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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 9 page

Al final lo consiguió y los cuatro se reunieron en un pequeño espacio que les permitía sentarse sobre el suelo sin tocar ninguna tumba. El antiguo cementerio romano seguía igual que la primera vez que Arnau lo había visto, con sus extrañas tumbas de tejas en forma de pirámides alargadas y las grandes ánforas con cadáveres en su interior. Arnau colocó la linterna sobre una de ellas y les ofreció el pellejo, el pan y la carne salada. Los tres bebieron con avidez, pero para comer tan sólo probaron el pan.

– No es kosher -se excusó Raquel señalando la carne salada.

– ¿Kosher ?

Raquel le explicó qué significaba kosher y los ritos que debían seguirse para que los miembros de la comunidad judía pudieran comer carne, y siguieron charlando hasta que los dos niños cayeron rendidos en el regazo de la muchacha. Entonces, susurrando para no despertarlos, la niña le preguntó:

– ¿Y tú no crees lo que dicen?

– ¿El qué?

– Que hemos envenenado los pozos.

Arnau tardó algunos segundos en contestar.

– ¿Ha muerto algún judío por la peste? -dijo.

– Muchos.

– En ese caso, no -afirmó-. No lo creo.

Cuando Raquel se durmió, Arnau se arrastró por el túnel y se dirigió hacia la playa.

 

El ataque contra la judería se prolongó dos días, durante los cuales las escasas fuerzas reales, unidas a los miembros de la comunidad judía, intentaron defender el barrio de los constantes asaltos a los que lo sometía un pueblo enloquecido y enfervorizado que, en nombre de la cristiandad, enarbolaba la bandera del saqueo y el linchamiento. Al final, el rey mandó tropas suficientes y la situación empezó a volver a la normalidad.

La tercera noche, Sahat, que había luchado junto a sus amos, pudo escapar para encontrarse con Arnau en la playa de la ciudad, frente a la pescadería, como habían convenido.

– ¡Sahat! -oyó en la noche.

– ¿Qué haces tú aquí? -le preguntó el esclavo a Raquel, que se lanzó sobre él.

– El cristiano está muy enfermo.

– ¿No será…?

– No -le interrumpió la muchacha-, no es peste. No tiene bubas. Es su pierna. La herida se le ha infectado y tiene mucha fiebre. No puede andar.

– ¿Y los demás? -preguntó el esclavo.

– Bien, ¿y…?

– Os esperan a todos.

Raquel guió al moro hasta la tarima de la puerta del Born de Santa María.

– ¿Aquí? -preguntó el esclavo cuando la muchacha se metió bajo la tarima.

– Silencio -le contestó ella-. Sigúeme.

Los dos se deslizaron por el túnel hasta el cementerio romano. Todos tuvieron que ayudar para sacar a Arnau de allí; Sahat, reptando hacia atrás, tiró de él por las manos y los niños empujaron por los pies. Arnau había perdido el conocimiento. Los cinco, Arnau a hombros del esclavo y los niños disfrazados de cristianos con ropas que había traído Sahat, tomaron el camino de la judería tratando, no obstante, de ampararse en las sombras. Cuando llegaron ante las puertas de ésta, vigiladas por un fuerte contingente de soldados del rey, Sahat le explicó al oficial de guardia la verdadera identidad de los niños y la razón de que no portaran la rodela amarilla. En cuanto a Arnau, sí, era un cristiano con fiebre que necesitaba la atención de un médico, como el oficial podía comprobar y efectivamente hizo, aunque se apartó de inmediato por si era un apestado. Sin embargo, lo que en realidad les abrió las puertas de la judería fue la generosa bolsa que el esclavo dejó caer en las manos del oficial del rey mientras hablaba con él.



 

 

Nadie hará daño a estos niños. Padre, ¿dónde estáis? ¿Por qué, padre? Hay grano en el palacio.Te quiero, Maria…» Cuando Arnau deliraba, Sahat obligaba a los niños a abandonar la habitación y mandaba llamar a Hasdai, el padre de Raquel y Jucef, para que lo ayudase a inmovilizarlo en caso de que Arnau empezara a combatir contra los soldados del Rosellón y se le abriese de nuevo la herida de la pierna. Amo y esclavo lo vigilaban al pie de la cama mientras otra esclava le ponía compresas frías en la frente. Así llevaban ya una semana, durante la cual Arnau recibió los mejores cuidados de los médicos judíos y la atención constante de la familia Crescas y de sus esclavos, en especial de Sahat, que velaba día y noche al enfermo.

