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SEGUNDA PARTE SIERVOS DE LA NOBLEZA 5 page

Entregada la masa de pan, Estranya y Arnau abandonaban el barrio de los alfareros y cruzaban las murallas en dirección al centro de Barcelona. Al principio del recorrido, Arnau seguía sin dificultad a la esclava mientras se reía del contoneo que agitaba sus oscuras carnes al caminar.

– ¿De qué te ríes? -le había preguntado en más de una ocasión la mulata.

Entonces Arnau la miraba al rostro, redondo y plano, y escondía la sonrisa.

– ¿Quieres reírte? Ríete ahora -le soltaba en la plaza del Blat cuando lo cargaba con un saco de trigo-. ¿Dónde está tu sonrisa? -le preguntaba en la bajada de la Llet al entregarle la leche que beberían sus primos; y repetía la pregunta en la plazoleta de les Cois, donde compraban coles, legumbres o verduras, o en la plaza de l'Oli, al adquirir aceite, caza o volatería.

A partir de ahí, cabizbajo, Arnau seguía a la esclava por toda Barcelona. Los días de abstinencia, ciento sesenta, casi la mitad del año, las carnes de la mulata se contoneaban hasta llegar a la playa, cerca de Santa María, y allí, en cualquiera de las dos pescaderías de la ciudad, la nueva o la vieja, Estranya se peleaba por conseguir los mejores delfines, atunes, esturiones, palomides , neros, reigs o corballs . -Ahora vamos a por tu pescado -le decía sonriente cuando había obtenido lo que deseaba.

Entonces se dirigían a la parte de atrás y la mulata compraba los despojos. También había mucha gente en la parte de atrás de cualquiera de las dos pescaderías, pero allí Estranya no se peleaba con nadie. Pese a ello, Arnau prefería los días de abstinencia a los que Estranya debía ir a por carne, ya que si para comprar los despojos del pescado sólo había que dar dos pasos hasta la trastienda, para los de la carne Arnau tenía que recorrer media Barcelona y salir de ella cargado con los fardos de la mulata.

En las carnicerías anejas a los mataderos de la ciudad compraban la carne para Grau y su familia. Era carne de primera calidad, como toda la que se vendía intramuros; Barcelona no permitía la entrada de animales muertos. Toda la carne que se vendía en la ciudad condal entraba viva y se sacrificaba en su interior.

Por eso, para comprar los despojos con que alimentar a los sirvientes y a los esclavos había que salir de la ciudad por Portaferrisa hasta llegar al mercado en el que se amontonaban animales muertos y todo tipo de carne de origen desconocido. Estranya sonreía a Arnau mientras compraba aquella carne, lo cargaba con ella y, tras pasar por el horno para recoger las hogazas, volvían a casa de Grau; Estranya con su bamboleo, Arnau arrastrando los pies.

Una mañana en que Estranya y Arnau estaban comprando en el matadero mayor, junto a la plaza del Blat, empezaron a sonar las campanas de la iglesia de Sant Jaume. No era domingo, ni fiesta. Estranya se quedó parada, tan grande como era, con las piernas abiertas. Alguien gritó en la plaza. Arnau no pudo entender qué decía pero a su grito se unieron muchos otros y la gente empezó a correr en todas direcciones. El chico se volvió hacia Estranya, con una pregunta en los labios que no llegó a formular. Soltó los bultos. Los mercaderes de grano levantaban sus puestos con celeridad. La gente seguía corriendo y gritando, y las campanas de Sant Jaume no dejaban de repicar. Arnau hizo un amago de dirigirse a la plaza de Sant Jaume, pero… ¿no sonaban también las de Santa Clara? Aguzó el oído en dirección al convento de las monjas y en ese momento empezaron a repicar las de Sant Pere, las de Framenors, las de Sant Just. ¡Todas las campanas de la ciudad repicaban! Arnau se quedó donde estaba, con la boca abierta, ensordecido, mientras veía correr a la gente.



De repente, se encontró con el rostro de Joanet frente al suyo. Su amigo, nervioso, no podía estarse quieto.

Via fora ! Via fora ! -gritaba.

– ¿Qué? -preguntó Arnau.

Via fora ! -le gritó Joanet al oído.

– ¿Qué significa…?

Joanet lo hizo callar y señaló el antiguo portal Mayor, bajo el palacio del veguer.

