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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 7 page

Un grito rasgó el silencio.

¡La orden! ¡Las piedras! Arnau salió corriendo hacia ellas, pero la mano del oficial lo agarró por el hombro. -Todavía no -le dijo. -Pero…

– Todavía no -insistió el oficial-. Mira. El soldado le señaló a los almogávares. Otro grito tronó desde sus filas: -¡Despierta, hierro!

Arnau no pudo apartar la mirada de los mercenarios. Pronto, todos ellos gritaban al unísono.

– ¡Despierta, hierro! ¡Despierta, hierro! Empezaron a entrechocar sus lanzas y sus cuchillos hasta que el sonido del metal superó sus propias voces.

– ¡Despierta, hierro!

Y el acero empezó a despertar: lanzaba chispas a medida que las armas chocaban y chocaban, entre ellas o contra las rocas. El estruendo sobrecogió a Arnau. Poco a poco, las chispas, centenares de ellas, miles de ellas, rompieron la oscuridad y los almogávares aparecieron rodeados de un halo luminoso.

Arnau se sorprendió a sí mismo golpeando el aire con la ballesta.

– ¡Despierta, hierro! -gritaba. Ya no sudaba, ya no temblaba-. ¡Despierta, hierro!

Miró hacia las murallas; parecía que fueran a derrumbarse bajo los gritos de los almogávares. El suelo retumbaba y el resplandor de las chispas crecía a su alrededor. De repente sonó una trompeta y el griterío se transformó en un aullido estremecedor:

– ¡Sant Jordi! ¡Sant Jordi!

– Esta vez sí -le gritó el oficial empujándolo hacia delante, detrás de dos centenares de hombres que se lanzaban ferozmente al asalto.

Arnau corrió hasta apostarse tras las piedras, junto al oficial y un cuerpo de ballesteros, al pie de las murallas. Se concentró en una de las escalas que los almogávares habían apoyado contra la muralla e intentó hacer blanco en las figuras que desde las almenas luchaban por impedir el asalto de los mercenarios, que continuaban aullando como posesos.Y lo hizo. Por dos ocasiones acertó en el cuerpo de los defensores, allí donde sus cotas de malla no los protegían, y los vio desaparecer tras el impacto de las saetas.

Un grupo de asaltantes logró superar los muros de la fortaleza y Arnau notó cómo el oficial, golpeándole el hombro, llamaba su atención para que no disparase más. El ariete no fue necesario. Cuando los almogávares alcanzaron las almenas, las puertas del castillo se abrieron y varios caballeros huyeron a galope tendido para no ser tomados como rehenes. Dos de ellos cayeron bajo las ballestas catalanas; los demás lo consiguieron. Algunos ocupantes, huérfanos de autoridad, se rindieron. Eiximèn d'Esparça y sus caballeros accedieron al interior del castillo con sus caballos de guerra y mataron a cuantos seguían oponiéndose a ellos. Después entraron corriendo los hombres de a pie.



Arnau se quedó quieto una vez cruzadas las murallas, con la ballesta colgando de la espalda y el puñal en la mano. Ya no era necesario. El patio del castillo estaba lleno de cadáveres, y quienes no habían caído permanecían arrodillados, desarmados, suplicando entre los caballeros que recorrían el patio con sus largas espadas desenfundadas. Los almogávares se entregaban al saqueo; unos en la torre, otros rebuscando en los cadáveres con una avidez que obligó a Arnau a desviar la mirada. Uno de los almogávares se dirigió a él y le ofreció un puñado de saetas; unas procedentes de disparos errados, muchas manchadas de sangre, otras incluso con trozos de carne adheridos. Arnau dudó. El almogávar, un hombre ya mayor, delgado como las saetas que le ofrecía, se sorprendió; después sonrió mostrando una boca sin dientes y le ofreció las saetas a otro soldado.

– ¿Qué haces? -le preguntó este último a Arnau-. ¿Acaso esperas que Eiximèn te reponga las saetas? Limpíalas-le dijo arrojándolas a sus pies.

En pocas horas todo terminó. Los hombres vivos fueron agrupados y maniatados. Esa noche serían vendidos como esclavos en el campamento que seguía al ejército. Las tropas de Eiximèn d'Esparça se pusieron de nuevo en marcha en busca del rey; transportaban sus heridos y dejaban tras de sí a diecisiete catalanes muertos y una fortaleza en llamas que no volvería a ser útil a los seguidores del rey Jaime III.