– La herida no tiene mucha importancia -diagnosticaron los médicos-, pero la infección afecta a todo el cuerpo.

– ¿Vivirá? -preguntó Hasdai.

– Es un hombre fuerte -se limitaron a contestar los médicos antes de abandonar la casa.

– ¡Hay trigo en el palacio! -volvió a gritar Arnau, sudoroso por la fiebre, al cabo de unos minutos.

– De no ser por él -dijo Sahat- estaríamos todos muertos.

– Lo sé -contestó Hasdai, de pie junto a él.

– ¿Por qué lo haría? Es un cristiano.

– Es una buena persona.

De noche, cuando Arnau descansaba y la casa permanecía en silencio, Sahat se orientaba hacia la dirección sagrada y se arrodillaba a rezar por el cristiano. Durante el día lo obligaba pacientemente a beber agua y a tragar las pócimas que habían preparado los médicos. Raquel y Jucef se asomaban a menudo y Sahat les permitía entrar si Arnau no deliraba.

– Es un guerrero -afirmó en una ocasión Jucef, con los ojos como platos.

– Seguro que lo ha sido -le contestó Sahat.

– Dijo que era un bastaix -corrigió Raquel.

– En el cementerio nos dijo que era un guerrero. A lo mejor es un bastaix guerrero.

– Lo dijo para que te callaras.

– Yo apostaría a que es un bastaix -terció Hasdai-. Por lo que dice.

– Es un guerrero -insistió el menor de los niños.

– No lo sé, Jucef. -El esclavo le revolvió el cabello negro-. ¿Por qué no esperamos a que se cure y él mismo nos lo cuente?

– ¿Se curará?

– Seguro. ¿Cuándo has visto que un guerrero muera por una herida en la pierna?

Cuando se iban los niños, Sahat se acercaba a Arnau y le tocaba la frente, que seguía ardiendo. «No sólo los niños son los que viven gracias a ti, cristiano. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te impulsó a arriesgar tu vida por un esclavo y tres niños judíos? Vive. Tienes que vivir. Quiero hablar contigo, darte las gracias. Además, Hasdai es muy rico y te recompensará, seguro.»

Unos días después, Arnau empezó a recuperarse. Una mañana Sahat lo encontró sensiblemente menos caliente.

– Alá, su nombre sea loado, me ha escuchado.

Hasdai sonrió cuando lo comprobó personalmente.

– Vivirá -se atrevió a asegurarles a sus hijos.

– ¿Me contará sus batallas?

– Hijo, no creo…

Pero Jucef empezó a imitar a Arnau moviendo el puñal frente a un imaginario grupo de agresores. En el momento en que iba a degollar al caído, su hermana lo cogió por el brazo.

– ¡Jucef! -le gritó.

Cuando se volvieron hacia el enfermo, se toparon con los ojos abiertos de Arnau. Jucef se azoró.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó Hasdai.

Arnau intentó contestar pero tenía la boca seca. Sahat le acercó un vaso con agua.

– Bien -logró decir tras beber-. ¿Y los niños?

Jucef y Raquel se acercaron a la cabecera de la cama, empujados por su padre. Arnau esbozó una sonrisa.

– Hola -dijo Arnau.

– Hola -le respondieron ellos.

– ¿Y Saúl?

– Bien -le contestó Hasdai-, pero ahora debes descansar. Vamos, niños.

– ¿Cuando estés bien me contarás tus batallas? -le preguntó Jucef antes de que su padre y su hermana lo sacaran de la habitación.

Arnau asintió e intentó esbozar una sonrisa.

A lo largo de la semana siguiente la fiebre remitió por completo y la herida empezó a cerrarse. Arnau y Sahat conversaron en cuantas ocasiones el bastaix se sintió con fuerzas para ello.

– Gracias -fue lo primero que le dijo al esclavo.

– Ya me las diste, ¿recuerdas? ¿Por qué…, por qué lo hiciste?

– Los ojos del niño…, mi mujer no lo hubiera permitido…

– ¿Maria? -preguntó Sahat recordando los delirios de Arnau.

– Sí -contestó Arnau.

– ¿Quieres que la avisemos de que estás aquí? -Arnau apretó los labios y negó con la cabeza-. ¿Hay alguien a quien quieras que avisemos? -El esclavo no insistió más al ver la expresión que ensombrecía el rostro de Arnau.

– ¿Cómo terminó el asedio? -le preguntó en otra ocasión Arnau a Sahat.

