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TERCERA PARTE SIERVOS DE LA PASIÓN 2 page

Aledis observaba a los jóvenes aprendices de su marido cada vez que por una u otra razón tenía que bajar al taller. ¿Por qué no la miraban? Ella sí los veía. Sus ojos seguían los músculos de aquellos muchachos y se recreaban en las perlas de sudor que les nacían en la frente, les recorrían el rostro, les caían por el cuello y se alojaban en sus torsos, fuertes y poderosos. El deseo de Aledis bailaba al son de la danza que marcaba el constante movimiento de sus brazos mientras curtían la piel, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez… Pero las órdenes de su marido habían sido claras: «Diez azotes para quien mire a mi mujer por primera vez, veinte la segunda, el hambre la tercera».Y Aledis seguía, noche tras noche, preguntándose dónde estaba el placer del que le habían hablado, aquel que reclamaba su juventud, aquel que jamás podría proporcionarle el decrépito marido al que la habían entregado. Unas noches el viejo maestro la arañaba con sus manos rasposas, otras la obligaba a masturbarle y otras, apremiándola para que estuviera dispuesta antes de que la debilidad se lo impidiera, la penetraba. Después siempre caía dormido. Una de esas noches, Aledis se levantó en silencio, procurando no despertarlo, pero el viejo ni siquiera cambió de postura.

Bajó al taller. Las mesas de trabajo, recortadas en la penumbra, la atrajeron y se paseó entre ellas deslizando los dedos de una mano por los tableros pulidos. ¿No me deseáis? ¿No os gusto? Aledis estaba soñando con los aprendices, pasando entre sus mesas, acariciándose los pechos y las caderas, cuando un tenue resplandor en la pared de una esquina del taller llamó su atención. Un pequeño nudo de uno de los tablones que separaban el taller del dormitorio de los aprendices había caído. Aledis miró por él. La muchacha se separó del agujero. Temblaba.Volvió a arrimar el ojo al agujero. ¡Estaban desnudos! Por un momento temió que su respiración pudiera delatarla. ¡Uno de ellos se estaba tocando tumbado en el jergón!

– ¿En quién piensas? -preguntó el más cercano a la pared en la que se encontraba Aledis-. ¿En la mujer del maestro?

El otro no le contestó y siguió friccionando su pene una y otra vez, una y otra vez… Aledis sudaba. Sin darse cuenta deslizó una mano hasta su entrepierna y, mirando al muchacho que pensaba en ella, aprendió a proporcionarse placer. Estalló antes incluso que el joven aprendiz y se dejó caer al suelo, la espalda apoyada en la pared.

A la mañana siguiente, Aledis pasó por delante de la mesa del aprendiz emanando deseo. Inconscientemente, Aledis se quedó parada delante de la mesa. Al final, el joven levantó la mirada un instante. Ella supo que el chico se había tocado pensando en ella y sonrió.



Por la tarde, Aledis fue llamada al taller. El maestro la esperaba detrás del aprendiz.

– Querida -le dijo cuando llegó a su altura-, ya sabes que no me gusta que nadie distraiga a mis aprendices.

Aledis miró la espalda del muchacho. Diez finas líneas de sangre la cruzaban. No contestó. Esa noche no bajó al taller, tampoco la siguiente ni la otra, pero después sí lo hizo, noche tras noche, para acariciarse el cuerpo con las manos de Arnau. Estaba solo. Se lo habían dicho sus ojos. ¡Tenía que ser suyo!

 

 

Barcelona todavía estaba de fiesta.

Era una casa humilde, como todas las de los bastaixos por más que aquélla fuera la de Bartolomé, uno de los prohombres de la cofradía. Como la mayoría de las viviendas de los bastaixos , estaba engastada en las estrechas callejuelas que llevaban desde Santa María, el Born o el Pla d'en Llull a la playa. La planta baja, donde se encontraba el hogar, era de ladrillo de adobe, y la planta superior, construida posteriormente, de madera. Arnau no dejaba de tragar saliva ante la comida que preparaba la mujer de Bartolomé: pan blanco de trigo candeal; carne de ternera con verduras, fritas con tocino delante de los comensales en una gran paella sobre el hogar ¡y especiada con pimienta, canela y azafrán!; vino mezclado con miel; quesos y tortas dulces.