 

 

Eiximèn d'Esparça y sus hombres alcanzaron al ejército real en las proximidades de la villa de Elna, la Orgullosa, a tan sólo dos leguas de Perpiñán, en cuyas afueras el rey decidió hacer noche y donde recibió la visita de otro obispo, que, de nuevo infructuosamente, trató de mediar en nombre de Jaime de Mallorca.

Aunque el rey no puso objeción a que Eiximèn d'Esparça y sus almogávares tomaran el castillo de Bellaguarda, sí trató de impedir que, en el trayecto hasta Elna, otro grupo de caballeros tomara por las armas la torre de Nidoleres. Sin embargo, cuando el rey llegó hasta allí, los caballeros ya la habían asaltado, matado a sus ocupantes e incendiado el lugar.

Por el contrario, nadie osó acercarse a Elna ni molestar a sus habitantes.

El ejército entero se reunió alrededor de los fuegos de campaña y miró las luces de la ciudad. Elna mantenía sus puertas abiertas en claro desafío a los catalanes.

– ¿Por qué…? -empezó a preguntar Arnau sentado en torno al fuego.

– ¿ La Orgullosa? -lo interrumpió uno de los más veteranos.

– Sí. ¿Por qué se la respeta? ¿Por qué no cierra sus puertas?

El veterano miró hacia la ciudad antes de contestar.

– La Orgullosa pesa sobre nuestra conciencia…, la conciencia catalana. Saben que no nos acercaremos. -Calló. Arnau había aprendido a respetar la forma de ser de los soldados. Sabía que si lo apremiaba, lo miraría con desprecio y ya no hablaría. A todos los veteranos les gustaba deleitarse con sus recuerdos o sus historias, ciertas o falsas, exageradas o no. Mantener la intriga era una de sus manías. Al fin, reinició su discurso-: En la guerra contra los franceses, cuando Elna nos pertenecía, Pedro el Grande prometió defenderla y mandó un destacamento de caballeros catalanes. Éstos la traicionaron; huyeron por la noche y dejaron la ciudad a merced del enemigo. -El veterano escupió al fuego-. Los franceses profanaron las iglesias, asesinaron a los niños golpeándolos contra las paredes, violaron a las mujeres y ejecutaron a todos los hombres…, menos a uno. La matanza de Elna pesa sobre nuestra conciencia. Ningún catalán osará acercarse a Elna.

Arnau volvió a mirar hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Después observó las diversas agrupaciones que formaban el campamento; siempre había alguien que miraba hacia Elna en silencio.

– ¿A quién perdonaron? -preguntó rompiendo sus propias reglas.

El veterano lo escrutó a través de la hoguera.

– A un hombre llamado Bastard de Rosselló. -Arnau volvió a esperar hasta que el hombre decidió proseguir-: Años más tarde, ese soldado guió a las tropas francesas a través del paso de la Maçana para invadir Cataluña.

 

El ejército durmió a la sombra de la ciudad de Elna.

También lo hicieron, alejados de él, los centenares de personas que lo seguían. Francesca miró a Aledis. ¿Sería aquél el lugar idóneo? La historia de Elna había recorrido tiendas y chamizos, y en el campamento reinaba un silencio poco habitual. Ella misma miró en repetidas ocasiones hacia las puertas abiertas de la Orgullosa. Sí, se encontraban en tierra inhóspita; ningún catalán sería bien recibido en Elna o sus alrededores. Aledis estaba lejos de su casa. Sólo faltaba que, además, se quedase sola.

– Tu Arnau ha muerto -le dijo cuando Aledis atendió a su llamada.

Esta se vino abajo; Francesca la vio empequeñecer dentro del vestido verde. Aledis se llevó las manos al rostro y su llanto rompió aquel extraño silencio.

– ¿Có…, cómo ha sido? -preguntó al cabo de un rato.

– Me engañaste -se limitó a contestarle Francesca, fríamente.

Aledis la miró, con los ojos llenos de lágrimas, sollozando, temblando; después bajó la vista.

– Me engañaste -repitió Francesca. Aledis no contestó-. ¿Quieres saber cómo ha sido? Lo mató tu esposo, el verdadero, el maestro curtidor.

