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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 12 page

Los bastaixos fueron acogidos con cariño por todos cuantos esperaban rocas y, mientras los prohombres se dirigían hacia los funcionarios, los demás se mezclaron con la gente; hubo abrazos, apretones de manos, bromas y risas, y botijos de agua o vino que se alzaban sobre sus cabezas.

Arnau no podía dejar de observar el trabajo de los picapedreros o de los peones, que cargaban carros y muías seguidos siempre por algún funcionario que tomaba nota. Como en los mercados, la gente discutía o aguardaba impaciente su turno. -No te esperabas esto, ¿verdad?

Arnau se volvió a tiempo de ver cómo Ramon devolvía un botijo, y negó con la cabeza.

– ¿Para quién es tanta piedra?

– ¡Huy! -contestó Ramon. Empezó a recitar-: para la catedral, para Santa María del Pi, para Santa Anna, para el monasterio de Pedralbes, para las atarazanas reales, para Santa Clara, para las murallas; todo se está construyendo o modificando, por no hablar de las nuevas casas de ricos y nobles.Ya nadie quiere madera o ladrillo de adobe. Piedra, sólo piedra.

– ¿Y toda la piedra la cede el rey?

Ramon soltó una carcajada.

– Sólo la de Santa María de la Mar; ésa sí que la ha cedido gratis… y supongo que la del monasterio de Pedralbes, que se construye por orden de la reina. Para el resto se cobra sus buenos dineros.

– ¿Y las de las atarazanas reales? -preguntó Arnau-. Si son reales…

Ramon volvió a sonreír.

– Serán reales -le interrumpió-, pero no las paga el rey.

– ¿La ciudad?

– Tampoco.

– ¿Los mercaderes?

– Tampoco.

– ¿Entonces? -inquirió Arnau volviéndose hacia el bastaix .

– Las atarazanas reales las están pagando…

– ¡Los pecadores! -le quitó la palabra el hombre que le había dado el botijo, un arriero de la catedral.

Ramon y él rieron ante la cara de asombro de Arnau.

– ¿Los pecadores?

– Sí -continuó Ramon-, las nuevas atarazanas se pagan con todos los dineros de los mercaderes pecadores. Escucha, es muy sencillo: desde que tras las cruzadas…, ¿sabes qué fueron las cruzadas? -Arnau asintió; ¿cómo no iba a saber qué habían sido las cruzadas?-. Bien, pues desde que se perdió definitivamente la Ciudad Santa, la Iglesia prohibió el comercio con el soldán de Egipto, pero resulta que allí es donde nuestros comerciantes obtienen las mejores mercaderías, y ninguno de ellos está dispuesto a dejar de comerciar con el soldán; por eso, antes de hacerlo, acuden a los consulados de la mar y pagan una multa por el pecado que van a cometer. Entonces se les absuelve por adelantado y ya no pecan. El rey Alfonso ordenó que todos esos dineros sirviesen para construir las nuevas atarazanas de Barcelona.



Arnau iba a intervenir pero Ramon lo interrumpió con la mano. Los prohombres los llamaban y le indicó que lo siguiera.

– ¿Pasamos delante de ellos? -preguntó Arnau señalando a los arrieros que iban quedando atrás.

– Claro -contestó Ramon sin dejar de caminar-; nosotros no necesitamos tantos controles como ellos; la piedra es gratis y contarla es bastante sencillo: un bastaix , una piedra.

«Un bastaix , una piedra», repitió para sí Arnau en el momento en que el primer bastaix y la primera piedra pasaron por su lado. Habían llegado al lugar en el que los picapedreros reducían los grandes bloques. Miró el rostro del hombre, contraído, tenso. Arnau sonrió, pero su compañero de cofradía no le contestó; se habían terminado las bromas, ya nadie reía o charlaba, todos miraban el montón de piedras en el suelo, con la capçana agarrada a su frente. ¡La capçana l Arnau se la colocó. Los bastaixos pasaban a su lado, uno tras otro, en fila, en silencio, sin esperar al siguiente, y a medida que pasaban, el grupo que rodeaba las piedras menguaba.