– ¿Qué celebramos? -preguntó sentado a la mesa, con Joan enfrente de él, Bartolomé a su izquierda y el padre Albert a la derecha.

– Ya te enterarás -le contestó el cura. Arnau se volvió hacia Joan, pero éste se limitó a callar. -Ya te enterarás -insistió Bartolomé-; ahora come. Arnau se encogió de hombros mientras la hija mayor de Bartolomé le acercaba una escudilla llena de carne y media hogaza de pan.

– Mi hija Maria -le dijo Bartolomé.

Arnau movió la cabeza, con la atención fija en la escudilla.

Cuando los cuatro hombres estuvieron servidos y el sacerdote hubo bendecido la mesa, empezaron a dar cuenta de la comida, en silencio. La mujer de Bartolomé, su hija y cuatro chiquillos más lo hicieron en el suelo, repartidos por la estancia, pero sólo comían la consabida olla.

Arnau paladeó la carne con verduras. ¡Qué sabores tan extraños! Pimienta, canela y azafrán; eso era lo que comían los nobles y ricos mercaderes. «Cuando los barqueros descargamos alguna de estas especias -le habían explicado un día en la playa- rezamos. Si se nos cayesen al agua o se estropeasen no tendríamos dinero para pagar su valor; cárcel segura.» Arrancó un pedazo de pan y se lo llevó a la boca; después cogió el vaso de vino con miel… Pero ¿por qué lo miraban? Los tres lo estaban observando, estaba seguro, aunque intentaban disimularlo. Vio que Joan no levantaba la vista de la comida. Arnau volvió a concentrarse en la carne; una, dos, tres cucharadas y de golpe alzó la mirada: Joan y el padre Albert gesticulaban.

– Bien, ¿qué ocurre? -Arnau dejó la cuchara sobre la mesa.

Bartolomé torció el gesto. «¿Qué le vamos a hacer?», pareció decir a los demás.

– Tu hermano ha decidido tomar los hábitos y entrar en la orden de los franciscanos -dijo entonces el padre Albert.

– O sea que era eso. -Arnau cogió el vaso de vino y volviéndose hacia Joan lo levantó con una sonrisa en la boca-. ¡Felicidades!

Pero Joan no brindó con él. Tampoco lo hicieron Bartolomé y el cura. Arnau se quedó con el vaso en alto. ¿Qué sucedía? Salvo los cuatro pequeños, que ajenos a todo seguían comiendo, los demás estaban pendientes de él.

Arnau dejó el vaso sobre la mesa.

– ¿Y? -preguntó directamente a su hermano.

– Que no puedo hacerlo. -Arnau torció el gesto-. No quiero dejarte solo. Únicamente tomaré los hábitos cuando vea que estás junto a… una buena mujer, la futura madre de tus hijos.

Joan acompañó sus palabras con una furtiva mirada hacia la hija de Bartolomé, que escondió el rostro.

Arnau suspiró.

– Debes casarte y formar una familia -intervino entonces el padre Albert.

– No puedes quedarte solo -le repitió Joan. -Me sentiría muy honrado si aceptases a mi hija Maria como esposa -intervino Bartolomé mirando a la joven, que buscaba el amparo de su madre-. Eres un hombre bueno y trabajador, sano y devoto.Te ofrezco una buena mujer a la que dotaría lo suficiente para que pudieseis optar a una vivienda propia; además, ya sabes que la cofradía da más dinero a los miembros casados.

Arnau no se atrevió a seguir la mirada de Bartolomé.

– Hemos buscado mucho y creemos que Maria es la persona indicada para ti -añadió el cura. Arnau miró al sacerdote.