¿Pau? ¡Imposible! Aledis levantó la cabeza. Era imposible que aquel viejo…

– Se presentó en el campamento real acusando al tal Arnau de haberte secuestrado -continuó Francesca interrumpiendo los pensamientos de la joven. Quería observar sus reacciones. Arnau le contó que ella temía a su esposo-. El muchacho lo negó y tu esposo lo desafió. -Aledis intentó intervenir; ¿cómo iba Pau a desafiar a nadie?-. Pagó a un oficial para que pelease por él -continuó Francesca obligándola a guardar silencio-. ¿No lo sabías? Cuando alguien es demasiado viejo para luchar, puede pagar a otro para que lo haga por él. Tu Arnau murió defendiendo su honor.

Aledis se desesperó. Francesca la vio temblar. Poco a poco sus piernas cedieron y cayó al suelo, de rodillas frente a ella, pero Francesca no se apiadó.

– Tengo entendido que tu esposo te anda buscando.

Aledis volvió a llevarse las manos al rostro.

– Tendrás que abandonarnos. Antònia te dará tu antigua ropa.

¡Ésa era la mirada que deseaba! ¡Miedo! ¡Pánico!

Las preguntas se agolpaban en la cabeza de Aledis. ¿Qué iba a hacer? ¿Adonde iba a ir? Barcelona estaba en el otro confín del mundo y en todo caso, ¿qué le quedaba allí? ¡Arnau, muerto! El viaje desde Barcelona a Figueras pasó por su mente como un rayo y todo su cuerpo sintió el horror, la humillación, la vergüenza…, el dolor. ¡Y Pau buscándola!

– No…-intentó decir Aledis-, ¡no podría!

– No puedo buscarme problemas -le contestó Francesca con seriedad.

– ¡Protegedme! -suplicó-. No tengo adonde ir. No tengo a quién acudir.

Sollozaba. Aledis se quedó de rodillas ante Francesca, sin atreverse a mirarla.

– No podría hacerlo, estás embarazada.

– También era mentira -gritó la muchacha.

Ya había llegado hasta sus piernas. Francesca no se movió.

– ¿Qué harías a cambio?

– ¡Lo que queráis! -gritó Aledis. Francesca escondió una sonrisa. Ésa era la promesa que esperaba escuchar. ¿Cuántas veces la había obtenido de muchachas como Aledis?-. ¡Lo que queráis! -repitió ésta-. Protegedme, escondedme de mi esposo y haré cuanto deseéis.

– Ya sabes qué somos -insistió la patrona.

¿Y qué más daba? Arnau había muerto. No tenía nada. No le quedaba nada…, salvo un esposo que la lapidaría si la encontraba.

– Escondedme, os lo ruego. Haré lo que queráis -repitió Aledis.

 

Francesca ordenó que Aledis no se mezclara con los soldados; Arnau era conocido en las filas del ejército.

– Trabajarás escondida -le dijo al día siguiente, cuando se preparaban para partir-. No quisiera que tu esposo… -Aledis asintió antes de que ella terminara la frase-. No debes dejarte ver hasta que termine la guerra. -Aledis volvió a asentir.

Esa misma noche, Francesca mandó recado a Arnau: «Todo arreglado. No volverá a molestarte».

 

Al día siguiente, en lugar de acudir a Perpiñán, donde se encontraba el rey Jaime de Mallorca, Pedro III decidió proseguir camino en dirección al mar, hacia la villa de Canet, donde Ramon, vizconde del lugar, debería entregarle su castillo en virtud del vasallaje que le juró tras la conquista de Mallorca, cuando el monarca catalán, tras la huida del rey Jaime, lo dejó en libertad después de que rindiera el castillo de Bellver.

Así fue. El vizconde de Canet entregó el castillo al rey Pedro, y el ejército pudo descansar y comer en abundancia gracias a la generosidad de los lugareños, que confiaban en que los catalanes levantasen pronto el campamento para dirigirse a Perpiñán. Asimismo, el rey pudo establecer una cabeza de puente con su armada, a la que inmediatamente aprovisionó.

Establecido en Canet, Pedro III recibió a un nuevo mediador; en este caso se trataba de todo un cardenal, el segundo que intercedía por Jaime de Mallorca. Tampoco le hizo caso, lo despidió y empezó a estudiar con sus consejeros la mejor forma de asediar la ciudad de Perpiñán. Mientras el rey esperaba los suministros por mar y los almacenaba en el castillo de Canet, el ejército catalán estuvo asentado seis días en la villa, durante los cuales se dedicó a tomar los castillos y fortalezas que se encontraban entre Canet y Perpiñán.

La host de Manresa tomó en nombre del rey Pedro el castillo de Santa María de la Mar, otras compañías asaltaron el castillo de Castellarnau Sobirà, y Eiximèn d'Esparça, con sus almogávares y otros caballeros, asedió y tomó Castell-Rosselló.