Arnau miró las piedras; se le secó la boca y se le encogió el estómago. Un bastaix ofreció su espalda y dos peones levantaron la piedra para cargarla sobre ella. Lo vio ceder. ¡Las rodillas le temblaban! Aguantó unos segundos, se irguió y pasó junto a Arnau, camino de Santa María. ¡Dios, era tres veces más corpulento que él! ¡Y las piernas le habían cedido! ¿Cómo iba a poder él…?

– Arnau -lo llamaron los prohombres, los últimos en salir.

Todavía quedaban algunos bastaixos . Ramon lo empujó hacia delante.

– Animo -le dijo.

Los tres prohombres hablaban con uno de los picapedreros, que no hacía más que negar con la cabeza. Los cuatro escrutaban el montón de piedras, señalaban aquí o allá y después negaban de nuevo con la cabeza, todos.Junto a las piedras,Arnau intentó tragar saliva, pero su garganta estaba seca.Temblaba. ¡No podía temblar! Movió las manos y después los brazos, hacia atrás y hacia delante. ¡No podía permitir que vieran cómo temblaba!

Josep, uno de los prohombres, señaló una piedra. El picapedrero le contestó con un gesto de indiferencia, miró a Arnau, volvió a negar con la cabeza e indicó a los peones que la cogieran. «Todas son similares», había repetido hasta la saciedad.

Cuando vio a los dos peones cargados con la piedra, Arnau se acercó a ellos. Se encorvó y tensó todos los músculos del cuerpo. Todos los presentes guardaron silencio. Los peones soltaron la piedra con suavidad y lo ayudaron a afianzar las manos en ella. Al notar el peso, se encorvó aún más y las piernas se le doblaron. Arnau apretó los dientes y cerró los ojos. «¡Arriba!», creyó escuchar. Nadie había dicho nada, pero todos lo habían gritado en silencio al ver las piernas del muchacho. ¡Arriba! ¡Arriba! Arnau se irguió bajo el peso. Muchos suspiraron. ¿Podría andar? Arnau esperó, todavía con los ojos cerrados. ¿Podría andar?

Avanzó un pie. El propio peso de la piedra lo obligó a mover el otro y otra vez el primero… y de nuevo el segundo. Si paraba…, si paraba la piedra haría que cayera de bruces.

Ramon sorbió por la nariz y se llevó las manos a los ojos.

– ¡Animo, muchacho! -se oyó gritar a alguno de los arrieros que esperaban.

– ¡Vamos, valiente!

– ¡Tú puedes!

– ¡Por Santa María!

El griterío resonó en las paredes de la cantera y acompañó a Arnau cuando se encontró a solas en el camino de vuelta a la ciudad.

Sin embargo, no anduvo solo. Todos los bastaixos que salieron tras él le dieron fácilmente alcance y todos, del primero al último, acomodaron su paso al de Arnau durante algunos minutos para animarlo y jalearlo; cuando uno llegaba a su altura, el anterior recuperaba su ritmo.

Pero Arnau no los escuchaba. Ni siquiera pensaba. Su atención estaba puesta en aquel pie que debía aparecer desde detrás, y cuando lo veía avanzar por debajo de él y plantarse en el camino, volvía a esperar al siguiente; un pie tras otro, sobreponiéndose al dolor.

Por las huertas de Sant Bertran, los pies tardaban una eternidad en aparecer. Todos los bastaixos lo habían superado ya. Recordó la forma en que Joan y él mismo les daban agua, con la pesada piedra apoyada en la borda de una embarcación. Buscó algún lugar similar y al poco encontró un olivo, en una de cuyas ramas bajas logró apoyar la piedra; si la dejaba en el suelo no podría volver a cargársela a la espalda. Tenía las piernas agarrotadas.

– Si paras -le había aconsejado Ramon-, no dejes que tus piernas se agarroten totalmente, no podrías continuar.

