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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 3 page

 

Barcelona, 1341

 

Nobles, eclesiásticos y representantes de las ciudades libres del principado, los tres brazos que componían las Cortes, se habían congregado en la ciudad condal, llenando sus calles de color y adornándola de sedas de Almería, de Barbaria, de Alejandría o de Damasco; de lana de Inglaterra o de Bruselas, de Flandes o de Malinas; de Orlanda o de la fantástica ropa de lino negro de Bisso, todos adornados con brocados de hilos de oro o plata formando preciosos dibujos.

Sin embargo Jaime de Mallorca aún no había llegado a la capital del principado. Desde hacía algunos días, barqueros, bastaixos y demás trabajadores portuarios se preparaban, tras ser advertidos por el veguer, para el supuesto de que el rey de Mallorca decidiese acudir a Cortes. El puerto de Barcelona no estaba preparado para el desembarco de grandes personajes, quienes no iban a ir en volandas desde los humildes leños de los barqueros, como lo hacían los mercaderes para no mojarse las vestiduras. Por ello, cuando algún personaje arribaba a Barcelona, los barqueros afianzaban sus leños, uno contra el otro, desde la orilla hasta bien entrado el mar, y sobre ellos construían un puente para que reyes y príncipes accediesen a la playa de Barcelona con la solemnidad que correspondía.

Los bastaixos , Arnau entre ellos, transportaron a la playa los tablones necesarios para construir el puente y, como muchos de los ciudadanos que se acercaban a la playa, como muchos de los nobles de Cortes que también lo hacían, oteaban el horizonte en busca de las galeras del señor de Mallorca. Las Cortes de Barcelona se habían convertido en el objeto de todas las conversaciones; la solicitud de ayuda del rey de Mallorca y la estratagema del rey Pedro estaban ya en boca de todos los barceloneses.

– Es de suponer -le comentó un día Arnau al padre Albert, mientras despabilaba las velas de la capilla del Santísimo- que si toda la ciudad sabe lo que piensa hacer el rey Pedro, también lo sepa el rey Jaime; ¿por qué esperarle entonces?

– Por eso no vendrá -le contestó el cura sin dejar de trajinar en la capilla.

– ¿Entonces?

Arnau miró al cura, que se detuvo e hizo un gesto de preocupación.

– Mucho me temo que Cataluña entrará en guerra contra Mallorca.

– ¿Otra guerra?

– Sí. Es bien sabida la obsesión del rey Pedro por reunificar los antiguos reinos catalanes que Jaime I el Conquistador dividió entre sus herederos. Desde entonces los reyes de Mallorca no han hecho más que traicionar a los catalanes; no hace más de cincuenta años que Pedro el Grande tuvo que vencer a franceses y mallorquines en el desfiladero de Panissars. Después conquistó Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, pero el Papa lo obligó a devolvérselas a Jaime II. -El cura se volvió hacia Arnau-. Habrá guerra, Arnau, no sé cuándo ni por qué, pero habrá guerra.



Jaime de Mallorca no acudió a Cortes. El rey le concedió un nuevo plazo de tres días, pero transcurrido ese tiempo sus galeras tampoco habían llegado al puerto de Barcelona.

– Ahí tienes el porqué -le comentó otro día el padre Albert a Arnau-. Sigo sin saber cuándo, pero ya tenemos el porqué.

Al finalizar las Cortes, Pedro III ordenó incoar contra su vasallo un proceso legal por desobediencia, al que, además, sumó la acusación de que en los condados del Rosellón y la Cerdaña se acuñaba moneda catalana, cuando sólo en Barcelona se podía acuñar la moneda real de tercio.

Jaime de Mallorca siguió sin hacer caso, pero el proceso, dirigido por el veguer de Barcelona, Arnau d'Erill, asistido por Felip de Montroig y Arnau Çamorera, vicecanciller real, continuó en rebeldía, sin la presencia del señor de Mallorca, quien empezó a ponerse nervioso cuando sus consejeros le comunicaron cuál podía ser el resultado: la requisa de sus reinos y condados. Entonces Jaime buscó la ayuda del rey de Francia, al que rindió homenaje, y la del Papa, para que mediase con su cuñado el rey Pedro.