– Doscientos hombres y mujeres asesinados. Muchas casas saqueadas o incendiadas.

– ¡Qué desastre!

– No tanto -lo corrigió Sahat. Arnau lo miró sorprendido-. La judería de Barcelona ha tenido suerte. Desde Oriente hasta Castilla, los judíos han sido asesinados sin piedad. Más de trescientas comunidades han quedado totalmente destruidas. En Alemania, el mismo emperador Carlos IV prometió conceder el perdón a todo delincuente que asesinase a un judío o destruyese una judería. ¿Imaginas qué habría sucedido en Barcelona si vuestro rey, en lugar de protegerla, hubiera perdonado a todos los que mataran a algún judío? -Arnau cerró los ojos y negó con la cabeza-. En Mainz, han quemado en la hoguera a seis mil judíos, y en Estrasburgo, han inmolado en masa a dos mil, en una inmensa pira en el cementerio judío, mujeres y niños incluidos. Dos mil a la vez…

 

Los niños sólo podían entrar en la habitación de Arnau cuando Hasdai iba a visitar al enfermo y podía encargarse de que no lo molestasen. Un día, cuando Arnau ya empezaba a levantarse del lecho y a dar los primeros pasos, Hasdai apareció solo. El judío, alto y delgado, con el cabello negro, largo y lacio, la mirada penetrante y la nariz ganchuda, se sentó frente a él.

– Debes saber… -dijo con voz grave-, supongo que ya sabrás -corrigió- que tus sacerdotes tienen prohibida la cohabitación entre cristianos y judíos.

– No te preocupes, Hasdai; en cuanto pueda andar… -No -lo interrumpió el judío-; no estoy diciendo que debas irte de mi casa. Has salvado a mis hijos de una muerte segura, arriesgando tu vida. Todo cuanto poseo es tuyo y te estaré eternamente agradecido. Puedes permanecer en esta casa cuanto tiempo desees. Mi familia y yo nos sentiríamos muy honrados si así lo hicieses. Lo único que pretendía era advertirte, sobre todo si decides quedarte, que intentemos guardar la máxima discreción. Nadie sabrá por los míos, y en ellos incluyo a toda la comunidad hebrea, que vives en mi casa; por eso puedes estar tranquilo. La decisión es tuya e insisto en que nos sentiríamos muy honrados y felices si decidieses continuar con nosotros. ¿Qué respondes?

– ¿Quién le contaría a tu hijo mis batallas?

Hasdai sonrió y le ofreció una mano que Arnau estrechó.

 

Castell-Rosselló era una fortaleza impresionante… El pequeño Jucef se sentaba frente a Arnau, en el suelo del jardín trasero de los Crescas, con las piernas cruzadas y los ojos completamente abiertos, y saboreaba una y otra vez las historias de guerra del bastaix , atento en el asedio, inquieto en la pelea, sonriente en la victoria.

– Los defensores lucharon con valor -le contaba-, pero los soldados del rey Pedro fuimos superiores…

Cuando terminaba, Jucef insistía para que repitiera otra de sus historias. Arnau le contaba tanto relatos verdaderos como inventados. «Yo sólo ataqué dos castillos -había estado a punto de confesarle-; los demás días de guerra nos dedicamos a saquear y destruir granjas y cosechas…, salvo las higueras.»

– ¿Te gustan los higos, Jucef? -le preguntó en una ocasión recordando los retorcidos troncos que se alzaban en medio de la destrucción total.

– Ya basta, Jucef-le advirtió su padre, que acababa de llegar al jardín, ante la insistencia del pequeño en que Arnau le contara otra batalla-.Vete a dormir. -Jucef, obediente, se despidió de su padre y de Arnau-. ¿Por qué le has preguntado al niño si le gustan los higos?

– Es una larga historia.

Sin decir palabra, Hasdai se sentó frente a él en una silla. «Cuén-tamela», le dijo con la mirada.

– Arrasamos con todo…-le confesó Arnau tras relatarle brevemente los antecedentes-, salvo con las higueras. Absurdo, ¿verdad? Dejábamos los campos yermos y, en medio de ellos, en medio de tanta destrucción, una solitaria higuera nos miraba preguntándonos qué estábamos haciendo.

Arnau se perdió en sus recuerdos y Hasdai no se atrevió a interrumpirlo.

– Fue una guerra sin sentido -añadió al fin el bastaix .