Arnau, libre de parte del peso, continuó moviendo las piernas. Resopló, una, un montón de veces. Parte del peso lo lleva la Virgen, le había dicho también. ¡Dios!, si eso era cierto, ¿cuánto pesaba aquella piedra? No se atrevió a mover la espalda. Le dolía, le dolía terriblemente. Descansó durante un buen rato. ¿Podría volver a ponerse en movimiento? Arnau miró en derredor. Estaba solo. Ni siquiera los demás arrieros seguían aquel camino, pues tomaban el del portal de Trentaclaus.

¿Podría? Miró al cielo. Escuchó el silencio y aupó la piedra de nuevo, de un tirón. Los pies se pusieron en movimiento. Uno, otro, uno, otro…

En el Cagalell repitió el descanso apoyando la piedra sobre el saliente de una gran roca. Allí aparecieron los primeros bastaixos , ya de vuelta a la cantera. Nadie habló. Sólo se miraban. Arnau volvió a apretar los dientes y aupó de nuevo la piedra. Algunos de los bastaixos asintieron con la cabeza pero ninguno de ellos se paró. «Es su desafío», comentó uno de ellos después, cuando Arnau ya no podía oírlos, volviéndose para mirar el lento avance de la piedra. «Debe afrontarlo él solo», afirmó otro.

Cuando traspasó la muralla occidental y dejó atrás Framenors, Arnau se encontró con los ciudadanos de Barcelona. Seguía con la atención fija en sus pies. ¡Ya estaba en la ciudad! Marineros, pescadores, mujeres y niños, operarios de los astilleros, carpinteros de ribera; todos observaron en silencio al muchacho encogido bajo el peso de la piedra, sudoroso, congestionado. Todos se fijaban en los pies del joven bastaix , que Arnau miraba sin prestar atención a nada más, y todos, en silencio, los empujaban: uno, otro, uno, otro…

Algunos se sumaron al recorrido de Arnau, tras él, en silencio, acomodando su andar al avance de la piedra, y así, tras más de dos horas de esfuerzo, el muchacho llegó a Santa María acompañado por una pequeña y silenciosa multitud. Las obras se paralizaron. Los albañiles se asomaron a los andamios y los carpinteros y picapedreros dejaron sus labores. El padre Albert, Pere y Mariona lo esperaban. Àngel, el hijo del barquero, ya convertido en oficial, se acercó a él.

– ¡Vamos! -le gritó-. ¡Ya estás! ¡Ya has llegado! ¡Venga, vamos, vamos!

Se empezaron a oír gritos de ánimo procedentes de lo alto de los andamios. Los que habían seguido a Arnau estallaron en vítores. Toda Santa María se sumó al griterío; incluso el padre Albert se unió al griterío general. Sin embargo, Arnau siguió mirando sus pies, uno, otro, uno, otro… hasta alcanzar el lugar en que se depositaban las piedras; allí los aprendices y los oficiales se lanzaron a por la que el muchacho había acarreado.

Sólo entonces Arnau levantó la mirada, todavía encogido, temblando, y sonrió. La gente se arremolinó a su alrededor y lo felicitó. Arnau fue incapaz de saber quiénes eran los que lo rodeaban; sólo reconoció al padre Albert, cuya mirada se dirigía hacia el cementerio de las Moreres. Arnau la siguió.

– Por vos, padre -susurró.

Cuando la gente se dispersó y Arnau se disponía a volver a la cantera, siguiendo los pasos de sus compañeros, algunos de los cuales llevaban ya tres viajes, el cura lo llamó; había recibido instrucciones de Josep, prohombre de la cofradía.

– Tengo un trabajo para ti -le dijo. Arnau se paró y lo miró extrañado-. Hay que limpiar la capilla del Santísimo, despabilar los cirios y ponerla en orden.

– Pero… -protestó Arnau señalando las piedras.

– No hay peros que valgan.