– Todo buen cristiano debe casarse y traer hijos al mundo- le indicó Joan.

Arnau volvió el rostro hacia su hermano, pero aún no había acabado éste de hablar cuando una voz a su izquierda reclamó su atención.

– No lo pienses más, hijo -le aconsejó Bartolomé.

– No tomaré los hábitos si no te casas -reiteró Joan.

– Nos harías muy feliz a todos si te convirtieras en un hombre casado -dijo el cura.

– La cofradía no vería con buenos ojos que te negaras a contraer matrimonio y que a causa de ello tu hermano no siguiese el camino de la Iglesia.

Nadie dijo nada más. Arnau frunció los labios. ¡La cofradía! Ya no tenía excusa.

– ¿Y bien, hermano? -le preguntó Joan.

Arnau se volvió hacia Joan y se encontró por primera vez con una persona distinta de la que conocía: un hombre que lo interrogaba con seriedad. ¿Cómo no se había dado cuenta? Se había quedado anclado en su sonrisa, en el chiquillo que le había mostrado la ciudad, aquel al que le colgaban las piernas de un cajón mientras el brazo de su madre le acariciaba el cabello. ¡Qué poco habían hablado durante los últimos cuatro años! Siempre trabajando, descargando barcos, volviendo a casa al anochecer, destrozado, sin ganas de hablar, con el deber cumplido. Ciertamente, ya no era el pequeño Joanet.

– ¿De verdad dejarías de tomar los hábitos por mí?

De repente estaban los dos solos.

– Sí.

Solos, Joan y él.

– Hemos trabajado mucho por eso.

– Sí.

Arnau se llevó la mano al mentón y pensó durante unos instantes. La cofradía. Bartolomé era uno de sus prohombres, ¿qué dirían sus compañeros? No podía fallarle a Joan, no después de tanto esfuerzo. Y además, si Joan se iba, ¿qué haría él? Se volvió hacia Maria.

Bartolomé la llamó con un gesto y la muchacha se acercó tímidamente.

Arnau vio a una joven sencilla, con el cabello rizado y expresión bondadosa.

– Tiene quince años -oyó que le decía Bartolomé cuando María se paró junto a la mesa. Observada por los cuatro, juntó las manos en el regazo y bajó la vista al suelo-. ¡Maria! -la llamó su padre.

La muchacha alzó el rostro hacia Arnau, sonrojada, apretando las manos.

En esta ocasión fue Arnau el que desvió la vista. Bartolomé se intranquilizó al ver cómo éste apartaba la mirada. La joven suspiró. ¿Lloraba? Él no había querido ofenderla.

– De acuerdo -afirmó.

Joan alzó su vaso, al que rápidamente se sumaron los de Bartolomé y el cura. Arnau cogió el suyo.

– Me haces muy feliz -le dijo Joan.

– ¡Por los novios! -exclamó Bartolomé.

 

¡Ciento sesenta días al año! Por prescripción de la Iglesia, los cristianos tenían que guardar abstinencia ciento sesenta días al año, y todos y cada uno de esos días Aledis, como todas las mujeres de Barcelona, bajaba hasta la playa, junto a Santa María, para comprar pescado en alguna de las dos pescaderías de la ciudad condal: la vieja o la nueva.

