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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 6 page

Aquella misma noche, cuando los oficiales del rey y los soldados afortunados en las cartas o en los naipes acudieron a la tienda, Francesca preguntó por Arnau.

– ¿El bastaix dices? -le contestó uno de ellos-; claro que lo conozco, todo el mundo lo conoce. -Francesca ladeó la cabeza-. Dicen que venció a un veterano a quien todo el mundo temía -explicó-, y Eiximèn d'Esparça, el escudero del rey, lo recluto para su guardia personal. Tiene un lunar junto al ojo. Lo han entrenado para usar el puñal, ¿sabes? Desde entonces ha competido en varias peleas más y en todas ha vencido.Vale la pena apostar por él. -El oficial sonrió-. ¿Por qué te interesas por él? -añadió ampliando la sonrisa.

¿Por qué no dar alas a una imaginación calenturienta?, pensó Francesca. Era difícil ofrecer otra explicación. Y guiñó un ojo al oficial.

– Estás vieja para tanto hombre -rió el soldado.

Francesca no se inmutó.

– Tú tráemelo y no te arrepentirás.

– ¿Adonde? ¿Aquí?

¿Y si a fin de cuentas Aledis mentía? Nunca le habían fallado sus primeras impresiones.

– No. Aquí, no.

 

Aledis se apartó unos pasos de la tienda de Francesca. La noche era preciosa, estrellada y cálida, con una luna que teñía de amarillo la oscuridad. La muchacha miraba al cielo y a los hombres que entraban en la tienda y salían acompañados de alguna de las chicas; entonces se dirigían hacia unos pequeños chamizos, de los que salían al cabo de un rato, unas veces riendo, otras en silencio.Y repetían y repetían. Cada vez, las mujeres se dirigían al barreño en que se había bañado Aledis y se lavaban sus partes, mirándola con descaro, como lo hizo aquella mujer a la que en cierta ocasión su madre no le permitió ceder el paso.

– ¿Por qué no la arrestan? -le preguntó entonces Aledis a su madre.

Eulàlia miró a su hija, calibrando si ya era lo suficientemente adulta para recibir una explicación.

– No pueden hacerlo; tanto el rey como la Iglesia les permiten ejercer su oficio. -Aledis la miró incrédula-. Sí, hija, sí. La Iglesia dice que las mujeres públicas no pueden ser castigadas por la ley terrenal, que ya lo hará la ley divina. -¿Cómo explicarle a una criatura que la verdadera razón por la que la Iglesia sostenía aquella máxima era para evitar el adulterio o las relaciones contra natura? Eulàlia volvió a observar a su hija. No, todavía no debía conocer la existencia de las relaciones contra natura.

Antònia, la joven del cabello rubio rizado, se hallaba junto al barreño y le sonrió. Aledis frunció los labios en un amago de sonrisa y la dejó hacer.



¿Qué más le había contado su madre?, pensó, intentando distraerse. Que no podían vivir en ciudad, villa o lugar alguno en que lo hicieran personas honestas, bajo pena de ser expulsadas incluso de sus propias casas si lo pedían sus vecinos. Que estaban obligadas a escuchar sermones religiosos para buscar su rehabilitación. Que no podían utilizar los baños públicos más que los lunes y los viernes, los días reservados a judíos y sarracenos. Y que con su dinero podían hacer caridad, pero nunca oblación ante el altar.

Antònia, de pie en el barreño, con la falda recogida en una mano, continuaba lavándose con la otra, ¡y seguía sonriéndole! Cada vez que se erguía después de coger agua con la mano para llevársela a la entrepierna, la miraba y le sonreía.Y Aledis trataba de devolverle la sonrisa, intentando no bajar la mirada hacia su pubis expuesto a la luz de la luna.