 

 

Había sido una mañana dura. Recién pasado el solsticio de verano tardaba en anochecer, y los bastaixos trabajaban de sol a sol, cargando y descargando las naves que arribaban a puerto, siempre azuzados por los mercaderes y pilotos, que querían permanecer en el puerto de Barcelona el menor tiempo posible.

Arnau entró en casa de Pere arrastrando los pies, con la capça-na en una mano. Ocho rostros se volvieron hacia él. Pere y Mariona estaban sentados a la mesa junto a un hombre y una mujer. Joan, un muchacho y dos chicas lo miraban desde el suelo, sentados y apoyados contra la pared. Todos daban cuenta de sus escudillas.

– Arnau -le dijo Pere-, te presento a nuestros nuevos inquilinos. Gastó Segura, oficial curtidor. -El hombre se limitó a hacer una inclinación de cabeza, sin dejar de comer-. Su esposa, Eulàlia. -Ella sí sonrió-.Y sus tres hijos: Simó, Aledis y Alesta. Arnau, que estaba rendido, hizo un leve movimiento con la mano dirigido a Joan y a los hijos del curtidor y se dispuso a coger la escudilla que ya le ofrecía Mariona. Sin embargo, algo lo obligó a volverse de nuevo hacia los tres recién llegados. ¿Qué…? ¡Los ojos! Los ojos de las dos muchachas estaban fijos en él. Eran…, eran inmensos, castaños, vivaces. Las dos sonrieron a un tiempo.

– ¡Come, chico!

La sonrisa desapareció. Alesta y Aledis bajaron la mirada hacia sus escudillas y Arnau se volvió hacia el curtidor, que había dejado de comer y con la cabeza le señalaba a Mariona, que estaba junto al fuego, con la escudilla extendida hacia él.

Mariona le dejó su sitio en la mesa y Arnau empezó a dar cuenta de la olla; Gastó Segura, frente a él, sorbía y masticaba con la boca abierta. Cada vez que Arnau levantaba la vista de la escudilla tropezaba con la mirada del curtidor fija en él.

Al cabo de un rato, Simó se levantó para entregar a Mariona su escudilla y las de sus hermanas, ya vacías.

– A dormir -ordenó Gastó rompiendo el silencio.

Entonces el curtidor entrecerró los ojos mirando a Arnau, lo que hizo que el muchacho se sintiera incómodo, y lo obligó a concentrarse en la escudilla; sólo pudo oír el ruido que hicieron las chicas al levantarse y una tímida despedida. Cuando sus pasos dejaron de oírse, Arnau levantó la mirada. La atención de Gastó parecía haber disminuido.

– ¿Cómo son? -le preguntó aquella noche a Joan, la primera que dormían junto al hogar, uno a cada lado, con los jergones de paja sobre el suelo.

– ¿Quiénes? -inquirió a su vez Joan.

– Las hijas del curtidor.

– ¿Que cómo son? Normales -dijo Joan mientras hacía un gesto de ignorancia que su hermano no pudo ver en la oscuridad-, muchachas normales. Supongo -titubeó-; en realidad no lo sé. No me han dejado hablar con ellas; su hermano ni siquiera me ha permitido darles la mano. Cuando se la he ofrecido, la ha estrechado él y me ha separado de ellas.

Pero Arnau ya no lo escuchaba. ¿Cómo iban a ser normales aquellos ojos? Y le habían sonreído, las dos.

 

Al amanecer, Pere y Mariona bajaron. Arnau y Joan ya habían apartado sus jergones. Poco después aparecieron el curtidor y su hijo. Las mujeres no los acompañaban, ya que Gastó les había prohibido bajar hasta que los chicos se hubieran marchado. Arnau abandonó la casa de Pere con aquellos inmensos ojos castaños en sus retinas.

– Hoy te toca la capilla -le dijo uno de los prohombres cuando llegó a la playa. El día anterior lo había visto descargar temblequeante el último bulto.