El Sumo Pontífice, defensor de la causa del señor de Mallorca, solicitó a Pedro un salvoconducto para Jaime a fin de que, sin peligro para él y los suyos, pudiese acudir a Barcelona para excusarse y defenderse de las acusaciones que se le imputaban. El rey no pudo negarse a los deseos del Papa y concedió el salvoconducto, no sin antes solicitar de Valencia que le mandasen cuatro galeras al mando de Mateu Mercer para que vigilase las del señor de Mallorca.

 

Toda Barcelona acudió al puerto cuando las velas de las galeras del rey de Mallorca aparecieron en el horizonte. La flota capitaneada por Mateu Mercer las esperaba, armada, igual que la de Jaime III. Arnau d'Erill, veguer de la ciudad, ordenó a los trabajadores del puerto que iniciasen la construcción del puente; los barqueros atravesaron sus barcas y los hombres empezaron a unir los tablones por encima de ellas.

Cuando las galeras del rey de Mallorca hubieron fondeado, los barqueros restantes acudieron a la galera real.

– ¿Qué sucede? -preguntó uno de los bastaixos al observar que el estandarte real seguía a bordo y que a la barca descendía un solo noble.

Arnau estaba empapado, igual que sus compañeros. Todos miraron al veguer, que tenía la vista fija en la barca que se acercaba a la playa.

Por el puente sólo desembarcó una persona: el vizconde de Evol, un noble del Rosellón ricamente vestido y armado que se detuvo antes de pisar la playa, sobre las maderas.

El veguer acudió a su encuentro y, desde la arena, atendió las explicaciones de Evol, quien no hacía más que señalar hacia Framenors y después a las galeras del rey de Mallorca. Cuando terminó la conversación, el vizconde regresó a la galera real y el veguer desapareció en dirección a la ciudad; al poco, volvió con instrucciones del rey Pedro.

– El rey Jaime de Mallorca -gritó para que todos pudieran oírlo- y su esposa, Constanza, reina de Mallorca, hermana de nuestro bien amado rey Pedro, se alojarán en el convento de Fra-menors. Hay que construir un puente de madera, fijo, cubierto por los lados y techado, desde donde fondean las galeras hasta las habitaciones reales.

Un murmullo se alzó en la playa, pero la severa expresión del veguer lo acalló. Después, la mayoría de los trabajadores del puerto se volvieron hacia el convento de Framenors, que se alzaba imponente sobre la línea costera.

– Es una locura -oyó Arnau que alguien decía en el grupo de bastaixos .

– Si se levanta temporal -auguró otro-, no aguantará.

– ¡Cubierto y techado! ¿Para qué querrá el rey de Mallorca un puente así?

Arnau se volvió hacia el veguer justo cuando Berenguer de Montagut llegaba a la playa. Arnau d'Erill señaló al maestro de obras el convento de Framenors y después, con la mano derecha, trazó una línea imaginaria desde éste hacia el mar.

Arnau, bastaixos , barqueros y carpinteros de ribera, calafates, remolares, herreros y sogueros permanecieron en silencio cuando el veguer finalizó sus explicaciones y el maestro se quedó pensativo.

Por orden del rey se suspendieron las obras de Santa María y de la catedral y todos los operarios fueron destinados a la construcción del puente. Bajo la supervisión de Berenguer de Montagut, se desmontó parte de los andamios del templo, y aquella misma mañana los bastaixos empezaron a trasladar material hasta Framenors.

– Qué tontería -le comentó Arnau a Ramon mientras los dos cargaban un pesado tronco-; nos afanamos en cargar piedras para Santa María y ahora la desmontamos, y todo por el capricho…

– ¡Calla! -lo instó Ramon-. Lo hacemos por orden del rey; él sabrá por qué.