Arnau dirigió la mirada hacia el portal justo cuando lo traspasaba un alguacil del veguer vestido para la batalla, con una coraza plateada y una gran espada al cinto. En su mano derecha, colgando de un asta dorada, portaba el pendón de Sant Jordi: la cruz roja en campo blanco.Tras él, otro alguacil, también dispuesto para la batalla, portaba el pendón de la ciudad. Los dos hombres recorrieron la plaza hasta su mismo centro, donde se encontraba la piedra que dividía la ciudad por barrios. Una vez allí, mostrando los pendones de Sant Jordi y de Barcelona, los alguaciles gritaron al unísono:

Via fora ! Via fora !

Las campanas seguían repicando y el «Via fora !» corría por todas las calles de la ciudad en boca de sus ciudadanos.

Joanet, que había observado el espectáculo en un silencio reverente, empezó a chillar desaforadamente.

Por fin, Estranya pareció responder y azuzó a Arnau para que saliera de allí. El muchacho, pendiente de los dos alguaciles, erguidos en el centro de la plaza, con sus corazas refulgentes y sus espadas, hieráticos bajo los coloridos pendones, se zafó de la mano de la mulata.

– Vamos, Arnau -le ordenó Estranya.

– No -se opuso él, acicateado por Joanet.

Estranya lo agarró por el hombro y lo zarandeó.

– Vamos. Esto no es cosa nuestra.

– ¿Qué dices, esclava? -Las palabras partieron de una mujer que, junto a otras, embelesadas como ellos, observaba los acontecimientos y había presenciado la discusión entre Arnau y la mulata-. ¿Es esclavo el muchacho? -Estranya negó con la cabeza-. ¿Es ciudadano? -Arnau asintió-. ¿Cómo te atreves, pues, a decir que el «Via fora » no es cosa del muchacho? -Estranya titubeó y sus pies se movieron como los de un pato que no quisiera andar.

– ¿Quién eres tú, esclava -le preguntó otra de las mujeres-, para negarle al chico el honor de defender los derechos de Barcelona?

Estranya bajó la cabeza. ¿Qué diría su amo si se enteraba? El, que tanto pretendía los honores de la ciudad. Las campanas seguían repicando. Joanet se había acercado al grupo de mujeres e incitaba a Arnau a sumarse a él.

– Las mujeres no van con la host de la ciudad -le recordó la primera a Estranya.

– Los esclavos, menos -añadió otra.

– ¿Quiénes crees que deben cuidar de nuestros maridos si no son los chicos como ellos?

Estranya no se atrevió a levantar la mirada.

– ¿Quiénes crees que les hacen la comida o los encargos, les quitan las botas o les limpian las ballestas?

– Ve a donde tengas que ir -le ordenaron-. Éste no es lugar para esclavos.

Estranya cogió los sacos que hasta entonces había cargado Arnau y comenzó a caminar moviendo sus carnes. Joanet, sonriendo complacido, miró con admiración al grupo de mujeres. Arnau seguía en el mismo sitio.

– Id, muchachos -los instaron las mujeres-, y cuidad de nuestros hombres.

– ¡Y díselo a mi padre! -le gritó Arnau a Estranya, que sólo había sido capaz de recorrer tres o cuatro metros.

Joanet se percató de que Arnau no separaba la vista de la lenta marcha de la esclava y adivinó sus dudas.

– ¿No has oído a las mujeres? -le dijo-. Somos nosotros quienes debemos cuidar de los soldados de Barcelona. Tu padre lo entenderá.

Arnau asintió, primero lentamente y después con fuerza. ¡Claro que lo entendería! ¿Acaso no había luchado para que fuesen ciudadanos de Barcelona?

Cuando se volvieron hacia la plaza, vieron que junto a los dos pendones de los alguaciles se hallaba un tercero: el de los mercaderes. El abanderado no vestía ropas de guerra, pero llevaba una ballesta a la espalda y una espada al cinto. Al cabo de poco llegó otro pendón, el de los plateros, y así, lentamente, la plaza se llenó de coloridas banderas con todo tipo de símbolos y figuras: el pendón de los peleteros, el de los cirujanos o barberos, el de los carpinteros, el de los caldereros, el de los alfareros…

Bajo los pendones se iban agrupando, según su oficio, los ciudadanos libres de Barcelona; todos, como exigía la ley, armados con una ballesta, una aljaba con cien saetas y una espada o una lanza. Antes de dos horas el sagramental de Barcelona se hallaba dispuesto a partir en defensa de los privilegios de la ciudad.