Arnau asintió.Ya no le molestaba que lo destinaran a la capilla. Nadie dudaba ya de su condición de bastaix ; los prohombres lo habían confirmado y si bien todavía no podía cargar lo mismo que Ramon o la mayoría de ellos, se volcaba como el que más en un trabajo que lo satisfacía.Todos lo querían. Además, aquellos ojos castaños… quizá no le permitirían concentrarse en su labor; por otra parte, estaba cansado, no había dormido bien junto al hogar. Entró en Santa María por la puerta principal de la vieja iglesia, que todavía resistía. Gastó Segura no había dejado que las mirara. ¿Por qué no podía mirar a unas simples muchachas? Y esa mañana, seguro que les había prohibido… Tropezó con una cuerda y estuvo a punto de caer.Trastabilló durante unos metros, tropezando con más cuerdas, hasta que unas manos lo agarraron. Se torció el tobillo y soltó un aullido de dolor.

– ¡Eh! -oyó que le decía el hombre que lo había ayudado-. Hay que tener cuidado. ¡Mira qué has hecho!

Le dolía el tobillo, pero miró hacia el suelo. Había desmontado las cuerdas y estacas con las que Berenguer de Montagut señalaba…, pero… ¡no podía ser él! Se volvió despacio hacia el hombre que lo había ayudado. ¡No podía ser el maestro! Enrojeció al encontrarse cara a cara con Berenguer de Montagut. Después se fijó en los oficiales que habían detenido su labor y los miraban.

– Yo… -titubeó-. Si lo deseáis… -añadió señalando la maraña de cuerdas a sus pies-, podría ayudaros…Yo… Lo siento, maestro.

De pronto, el rostro de Berenguer de Montagut se relajó.Todavía lo tenía agarrado del brazo.

– Tú eres el bastaix -afirmó mostrando una sonrisa. Arnau asintió-.Te he visto en varias ocasiones.

La sonrisa de Berenguer se amplió. Los oficiales respiraron tranquilos. Arnau volvió a mirar las cuerdas que se habían enredado en sus pies.

– Lo siento -repitió.

– Qué le vamos a hacer. -El maestro gesticuló dirigiéndose a los oficiales-. Arreglad esto -les ordenó-.Ven, vamos a sentarnos. ¿Te duele?

– No quisiera molestaros -dijo Arnau con una mueca de dolor tras agacharse para intentar desprenderse de las cuerdas.

– Espera.

Berenguer de Montagut lo obligó a erguirse y se arrodilló para desenredarle las cuerdas. Arnau no se atrevió a mirarlo, y dirigió la vista hacia los oficiales, que observaban atónitos la escena. ¡El maestro arrodillado frente a un simple bastaix l

– Debemos cuidar de estos hombres -gritó a todos los presentes cuando logró liberar los pies de Arnau-; sin ellos no tendríamos piedra. Ven, acompáñame. Vamos a sentarnos. ¿Te duele? -Arnau negó con la cabeza, pero cojeó, intentando no apoyarse en el maestro. Berenguer de Montagut lo agarró del brazo con fuerza y lo llevó hasta unas columnas que descansaban en el suelo, listas para ser izadas, sobre las que los dos se sentaron-.Te voy a contar un secreto -le dijo nada más sentarse. Arnau se volvió hacia Berenguer. ¡Le iba a contar un secreto!, ¡el maestro! ¿Qué más le sucedería esa mañana?-. El otro día intenté levantar la piedra que habías descargado y lo conseguí a duras penas. -Berenguer negó con la cabeza-. No me vi capaz de dar varios pasos con ella a cuestas. Este templo es vuestro -afirmó paseando la mirada por las obras.Arnau sintió un escalofrío-.Algún día, en vida de nuestros nietos, o de sus hijos, o de los hijos de sus hijos, cuando la gente mire esta obra, no hablará de Berenguer de Montagut; lo hará de ti, muchacho.

