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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 10 page

Su corazón se aceleró. ¿Por qué? La tarea de aquel alguacil era vigilar Santa María. ¿Qué interés podía tener…? ¡LaVirgen! ¡La capilla del Santísimo! ¡La caja de los bastaixos l

Arnau no lo pensó. Habían ejecutado a su padre; no podía permitir que además deshonraran a su madre. Entró con sigilo en Santa María por el hueco de la puerta y se dirigió hacia el deambulatorio. A su izquierda, separada por el espacio que restaba entre dos contrafuertes, quedaba la capilla del Santísimo. Cruzó la iglesia y se parapetó tras una de las columnas del altar mayor. Desde allí oyó ruidos procedentes de la capilla del Santísimo, pero todavía no la tenía a la vista. Se deslizó hasta la siguiente columna y, entonces sí, a través del intercolumnio pudo ver la capilla, iluminada como siempre por numerosos cirios encendidos.

Desde la capilla, un hombre se encaramaba al enrejado. Arnau miró a su Virgen. Todo parecía estar en orden. ¿Entonces? Paseó rápidamente la mirada por el interior de la capilla del Altísimo; la caja de los bastaixos había sido forzada. Mientras el ladrón seguía escalando, Arnau creyó oír el tintineo de las monedas que los bastaixos ingresaban en aquella caja para sus huérfanos y para sus viudas.

– ¡Ladrón! -gritó lanzándose contra la reja de la capilla.

De un salto se encaramó al enrejado y golpeó al hombre en el pecho. El ladrón, sorprendido, cayó estrepitosamente. No tuvo tiempo para pensar. El hombre se levantó con rapidez y descargó un tremendo puñetazo en el rostro del muchacho. Arnau cayó de espaldas sobre el suelo de Santa María.

 

 

– Debió de caer al tratar de escapar después de robar la caja de los bastaixos -sentenció uno de los oficiales reales, en pie, al lado de Arnau, que todavía estaba inconsciente.

El padre Albert negó con la cabeza. ¿Cómo podía Arnau haber cometido semejante atrocidad? ¡La caja de los bastaixos , en la capilla del Santísimo, junto a su Virgen! Los soldados lo habían avisado un par de horas antes del amanecer.

– No puede ser -musitó para sí mismo.

– Sí, padre -insistió el oficial-. El muchacho llevaba esta bolsa -añadió mostrándole la bolsa de los dineros de Grau para el alcaide y sus presos-. ¿Qué iba a hacer un muchacho con tanto dinero?

– ¿Y su rostro? -intervino otro soldado-. ¿Para qué iba alguien a embadurnarse el rostro con barro si no es para robar?

El padre Albert volvió a negar con la cabeza, con la mirada fija en la bolsa que tenía alzada el oficial. ¿Qué hacía allí a aquellas horas de la noche? ¿De dónde había sacado la bolsa?



– ¿Qué hacéis? -preguntó a los oficiales al ver que levantaban a Arnau del suelo.

– Nos lo llevamos a la prisión.

– De ninguna manera -se oyó decir a sí mismo.

Quizá…, quizá todo aquello tuviera una explicación. No podía ser que Arnau hubiera intentado robar la caja de los bastaixos . Arnau, no.

– Es un ladrón, padre.

– Eso lo tendrá que decidir un tribunal.

– Y así será -confirmó el oficial mientras sus soldados aguantaban a Arnau por las axilas-, pero esperará la sentencia en la cárcel.

– Si tiene que ir a alguna cárcel, será a la del obispo -dijo el cura-. El crimen se ha cometido en lugar santo y por lo tanto es jurisdicción de la iglesia, no del veguer.

El oficial miró a los soldados y a Arnau y, con gesto de impotencia, les ordenó que dejasen al chico en el suelo, cosa que cumplieron dejándolo caer. Una cínica sonrisa asomó a sus labios al ver cómo el rostro del muchacho golpeaba violentamente el suelo. El padre Albert los miró con ira.

– Despabiladlo -exigió el padre Albert mientras sacaba las llaves de la capilla, abría la reja y entraba en ella-. Quiero escuchar qué tiene que decir el muchacho.