¿Por qué le sonreía? Sólo debía de ser una niña y ya estaba condenada. Algunos años atrás, justo después de que su padre se negara a su matrimonio con Arnau, su madre las llevó, a ella y a Alesta, al monasterio de San Pedro de Barcelona. «¡Que lo vean!», le ordenó el curtidor a su esposa. El atrio estaba lleno de puertas que habían sido arrancadas de sus goznes y estaban apoyadas en las arcadas o tiradas en el patio. El rey Pedro concedió a la abadesa de San Pedro el privilegio para que, con su autoridad y sin implorar el auxilio de nadie, pudiera ordenar a las mujeres deshonestas que saliesen de su parroquia, y luego arrancar las puertas de sus viviendas y llevarlas al atrio del monasterio. La abadesa se puso manos a la obra, ¡vaya si lo hizo!

– ¿Todo esto son desahuciados? -preguntó Alesta mientras agitaba una mano abierta y recordaba cómo les echaron a ellos de su casa, antes de terminar en la de Pere y Mariona: arrancaron la puerta por impago.

– No, hija -contestó su madre-; esto es lo que les sucede a las mujeres que no cumplen con la castidad.

Aledis revivió aquel momento. Mientras hablaba, su madre la miró a ella directamente, con los ojos entrecerrados.

Despejó aquel mal recuerdo de su mente moviendo la cabeza de un lado a otro hasta encontrarse de nuevo con Antònia y su pubis rubio, cubierto de pelo rizado, igual que su cabeza. ¿Qué haría con Antònia la abadesa de San Pedro?

Francesca salió de la tienda en busca de la muchacha. «¡Niña!», le gritó. Aledis observó cómo Antònia saltaba del barreño, se calzaba y entraba corriendo en la tienda. Después su mirada se encontró con la de Francesca unos segundos, antes de que la patrona volviera a sus quehaceres. ¿Qué escondía aquella mirada?

Eiximèn d'Esparça, escudero de su majestad el rey Pedro III, era un personaje importante, bastante más importante por su rango que por su complexión, porque en el momento en que se apeó del imponente caballo de guerra y se quitó la armadura, se convirtió en un hombre bajo y delgado. Débil, concluyó Arnau temiendo que el noble adivinase sus pensamientos.

 

Eiximèn d'Esparça estaba al mando de una compañía de almogávares que pagaba de su propio peculio. Cuando miraba a sus hombres lo asaltaban las dudas. ¿Dónde estaba la lealtad de aquellos mercenarios? En su mesada, sólo en su mesada. Por eso le gustaba rodearse de una guardia pretoriana, y el combate de Arnau lo había impresionado.

– ¿Qué arma sabes utilizar? -le preguntó a Arnau el oficial del escudero real. El bastaix mostró la ballesta de su padre-. Eso ya lo imagino. Todos los catalanes saben utilizarla; es su obligación. ¿Alguna más?

Arnau negó con la cabeza.

– ¿Y ese puñal? -El oficial señaló el arma que Arnau llevaba al cinto, y estalló en una sonora carcajada, echando la cabeza hacia atrás, cuando éste le mostró el puñal romo-. Con eso -añadió todavía riendo-, no podrías ni rasgar el himen de una doncella. Te entrenarás con uno de verdad, en el cuerpo a cuerpo.

Buscó en un arcón y le entregó un machete, mucho más largo y grande que su puñal de bastaix . Arnau pasó un dedo por la hoja. A partir de entonces, día tras día, Arnau se sumó a la guardia de Eixi-mèn para entrenarse en la lucha cuerpo a cuerpo con su nuevo puñal. También le proporcionaron un uniforme colorido que incluía una cota de malla, un yelmo -que procuraba bruñir hasta que resplandecía- y nos fuertes zapatos de cuero que se ataban a las pantorrillas mediante tiras cruzadas. Los duros entrenamientos se alternaban con combates reales, cuerpo a cuerpo, sin armas, organizados por los oficiales de los nobles del campamento. Arnau se convirtió en el representante de las tropas del escudero real y no transcurrió un día sin que participara en una o dos peleas ante la gente, que se amontonaba en su derredor, gritaba y cruzaba apuestas. Fueron suficientes unas cuantas peleas para que Arnau alcanzase fama entre los soldados. Cuando paseaba entre ellos, en los pocos momentos de asueto que tenía, se sentía observado y señalado. ¡Qué extraña sensación era provocar el silencio a su paso! El oficial de Eiximèn d'Esparça sonrió cuando su compañero le planteó la pregunta.