¿Dónde estás? En cuanto veía algún barco, Aledis miraba hacia la orilla, donde los barqueros recogían o descargaban las mercaderías. ¿Dónde estás, Arnau? Algún día lo había visto, con los músculos en tensión, como si quisieran romper la piel que los cubría. ¡Dios! Entonces Aledis se estremecía y empezaba a contar las horas que restaban para el anochecer, cuando su esposo se dormiría y ella bajaría al taller para estar con él, fresco su recuerdo. A fuerza de abstinencias, Aledis llegó a conocer la rutina de los bas-taixos: cuando no descargaban algún barco transportaban piedras a Santa María y, tras el primer viaje, la fila de bastaixos se rompía y cada cual hacía el camino por su cuenta, sin esperar a los demás. Aquella mañana Arnau volvía a por otra piedra. Solo. Era verano y andaba balanceando la capçana en una mano. ¡Con el torso desnudo! Aledis lo vio pasar por delante de la pescadería. El sol se reflejaba en el sudor que cubría todo su cuerpo, y sonreía, sonreía a quienquiera que se cruzase con él. Aledis se separó de la cola. ¡Arnau! El grito pugnaba por escapársele de los labios. ¡Arnau! No podía. Las mujeres de la cola la miraban. La vieja que esperaba turno detrás de ella señaló el espacio que quedaba entre Aledis y la mujer de delante; Aledis le indicó que pasara. ¿Cómo distraer la atención de todas aquellas curiosas? Simuló una arcada. Alguien se adelantó para ayudarla, pero Aledis la rechazó; entonces sonrieron. Otra arcada y salió corriendo mientras algunas embarazadas gesticulaban entre ellas.

Arnau iba a Montjuïc, a la cantera real, por la playa. ¿Cómo podía alcanzarlo? Aledis corrió por la calle de la Mar hasta la plaza del Blat y desde allí, girando a la izquierda por debajo del antiguo portal de la muralla romana, junto al palacio del veguer, todo recto hasta la calle de la Boquería y el portal del mismo nombre. Tenía que alcanzarlo. La gente la miraba; ¿la reconocería alguien? ¡Qué más daba! Arnau iba solo. La muchacha cruzó el portal de la Boquería y voló por el camino que llevaba hasta Montjuïc. Tenía que estar por allí…

– ¡Arnau! -Esta vez sí gritó.

Arnau se paró a mitad de subida de la cantera y se volvió hacia la mujer que corría hacia él.

– ¡Aledis! ¿Qué haces aquí?

Aledis tomó aire. ¿Qué decirle ahora?

– ¿Pasa algo, Aledis?

¿Qué decirle?

Se dobló por la cintura, agarrándose el estómago, y simuló otra arcada. ¿Por qué no? Arnau se acercó a ella y la cogió por los brazos. El simple contacto hizo temblar a la muchacha.

– ¿Qué te pasa?

¡Qué manos! La cogían con fuerza, abarcando todo su antebrazo. Aledis alzó el rostro, se encontró con el pecho de Arnau, todavía sudoroso, y aspiró su aroma.

– ¿Qué te pasa? -repitió Arnau intentando que se irguiese.

Aledis aprovechó el momento y se abrazó a él.

– ¡Dios! -susurró.

Escondió la cabeza en su cuello y empezó a besarle y a lamerle el sudor.

– ¿Qué haces?

Arnau intentó apartarla pero la muchacha se aferraba a él.

Unas voces que surgían de un recodo del camino sobresaltaron a Arnau. ¡Los bastaixos l ¿Cómo podría explicar…? Quizá el mismo Bartolomé. Si lo encontraban allí, con Aledis abrazada a él, besándolo… ¡Lo expulsarían de la cofradía! Arnau levantó a Aledis por la cintura y salió del camino para esconderse tras unos matorrales; allí le tapó la boca con la mano.

Las voces se acercaron y pasaron de largo, pero Arnau no les prestó atención. Estaba sentado en el suelo, con Aledis sobre él; la agarraba de la cintura con una mano y con la otra le tapaba la boca. La muchacha lo miraba. ¡Aquellos ojos castaños! De repente Arnau se dio cuenta de que la tenía abrazada. Su mano apretaba el estómago de Aledis, y sus pechos…, sus pechos jadeaban contra él, moviéndose convulsos. ¿Cuántas noches había soñado con abrazarla? ¿Cuántas noches había fantaseado con su cuerpo? Aledis no forcejeaba; se limitaba a mirarlo, traspasándolo con sus grandes ojos castaños.

Le destapó la boca.