Durante esas dos horas, Arnau pudo descubrir a qué venía todo aquello. Joanet se lo explicó por fin.

– Barcelona no sólo se defiende si es necesario -dijo-, sino que ataca a quien se atreve contra nosotros. -El pequeño hablaba con vehemencia, señalando a soldados y pendones y mostrando su orgullo por la respuesta de todos ellos-. ¡Es fantástico! Ya verás. Con suerte estaremos algunos días fuera. Cuando alguien maltrata a algún ciudadano o ataca los derechos de la ciudad, se denuncia…, bueno, no sé a quién se denuncia, si al veguer o al Consejo de Ciento, pero si las autoridades consideran que lo que se denuncia es cierto, entonces se convoca la host bajo el pendón de Sant Jordi; allí está, ¿lo ves?, en el centro de la plaza, por encima de todos los demás. Las campanas suenan y la gente se lanza a la calle gritando «Via fora h para que toda Barcelona se entere. Los prohombres de las cofradías sacan sus pendones y los cofrades se reúnen a su alrededor para acudir a la batalla.

Arnau, con los ojos como platos, miraba todo cuanto sucedía a su alrededor mientras seguía a Joanet a través de los grupos congregados en la plaza del Blat.

– ¿Y qué hay que hacer? ¿Es peligroso? -preguntó Arnau ante el alarde de armas que se veían dispuestas en la plaza.

– Generalmente no es peligroso -contestó Joanet sonrién-dole-. Piensa que si el veguer ha dado el visto bueno a la llamada, lo hace en nombre de la ciudad pero también en el del rey, por lo que nunca hay que pelear contra las tropas reales. Siempre depende de quién sea el agresor, pero en cuanto algún señor feudal ve que se aproxima la host de Barcelona, acostumbra a plegarse a sus requerimientos.

– Entonces, ¿no hay batalla?

– Depende de qué decidan las autoridades y de la postura del señor. La última vez se arrasó una fortaleza; entonces sí que hubo batalla, y muertos, y ataques y… ¡Mira! Allí estará tu tío -dijo Joanet señalando el pendón de los alfareros-, ¡vamos!

Bajo el pendón, y junto a los otros tres prohombres de la cofradía, estaba Grau Puig vestido para la batalla, con botas, una cota de cuero que le cubría desde el pecho hasta media pantorrüla y una espada al cinto. Alrededor de los cuatro prohombres se arremolinaban los alfareros de la ciudad. En cuanto Grau se percató de la presencia del niño, le hizo una señal a Jaume y éste se interpuso en el camino de los muchachos.

– ¿Adonde vais? -les preguntó.

Arnau buscó con la mirada la ayuda de Joanet.

– Vamos a ofrecer nuestra ayuda al maestro -respondió Joanet-. Podríamos llevarle el zurrón con la comida… o lo que él desee.

– Lo siento -se limitó a decir Jaume.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Arnau cuando éste les dio la espalda.

– ¡Qué más da! -le contestó Joanet-. No te preocupes, esto está lleno de gente que estará encantada de que la ayudemos; además, tampoco se enterarán de que vamos con ellos.

Los dos niños empezaron a andar entre la gente; observaban las espadas, las ballestas y las lanzas, se maravillaban de aquellos que llevaban armadura o trataban de captar las animadas conversaciones.

– ¿Qué pasa con esa agua? -oyeron gritar a sus espaldas.

Arnau y Joanet se volvieron. El rostro de los dos muchachos se iluminó al ver a Ramon, que les sonreía. Junto a él, más de veinte macips , todos ellos imponentes y armados, los miraban.

Arnau se tentó la espalda en busca del pellejo y tal debió de ser su desconsuelo al no hallarlo que varios de los bastaixos , riendo, se acercaron a él y le ofrecieron el suyo.

– Siempre hay que estar preparado cuando la ciudad te llama -bromearon.

El sagramental abandonó Barcelona tras la cruz roja del pendón de Sant Jordi, en dirección a la villa de Creixell, cercana a Tarragona. Los habitantes de aquel pueblo retenían un rebaño propiedad de los carniceros de Barcelona.

– ¿Tan malo es eso? -le preguntó Arnau a Ramon, al que habían decidido acompañar.