– ¿Yo también podré disfrutar de una de sus muchachas?-quiso saber.

– Seguro. La vieja está empeñada en tu soldado. No puedes imaginar cómo le brillaban los ojos. Los dos rieron.

– ¿Adonde debo llevártelo?

 

Francesca escogió para la ocasión un pequeño mesón en las afueras de Figueras.

– No hagas preguntas y obedece -le dijo el oficial a Arnau- hay alguien que quiere verte.

Los dos oficiales lo acompañaron hasta el mesón y, una vez allí, hasta la mísera habitación en la que ya esperaba Francesca. Cuando Arnau entró, cerraron la puerta y la atrancaron por fuera. Arnau se volvió e intentó abrirla; luego, golpeó la puerta.

– ¿Qué sucede? -gritó-. ¿Qué significa esto?

Le respondieron las carcajadas de los oficiales.

Arnau las escuchó durante unos segundos. ¿Qué significaba aquello? De repente notó que no estaba solo y se volvió. Francesca, en pie, lo observaba apoyada en la ventana, tenuemente iluminada por la luz de una vela que colgaba de una de las paredes; pese a la penumbra, su vestido verde brillaba. ¡Una prostituta! Cuántas historias de mujeres había escuchado al calor de las fogatas del campamento, cuántos se jactaban de haber gastado sus dineros con una muchacha, siempre mejor, más bella y más voluptuosa que la del anterior. Entonces Arnau callaba y bajaba la mirada; ¡él había llegado allí huyendo de dos mujeres! Quizá…, quizá aquella jugarreta fuera consecuencia de su silencio, de su aparente falta de interés por las mujeres… ¿Cuántas veces le habían lanzado puyas ante su mutismo?

– ¿Qué broma es ésta? -le preguntó a Francesca-. ¿Qué pretendes de mí?

Todavía no lo veía. La vela no iluminaba lo suficiente, pero su voz…, su voz ya era la de un hombre, y era grande y alto, como le había dicho la muchacha. Notó que las rodillas le temblaban y las piernas le flaqueaban. ¡Su hijo!

Francesca tuvo que carraspear antes de hablar.

– Tranquilízate. No quiero nada que pueda comprometer tu honor. En cualquier caso -añadió-, estamos solos; ¿qué iba a poder hacer yo, una mujer débil, contra un hombre joven y fuerte como tú?

– Entonces, ¿por qué ríen los de fuera? -preguntó Arnau todavía desde la puerta.

– Deja que rían si lo desean. La mente del hombre es retorcida, y por lo general le gusta creer siempre lo peor. Quizá si les hubiera dicho la verdad, si les hubiera contado las razones de mi insistencia por verte, no se hubieran mostrado tan dispuestos como lo han estado cuando la imaginación ha avivado su lujuria.

– ¿Qué iban a pensar de una prostituta y un hombre encerrados en la habitación de un mesón? ¿Qué cabe esperar de una prostituta?

Su tono fue duro, hiriente. Francesca logró reponerse.

– También somos personas -dijo levantando la voz-. San Agustín escribió que sería Dios quien juzgaría a las meretrices.

– ¿No me habrás hecho venir hasta aquí para hablar de Dios?

– No. -Francesca se acercó a él; tenía que verle el rostro-. Te he hecho venir para hablarte de tu esposa.

Arnau titubeó. Era guapo de veras.

– ¿Qué ocurre? ¿Cómo es posible…?

– Está embarazada.

– ¿Maria?

– Aledis…-corrigió Francesca sin pensar, pero ¿había dicho

Maria?

– ¿Aledis?

Francesca vio que el joven se estremecía. ¿Qué significaba aquello?