Se acercó a la caja de los bastaixos , cuyas tres cerraduras habían sido forzadas, y comprobó que estaba vacía; en el interior de la capilla no faltaba nada más ni había habido ningún destrozo. «¿Qué ha sucedido, Señora? -le preguntó en silencio a la Virgen -; ¿cómo has permitido que Arnau cometiera este delito?» Oyó cómo los soldados echaban agua sobre el rostro del muchacho y salió de la capilla en el momento en que varios bastaixos , advertidos del robo de su caja, entraban en Santa María.

Arnau despertó al sentir el agua helada y vio que estaba rodeado de soldados. El sonido de la lanza en la calle Bòria volvió a silbar junto a su oído. Corría delante de ellos. ¿Cómo habían logrado alcanzarlo? ¿Habría tropezado? Los rostros de los soldados se inclinaron sobre él. ¡Su padre! ¡Ardía! ¡Tenía que escapar! Arnau se levantó y trató de empujar a uno de los soldados, pero éstos lo inmovilizaron sin dificultad.

El padre Albert, abatido, vio la lucha del muchacho por zafarse de las manos de los soldados.

– ¿Queréis escuchar algo más, padre? -le espetó irónicamente el oficial-. ¿Os parece suficiente confesión? -insistió señalando a Arnau, enloquecido.

El padre Albert se llevó las manos al rostro y suspiró. Después se dirigió cansinamente hasta donde los soldados tenían retenido a Arnau.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó una vez que lo tuvo enfrente-. Sabes que esa caja es la de tus amigos los bastaixos . Que con ella satisfacen las necesidades de las viudas y los huérfanos de sus cofrades, entierran a sus muertos, hacen obras de caridad, engalanan a la Virgen, tu madre, y mantienen siempre encendidas las velas que la iluminan. ¿Por qué lo has hecho, Arnau?

Arnau se tranquilizó ante la presencia del sacerdote, pero ¿qué hacía allí? ¡La caja de los bastaixos , el ladrón! Lo había golpeado pero ¿qué más había sucedido? Con los ojos abiertos de par en par miró a su alrededor. Tras los soldados, un sinfín de rostros conocidos lo observaban esperando su respuesta. Reconoció a Ramon y a Ramon el Chico, a Pere, a Jaume, a Joan, que intentaba ver la escena poniéndose de puntillas, a Sebastià y a su hijo, Bastianet, y a muchos otros a los que había dado de beber y con los que había compartido inolvidables momentos en la salida de la host a Creixell. ¡Lo acusaban a él! ¡Era eso!

– Yo no…-balbuceó.

El oficial alzó ante sus ojos la bolsa de dinero de Grau, y Arnau se llevó la mano a donde debería haber estado. No había querido dejarla bajo el jergón por si la baronesa los denunciaba y culpaban a Joan, y ahora… ¡Maldito Grau! ¡Maldita bolsa!

– ¿Buscas esto? -le espetó el oficial.

Un rumor se levantó entre los bastaixos .

– Yo no he sido, padre -se defendió Arnau.

El oficial lanzó una carcajada, a la que pronto se sumaron los soldados.

– Ramon, yo no he sido. Os lo juro -repitió Arnau mirando directamente al bastaix .

– Entonces, ¿qué hacías aquí por la noche? ¿De dónde has sacado esta bolsa? ¿Por qué tratabas de huir? ¿Por qué llevas la cara embadurnada con barro?

Arnau se llevó una mano a la cara. El barro estaba reseco.

¡La bolsa! El oficial no hacía más que balancearla frente a sus ojos. Mientras tanto, iban llegando más y más bastaixos y unos a › otros, en voz baja, se contaban lo sucedido. Arnau observó el balanceo de la bolsa. ¡Maldita bolsa! Después se dirigió directamente al padre:

– Había un hombre -le dijo-. Intenté detenerlo pero no pude. Era muy fuerte.

La carcajada incrédula del oficial volvió a resonar en el deambulatorio.

– Arnau -lo instó el padre Albert-, contesta a las preguntas del oficial.

– No…, no puedo -reconoció, provocando aspavientos en oficiales y soldados y alboroto entre los bastaixos .

El padre Albert guardó silencio, con la mirada fija en Arnau. ¿Cuántas veces había escuchado aquellas palabras? ¿Cuántos feligreses se negaban a contarle sus pecados? «No puedo -le decían con el miedo en el rostro-; si se enterasen…» Ciertamente, pensaba entonces el sacerdote, si se enterasen del robo, del adulterio o de la blasfemia podrían detenerlos, y entonces él tenía que insistir, jurándoles secreto eterno, hasta que sus conciencias se abrían a Dios y al perdón.