– Te necesito -oyó que le susurraban sus labios. Después, aquellos labios se acercaron a los suyos y lo dulces, suaves, anhelantes.

¡Su sabor! Arnau se estremeció.

Aledis temblaba.

Su sabor, su cuerpo…, su deseo.

Ninguno de los dos pronunció más palabras.

Aquella noche, Aledis no bajó a espiar a los aprendices.

 

 

Hacía algo más de dos meses que Maria y Arnau habían contraído matrimonio en Santa María de la Mar, en una celebración oficiada por el padre Albert y en presencia de todos los miembros de la cofradía, de Pere y Mariona, y de Joan, ya tonsurado y vestido con el hábito de los franciscanos. Con la garantía del aumento de salario que correspondía a los cofrades casados, escogieron una casa frente a la playa y la amueblaron con la ayuda de la familia de Maria y de todos cuantos quisieron colaborar con la joven pareja, que fueron muchos. Él no tuvo que hacer nada. La casa, los muebles, las escudillas, la ropa, la comida, todo apareció de la mano de Maria y su madre, que insistían en que él descansara. La primera noche, Maria se entregó a su marido, sin voluptuosidad pero sin reparos. A la mañana siguiente, cuando Arnau despertó, al alba, el desayuno estaba preparado: huevos, leche, salazón, pan. Al mediodía se repitió la escena, y por la noche, y al día siguiente, y al siguiente; Maria siempre tenía dispuesta la comida para Arnau. Lo descalzaba. Lo lavaba y le curaba con delicadeza las llagas y las heridas. Maria siempre estaba dispuesta en el lecho. Día tras día, Arnau encontraba cuanto podía desear un hombre: comida, limpieza, obediencia, atención y el cuerpo de una mujer joven y bonita. Sí, Arnau. No, Arnau. Maria nunca discutía con Arnau. Si él quería una vela, Maria dejaba cuanto estuviese haciendo para dársela. Si Arnau renegaba ella se precipitaba sobre él. Cuando él respiraba Maria corría a traerle el aire.

Diluviaba. Oscureció repentinamente y la tormenta provocaba unos fogonazos que atravesaban con violencia las nubes negras e iluminaban el mar. Arnau y Bartolomé, empapados, se encontraron en la playa. Todos los barcos habían abandonado el peligroso puerto de Barcelona para buscar refugio en Salou. La cantera real estaba cerrada. Aquel día los bastaixos no tenían trabajo.

– ¿Cómo te va, hijo? -le preguntó Bartolomé a su yerno.

– Bien. Muy bien…, pero…

– ¿Hay algún problema?

– Es sólo que… No estoy acostumbrado a que me traten tan bien como lo hace Maria.

– Para eso la hemos educado -adujo Bartolomé con satisfacción.

– Es demasiado…

– Ya te dije que no te arrepentirías de casarte con ella. -Bartolomé miró a Arnau-.Ya te acostumbrarás. Disfruta de tu mujer.

En ésas estaban cuando llegaron a la calle de las Dames, un pequeño callejón que desembocaba en la misma playa. En él, más de una veintena de mujeres, jóvenes y ancianas, guapas y feas, sanas y enfermas, todas pobres, paseaban bajo la lluvia.

– ¿Las ves? -intervino Bartolomé señalando a las mujeres-. ¿Sabes qué esperan? -Arnau negó con la cabeza-. En días de temporal como hoy, cuando los pilotos solteros de los pesqueros han agotado todos sus recursos marineros, cuando se han encomendado a todos los santos y vírgenes y sin embargo no han logrado capear el temporal, sólo les queda un recurso. Las tripulaciones lo saben y se lo exigen. Llegado ese momento, el piloto jura ante Dios en voz alta y en presencia de su tripulación, que si logra hacer arribar sanos y salvos a puerto a su pesquero y a sus hombres contraerá matrimonio con la primera mujer que vea nada más pisar tierra. ¿Entiendes, Arnau? -Arnau se fijó de nuevo en la veintena de mujeres que se movían inquietas calle arriba, calle abajo, mirando el horizonte-. Las mujeres han nacido para eso, para contraer matrimonio, para servir al hombre. Así hemos educado a Maria y así te la entregué.