– ¿Qué hacéis hablando tanto? -se oyó que gritaban tras la puerta, entre fuertes golpes y carcajadas-. ¿Qué pasa, patrona?, ¿es demasiado hombre para ti?

Arnau y Francesca se miraron. Ella le hizo una señal para que se apartara de la puerta y Arnau obedeció. Los dos bajaron la voz.

– ¿Has dicho Maria? -preguntó Francesca cuando ya estaban junto a la ventana, en el extremo opuesto.

– Sí. Mi esposa se llama Maria.

– ¿Y quién es Aledis, pues? Ella me ha dicho… Arnau negó con la cabeza. ¿Era tristeza lo que apareció en sus ojos?, se preguntó Francesca. Arnau había perdido la compostura, sus brazos caían a los costados y el cuello, antes altanero, parecía incapaz de soportar el peso de la cabeza. Sin embargo, no contestó. Francesca sintió una punzada en lo más profundo de su ser.

– ¿Qué sucede, hijo?

– ¿Quién es Aledis? -insistió.

Arnau volvió a negar con la cabeza. Lo había dejado todo. A Maria, su trabajo, la Virgen…y, ahora, ¡estaba allí!, ¡embarazada»

Todo el mundo se enteraría. ¿Cómo podría volver a Barcelona, a su trabajo, a su casa?

Francesca desvió la mirada hacia la ventana. Fuera estaba oscuro. ¿Qué era aquel dolor que la oprimía? Había visto a hombres arrastrándose, a mujeres desahuciadas; había presenciado la muerte y la miseria, la enfermedad y la agonía, pero nunca hasta entonces se había sentido así.

– No creo que diga la verdad -afirmó, con la garganta atenazada, sin dejar de mirar por la ventana. Notó cómo Arnau se movía junto a ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Que creo que no está embarazada, que miente.

– ¡Qué más da! -se oyó decir a sí mismo Arnau.

Estaba allí, eso era suficiente. Lo seguía, volvería a acosarlo. De nada había servido todo cuanto había hecho.

– Yo podría ayudarte.

– ¿Por qué ibas a hacerlo?

Francesca se volvió hacia él. Casi se rozaban. Podía tocarlo. Podía olerlo. ¡Porque eres mi hijo!, podía decirle, sería el momento, pero ¿qué debía de haberle contado Bernat de ella? ¿De qué serviría que aquel muchacho supiese que su madre era una mujer pública? Francesca alargó una mano temblorosa. Arnau no se movió. ¿De qué serviría? Detuvo el gesto. Habían pasado más de veinte años y ella no era más que una prostituta.

– Porque ella me engañó a mí -le contestó-. Le di de comer, la vestí y la acogí. No me gusta que me engañen. Pareces buena persona y creo que también a ti está intentando engañarte.

Arnau la miró directamente a los ojos. ¿Qué más daba ya? Libre de su marido y lejos de Barcelona, Aledis lo contaría todo, y además aquella mujer… ¿Qué había en ella que le resultaba tranquilizador?

Arnau bajó la cabeza y empezó a hablar.

 

 

El rey Pedro III el Ceremonioso llevaba ya seis días en Figueras cuando el 28 de julio de 1343 ordenó levantar el campamento e iniciar la marcha hacia el Rosellón. -Tendrás que esperar -le dijo Francesca a Aledis mientras las muchachas desmontaban la tienda para seguir al ejército-. Cuando el rey ordena la marcha, los soldados no pueden abandonar las filas. Quizá en el próximo campamento… Aledis la interrogó con la mirada.

– Ya le he mandado recado -añadió Francesca sin darle importancia-. ¿Vienes con nosotras? Aledis asintió.

– Pues ayuda -le ordenó Francesca.