– ¿Me lo contarías a mí a solas? -le preguntó. Arnau asintió y el clérigo le señaló la capilla del Santísimo. -Esperad aquí -les dijo a los demás.

– Se trata de la caja de los bastaixos -se oyó entonces por detrás de los soldados-. Debería estar presente un bastaix . El padre Albert asintió mirando a Arnau.

– ¿Ramon? -le propuso.

El muchacho volvió a asentir y los tres se introdujeron en la capilla. Allí soltó cuanto llevaba dentro. Habló de Tomàs el palafrenero, de su padre, de la bolsa de Grau, del encargo de la baronesa, de la revuelta, de la ejecución, del fuego…, de la persecución, del ladrón de la caja y de su lucha infructuosa. Habló de su miedo a que se enteraran de que aquélla era la bolsa de Grau o a que lo detuvieran por prender fuego al cadáver de su padre.

Las explicaciones se alargaron. Arnau no supo describir al, hombre que lo había golpeado; estaba oscuro, dijo respondiendo a las preguntas de ambos, pero era grande y fuerte, eso sí. Finalmente, el cura y el bastaix se miraron entre sí; creían al muchacho, pero ¿cómo demostrarle a la gente que ya murmuraba fuera de la capilla, que no había sido él? El sacerdote miró a la Virgen, miró la caja forzada y salió de la capilla.

– Creo que el chico dice la verdad -anunció a la pequeña multitud que esperaba en el deambulatorio-. Creo que él no robó la caja; es más, intentó evitar que la robaran.

Ramon había salido tras él y asentía.

– Entonces -preguntó el oficial-, ¿por qué no puede contestar a mis preguntas?

– Conozco los motivos. -Ramon continuó asintiendo-. Y son lo suficientemente convincentes. Si hay alguien que no me crea, que lo diga. -Nadie habló-.Y ahora, ¿dónde están los tres prohombres de la cofradía? -Tres bastaixos se adelantaron hasta donde se encontraba el padre Albert-. Cada uno de vosotros tiene una de las tres llaves que abren la caja, ¿no es cierto? -Los prohombres asintieron-. ¿Juráis que esta caja sólo ha sido abierta por vosotros tres de consuno y en presencia de diez cofrades como establecen las ordenanzas? -Los prohombres juraron en voz alta, en el mismo tono en el que los interrogaba el cura-. ¿Juráis, pues, que la última anotación hecha en el libro de caja coincide con la cantidad que debería haber depositada? -Los tres prohombres juraron de nuevo-.Y vos, oficial, ¿juráis que ésa es la bolsa que llevaba el muchacho? -El oficial asintió-. ¿Juráis que su contenido es el mismo que cuando la encontrasteis?

– ¡Estáis ofendiendo a un oficial del rey Alfonso!

– ¿Lo juráis o no lo juráis? -le gritó el cura.

Algunos bastaixos se acercaron al oficial requiriéndole una respuesta con la mirada.

– Lo juro.

– Bien -continuó el padre Albert-; ahora iré a buscar el libro de caja. Si este muchacho es el ladrón, el contenido de la bolsa deberá ser igual o superior a la última anotación efectuada; si es inferior, deberá dársele crédito.

Un murmullo de asentimiento corrió entre los bastaixos . La mayoría miró hacia Arnau; todos ellos habían bebido el agua fresca de su pellejo.

Tras entregar las llaves de la capilla a Ramon con orden de que la cerrase, el padre Albert se dirigió a sus habitaciones para coger el libro de caja, que según las ordenanzas de los bastaixos debía permanecer en poder de una tercera persona. Por lo que recordaba, era imposible que el contenido de la caja cuadrase con los dineros que Grau entregaba al alguacil de la prisión para que alimentase a sus presos; aquél debía de ser muy superior. Sería una prueba irrefutable, pensó sonriendo.

Mientras el padre Albert buscaba el libro y volvía a Santa María, Ramon se encargó de cerrar con llave las rejas de la capilla. Observó entonces un destello en el interior, se acercó y, sin tocarlo, examinó el objeto del que provenía. No dijo nada a nadie. Cerró las rejas y se dirigió al grupo de bastaixos que esperaban al cura, rodeando a Arnau y a los soldados.

Ramon les susurró algo a tres de ellos y juntos abandonaron la iglesia sin que nadie lo advirtiera.