A fuerza de remos, las galeras del rey de Mallorca, siempre vigiladas de cerca por las valencianas, se situaron frente a Framenors, fondeadas a considerable distancia del convento. Albañiles y carpinteros empezaron a montar un andamio adosado a la fachada mar del convento, una imponente estructura de madera que descendía hacia la orilla, mientras los bastaixos , ayudados por todos quienes no tenían un cometido concreto, iban y venían de Santa María cargando troncos y maderas.

Al anochecer se suspendieron los trabajos. Arnau llegó a casa renegando.

– Nuestro rey nunca ha pedido semejante locura; se conforma con el puente tradicional, sobre las barcas. ¿Por qué hay que permitirle semejante capricho a un traidor?

Pero sus palabras se fueron apagando y sus pensamientos cambiaron al notar el masaje que Maria le daba en los hombros.

– Tienes mejor las heridas -comentó la muchacha-. Hay quien utiliza geranio con frambueso, pero nosotros siempre hemos confiado en la siempreviva. Mi abuela curaba a mi abuelo con ella, y mi madre a mi padre…

Arnau cerró los ojos. ¿Siempreviva? Hacía días que no veía a Aledís. ¡Ésa era la única razón de su mejoría!

– ¿Por qué tensas los músculos? -le reprochó María interrumpiendo sus pensamientos-. Relájate, debes relajarte para que…

Siguió sin escucharla. ¿Para qué? ¿Relajarse para que pudiera curar las heridas causadas por otra mujer? Si por lo menos se enfadara…

Pero en lugar de gritarle, Maria volvió a entregarse a él aquella noche: lo buscó con cariño y se ofreció a él con dulzura. Aledis no sabía qué era la dulzura. ¡Fornicaban como animales! Arnau la aceptó, con los ojos cerrados. ¿Cómo mirarla? La muchacha le acarició el cuerpo… y el alma, y lo transportó al placer, un placer más doloroso cuanto mayor era.

Al alba, Arnau se levantó para acudir a Framenors. Maria ya estaba abajo, junto al hogar, trabajando para él.

Durante los tres días que duraron las obras de construcción del puente, ningún miembro de la corte del rey de Mallorca abandonó las galeras; tampoco lo hicieron los valencianos. Cuando la estructura adosada a Framenors superó la playa y tocó agua, los barqueros se agruparon para permitir el transporte de los materiales. Arnau trabajó sin descanso; si lo hacía, si paraba, las manos de Maria volvían a acariciarle su cuerpo, el mismo que pocos días atrás había mordido y arañado Aledis. Desde las barcas, los operarios introducían las tablestacas en el fondo del puerto de Barcelona, dirigidos siempre por Berenguer de Montagut, que, en pie en la proa de un leño, iba de un lado a otro comprobando la resistencia de los pilares antes de permitir que se cargase sobre ellos.

Al tercer día, el puente de madera, de más de cincuenta metros de largo, cubierto por los lados, rompió la diáfana visión del puerto de la ciudad condal. La galera real se acercó hasta el extremo y al cabo de un rato, Arnau y todos cuantos habían intervenido en su construcción oyeron las pisadas del rey y su séquito sobre las tablas; muchos levantaron la cabeza.

Ya en Framenors, Jaime hizo llegar un mensajero al rey Pedro para notificarle que él y la reina Constanza habían caído enfermos debido a las inclemencias de la travesía marítima y que su hermana le rogaba que acudiese al convento a visitarla. El rey se disponía a complacer a Constanza, cuando el infante don Pedro se presentó ante él acompañado de un joven fraile franciscano.

– Habla, fraile -ordenó el monarca, visiblemente irritado por tener que aplazar la visita a su hermana.

Joan se encogió, tanto que la cabeza que le sacaba al rey pareció perder importancia. «Es muy bajito -le habían dicho a Joan-, y nunca se presenta ante sus cortesanos de pie.» Sin embargo, esa vez lo estaba y miraba directamente a los ojos de Joan, traspasándolo.