Castell-Rosselló no era un simple puesto fronterizo como Bellaguarda, sino que constituía una de las defensas adelantadas de la capital del condado del Rosellón. Allí se repitieron los gritos de guerra y el entrechocar de lanzas de los almogávares, que en esta ocasión fueron acompañados por los aullidos de algunos centenares de soldados deseosos de entrar en combate. La fortaleza no cayó con tanta facilidad como lo hizo Bellaguarda; la lucha en los muros fue encarnizada y el uso de arietes imprescindible para derribar sus defensas.

Los ballesteros fueron los últimos en traspasar las abiertas defensas del castillo. Aquello no tenía nada que ver con el asalto a Bellaguarda. Soldados y civiles, incluidas las mujeres y los niños, defendían la plaza con su vida. En su interior, Arnau tuvo un encarnizado combate cuerpo a cuerpo.

Dejando a un lado su ballesta, empuñó el cuchillo. Centenares de hombres peleaban a su alrededor. El silbido de una espada lo introdujo en el combate. Instintivamente, se apartó y la espada pasó rozando su costado. Con su mano libre, Arnau agarró la muñeca que manejaba la espada y clavó el puñal. Lo hizo mecánicamente, como le habían enseñado en las inacabables lecciones del oficial de Eiximèn d'Esparça. Le habían enseñado a pelear; le habían enseñado cómo se mataba, pero nadie le había enseñado cómo hundir un puñal en el abdomen de un hombre. La cota de malla de su oponente resistió la puñalada y, aunque agarrado por la muñeca, el defensor del castillo volteó la espada con violencia e hirió a Arnau en el hombro.

Fueron unos segundos; los suficientes para darse cuenta de que debía matar.

Arnau apretó el puñal con saña. La hoja traspasó la cota de malla y se hundió en el estómago de su enemigo. La espada perdió fuerza pero siguió volteando peligrosamente. Arnau empujó el puñal hacia arriba. Su mano notó el calor de las entrañas. El cuerpo de su enemigo se izó del suelo, el puñal rajó el abdomen, la espada cayó al suelo y Arnau se encontró con el rostro de su rival sobre el suyo. Aquellos labios se movieron a escasa distancia de su rostro. ¿Quería decirle algo? A pesar del fragor del combate, Arnau escuchó sus estertores. ¿Pensaba en algo? ¿Veía la muerte? Los ojos desorbitados parecieron advertirle y Arnau se volvió en el mismo instante en que otro defensor de Castell-Rosselló se abalanzaba sobre él.

No lo dudó. El puñal de Arnau rasgó el aire y el cuello de su nuevo contrincante. Dejó de pensar. Fue él quien buscó más muerte. Peleó y gritó. Golpeó y hundió su puñal en la carne del enemigo, una y otra vez, sin reparar en sus rostros ni en su dolor.

Mató.

Cuando todo hubo terminado y los defensores de Castell-Rosselló se rindieron, Arnau se vio a sí mismo ensangrentado y temblando por el esfuerzo.

Miró a su alrededor y los cadáveres le recordaron la batalla. No tuvo oportunidad de fijarse en ninguno de sus oponentes. No pudo participar de su dolor o de compadecerse de sus almas. A partir de aquel preciso instante, los rostros que no había visto, cegado por la sangre, empezaron a aparecérsele reclamando sus derechos, el honor del vencido. Arnau recordaría muchas veces las caras borrosas de quienes murieron bajo su puñal.

 

A mediados de agosto el ejército se hallaba de nuevo acampado entre el castillo de Canet y el mar. Arnau asaltó Castell-Rosselló el 4 de agosto. Dos días más tarde, el rey Pedro III puso en marcha sus tropas, y durante una semana, comoquiera que la ciudad de Perpiñán no había rendido homenaje al rey Pedro, los ejércitos catalanes se dedicaron a devastar los alrededores de la capital del Rosellón: Basóles, Vernet, Soles, Sant Esteve… Talaron viñas, olivares y cuantos árboles se interpusieron al paso de un ejército desplegado por orden de su rey, excepción hecha de las higueras; ¿capricho del Ceremonioso? Quemaron molinos y cosechas, destrozaron campos de cultivo y villas, pero en ningún momento llegaron a asediar la capital y refugio del rey Jaime: Perpiñán.