– Al año siguiente -dijo Hasdai-, el rey recuperó el Rosellón. Jaime de Mallorca se arrodilló descubierto ante él y rindió sus ejércitos. Quizá esa primera guerra en la que tú estuviste sirviera para…

– Para matar de hambre a los payeses, a los niños y a los humildes -lo interrumpió Arnau-. Quizá sirvió para que el ejército de Jaime no tuviera provisiones, pero para eso debieron morir muchas gentes humildes, te lo aseguro. No somos más que juguetes en manos de los nobles. Deciden sobre sus asuntos sin importarles cuántas muertes o cuánta miseria puedan acarrear a los demás.

Hasdai suspiró.

– Si yo te contara, Arnau. Nosotros somos propiedad real, somos suyos…

– Yo fui a la guerra a luchar y terminé quemando las cosechas de los humildes.

Los dos hombres se quedaron pensativos durante unos instantes.

– ¡Bueno! -exclamó Arnau rompiendo el silencio-, ya conoces por qué la historia de las higueras.

Hasdai se levantó y palmeó a Arnau en el hombro. Después lo invitó a entrar en la casa.

– Ha refrescado -le dijo mirando al cielo.

 

Cuando Jucef los dejaba solos, Arnau y Raquel solían conversar en el pequeño jardín de los Crescas. No hablaban de la guerra; Arnau le contaba cosas de su vida de bastaix y de Santa María.

– Nosotros no creemos en Jesucristo como el Mesías; el Mesías todavía no ha llegado y el pueblo judío espera su venida -le contó en una ocasión Raquel.

– Dicen que vosotros lo matasteis.

– ¡No es cierto! -contestó ella, ofuscada-. ¡Es a nosotros a los que siempre nos han matado y expulsado de donde estuviésemos!

– Dicen -insistió Arnau- que en la Pascua sacrificáis a un niño cristiano y os coméis su corazón y sus miembros para cumplir con vuestros ritos.

Raquel negó con la cabeza.

– ¡Eso es una tontería! Tú has comprobado que no podemos comer carne que no sea kosher y que nuestra religión nos prohibe ingerir sangre, ¿qué íbamos a hacer con el corazón de un niño, con sus brazos o con sus piernas? Tú ya conoces a mi padre y al padre de Saúl; ¿los crees capaces de comerse a un niño?

Arnau recordó el rostro de Hasdai y escuchó de nuevo sus sabias palabras; rememoró su prudencia y el cariño que brillaba en su rostro cuando miraba a sus hijos. ¿Cómo iba aquel hombre a comer el corazón de un niño?

– ¿Y la hostia? -preguntó-; dicen también que las robáis para torturarlas y revivir el sufrimiento de Jesucristo.

Raquel gesticuló con las manos.

– Los judíos no creemos en la transubs… -Hizo un gesto de contrariedad. ¡Siempre se trababa con aquella palabra cuando hablaba con su padre!-. Transubstanciación -repitió de corrido.

– ¿En la qué?

– En la transubs… tanciación. Para vosotros significa que vuestro Jesucristo está en la hostia, que la hostia es realmente el cuerpo de Cristo. Nosotros no creemos en eso. Para los judíos vuestra hostia no es más que un pedazo de pan. Sería bastante absurdo por nuestra parte torturar a un simple pedazo de pan.

– Entonces, ¿nada de lo que se os acusa es cierto?

– Nada.

Arnau quería creer a Raquel. La muchacha lo miraba con los ojos abiertos de par en par implorándole que alejase de su mente los prejuicios con que los cristianos difamaban a su comunidad y sus creencias.

– Pero sois usureros. Eso sí que no podéis negarlo.

Raquel iba a contestar cuando oyeron la voz de su padre.

– No. No somos usureros -intervino Hasdai Crescas acercándose a ellos y tomando asiento junto a su hija-; al menos no lo somos tal como lo cuentan. -Arnau permaneció en silencio a la espera de una explicación-. Mira, hasta hace poco más de un siglo, en el año 1230, los cristianos también prestaban dinero con intereses. Tanto judíos como cristianos lo hacíamos, pero un decreto de vuestro papa Gregorio IX prohibió a los cristianos el préstamo con intereses y, a partir de entonces, sólo los judíos y algunas otras comunidades como los lombardos continuamos practicándolo. Durante mil doscientos años los cristianos habéis prestado dinero con intereses. Lleváis poco más de cien años sin hacerlo, oficialmente -Hasdai remarcó la palabra-, y resulta que somos unos usureros.

– ¿Oficialmente?