Joan balbuceó.

– Habla -lo instó el infante don Jaime.

Joan empezó a sudar profusamente y notó cómo el hábito, aún tosco, se le pegaba al cuerpo. ¿Y si no fuera cierto el mensaje? Por primera vez pensó en ello. Lo oyó de boca del viejo fraile que desembarcó con el rey de Mallorca y no esperó un instante. Salió corriendo en dirección al palacio real, se peleó con la guardia porque se negaba a trasladar el mensaje a nadie que no fuera el monarca y después cedió ante el infante don Pedro, pero ahora… ¿Y si no fuera cierto? ¿Y si no fuera más que otra treta del señor de Mallorca…?

– Habla. ¡Por Dios! -le gritó el rey.

Lo hizo de corrido, casi sin respirar.

– Majestad, no debéis acudir a visitar a vuestra hermana la reina Constanza. Es una trampa del rey Jaime de Mallorca. Con la excusa de lo enferma y débil que está su esposa, el ujier encargado de la custodia de la puerta de su cámara tiene órdenes de no dejar pasar a nadie más que a vos y a los infantes don Pedro y don Jaime. Nadie más podrá acceder a la estancia de la reina; dentro os estarán esperando una docena de hombres armados que os harán presos, os trasladarán por el puente hasta las galeras y partirán a la isla de Mallorca, al castillo de Alaró, donde se proponen reteneros cautivo hasta que liberéis al rey Jaime de todo vasallaje y le concedáis nuevas tierras en Cataluña.

¡Ya estaba!

Entrecerrando los ojos, el rey preguntó:

– ¿Y cómo un joven fraile como tú sabe todo eso?

– Me lo ha contado fra Berenguer, pariente de vuestra majestad.

– ¿Fra Berenguer?

Don Pedro asintió en silencio y el rey pareció recordar de repente a su pariente.

– Fra Berenguer -continuó Joan- ha recibido en confesión, de un traidor arrepentido, el encargo de transmitíroslo a vos, pero como está ya muy mayor y no puede moverse con agilidad, ha confiado en mí para esta misión.

– Para eso quería el puente cerrado -intervino don Jaime-. Si nos apresaran en Framenors, nadie podría darse cuenta del secuestro.

– Sería sencillo -apuntó el infante don Pedro asintiendo con la cabeza.

– Bien sabéis -dijo el rey dirigiéndose a los infantes- que si mi hermana la reina está enferma, no puedo dejar de acudir a visitarla cuando está en mis dominios. -Joan escuchaba sin atreverse a mirarlos. El rey calló durante unos instantes-. Aplazaré mi visita de esta noche, pero necesito…, ¿me escuchas, fraile? -Joan dio un respingo-. Necesito que ese penitente arrepentido nos permita revelar públicamente la traición. Mientras siga siendo secreto de confesión, tendré que acudir a ver a la reina. Ve -le ordenó.

Joan volvió corriendo a Framenors y trasladó el requerimiento real a fra Berenguer. El rey no acudió a la cita y para su tranquilidad, suceso que Pedro entendió como una protección de la divina providencia, se le declaró una infección en el rostro, cerca del ojo, que tuvo que ser sangrada y lo obligó a guardar cama durante unos días, los suficientes para que fira Berenguer consiguiese de su confesante la autorización solicitada por el rey Pedro.

En esta ocasión Joan no dudó un instante de la veracidad del mensaje.

– La penitente de fra Berenguer es vuestra propia hermana -le comunicó al rey en cuanto fue llevado ante él-, la reina Constanza, quien solicita de vos que la hagáis venir a palacio, por su voluntad o por la fuerza. Aquí, lejos de la autoridad de su marido y bajo vuestra protección, os revelará la traición con todo detalle.