Los días transcurrían y Maria seguía volcada en Arnau, pero él sólo pensaba en Aledis.

– Esas piedras te destrozarán la espalda -comentó Maria mientras daba un masaje, ayudada con un ungüento, en la herida que Arnau mostraba a la altura del omóplato.

Arnau no contestó.

– Esta noche te revisaré la capçana . No puede ser que las piedras te hagan cortes como éstos.

Arnau no contestó. Había llegado a casa cuando ya había anochecido. Maria lo descalzó, le sirvió un vaso de vino y lo obligó a sentarse para darle un masaje en la espalda, como durante toda su infancia había visto hacer a su madre con su padre. Arnau la dejó hacer, como siempre. Ahora la escuchaba en silencio. Nada tenía que ver esa herida con las piedras de la Virgen, ni con la capçana . Estaba limpiando y curando la herida de la vergüenza, el arañazo de otra mujer a la que Arnau no era capaz de renunciar.

– Esas piedras os destrozarán la espalda a todos -repitió su esposa.

Arnau bebió un trago de vino mientras notaba cómo las manos de Maria recorrían su espalda con delicadeza.

 

Desde que su marido la llamó al taller para mostrarle las heridas del aprendiz que había osado mirarla, Aledis se limitaba a espiar a los jóvenes del taller. Descubrió que en numerosas ocasiones acudían por la noche al huerto, donde se encontraban con mujeres aue saltaban la tapia para reunirse con ellos. Los muchachos tenían acceso al material, las herramientas y los conocimientos necesarios para fabricar una especie de capuchones de finísimo cuero que debidamente engrasados se acoplaban al pene antes de fornicar con la mujer. La certeza de que no iban a quedarse embarazadas, junto a la juventud de los amantes y la oscuridad de la noche, eran una tentación irrefrenable para muchas mujeres que deseaban una aventura anónima.Aledis no tuvo dificultades para colarse en el dormitorio de los aprendices y hacerse con algunos de aquellos capuchones; la ausencia de riesgo en sus relaciones con Arnau dio rienda suelta a su lujuria.

Aledis dijo que con aquellos capuchones no tendrían hijos y Arnau miraba cómo lo deslizaba a lo largo de su pene. ¿Sería la grasa que después le quedaba en el miembro? ¿Sería un castigo por oponerse a los designios de la naturaleza divina? Maria no quedaba encinta. Era una muchacha fuerte y sana. ¿Qué razón que no fueran los pecados de Arnau podía impedir que quedara encinta? ¿Qué otro motivo podía llevar al Señor a no premiarle con el deseado vastago? Bartolomé necesitaba un nieto. El padre Albert y Joan querían ver a Arnau convertido en padre. La cofradía entera estaba pendiente del momento en que los jóvenes cónyuges anunciaran la buena nueva; los hombres bromeaban con Arnau y las mujeres de los bastaixos visitaban a Maria para aconsejarla y cantarle las excelencias de la vida familiar.

Arnau también deseaba tener un hijo.

– No quiero que me pongas eso -se opuso en una de las ocasiones en que Aledis lo asaltó camino de la cantera.

Aledis no se arredró.

– No pienso perderte -le dijo-. Antes de que eso suceda abandonaré al viejo y te reclamaré. Todo el mundo sabrá lo que ha habido entre nosotros, caerás en desgracia, te expulsarán de la cofradía y probablemente de la ciudad y entonces sólo me tendrás a mí; sólo yo estaré dispuesta a seguirte. No entiendo mi vida sin ti, sentenciada de por vida como lo estoy a permanecer al lado de un viejo obseso e incapaz.

– ¿Arruinarías mi vida? ¿Por qué me harías eso?