– Según el libro de caja -cantó el padre Albert mostrándoselo a los tres prohombres para que lo comprobasen-, en la caja había setenta y cuatro dineros y cinco sueldos. Contad los que hay en la bolsa -añadió dirigiéndose al oficial.

Antes de proceder a abrir la bolsa, el oficial negó con la cabeza. Allí dentro no podía haber setenta y cuatro dineros.

– Trece dineros -proclamó-, ¡pero! -gritó- el muchacho puede tener un cómplice que se haya llevado la parte que falta.

– ¿Y por qué ese cómplice iba a dejar los trece dineros en poder de Arnau? -dijo un bastaix .

Un murmullo de asentimiento acompañó la observación.

El oficial miró a los bastaixos . Por descuido, estuvo a punto de contestar, por prisa, por nerviosismo, pero ¿qué más daba? Algunos de ellos ya se habían acercado a Arnau y le palmeaban la espalda o le revolvían el cabello.

– Y si no fue el muchacho, ¿quién fue? -preguntó.

– Creo que sé quién ha sido -se oyó contestar a Ramon desde más allá del altar mayor.

Tras él, dos de los bastaixos con quienes había hablado arrastraban con dificultad a un hombre corpulento.

– Tenía que ser él -dijo entonces alguien en el grupo de los bastaixos .

– ¡Ése era el hombre! -exclamó Arnau al mismo tiempo.

El Mallorquí siempre había sido un bastaix conflictivo, hasta que los prohombres de la cofradía se enteraron de que tenía una concubina y lo expulsaron. Ningún bastaix podía mantener relaciones fuera del matrimonio. Y tampoco podía hacerlo su mujer; en ese caso, se apartaba al bastaix de la cofradía.

– ¿Qué dice ese niño? -gritó el Mallorquí al llegar al deambulatorio.

– Te acusa de haber robado la caja de los bastaixos -contestó el padre Albert.

– ¡Miente!

El sacerdote buscó la mirada de Ramon, quien asintió con un leve movimiento de cabeza.

– ¡Yo también te acuso! -gritó señalándolo.

– También miente.

– Eso tendrás oportunidad de demostrarlo en el caldero, en el monasterio de Santes Creus.

Se había cometido un delito en una iglesia y las constituciones de Paz y Tregua establecían que la inocencia debería demostrarse mediante la prueba del agua caliente.

El Mallorquí empalideció. Los dos oficiales y los soldados miraron extrañados al cura, pero éste les indicó que guardasen silencio. Ya no se utilizaba la prueba del agua caliente, pero todavía, en muchas ocasiones, los clérigos recurrían a la amenaza de sumergir los miembros del sospechoso en un caldero de agua hirviendo.

El padre Albert entrecerró los ojos y miró al Mallorquí.

– Si el niño y yo mentimos, seguro que aguantarás el agua hirviendo en tus brazos y en tus piernas sin confesar tu delito.

– Soy inocente -farfulló el Mallorquí.

– Ya te he dicho que tendrás oportunidad de demostrarlo -reiteró el cura.

– Si eres inocente -intervino Ramon-, explícanos qué hace tu puñal en el interior de la capilla.

El Mallorquí se volvió hacia Ramon.

– ¡Es una trampa! -respondió con rapidez-. Alguien lo habrá colocado allí para inculparme. ¡El muchacho! ¡Seguro que ha sido él!

El padre Albert volvió a abrir las rejas de la capilla del Santísimo y apareció con un puñal.

– ¿Es éste tu puñal? -le preguntó aproximándoselo al rostro.

– No…, no.

Los prohombres de la cofradía y varios bastaixos se acercaron al cura y le pidieron el puñal para examinarlo.

– Sí que es el suyo -dijo uno de los prohombres, sosteniéndolo en la mano.

Seis años atrás y debido a los muchos altercados que se producían en el puerto, el rey Alfonso prohibió llevar machete o armas parecidas a los bastaixos y demás personas no cautivas que trabajasen en él. La única arma permitida eran los puñales romos. El Mallorquí se había negado a acatar la orden real alardeando de su magnífico puñal con punta, que había enseñado una y otra vez para excusar su desobediencia. Sólo ante la amenaza de expulsión de la cofradía había accedido a llevarlo a casa del herrero para que lo limara.

– Mentiroso -estalló uno de los bastaixos .

– Ladrón -gritó otro.

– ¡Alguien me lo habrá robado para inculparme! -protestó mientras forcejeaba con los dos hombres que lo retenían.