Mil doscientos hombres a caballo y más de cuatro mil a pie, armados para la guerra y con provisiones para ocho días, se pusieron en movimiento en dirección a La Junquera, a poco más de media jornada de Figueras.Tras el ejército, una multitud de carros, mulos y todo tipo de personas. Una vez en La Junquera, el rey ordenó acampar otra vez; un nuevo mensajero del Papa, un fraile agustino, traía otra carta de Jaime III. Cuando Pedro III conquistó Mallorca, el rey Jaime acudió al Papa en busca de ayuda; frailes, obispos y cardenales mediaron infructuosamente ante el Ceremonioso.

Como ocurrió con los anteriores, el rey no hizo caso al nuevo enviado papal. El ejército hizo noche en La Junquera. ¿Era el momento?, pensó Francesca mientras observaba cómo Aledis ayudaba a las demás muchachas con la comida. No, concluyó. Cuanto más lejos estuvieran de Barcelona, de la antigua vida de Aledis, más oportunidades tendría Francesca. «Tenemos que esperar», le contestó cuando la muchacha le preguntó por Arnau.

A la mañana siguiente el rey levantó el campamento de nuevo.

– ¡A Panissars! ¡En orden de batalla! En cuatro grupos dispuestos para el combate.

La orden corrió por las filas del ejército. Arnau la oyó junto a la guardia personal de Eiximèn d'Esparça, presta a marchar. ¡A Panissars! Algunos lo gritaban, otros apenas lo susurraban, pero todos lo hacían con orgullo y respeto. ¡El desfiladero de Panissars!, el paso por los Pirineos desde tierras catalanas hacia las del Ro-sellón. A sólo media legua de La Junquera, aquella noche en todas las hogueras podían escucharse las hazañas de Panissars.

Fueron ellos, los catalanes, sus padres, sus abuelos, quienes vencieron a los franceses. ¡Sólo ellos!, los catalanes. Años atrás, el rey Pedro el Grande fue excomulgado por el Papa por haber conquistado Sicilia sin su consentimiento. Los franceses, bajo el mando del rey Felipe el Atrevido, declararon la guerra al hereje, ¡en nombre de la cristiandad!, y con la ayuda de algunos traidores, cruzaron los Pirineos por el paso de la Maçana.

Pedro el Grande tuvo que batirse en retirada, y los nobles y caballeros de Aragón abandonaron al rey y partieron con sus ejércitos hacia sus tierras.

– ¡Sólo quedábamos nosotros! -dijo alguien en la noche, acallando incluso el chisporroteo del fuego.

– ¡Y Roger de Llúria! -saltó otro.

El rey, mermados sus ejércitos, tuvo que dejar que los franceses invadiesen Cataluña en espera de que llegasen refuerzos desde Sicilia, de la mano del almirante Roger de Llúria. Pedro el Grande ordenó al vizconde Ramon Folch de Cardona, defensor de Gerona, que resistiese el asedio de los franceses hasta que Roger de Llúria llegase a Cataluña. El vizconde de Cardona así lo hizo y defendió épicamente la ciudad hasta que su monarca le permitió rendirla al invasor.

Roger de Llúria llegó y derrotó a la armada francesa; mientras, en tierra, el ejército francés se vio asolado por una epidemia.

– Profanaron el sepulcro de Sant Narcís cuando tomaron Gerona -intervino alguien.

Millones de moscas salieron del sepulcro del santo, al decir de los viejos del lugar, cuando los franceses lo profanaron. Aquellos insectos propagaron la epidemia entre las filas francesas. Derrotados por mar, enfermos en tierra, el rey Felipe el Atrevido solicitó una tregua para retirarse sin que hubiera una matanza.

Pedro el Grande se la concedió, pero, les advirtió, sólo en su nombre y en el de sus nobles y caballeros.

 

Arnau oyó los gritos de los almogávares que entraban en Panis-sars. Protegiéndose los ojos, miró hacia arriba, a las montañas que rodeaban el paso y en las que reverberaban los gritos de los mercenarios. Allí, junto a Roger de Llúria, observados desde la cima por Pedro el Grande y sus nobles, los mercenarios acabaron con el ejército francés tras dar muerte a millares de hombres. Al día siguiente, en Perpiñán, falleció Felipe el Atrevido y terminó la cruzada contra Cataluña.