El infante don Jaime, acompañado de un batallón de soldados, se personó en Framenors para cumplir los deseos de Constanza. Los frailes le franquearon el paso, e infante y soldados se presentaron directamente ante al rey. De poco sirvieron las quejas de éste: Constanza partió hacia el palacio real.

De poco le sirvió también al rey de Mallorca la consecuente visita que hizo a su cuñado el Ceremonioso.

– Por la palabra dada al Papa -le dijo el rey Pedro-, respetaré vuestro salvoconducto. Vuestra esposa quedará aquí, bajo mi protección. Abandonad mis reinos.

En cuanto Jaime de Mallorca partió con sus cuatro galeras, el rey ordenó a Arnau d'Erill que acelerase el proceso abierto contra su cuñado y, al poco, el veguer de Barcelona dictó sentencia por la que las tierras del vasallo infiel, juzgado en rebeldía, pasaban a poder del rey Pedro; el Ceremonioso ya tenía la excusa que legitimaba que declarara la guerra al rey de Mallorca.

Mientras tanto, el rey, exultante ante la posibilidad de volver a unir los reinos que dividió su antepasado Jaime el Conquistador, mandó llamar al joven fraile que había descubierto la trama.

– Nos has servido bien y fielmente -le dijo el rey, esta vez sentado en su trono-; te concedo una gracia.

Joan ya conocía la intención del rey; así se lo habían comunicado sus mensajeros. Y lo pensó detenidamente. Vestía el hábito franciscano por indicación de sus maestros, pero una vez en Framenors, el joven se llevó una desilusión: ¿dónde estaban los libros?, ¿dónde el saber?, ¿dónde el trabajo y el estudio? Cuando por fin se dirigió al prior de Framenors, éste le recordó con paciencia los tres principios establecidos por el fundador de la orden, san Francisco de Asís:

– Simplicidad radical, pobreza absoluta y humildad. Así debemos vivir los franciscanos.

Pero Joan deseaba saber, estudiar, leer, aprender. ¿Acaso no le habían asegurado sus maestros que aquél también era el camino del Señor? Por eso, cuando se cruzaba con algún fraile dominico, Joan lo miraba con envidia. La orden de los dominicos se dedicaba principalmente al estudio de la filosofía y la teología y había creado diversas universidades. Joan quería pertenecer a la orden de los dominicos y proseguir sus estudios en la prestigiosa Universidad de Bolonia.

– Así sea -sentenció el rey tras escuchar los argumentos de Joan; el vello de todo el cuerpo del joven fraile se erizó-. Confiamos en que algún día volváis por nuestros reinos investido de la autoridad moral que proporcionan el conocimiento y la sabiduría y la apliquéis en bien de vuestro rey y de su pueblo.

 

 

Mayo de 1343

Iglesia de Santa María de la Mar

Barcelona

 

Habían transcurrido casi dos años desde que el veguer de Barcelona condenó a Jaime III. Las campanas de toda la ciudad repicaban sin descanso y en el interior de Santa María, abiertos sus muros, Arnau las escuchaba sobrecogido. El rey había llamado a la guerra contra Mallorca y la ciudad se había llenado de nobles y soldados. Arnau, de guardia frente a la capilla de Santísimo, los observaba mezclados entre la gente que abarrotaba Santa María y que se derramaba por la plaza. Todas las iglesias de Barcelona oficiaban la misa para el ejército catalán.

Arnau estaba cansado. El rey había reunido su armada en Barcelona y desde hacía días los bastaixos trabajaban a destajo. ¡Ciento diecisiete naves! Jamás se había visto tal cantidad de barcos: veintidós grandes galeras aparejadas para la guerra; siete cocas panzudas para el transporte de caballos y ocho grandes naves de convento de dos y tres cubiertas para el transporte de soldados. El resto lo componían barcos medianos y pequeños. El mar estaba cubierto de mástiles y las naves entraban y salían de puerto.