Arnau sintió que se le hacía un nudo en la garganta. ¡El maestro! ¿Qué le estaba diciendo? ¿Cómo iba a ser un bastaix más importante que el gran Berenguer de Montagut, maestro de obras de Santa María y de la catedral de Manresa? El sí que era importante.

– ¿Te duele? -insistió el maestro.

– No…, un poco. Sólo ha sido una torcedura.

– Confío en ello. -Berenguer de Montagut le palmeó la espalda-. Necesitamos tus piedras. Todavía queda mucho por hacer.

Arnau siguió la mirada del maestro hacia las obras.

– ¿Te gusta? -le preguntó de repente Berenguer de Montagut.

¿Le gustaba? Nunca se lo había planteado.Veía crecer la iglesia, sus muros, sus ábsides, sus magníficas y esbeltas columnas, sus contrafuertes, pero… ¿le gustaba?

– Dicen que será el mejor templo para la Virgen de todos los que se han construido en el mundo -optó por decir.

Berenguer se volvió hacia Arnau y sonrió. ¿Cómo contarle a un muchacho, a un bastaix , cómo iba a ser aquel templo cuando ni siquiera los obispos o los nobles eran capaces de vislumbrar su proyecto?

– ¿Cómo te llamas?

– Arnau.

– Pues bien, Arnau, no sé si será el mejor templo del mundo. -Arnau se olvidó de su pie y volvió el rostro hacia el maestro-. Lo que te aseguro es que será único, y lo único no es ni mejor ni peor, es simplemente eso: único.

Berenguer de Montagut seguía con la mirada perdida en la obra, y de tal guisa continuó hablando:

– ¿Has oído hablar de Francia o de la Lombardía, Genova, Pisa, Florencia…? -Arnau asintió; ¿cómo no iba a haber oído hablar de los enemigos de su país?-. Pues bien, en todos esos lugares también se construyen iglesias; son magníficas catedrales, grandiosas y cargadas de elementos decorativos. Los príncipes de esos lugares quieren que sus iglesias sean las más grandes y las más bonitas del mundo.

– Y nosotros, ¿acaso no queremos lo mismo?

– Sí y no. -Arnau meneó la cabeza. Berenguer de Montagut se volvió hacia él y le sonrió-. A ver si eres capaz de entenderme: nosotros queremos que sea el mejor templo de la historia, pero pretendemos lograrlo empleando medios distintos de los que utilizan los demás; nosotros queremos que la casa de la patrona de la mar sea la casa de todos los catalanes, igual que aquellas en las que viven sus fieles, ideada y construida con el mismo espíritu que nos ha llevado a ser como somos, aprovechando lo nuestro: el mar, la luz. ¿Lo entiendes?

Arnau pensó durante unos segundos, pero terminó negando con la cabeza.

– Al menos tú eres sincero -rió el maestro-. Los príncipes hacen las cosas para su propia gloria personal; nosotros las hacemos para nosotros. He visto que, a veces, en lugar de llevar la carga a las espaldas, la transportáis atada a palos, entre dos hombres.

– Sí, cuando es demasiado voluminosa para cargarla a la espalda.

– ¿Qué pasaría si duplicáramos la longitud del palo?

– Se rompería.

– Pues eso es lo mismo que pasa con las iglesias de los príncipes… No, no quiero decir que se rompan -añadió ante la expresión del muchacho-; quiero decir que como las quieren tan grandes, tan altas y tan largas, las tienen que hacer muy estrechas. Altas, largas y estrechas, ¿entiendes? -En esta ocasión Arnau asintió-. La nuestra será todo lo contrario; no será tan larga, ni tan alta, pero será muy ancha, para que quepan todos los catalanes, juntos frente a su Virgen. Algún día, cuando esté terminada, lo comprobarás: el espacio será común para todos los fieles, no habrá distinciones, y como única decoración: la luz, la luz del Mediterráneo. Nosotros no necesitamos más decoración: sólo el espacio y la luz que entrará por allí. -Berenguer de Montagut señaló el ábside y fue bajando la mano hasta el suelo. Arnau la siguió-. Esta iglesia será para el pueblo, no para mayor gloria de ningún príncipe.

