miel.También se comercia con salazón…

En aquel momento entró un cliente, y Arnau y Guillem interrumpieron su conversación. El hombre se sentó frente a los cambistas y, tras un intercambio de saludos, depositó una considerable suma de dinero. Guillem se felicitó: no conocía a aquel cliente, lo cual era buena señal; empezaban a no depender de los antiguos clientes de Hasdai. Arnau lo atendió con seriedad; contó las monedas y comprobó su autenticidad aunque, por si acaso, se las fue pasando una a una a Guillem. Luego anotó el depósito en los libros. Guillem lo observó mientras escribía. Había mejorado; había hecho un esfuerzo considerable en ese sentido. El preceptor de los Puig le enseñó las letras, pero había pasado años sin usar la escritura.

En espera del inicio de la época de navegación, Arnau y Guillem se limitaban a preparar los contratos de comanda. Compraban productos para exportar, concurrían con otros mercaderes para fletar naves o los contrataban y discutían qué productos importarían en el tornaviaje de cada uno de los barcos.

– ¿Qué ganan los mercaderes que contratamos? -le preguntó un día Arnau.

– Depende de la comanda. En las comandas normales, por lo general, un cuarto de los beneficios. En las comandas de dinero, oro o plata, no juega el cuarto. Nosotros marcamos el cambio que queremos y el mercader obtiene sus beneficios del sobrecambio que pueda conseguir.

– ¿Qué hacen esos hombres en tierras tan lejanas? -volvió a preguntar Arnau tratando de imaginar cómo eran aquellos lugares-. Son tierras extranjeras, allí se hablan otras lenguas… Todo debe de ser diferente.

– Sí, pero piensa que en todas esas ciudades -le contestó Guillem- existen consulados catalanes. Son como el Consulado de la Mar de Barcelona -aclaró-. En cada uno de esos puertos existe un cónsul, nombrado por la ciudad de Barcelona, que imparte justicia en materia comercial y que media en los conflictos que puedan surgir entre los mercaderes catalanes y las gentes o las autoridades del lugar. Todos los consulados tienen una alhóndiga. Son recintos amurallados en los que se hospedan los mercaderes catalanes y que están provistos de almacenes para guardar las mercaderías hasta que son vendidas o embarcadas de nuevo. Cada alhóndiga es como una parte de Cataluña en tierras extranjeras. Son extraterritoriales; quien manda en ellas es el cónsul, no las autoridades del país en que se encuentran.

– ¿Y eso?

– A todos los gobiernos les interesa el comercio. Cobran impuestos y llenan sus arcas. El comercio es un mundo aparte, Arnau. Podemos estar en guerra con los sarracenos, pero ya desde el siglo pasado, por ejemplo, tenemos consulados en Túnez o Bugía, y pierde cuidado: ningún cabecilla moro violará las alhóndigas catalanas.

 

La mesa de cambio de Arnau Estanyol funcionaba. La peste había diezmado a los cambistas catalanes, la presencia de Guillem era una garantía para los inversores y la gente, a medida que remitía la epidemia, sacaba a la luz aquellos dineros que había guardado en sus casas. Sin embargo, Guillem no podía dormir. «Véndelos en Mallorca», le aconsejó Hasdai refiriéndose a los esclavos, para que Arnau no se enterase de la operación.Y Guillem así lo ordenó. ¡En mala hora!, maldijo dando la enésima vuelta en la cama. Recurrió a uno de los últimos barcos que partían de Barcelona en época de navegación, casi a primeros de octubre. Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre: ésos eran los destinos de los cuatro mercaderes que embarcaron en nombre del cambista de Barcelona, Arnau Estanyol, mediante letras de cambio que Guillem le hizo firmar a Arnau. Este ni siquiera las miró. Aquellos mercaderes debían comprar esclavos y llevarlos a Mallorca. Guillem volvió a cambiar de postura.

Sin embargo, las circunstancias políticas conspiraban en su contra: pese a la mediación del Sumo Pontífice, el rey Pedro conquistó definitivamente la Cerdaña y el Rosellón un año después de su primer intento, cuando finalizó la prórroga que entonces había concedido. El 15 de julio de 1344, Jaime III, tras la rendición de la mayor parte de sus villas y ciudades, se arrodilló ante su cuñado con la cabeza descubierta, solicitando misericordia y entregando sus territorios al conde de Barcelona. El rey Pedro le concedió el señorío de Montpellier y los vizcondados de Ome-lades y Carladés, pero recuperó las tierras catalanas de sus antepasados: Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña.


Date: 2016-03-03; view: 620


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