Seguro que en alguna de aquellas galeras, ahora armadas, embarcó Joan hacía más de un año, vestido de negro, con el hábito dominico y con destino a Bolonia. Arnau lo acompañó hasta la misma orilla. Joan saltó a una barca y se acomodó de espaldas al mar; entonces le sonrió. Lo vio subir a bordo, y en cuanto los remeros empezaron a bogar, Arnau sintió que se le encogía el estómago y las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Se había quedado solo.

Y así seguía. Arnau miró a su alrededor. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad seguían sonando. Nobles, clérigos, soldados, mercaderes, artesanos y el pueblo llano se apretujaban en Santa María; sus compañeros de cofradía, a su lado, se mantenían firmes, pero ¡cuan solo se sentía! Sus ilusiones, su vida entera había ido desmoronándose como la vieja iglesia románica que dio vida al nuevo templo. Ya no existía. Ningún vestigio quedaba de la pequeña iglesia, y desde donde se encontraba podía observar la inmensa y ancha nave central, delimitada por las columnas ochavadas sobre las que se sustentarían las bóvedas. Más allá de las columnas, por el exterior, los muros de la iglesia seguían levantándose e izándose hacia el cielo, piedra a piedra, pacientemente.

Arnau miró hacia arriba. La clave de la segunda bóveda de la nave central ya se había colocado y se trabajaba en las de las naves laterales. El nacimiento de Nuestro Señor: aquél había sido el motivo elegido para aquella segunda piedra de clave. La bóveda del presbiterio estaba totalmente cubierta. La siguiente, la primera de la inmensa nave central rectangular, todavía no cubierta, parecía una tela de araña: las cuatro nervaduras de los arcos estaban a cielo abierto, con la piedra de clave en su centro, como una araña dispuesta a desplazarse por finos hilos en busca de su presa. La mirada de Arnau se perdió en aquellos nervios delgados. ¡Bien sabía él qué era sentirse atrapado en una tela de araña! Aledis lo perseguía con mayor ahínco cada día. «Se lo contaré a los prohombres de tu cofradía», lo amenazaba cuando Arnau dudaba, y él volvía a pecar, una, y otra, y otra vez. Arnau se volvió hacia los demás bas-taixos. Si se enterasen… Allí estaba Bartolomé, su suegro, prohombre, y Ramon, su amigo y valedor. ¿Qué dirían? Y ni siquiera tenía a Joan.

Hasta Santa María parecía haberle dado la espalda. Cubierta ya en parte y alzados los contrafuertes que sostenían los arcos de las naves laterales de la segunda bóveda, la nobleza y los ricos mercaderes de la ciudad habían empezado a trabajar en las capillas laterales, decididos a dejar su impronta en forma de escudos heráldicos, imágenes, sarcófagos y todo tipo de relieves cincelados en la piedra.

Cuando Arnau acudía en busca de la ayuda de su Virgen, siempre había algún rico mercader, algún noble moviéndose entre las obras. Era como si le hubiesen robado su iglesia. Habían aparecido de repente y se detenían con orgullo en las once capillas, de las treinta y cuatro previstas, que ya se habían construido a lo largo del deambulatorio. Allí estaban ya los pájaros del escudo de los Busquets, en la capilla de Todos los Santos; la mano y el león ram-pante de los Junyent, en la de San Jaime; las tres peras de Boronat de Pera, cinceladas en la piedra de clave de la capilla ojival de San Pablo; la herradura y bandas de Pau Ferran, en el mármol de la misma capilla; los escudos de los Dufort y los Dusay o la fuente de los Font, en la capilla de Santa Margarita. ¡Hasta en la capilla del Santísimo! En ella, la suya, la de los bastaixos , se estaba instalando el sarcófago del archidiácono de la Mar que había iniciado la construcción del templo, Bernat Lull, junto a los escudos de los Ferrer.

Arnau pasaba cabizbajo junto a nobles y mercaderes. Él sólo acarreaba piedra, y se arrodillaba ante su Virgen para rogarle que lo librara de aquella araña que lo perseguía.