– Maestro… -Se les había acercado uno de los oficiales, ya arregladas las estacas y las cuerdas.

– ¿Lo entiendes ahora?

¡Sería para el pueblo!

– Sí, maestro.

– Tus piedras son oro para esta iglesia, recuérdalo -añadió Montagut levantándose-. ¿Te duele?

Arnau ya no se acordaba del tobillo y negó con la cabeza.

 

Aquella mañana, dispensado de trabajar con los bastaixos , Arnau regresó antes a casa. Limpió rápidamente la capilla, despabiló las velas, sustituyó las consumidas y tras una breve oración se despidió de la Virgen. El padre Albert lo vio salir corriendo de Santa María, igual que lo vio entrar Mariona en casa.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó la anciana-, ¿qué haces aquí tan temprano?

Arnau recorrió la estancia con la mirada; allí estaban, madre e hijas, cosiendo en la mesa; las tres lo miraban.

– ¡Arnau! -insistió Mariona-, ¿pasa algo?

Notó que enrojecía.

– No…-¡No había pensado ninguna excusa! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Y lo miraban. Todas lo miraban, parado junto a la puerta, jadeante-. No… -repitió-, es que hoy he…, he terminado antes.

Mariona sonrió y miró a las muchachas. Eulàlia, la madre, tampoco pudo evitar esbozar una sonrisa.

– Pues ya que has terminado antes -dijo Mariona interrumpiendo sus pensamientos-, ve a buscarme agua.

Lo había vuelto a mirar, pensó el muchacho mientras iba con el cubo camino de la fuente del Àngel. ¿Querría decirle algo? Arnau zarandeó el cubo; seguro que sí.

Sin embargo, no tuvo oportunidad de comprobarlo. Cuando no era Eulàlia, Arnau se topaba con los negros dientes de Gastó, los pocos que le quedaban, y, cuando ninguno de los dos estaba presente, Simó vigilaba a las dos muchachas. Durante días, Arnau tuvo que conformarse con mirarlas de reojo. Algunas veces podía detenerse unos segundos en sus rostros, finamente delineados y con una marcada barbilla, pómulos sobresalientes, nariz itálica, recta y sobria, dientes blancos y bien formados y aquellos impresionantes ojos castaños. Otras veces, cuando el sol entraba en la casa de Pere, Arnau casi podía tocar el reflejo azulado de sus largos cabellos, sedosos, negros como el azabache.Y las menos, cuando creía sentirse seguro, dejaba que su mirada bajase más allá del cuello de Aledis, donde los pechos de la hermana mayor podían vislumbrarse incluso a través de la tosca camisa que vestía. Entonces, un extraño escalofrío recorría todo su cuerpo y, si nadie vigilaba, seguía bajando la mirada para recrearse en las curvas de la muchacha.

Gastó Segura había perdido durante la hambruna todo cuanto tenía y su carácter, de por sí agrio, se había endurecido sobremanera. Su hijo Simó trabajaba con él, como aprendiz de curtidor, y su gran preocupación eran aquellas dos muchachas, a las que no podría dotar para encontrar un buen marido. Sin embargo, la belleza de las jóvenes prometía, y Gastó confiaba en que encontrarían un buen esposo. Así podría dejar de alimentar dos bocas.

Para ello, pensaba el hombre, las muchachas debían conservarse inmaculadas, y nadie en Barcelona debía poder alimentar la menor sospecha sobre su decencia. Sólo de esa forma, les repetía una y otra vez a Eulàlia o a Simó, Alesta y Aledis podrían encontrar un buen esposo. Los tres, padre, madre y hermano mayor, habían asumido aquel objetivo como propio, pero si Gastó y Eulàlia confiaban en que no habría problema alguno para conseguirlo, no sucedió lo mismo con Simó cuando la convivencia con Arnau y Joan se prolongó.


Date: 2016-03-03; view: 593


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