– Claro que sí. El ganado propiedad de los carniceros de Barcelona tiene privilegio de paso y pasto en toda Cataluña. Nadie, ni siquiera el rey, puede retener un rebaño destinado a Barcelona. Nuestros hijos tienen que comer la mejor carne del principado -añadió revolviéndoles el cabello a ambos-. El señor de Creixell ha retenido un rebaño y exige al pastor el pago de los derechos de pasto y paso por sus tierras. ¿Os imagináis que desde Tarragona hasta Barcelona todos los nobles y barones exigieran pago por pasto y paso? ¡No podríamos comer!

«Si supieras la carne que nos da Estranya…», pensó Arnau. Joanet adivinó los pensamientos de su amigo e hizo una mueca de disgusto. Arnau sólo se lo había contado a Joanet. Había estado tentado de revelarle a su padre el origen de la carne que flotaba en la olla que les daban para comer los días en que no había que guardar abstinencia, pero cuando lo veía comer con fruición, cuando veía a todos los esclavos y operarios de Grau lanzarse sobre la olla, hacía de tripas corazón, callaba y comía a su vez.

– ¿Hay alguna otra razón por la que salga el sagramental ? -preguntó Arnau con mal sabor de boca.

– Por supuesto. Cualquier ataque a los privilegios de Barcelona o contra un ciudadano puede significar la salida del sagramental . Por ejemplo, si alguien rapta a un ciudadano de Barcelona, el sagramental acudirá a liberarlo.

Charlando y sin dejar de avanzar, Arnau y Joanet recorrieron la costa -Sant Boi, Castelldefels y Garraf-, bajo la atenta mirada de las gentes con las que se cruzaban, las cuales se apartaban del camino y guardaban silencio al paso del sagramental . Hasta el mar parecía respetar a la host de Barcelona y su rumor se apagaba con el paso de aquellos centenares de hombres armados, marchando tras el pendón de Sant Jordi. El sol los acompañó durante toda la jornada y cuando el mar empezó a cubrirse de plata, se detuvieron a hacer noche en la villa de Sitges. El señor de Fonollar recibió en su castillo a los prohombres de la ciudad y el resto del sagramental acampó a las puertas de la villa.

– ¿Habrá guerra? -preguntó Arnau.

Todos los bastaixos lo miraron. El crepitar del fuego rompió el silencio. Joanet, tumbado, dormía con la cabeza apoyada sobre uno de los muslos de Ramon. Algunos bastaixos cruzaron miradas ante la pregunta de Arnau. ¿Habría guerra?

– No -contestó Ramon-. El señor de Creixell no puede enfrentarse a nosotros.

Arnau pareció decepcionado.

– Tal vez sí -trató de contentarlo otro de los prohombres de la cofradía desde el otro lado de la hoguera-. Hace muchos años, cuando yo era joven, más o menos como tú -Arnau estuvo a punto de quemarse por escucharle-, se convocó al sagramental para acudir a Castellbisbal, cuyo señor había retenido un rebaño de ganado, igual que ahora ha hecho el de Creixell. El señor de Castellbisbal no se rindió y se enfrentó al sagramental ; quizá creía que los ciudadanos de Barcelona, mercaderes, artesanos o bastaixos como nosotros, no éramos capaces de luchar. Barcelona tomó el castillo, apresó al señor y a sus soldados, y lo destruyó por entero.

Arnau ya se imaginaba empuñando una espada, subiendo por una escala o gritando victorioso sobre la almena del castillo de Creixell: «¿Quién osa oponerse al sagramental de Barcelona?». Todos los bastaixos repararon en su expresión: el muchacho con la vista perdida en las llamas, tenso, con las manos crispadas sobre un palo con el que antes había jugueteado, atizaba el fuego, vibrando. «Yo, Arnau Estanyol…» Las risas lo transportaron de vuelta a Sitges.

– Ve a dormir -le aconsejó Ramon, que ya se levantaba con Joanet a cuestas.Arnau hizo un mohín-.Así podrás soñar con la guerra -lo consoló el bastaix .

La noche era fresca y alguien cedió una manta para los dos niños.

Al día siguiente, al amanecer, continuaron la marcha hacia Creixell. Pasaron por la Geltrú, Vilanova, Cubelles, Segur y Barà, todos ellos pueblos con castillo, y, desde Barà, se desviaron hacia el interior en dirección a Creixell. Era una población separada poco menos de una milla del mar, situada en un alto en cuya cima se alzaba el castillo del señor de Creixell, una fortificación construida sobre un talud de piedras de once lados, con varias torres defensivas y a cuyo alrededor se hacinaban las casas de la villa.