 

15 de agosto de 1343

Misa solemne de campaña

 

El ejército entero, concentrado en la playa, rendía culto a la Virgen de la Mar. Pedro III había cedido a las presiones del Santo Padre y pactado una tregua con Jaime de Mallorca. El rumor corrió entre el ejército. Arnau no escuchaba al sacerdote; pocos lo hacían, la mayoría tenía el rostro contrito. La Virgen no consolaba a Arnau. Había matado. Había talado árboles. Había arrasado viñas y campos de cultivo ante los asustados ojos de los campesinos y de sus hijos. Había destruido villas enteras y con ellas los hogares de gentes de bien. El rey Jaime había conseguido su tregua y el rey Pedro había cedido.Arnau recordó las arengas de Santa María de la Mar: «¡Cataluña os necesita! ¡El rey Pedro os necesita! ¡Partid a la guerra!». ¿Qué guerra? Sólo habían sido matanzas. Escaramuzas en las que los únicos que perdieron fueron las gentes humildes, los soldados leales… y los niños, que pasarían hambre el próximo invierno por falta de grano. ¿Qué guerra? ¿La que habían librado obispos y cardenales, correveidiles de reyes arteros? El sacerdote proseguía con su homilía pero Arnau no escuchaba sus palabras. ¿Para qué había tenido que matar? ¿De qué servían sus muertos?

La misa finalizó. Los soldados se disolvieron formando pequeños grupos.

– ¿Y el botín prometido?

– Perpiñán es rica, muy rica -oyó Arnau.

– ¿Cómo pagará el rey a sus soldados si ya antes no podía hacerlo?

Arnau deambulaba entre los grupos de soldados. ¿Qué le importaba a él el botín? Era la mirada de los niños lo que le importaba; la de aquel pequeño que, agarrado a la mano de su hermana, presenció cómo Arnau y un grupo de soldados arrasaban su huerto y esparcían el grano que debía sustentarles durante el invierno. ¿Por qué?, le preguntaron sus ojos inocentes. ¿Qué mal os hemos hecho nosotros? Probablemente los niños fueran los encargados del huerto, y permanecieron allí, con las lágrimas cayendo por sus mejillas, hasta que el gran ejército catalán terminó de destruir sus escasas posesiones. Cuando terminaron, Arnau ni siquiera fue capaz de volver la mirada hacia ellos.

El ejército regresaba a casa. Las columnas de soldados se diseminaban por los caminos de Cataluña, acompañadas por tahúres, prostitutas y comerciantes, desencantados por los beneficios que no llegarían.

 

Barcelona se acercaba. Las diferentes hosts del principado se desviaban hacia sus lugares de origen; otras atravesarían la ciudad condal. Arnau notó que sus compañeros avivaban el paso, igual que él mismo había hecho. Aparecieron algunas sonrisas en los rostros de los soldados.Volvían a casa. El rostro de Maria se le apareció en el camino. «Todo arreglado -le habían dicho-,Aledis no volverá a molestarte.» Era lo único que deseaba, lo único de lo que había huido.

El rostro de Maria empezó a sonreírle.

 

 

Finales de marzo de 1348

Barcelona

 

Despuntaba el alba y Arnau y los bastaixos esperaban a pie de playa la descarga de una galera mallorquina que había arribado a puerto durante la noche. Los prohombres de la cofradía ordenaban a sus gentes. El mar estaba en calma y las olas lamían la playa con delicadeza, llamando a los ciudadanos de Barcelona a iniciar la jornada. El sol empezaba a arañar destellos de colores allí donde las aguas se ondulaban, y los bastaixos , mientras esperaban la llegada de los barqueros con las mercaderías, se dejaban llevar por el encanto del momento, con la mirada perdida en el horizonte y el espíritu bailando con la mar.

– Qué extraño -se oyó en el grupo-, no descargan.

Todos fijaron su atención en la galera. Los barqueros se habían acercado a la nave y algunos de ellos volvían a la playa de vacío; otros hablaban a gritos con los marineros de cubierta, algunos de los cuales se lanzaban al agua y se encaramaban a las barcas. Pero nadie descargaba fardos de la galera.

– ¡La peste! -Los gritos de los primeros barqueros se oyeron en la playa mucho antes de que arribasen las barcas-. ¡La peste ha llegado a Mallorca!

Arnau sintió un escalofrío. ¿Era posible que aquel precioso mar les trajera semejante noticia? Un día gris, de temporal… pero aquella mañana todo parecía mágico. Durante meses había sido el tema de conversación de los barceloneses: la peste asolaba el lejano Oriente, se había extendido hacia el oeste y devastaba comunidades enteras.