Entonces hizo su aparición el tercero de los bastaixos que había ido con Ramon en busca del Mallorquí y que había registrado su casa para encontrar el dinero robado.

– Aquí está -gritó levantando una bolsa y entregándosela al cura, quien a su vez se la dio al oficial.

– Setenta y cuatro dineros y cinco sueldos -cantó el oficial tras contar su contenido.

A medida que el oficial contaba, los bastaixos habían ido cerrando el círculo en torno al Mallorquí. ¡Ninguno de ellos podía tener tanto dinero! Cuando terminó la cuenta, se echaron encima del ladrón. Hubo insultos, patadas, puñetazos, escupitajos. Los soldados se mantuvieron al margen y el oficial se encogió de hombros mirando al padre Albert.

– ¡Estamos en la casa de Dios! -gritó entonces el sacerdote tratando de apartar a los bastaixos -. ¡Estamos en la casa de Dios! -continuó gritando hasta que logró acercarse al Mallorquí, hecho un ovillo en el suelo-. Este hombre es un ladrón, cierto, y además un cobarde, pero merece un juicio. No podéis actuar como delincuentes. Llevádselo al obispo -ordenó al oficial.

Cuando el cura se dirigió al oficial, alguien volvió a patear al Mallorquí. Muchos le escupieron mientras los soldados lo levantaban y se lo llevaban.

 

Cuando los soldados abandonaron Santa María llevándose al Mallorquí, los bastaixos se acercaron a Arnau sonriéndole y pidiéndole disculpas. Luego, empezaron a retirarse hacia sus casas. Al final, frente a la capilla del Santísimo, otra vez abierta, sólo quedaron el padre Albert, Arnau, los tres prohombres de la cofradía y los diez testigos que exigían las ordenanzas cuando se trataba de la caja de los bastaixos .

El cura introdujo los dineros en la caja y anotó en el libro la incidencia sucedida durante la noche. Había amanecido y ya se había ido a avisar a un cerrajero para que recompusiera las tres cerraduras; todos tenían que esperar hasta que se volviera a cerrar la caja.

El padre Albert apoyó un brazo en el hombro de Arnau. Sólo entonces lo recordó sentado bajo el cadáver de Bernat, que colgaba de una soga. Apartó de su mente el fuego. ¡Sólo era un niño! Miró hacia la Virgen. «Se hubiera podrido en la puerta de la ciudad -le dijo en silencio-; ¡qué más da, pues! Sólo es un muchacho que ahora no tiene nada; ni padre, ni trabajo con el que alimentarse…»

– Creo -decidió de repente- que deberíais admitir a Arnau Estanyol en vuestra cofradía.

Ramon sonrió. También él, una vez que volvió la tranquilidad, había estado pensando en la confesión de Arnau. Los demás, incluido Arnau, miraron al cura con sorpresa.

– Es sólo un muchacho -dijo uno de los prohombres.

– Es débil. ¿Cómo podrá cargar fardos o piedras sobre la nuca? -preguntó otro.

– Es muy joven -afirmó un tercero.

Arnau los miraba a todos con los ojos abiertos de par en par.

– Todo lo que decís es cierto -contestó el cura-, pero ni su tamaño ni su fuerza ni su juventud le han impedido defender vuestros dineros. De no ser por él, la caja estaría vacía.

Los bastaixos permanecieron un rato escrutando a Arnau.

– Yo creo que podríamos probar -dijo al final Ramon-, y si no sirve…

Alguien del grupo asintió.

– De acuerdo -dijo al final uno de los prohombres de la cofradía mirando a sus dos compañeros, ninguno de los cuales se opuso-, lo admitiremos a prueba. Si durante los próximos tres meses demuestra su vaha, lo confirmaremos como bastaix . Cobrará en proporción a su trabajo.Toma -añadió entregándole el puñal del Mallorquí, que todavía conservaba en su poder-; éste es tu puñal de bastaix . Padre, anotadlo en el libro para que el chico no tenga problemas de ningún tipo.

Arnau notó el apretón del cura en su hombro. Sin saber qué decir, sonriendo, mostró su agradecimiento a los bastaixos . ¡Él, un bastaix l ¡Si lo viera su padre!

 

 

– ¿Quién era? ¿Lo conoces, muchacho?