Faltaban algunas horas para que anocheciera. Los prohombres de las cofradías fueron llamados por los consejeros y el veguer. El ejército de Barcelona se alineó en formación de combate frente a Creixell, con los pendones al frente. Arnau y Joanet caminaban tras las líneas ofreciendo agua a los bastaixos , pero casi todos la rechazaban; tenían la vista fija en el castillo. Nadie hablaba y los niños no se atrevieron a romper el silencio.Volvieron los prohombres y se sumaron a sus respectivas cofradías.Todo el ejército pudo ver cómo tres embajadores de Barcelona se encaminaban hacia Creixell; otros tantos abandonaron el castillo y se reunieron con ellos a mitad de camino.

Arnau y Joanet, como todos los ciudadanos de Barcelona, observaron en silencio a los negociadores.

No hubo batalla. El señor de Creixell había logrado huir a través de un pasadizo secreto que unía el castillo con la playa, a espaldas del ejército. El alcalde de la villa, ante los ciudadanos de Barcelona en formación de combate, dio orden de rendirse a las exigencias de la ciudad condal. Sus convecinos devolvieron el ganado, pusieron en libertad al pastor, aceptaron pagar una fuerte compensación económica, se comprometieron a obedecer y respetar en el futuro los privilegios de la ciudad y entregaron a dos de sus ciudadanos, a los que consideraban culpables de la afrenta y que inmediatamente fueron hechos presos.

– Creixell se ha rendido -anunciaron los consejeros al ejército.

Un murmullo se elevó de las filas de los barceloneses. Los soldados accidentales enfundaron sus espadas, dejaron las ballestas y las lanzas y se desembarazaron de las ropas de combate. Las risas, los gritos y las bromas empezaron a oírse a lo largo de las filas del ejército.

– ¡El vino, niños! -los instó Ramon-. ¿Qué os sucede? -preguntó al verlos parados-. Os habría gustado ver una guerra, ¿verdad?

La expresión de los muchachos fue respuesta suficiente. -Cualquiera de nosotros podría haber resultado herido o incluso muerto. ¿Os hubiera gustado eso? -Arnau y Joanet se apresuraron a negar con la cabeza-. Deberíais verlo de otro modo: pertenecéis a la mayor y más poderosa ciudad del principado y todos tienen miedo de enfrentarse con nosotros. -Arnau y Joanet escucharon a Ramon con los ojos muy abiertos-. Id a por el vino, muchachos. Vosotros también brindaréis por esta victoria.

El pendón de Sant Jordi volvió con honor a Barcelona, y junto a él, los dos niños, orgullosos de su ciudad, de sus conciudadanos y de ser barceloneses. Los presos de Creixell entraron encadenados y fueron exhibidos por las calles de Barcelona. Las mujeres y cuantos se habían agolpado en ella aplaudían al ejército y escupían a los detenidos. Arnau y Joanet acompañaron a la comitiva durante todo el recorrido, serios y altivos, del mismo modo en que, cuando los presos fueron definitivamente encerrados en el palacio del veguer, se presentaron ante Bernat, que, aliviado al ver a su hijo sano y salvo, olvidó la reprimenda que pensaba echarle y escuchó sonriente el relato de sus nuevas experiencias.

 

 

Habían transcurrido unos meses desde la aventura que los llevó hasta Creixell, pero la vida de Arnau había cambiado poco en ese tiempo. A la espera de cumplir los diez años, edad en que entraría de aprendiz en el taller de su tío Grau, seguía recorriendo junto a Joanet la atractiva y siempre sorprendente Barcelona; daba de beber a los bastaixos y, sobre todo, disfrutaba de Santa María de la Mar, la veía crecer y rezaba a la Virgen, a quien le contaba sus cuitas, recreándose en esa sonrisa que Arnau creía percibir en los labios de la pétrea figura.

Como le había dicho el padre Albert, cuando el altar mayor de la iglesia románica desapareció, se transportó a la Virgen a la pequeña capilla del Santísimo, situada en el deambulatorio, por detrás del nuevo altar mayor de Santa María, entre dos de los contrafuertes de la construcción y cerrada por unas altas y fuertes rejas de hierro. La capilla del Santísimo no gozaba de ningún beneficio que no fuese el de los bastaixos , encargados de cuidarla, de protegerla, de limpiarla y de mantener siempre encendidos los cirios que la iluminaban. Aquélla era su capilla, la más importante del templo, destinada a guardar el cuerpo de Cristo y, sin embargo, la parroquia la había cedido a los humildes descargadores portuarios. Muchos nobles y ricos mercaderes pagarían por construir y constituir beneficios sobre las treinta y tres restantes capillas que se construirían en Santa María de la Mar, les dijo el padre Albert, todas ellas entre los contrafuertes del deambulatorio de las naves laterales, pero aquélla, la del Santísimo, pertenecía a los bastaixos y el joven aguador nunca tuvo problema para acercarse a su Virgen.