– Quizá no llegue a Barcelona -decían algunos-; tiene que cruzar todo el Mediterráneo.

– El mar nos protegerá -afirmaban otros.

Durante meses, el pueblo quiso creérselo: la peste no llegaría a Barcelona.

Mallorca, pensó Arnau. Había llegado a Mallorca; la plaga había cruzado leguas y leguas de Mediterráneo.

– ¡La peste! -repitieron los barqueros al arribar a la playa. Los bastaixos los rodearon para escuchar qué noticias traían. En una de las barcas venía el piloto de la galera.

– Llevadme ante el veguer y los consejeros de la ciudad -ordenó tras saltar a la orilla-. ¡Rápido!

Los prohombres atendieron su solicitud; los demás asediaron a los recién llegados. «Mueren a centenares -contaban-. Es horroroso. Nadie puede hacer nada. Niños, mujeres y hombres, ricos o pobres, nobles o humildes…; hasta los animales son pasto de la plaga. Los cadáveres se amontonan en las calles y se pudren, y las autoridades no saben qué hacer. La gente muere en menos de dos días entre espantosos gritos de dolor.» Algunos bastaixos corrieron en dirección a la ciudad, dando voces y haciendo aspavientos. Arnau escuchaba, encogido. Decían que a los apestados les salían grandes bubas purulentas en el cuello, las axilas o las ingles, que crecían hasta reventar.

La noticia se extendió por la ciudad y muchos fueron los que se acercaron al grupo de la playa para escuchar un rato y volver corriendo a sus hogares.

Barcelona entera se convirtió en un hervidero de rumores: «Cuando las bubas se abren, salen demonios. Los apestados se vuelven locos y muerden a la gente; así se transmite la enfermedad. Los ojos y los genitales revientan. Si alguien mira las bubas, se contagia. Hay que quemarlos antes de que mueran, porque, si no, la enfermedad ataca a otra persona. ¡Yo he visto la peste!».

Cualquier persona que iniciase su conversación con esas palabras era inmediatamente objeto de atención y la gente se arremolinaba a su alrededor para escuchar su historia; después, el horror y la imaginación se multiplicaban en boca de unos ciudadanos que ignoraban lo que les esperaba. El municipio, como única precaución, ordenó la máxima higiene, y la gente se lanzó a los baños públicos… y a las iglesias. Misas, rogativas, procesiones: todo era poco para atajar el peligro que se cernía sobre la ciudad condal y, tras un mes de agonía, la peste llegó a Barcelona.

Primero fue un calafateador que trabajaba en las atarazanas. Los médicos acudieron a su lado, pero lo único que pudieron hacer fue comprobar lo que habían leído en libros y tratados.

– Son del tamaño de pequeñas mandarinas -dijo uno señalando las grandes bubas que había en el cuello del hombre.

– Negras, duras y calientes -añadió otro tras tocarlas.

– Paños de agua fría para la fiebre.

– Hay que sangrarlo. Si lo sangramos, desaparecerán las hemorragias alrededor de las bubas.

– Hay que sajar las bubas -aconsejó un tercero.

Los otros médicos dejaron al enfermo y miraron al que había hablado.

– Los libros dicen que no se sajen -atajó uno.

– A fin de cuentas -dijo otro-, es sólo un calafateador. Comprobemos las axilas y las ingles.

También allí había grandes bubas negras, duras y calientes. Entre gritos de dolor, el enfermo fue sangrado y la poca vida que conservaba se escapó por los cortes que los galenos practicaron en su cuerpo.

Aquel mismo día aparecieron nuevos casos. Al día siguiente, más, y más al siguiente. Los barceloneses se encerraron en sus casas, donde algunos morían entre terribles sufrimientos; otros, por miedo al contagio, eran dejados en las calles, donde agonizaban hasta que les llegaba la muerte. Las autoridades ordenaron marcar con una cruz de cal las puertas de las casas en las que se había producido algún caso de peste. Insistieron en la higiene corporal, en que se evitara el contacto con los apestados, y ordenaron que los cadáveres se quemaran en grandes piras. Los ciudadanos se restregaron la piel hasta arrancársela y, quienes pudieron, permanecieron alejados de los enfermos. Sin embargo, nadie intentó hacer lo propio con las pulgas, y para extrañeza de médicos y autoridades, la enfermedad siguió transmitiéndose.


Date: 2016-03-03; view: 581


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