– Sí, oficialmente. Hay muchos cristianos que prestan dinero con intereses a través de nosotros. En cualquier caso quisiera explicarte por qué lo hacemos. En todas las épocas y en todos los lugares los judíos siempre hemos dependido directamente del rey. A lo largo de los tiempos nuestra comunidad ha sido expulsada de muchos países; lo fue de nuestra propia tierra, después lo fue de Egipto, más tarde, en 1183, de Francia, y pocos años después, en 1290, de Inglaterra. Las comunidades judías tuvieron que emigrar de un país a otro, dejar atrás todas sus pertenencias y suplicar a los reyes de los países a los que se dirigían, permiso para establecerse. En respuesta, los reyes, como sucede con los vuestros, suelen apropiarse de la comunidad judía y nos exigen grandes contribuciones para sus guerras y sus gastos. Si no obtuviéramos beneficios de nuestro dinero no podríamos cumplir con las desorbitadas exigencias de vuestros reyes y nos volverían a expulsar de donde nos encontramos.

– Pero no sólo prestáis dinero a los reyes -insistió Arnau.

– No. Cierto. ¿Y sabes por qué? -Arnau negó con la cabeza-. Porque los reyes no devuelven nuestros préstamos; muy al contrario, nos piden más y más préstamos para sus guerras y sus gastos. De alguna parte tenemos que sacar el dinero para prestárselo, cuando no para contribuir graciosamente, sin que sea un préstamo.

– ¿No podéis negaros?

– Nos echarían… o, lo que sería peor, no nos defenderían de los cristianos como hace unos días. Moriríamos todos. -En esta ocasión Arnau asintió en silencio frente a la satisfecha mirada de Raquel, que comprobaba cómo su padre lograba convencer al bastaix . El mismo había visto a los encolerizados barceloneses clamando contra los judíos-. En cualquier caso piensa que tampoco prestamos dinero a aquellos cristianos que no sean mercaderes o que no tengan oficio de comprar y vender. Hace casi cien años que vuestro rey Jaime I el Conquistador promulgó un usat-ge por el que cualquier escritura de comanda o de depósito efectuada por un cambista judío a alguien que no sea mercader se considera falsa y simulada por los judíos, por lo que no se puede actuar contra aquellos que no sean mercaderes. No podemos hacer escrituras de comanda o depósito a alguien que no sea mercader, puesto que no las cobraríamos nunca.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Toda, Arnau, toda. Los cristianos os enorgullecéis de no prestar dinero con intereses siguiendo las órdenes de vuestra Iglesia, y es cierto que no lo hacéis, cuando menos a las claras. Sin embargo, hacéis lo mismo pero lo llamáis de otra manera. Mira, hasta que la Iglesia prohibió los préstamos con interés entre los cristianos, los negocios funcionaron como lo hacen ahora entre los judíos y los mercaderes: había cristianos con mucho dinero que prestaban a otros cristianos, mercaderes, y a los que éstos les devolvían el capital con los intereses.

– ¿Qué sucedió cuando se prohibió el préstamo con intereses?

– Pues muy sencillo. Como siempre, los cristianos le disteis la vuelta a la norma de la Iglesia. Era evidente que ningún cristiano que tuviese dinero lo iba a prestar a otro sin obtener un beneficio, como se pretendía. Para eso se lo quedaba él y no corría riesgo alguno. Entonces los cristianos os inventasteis un negocio que se llama la comanda; ¿has oído hablar de ella?

– Sí -reconoció Arnau-. En el puerto se habla mucho de las comandas cuando llega un barco con mercaderías, pero la verdad es que nunca lo he entendido.

– Pues es muy sencillo. La comanda no es más que un préstamo con interés… disfrazado. Hay un comerciante, un cambista por lo general, que entrega dinero a un mercader para que compre o venda alguna mercancía. Cuando el mercader ha ultimado el negocio, tiene que devolver al cambista la misma cantidad que ha recibido más una parte de las ganancias que ha obtenido. Es lo mismo que el préstamo con intereses pero llamado de otra manera: comanda. El cristiano que entrega ese dinero obtiene un beneficio por su dinero, que es lo que prohibe la Iglesia: la obtención de beneficios por el dinero y no por el trabajo del hombre. Los cristianos seguís haciendo exactamente lo mismo que hace cien años, antes de que se prohibiesen los intereses, sólo que con otro nombre. Resulta que si nosotros prestamos dinero para un negocio somos unos usureros, pero si lo hace un cristiano a través de una comanda, no lo es.

– ¿No hay ninguna diferencia?