Cuando finalizaron los oficios religiosos, Barcelona entera se dirigió hacia el puerto. Allí estaba Pedro III, ataviado para la guerra y rodeado por sus barones. Mientras el infante don Jaime, conde de Urgel, permanecía en Cataluña a fin de defender las fronteras del Ampurdán, Besalú y Camprodon lindantes con los condados peninsulares del rey de Mallorca, los demás partirían con el rey a la conquista de la isla: el infante don Pedro, senescal de Cataluña; mosén Pere de Monteada, almirante de la flota; Pedro de Eixèrica y Blasco de Alagó; Gonzalo Diez de Árenos y Felipe de Castre; el padre Joan de Arbórea; Alfonso de Llòria; Galvany de Anglesola; Arcadic de Mur; Arnau d'Erül; el padre Gonzalvo García; Joan Ximénez de Urrea, y muchos otros nobles personajes y caballeros, dispuestos para la guerra junto con sus tropas y respectivos vasallos.

Maria, que se encontró con Arnau fuera de la iglesia, los señaló, gritando, y lo obligó a seguir la dirección de su dedo.

– ¡El rey! El rey, Arnau. Míralo. ¡Qué porte! ¿Y su espada?, ¡menuda espada! Y aquel noble. ¿Quién es, Arnau? ¿Lo conoces? Y los escudos, las armaduras, los pendones…

Maria arrastró a Arnau de un extremo a otro de la playa hasta que llegaron a Framenors. Allí, apartados de nobles y soldados, un numerosísimo grupo de hombres, sucios y desharrapados, sin l escudos ni armaduras, sin espadas, vestidos sólo con una camisa larga y raída, polainas y gorros de cuero, estaban embarcando ya en los leños que los llevarían a las naves.

¡Aquellos hombres sólo iban armados con un machete y una lanza!

– ¿ La Compañía? -preguntó Maria a su esposo.

– Sí. Los almogávares.

Los dos se sumaron al silencioso respeto con que los ciudadanos de Barcelona observaban a los mercenarios contratados por el rey Pedro. ¡Los conquistadores de Bizancio! Hasta los niños y las mujeres, impresionados por las espadas y armaduras de los nobles, como le había sucedido a Maria, los miraban con orgullo. Luchaban a pie y a pecho descubierto, confiando única y exclusivamente en su destreza y habilidad. ¿Quién iba a reírse de su indumentaria, de sus camisas o de sus armas?

Lo habían hecho los sicilianos, le habían contado a Arnau: se habían reído de ellos en el campo de batalla. ¿Qué resistencia podían oponer unos desharrapados contra nobles a caballo? Sin embargo, los almogávares los derrotaron y conquistaron la isla. Lo hicieron también los franceses; la historia se contaba por toda Cataluña, allá donde cualquiera quisiera escucharla. Arnau la había oído en varias ocasiones.

– Dicen -le susurró a Maria- que unos caballeros franceses apresaron a un almogávar y lo llevaron a presencia del príncipe Carlos de Salerno, quien lo insultó tachándolo de miserable, pobre y salvaje y se burló de las tropas catalanas.- Ni Arnau ni Maria apartaban la mirada de los mercenarios, que continuaban subiendo a los leños de los barqueros-. Entonces, el almogávar, en presencia del príncipe y sus caballeros, retó al mejor de sus hombres. Él lucharía a pie, armado tan sólo con su lanza; el francés a caballo, con todo su armamento. -Arnau calló unos instantes, pero Maria se volvió hacia él instándolo a continuar-. Los franceses se rieron del catalán, pero aceptaron el desafío. Partieron todos hacia un campo cercano al campamento francés. Allí, el almogávar venció a su oponente tras matar al caballo y aprovecharse de la falta de agilidad del caballero en la lucha a pie. Cuando se disponía a degollarlo, Carlos de Salerno le concedió la libertad.


Date: 2016-03-03; view: 860


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