Todavía sonaban en la plaza las carreras y los gritos de alto de los soldados que perseguían a Arnau, pero Joan no los escuchaba: el crepitar del cadáver de Bernat retumbaba en sus oídos.

El oficial de noche que había permanecido junto al cadalso zarandeó a Joan y repitió la pregunta:

– ¿Lo conoces?

Pero Joan no separó los ojos de la tea en la que se estaba convirtiendo quien se había prestado a ser su padre.

El oficial volvió a zarandearlo hasta que logró que el niño se volviese hacia él, con la mirada perdida y los dientes castañeteando.

– ¿Quién era? ¿Por qué ha quemado a tu padre?

Joan ni siquiera escuchó la pregunta. Empezó a temblar.

– No puede hablar -intervino la mujer que había instado a huir a Arnau, la misma que había logrado separar de las llamas a Joan, que estaba paralizado, la misma que había reconocido en Arnau al muchacho que había velado al ahorcado durante toda la tarde. «Si yo me atreviera a hacer lo mismo -pensó-, el cuerpo de mi marido no se pudriría en las murallas, devorado por los pájaros.» Sí, aquel muchacho había hecho algo que cualquiera de los que estaban allí querría hacer, y el oficial… Era el oficial de noche, de modo que no podía haber reconocido a Arnau; para él, el hijo era el otro, el que estaba bajo el padre. La mujer abrazó a Joan y lo arrulló.

– Tengo que saber quién le ha prendido fuego -adujo el oficial.

Los dos se sumaron a la gente que miraba el cadáver de Bernat.

– ¿Qué más da? -murmuró la mujer notando las convulsiones de Joan-. Este niño está muerto de miedo y de hambre.

El soldado entornó los ojos; luego asintió con la cabeza, lentamente. ¡Hambre! Él mismo había perdido a un hijo de corta edad: el niño empezó a perder peso hasta que unas simples fiebres se lo llevaron. Su esposa lo abrazaba igual que aquella mujer hacía con el muchacho. Y él los veía a los dos, ella llorando, el pequeño buscando cobijo en sus pechos, igual…

– Llévalo a su casa -le dijo el oficial a la mujer.

«Hambre -murmuró volviendo a mirar hacia el cadáver en llamas de Bernat-. ¡Malditos genoveses!»

 

Había amanecido en Barcelona.

– ¡Joan! -gritó Arnau nada más abrir la puerta.

Pere y Mariona, en la planta baja, sentados junto al hogar, le indicaron que guardase silencio.

– Duerme -le dijo Mariona.

La mujer lo había llevado a casa y les había contado lo sucedido. Los dos ancianos lo cuidaron hasta que el muchacho logró conciliar el sueño; después, se sentaron al calor del hogar.

– ¿Qué será de ellos? -le preguntó Mariona a su esposo-; sin Bernat, el muchacho no aguantará en las cuadras.

«Y nosotros no podemos mantenerlos», pensó Pere. No podían permitirse dejarles la habitación sin cobrar, ni darles de comer. Pere se extrañó del brillo que había en los ojos de Arnau. ¡Acababan de ejecutar a su padre! Incluso le había prendido fuego; se lo contó la mujer. ¿A qué venía aquel brillo?

– ¡Soy un bastaix l -anunció Arnau dirigiéndose a los escasos restos de la cena de la noche anterior, fríos en la olla.

Los dos ancianos se miraron y después miraron al muchacho, que comía directamente del cucharón, de espaldas a ellos. ¡Estaba famélico! La falta de grano le había afectado, como a toda Barcelona. ¿Cómo iba aquel niño delgado a cargar nada?

Mariona negó con la cabeza, mirando a su esposo.

– Dios dirá -le contestó Pere.

– ¿Decíais? -preguntó Arnau volviéndose, con la boca llena.

– Nada, hijo, nada.

– Tengo que irme -dijo Arnau, que cogió un pedazo de pan duro y le dio un bocado. Los deseos de preguntarle lo que había sucedido en la plaza chocaban con una ilusión nueva: unirse a sus nuevos compañeros. Se decidió-: Cuando Joan despierte, contádselo.

 

En abril se iniciaba la época de navegación, interrumpida desde octubre. Los días se alargaban, los grandes barcos empezaban a arribar a puerto o a salir de él y nadie, ni patronos, ni armadores, ni pilotos, deseaba estar más tiempo del estrictamente necesario en el peligroso puerto de Barcelona.


Date: 2016-03-03; view: 591


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