– Sólo una: en las comandas, aquel que ha entregado el dinero corre el mismo riesgo que el negocio, esto es, si el mercader no vuelve o pierde la mercadería porque, por ejemplo, lo asaltan los piratas durante una travesía marítima, el que ha puesto el dinero lo pierde. Eso no sucedería en un préstamo, pues el mercader seguiría estando obligado a devolver el dinero con sus intereses, pero en la práctica sigue siendo lo mismo puesto que el mercader que ha perdido su mercancía no nos paga, y en último término los judíos tenemos que acomodarnos a las prácticas comerciales habituales: los mercaderes quieren comandas en las que no corran con el riesgo y nosotros tenemos que hacerlas porque de lo contrario no conseguiríamos beneficios para cumplir con vuestros reyes. ¿Lo has entendido?

– Los cristianos no prestamos con interés, pero el resultado es el mismo a través de las comandas -comentó Arnau para sí.

– Exacto. Lo que intenta prohibir vuestra Iglesia no es el interés en sí mismo, sino la obtención de un beneficio por el dinero, no por el trabajo, y eso siempre que los préstamos no sean a reyes, nobles o caballeros, los que se llaman préstamos baratos, porque un cristiano sí puede prestar dinero a los reyes, nobles o caballeros, con interés; la Iglesia supone que ese préstamo es para la guerra, y considera válido el interés.

– Pero esa práctica sólo la llevan a cabo los cambistas cristianos -argüyó Arnau-. No se puede juzgar a todos los cristianos por lo que hagan…

– No te equivoques, Arnau -le advirtió Hasdai sonriendo y gesticulando con las manos-. Los cambistas reciben en depósito el dinero de los cristianos y con ese dinero contratan comandas, cuyos beneficios después tienen que pagar a aquellos cristianos que les han dado su dinero. Los cambistas dan la cara, pero el dinero es de los cristianos, de todos los que lo depositan en sus mesas de cambio. Arnau, hay algo que nunca cambiará en la historia: el que tiene dinero quiere más; nunca lo ha regalado y nunca lo hará. Si no lo hacen vuestros obispos, ¿por qué iban a hacerlo sus feligreses? Se llamará préstamo, se llamará comanda, se llamará como se llame, pero la gente no regala nada; sin embargo, los únicos usureros somos nosotros.

Charlando les llegó la noche, una noche mediterránea, estrellada y plácida. Durante un rato, los tres permanecieron en silencio disfrutando de la paz y la tranquilidad que se respiraba en el pequeño jardín trasero de la casa de Hasdai Crescas. Al final los llamaron para cenar y por primera vez desde que se alojaba con aquellos judíos, Arnau los vio como personas iguales a él, con otras creencias, pero buenos, tan buenos y caritativos como pudieran serlo los más santos de los cristianos. Esa noche, sin ninguna reserva, disfrutó de los sabores de la cocina judía acompañado por Hasdai a la mesa y servido por las mujeres de la casa.

 

 

El tiempo iba transcurriendo y la situación empezaba a hacerse incómoda para todos. Las noticias que llegaban al cali sobre la peste eran alentadoras: cada vez aparecían menos casos. Arnau necesitaba volver a su casa. La noche anterior a la partida, Arnau y Hasdai se reunieron en el jardín. Intentaron charlar amistosamente, de cosas intrascendentes, pero la noche sabía a despedida y, entre frase y frase, evitaban mirarse.

– Sahat es tuyo -anunció repentinamente Hasdai, entregándole la documentación que lo corroboraba.

– ¿Para qué quiero un esclavo? Si ni siquiera podré alimentarme yo mismo hasta que se reanude el tráfico marítimo, ¿cómo voy a dar de comer a un esclavo? La cofradía no permite que los esclavos trabajen. No necesito a Sahat.

– Sí que lo necesitarás -le contestó sonriendo Hasdai-. Él se debe a ti. Desde que nacieron Raquel y Jucef, Sahat se ha encargado de cuidarlos como si fueran sus propios hijos y te aseguro que como tales los adora. Ni Sahat ni yo podremos devolverte nunca lo que hiciste por ellos. Hemos pensado que la mejor manera de pagarte esa deuda es facilitándote la vida. Para eso necesitarás a Sahat, y él está dispuesto.

– ¿Facilitarme la vida?

– Ambos te ayudaremos a hacerte rico.

Arnau devolvió la sonrisa a su todavía anfitrión.

– Sólo soy un bastaix . Las riquezas son para nobles y mercaderes.


Date: 2016-03-03; view: 601


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