– Porque sé que en el fondo me quieres -respondió Aledis con resolución-. En realidad, sólo te estaría ayudando a dar un paso que no te atreves a dar.

Ocultos entre los matorrales de la ladera de la montaña de Montjuïc, Aledis deslizó el capuchón por el miembro de su amante. Arnau la miró hacer. ¿Eran ciertas sus palabras? ¿Era cierto que en el fondo deseaba vivir con Aledis, abandonar a su esposa y cuanto tenía para fugarse con ella? Si por lo menos su miembro no se mostrase tan dispuesto… ¿Qué tenía aquella mujer que era capaz de anular su voluntad? Arnau estuvo tentado de contarle la historia de la madre de Joan; la posibilidad de que, si revelaba sus relaciones, fuese el viejo quien la reclamase a ella y la emparedara de por vida, pero en lugar de eso montó sobre ella… una vez mas. Aledis jadeó al ritmo de los empellones de Arnau. El bastaix sin embargo, sólo podía oír sus miedos: Maria, su trabajo, la cofradía, Joan, la deshonra, Maria, su Virgen, Maria, su Virgen…

 

 

Desde su trono, el rey Pedro levantó una mano. Flanqueado por su tío y su hermano, los infantes don Pedro y don Jaime, de pie a su derecha, y por el conde de Terranova y el padre Ot de Monteada por la izquierda, el rey esperó a que los demás miembros del consejo guardasen silencio. Se hallaban en el palacio real de Valencia, donde habían recibido a Pere Ramon de Codoler, mayordomo y mensajero del rey Jaime de Mallorca. Según el señor de Codoler, el rey de Mallorca, conde del Rosellón y de la Cerdaña y señor de Montpellier, había decidido declarar la guerra a Francia por las constantes afrentas que los franceses inferían a su señorío y, como vasallo de Pedro, lo requería para que el día 21 de abril del siguiente año de 1341, su señor estuviese en Perpiñán, al mando de los ejércitos catalanes, para ayudarlo y defenderlo en la guerra contra Francia.

Durante toda aquella mañana, el rey Pedro y sus consejeros estudiaron la solicitud de su vasallo. Si no acudían en ayuda del de Mallorca, éste negaría su vasallaje y quedaría en libertad, pero si lo hacían -todos estaban de acuerdo- caerían en una trampa: en cuanto los ejércitos catalanes entrasen en Perpiñán, Jaime se aliaría con el rey de Francia en su contra.

Cuando se hizo el silencio, el rey habló: -Todos vosotros habéis estado pensando sobre este hecho, tratando de encontrar la manera de poder negar al rey de Mallorca el requerimiento que nos ha hecho. Creo que la hemos encontrado: vayamos a Barcelona y convoquemos Cortes y, una vez convocadas, requiramos al rey de Mallorca para que el día 25 de marzo esté en Barcelona para las dichas Cortes, como es su obligación. ¿Y qué puede suceder? Que él esté, o no. Si está, habrá hecho lo que le corresponde, y, en ese caso, nosotros, asimismo, cumpliremos con lo que nos pida… -Algunos consejeros se movieron inquietos; si el rey de Mallorca acudía a Cortes entrarían en guerra contra Francia, ¡al mismo tiempo que contra Genova! Alguien incluso se atrevió a negar en voz alta, pero Pedro le pidió tranquilidad con una mano y sonrió antes de proseguir, alzando la voz-:Y buscaremos el consejo de nuestros vasallos, que decidirán lo mejor que debemos hacer. -Algunos consejeros se sumaron a la sonrisa del rey, otros asintieron con la cabeza. Las Cortes eran competentes en materia de política catalana y podían decidir si iniciar o no una guerra. No sería el rey, pues, quien negaría ayuda a su vasallo, serían las Cortes de Cataluña-.Y si no viene -continuó Pedro-, habrá roto el vasallaje, y en dicho caso, no estaremos obligados a ayudarle ni a mezclarnos en guerra por él, contra el rey de Francia.


Date: 2016-03-03; view: 649


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