Los almogávares siguieron gritando a lo largo de todo el desfiladero, desafiando a un enemigo que no apareció; quizá recordaban lo que les habían contado sus padres o sus abuelos sobre lo ocurrido allí mismo hacía cincuenta años.

Aquellos hombres desharrapados, que cuando no guerreaban como mercenarios vivían en los bosques y en las montañas dedicándose a saquear y devastar las tierras sarracenas, haciendo caso omiso de cualquier tratado que hubieran pactado los reyes cristianos de la península con los cabecillas moros, andaban a su aire. Arnau lo comprobó en el camino de Figueras a La Junquera y ahora lo veía de nuevo: de los cuatro grupos en los que el rey había dividido el ejército, los tres restantes marchaban en formación, bajo sus pendones, pero el de los almogávares lo hacía en desorden, gritando, amenazando, riendo y hasta bromeando, burlándose del enemigo que no aparecía y del que en su día lo hiciera.

– ¿No tienen jefes? -preguntó Arnau tras ver cómo los almogávares, cuando Eiximèn d'Esparça ordenó un alto, los adelantaban desordenada y despreocupadamente y seguían su camino.

– No lo parece, ¿verdad? -le contestó un veterano, firme a su lado, como todos los componentes de la guardia personal del escudero real.

– No. No lo parece.

– Pues sí que los tienen, y que se guarden de desobedecerlos. No son jefes como los nuestros. -El veterano señaló a Eiximèn d'Esparça; después quitó un insecto imaginario de su escudilla y lo agitó en el aire. Varios soldados se sumaron a las risas de Arnau-. Ésos sí son jefes -continuó el veterano poniéndose serio de repente-; ahí no sirve ser hijo de alguien, llamarse de tal o cual o ser el protegido del conde de lo que sea. Los más importantes son los adalils . -Arnau miró hacia los almogávares, que seguían pasando por su lado-. No, no te molestes -le dijo el veterano-; no los distinguirás.Visten todos igual, pero ellos saben muy bien quiénes son. Para llegar a ser adalil se precisan cuatro virtudes: sabiduría para guiar las huestes; ser esforzado y saber exigirles el mismo esfuerzo a los hombres que uno manda; tener dotes naturales para el mando y, sobre todo, ser leal.

– Eso es lo mismo que dicen que tiene él -lo interrumpió Arnau señalando al escudero real y haciendo el mismo gesto con los dedos de su mano derecha.

– Sí, pero a ése nadie se lo ha discutido ni se lo discute. Para llegar a ser adalil de los almogávares es necesario que doce adalils más juren bajo pena de muerte que el aspirante cumple esas condiciones. No quedarían nobles en el mundo si tuviesen que jurar del mismo modo sobre sus iguales…, sobre todo tratándose de lealtad.

Los soldados que escuchaban la conversación asintieron sonriendo. Arnau volvió a mirar a los almogávares. ¿Cómo podían matar a un caballo con una simple lanza y en plena carga?

– Por debajo de los adalils -continuó explicando el veterano- están los almogatens ; tienen que ser expertos en la guerra, esforzados, ligeros y leales, y su forma de elección es la misma: doce almogatens tienen que jurar que el candidato reúne esas cualidades.

– ¿Bajo pena de muerte? -preguntó Arnau.

– Bajo pena de muerte -confirmó el veterano. Lo que no podía imaginar Arnau era que el desparpajo de aquellos guerreros llegara hasta el punto de desobedecer al rey. Pedro III ordenó que, una vez cruzado el desfiladero de Panissars, el ejército se dirigiera hacia la capital del Rosellón: Perpiñán; sin embargo, cuando las tropas lo hubieron cruzado, los almogávares se separaron de ellas en dirección al castillo de Bellaguarda, erigido en la cima de un pico del mismo nombre, situado sobre el desfiladero de Panissars.

Arnau y los soldados del escudero real vieron cómo se marchaban, ascendiendo a la cima del Bellaguarda. Seguían gritando, como habían hecho a lo largo de todo el paso. Eiximèn d'Esparça se volvió hacia donde se encontraba el rey, que también los miraba.

Pero Pedro III no hizo nada. ¿Cómo detener a aquellos mercenarios? Volvió grupas y continuó su camino hacia Perpiñán. Aquélla fue la señal para Eiximèn d'Esparça: el rey admitía el asalto de Bellaguarda, pero era él quien pagaba a los almogávares; si había algún botín tenía que estar allí. Así, mientras el grueso del ejército continuaba en formación, Eiximèn d'Esparça y sus hombres iniciaron el ascenso de Bellaguarda, tras los almogávares.

Los catalanes sitiaron el castillo y durante el resto del día y la noche entera, los mercenarios se turnaron en la tala de árboles para construir máquinas de asedio: escalas de asalto y un gran ariete montado sobre ruedas, que oscilaba mediante unas cuerdas que colgaban de un tronco superior, cubierto de pieles para proteger a los hombres que lo manejarían.

Arnau estuvo haciendo guardia frente a los muros de Bellaguarda. ¿Cómo se asaltaba un castillo? Ellos tendrían que ir a pecho descubierto, hacia arriba, mientras que los defensores se limitarían a dispararles, refugiados tras las almenas. Allí estaban.Veía cómo se asomaban y los miraban. En algún momento le pareció J que alguno lo observaba a él directamente. Parecían tranquilos», mientras que él temblaba al notar la atención de aquellos asediados.

– Parecen muy seguros de sí mismos -le comentó a uno de los veteranos que estaba a su lado.

– No te engañes -le contestó éste-; ahí dentro lo están pasando peor que nosotros. Además, han visto a los almogávares.

Los almogávares; de nuevo los almogávares. Arnau se volvió hacia ellos. Trabajaban sin descanso, ahora perfectamente organizados. Nadie reía ni discutía; trabajaban.

– ¿Cómo pueden darles tanto miedo a los que están tras esas murallas? -preguntó.

El veterano rió.

– Nunca los has visto luchar, ¿verdad? -Arnau negó con la cabeza-. Espera y verás.

Esperó dormitando en el suelo, a lo largo de una noche tensa en la que los mercenarios no dejaron de construir sus máquinas, a la luz de unas antorchas que iban y venían sin descanso.

Al despuntar el día, cuando la luz de sol empezaba a asomar por el horizonte, Eiximèn d'Esparça ordenó que sus tropas se dispusieran en formación. La oscuridad de la noche apenas se había atenuado con aquella luz lejana. Arnau buscó a los almogávares. Habían obedecido y formaban frente a los muros de Bellaguarda. Después miró hacia el castillo, por encima de ellos. Habían desaparecido todas las luces, pero estaban allí; durante la noche no habían hecho más que prepararse para el asalto. Arnau sintió un escalofrío. ¿Qué hacía él allí? El amanecer era fresco y, sin embargo, sus manos, agarradas a la ballesta, no dejaban de sudar. El silencio era total. Podía morir. Durante el día, los defensores lo habían mirado en repetidas ocasiones, a él, a un simple bastaix ; los rostros de aquellos hombres, entonces perdidos en la distancia, cobraron vida. ¡Ahí estaban!, esperándolo.Tembló. Las piernas le temblaron y tuvo que hacer un esfuerzo para que sus dientes no castañetearan. Apretó la ballesta contra su pecho para que nadie advirtiese el temblor de sus manos. El oficial le había indicado que cuando diera la orden de atacar se acercase a los muros y se parapetase tras unas piedras para disparar su ballesta contra los defensores. El problema sería llegar hasta aquellas piedras. ¿Llegaría? Arnau no separaba la mirada de donde estaban; tenía que llegar hasta ellas, parapetarse, disparar, esconderse y volver a disparar…


Date: 2016-03-03; view: 568


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