Una mañana en que Bernat estaba ordenando sus pertenencias bajo el jergón, donde escondía la bolsa en que guardaba los dineros que había salvado en su precipitada huida de la masía, hacía ya casi nueve años, y los pocos que le satisfacía su cuñado -dineros que servirían para que Arnau pudiese salir adelante cuando hubiera aprendido el oficio-, Jaume entró en la habitación de los esclavos. Bernat, extrañado, miró al oficial. No era habitual que Jaume entrase allí.

– ¿Qué…?

– Tu hermana ha muerto -lo interrumpió Jaume.

A Bernat le flaquearon las piernas y cayó sentado sobre el jergón, con la bolsa de monedas en las manos.

– ¿Có…? ¿Cómo ha sido? ¿Qué ha sucedido? -balbuceó.

– El maestro no lo sabe. Ha amanecido fría.

Bernat dejó caer la bolsa y se llevó las manos al rostro. Cuando las separó y alzó la mirada, Jaume ya había desaparecido. Con un nudo en la garganta, Bernat recordó a la niña que trabajaba los campos junto a él y su padre, a la muchacha que cantaba sin cesar mientras cuidaba de los animales. A menudo Bernat había visto que su padre hacía un alto en sus tareas y cerraba los ojos para dejarse llevar durante unos instantes por aquella voz alegre y despreocupada. Y ahora…

El rostro de Arnau permaneció impasible cuando, a la hora de comer, recibió la noticia de boca de su padre.

– ¿Me has oído, hijo? -insistió Bernat.

Arnau asintió con la cabeza. Hacía un año que no veía a Guiamona, salvo en las ya lejanas ocasiones en que se encaramó al árbol para ver cómo jugaba con sus primos; él estaba allí, espiando, llorando en silencio, y ellos reían y corrían, y nadie… Sintió el impulso de decirle a su padre que no le importaba, que Guiamona no le quería, pero la expresión de tristeza que vio en los ojos de Bernat se lo impidió.

– Padre -dijo Arnau acercándose a él.

Bernat abrazó a su hijo.

– No llores -susurró Arnau con la cabeza pegada a su pecho. Bernat lo apretó contra sí y Arnau respondió cerrando sus brazos alrededor de él.

 

Estaban comiendo en silencio, junto a los esclavos y aprendices, cuando sonó el primer aullido. Un grito desgarrador que pareció rasgar el aire. Todos miraron hacia la casa.

– Plañideras -dijo uno de los aprendices-; mi madre lo es. Quizá sea ella. Es la que mejor llora de toda la ciudad -añadió con orgullo.

Arnau miró a su padre; sonó otro aullido y Bernat vio cómo su hijo se encogía.

– Oiremos muchos -le avisó-. Me han dicho que Grau ha contratado a muchas plañideras.

Así fue. Durante toda la tarde y toda la noche, mientras la gente acudía a casa de los Puig para dar el pésame, varias mujeres lloraron la muerte de Guiamona. Ni Bernat ni su hijo lograron conciliar el sueño debido a aquel constante zumbido de las plañideras.

– Lo sabe toda Barcelona -le comentó Joanet a Arnau cuando éste logró encontrarlo, por la mañana, entre la muchedumbre que se apiñaba a las puertas de la casa de Grau. Arnau se encogió de hombros-. Todos han venido al funeral -añadió Joanet ante el gesto de su amigo.

– ¿Por qué?

– Porque Grau es rico y a todo aquel que venga a acompañar el duelo le regalará ropa. -Joanet le mostró a Arnau una larga camisa negra-. Como ésta -añadió sonriendo.

A media mañana, cuando toda aquella gente estuvo vestida de negro, el cortejo fúnebre partió en dirección a la iglesia de Nazaret, donde estaba la capilla de San Hipólito, bajo cuya advocación se encontraba la cofradía de los ceramistas. Las plañideras iban junto al féretro, llorando, aullando y arrancándose los cabellos. La iglesia estaba repleta de personalidades: prohombres de diversas cofradías, los consejeros de la ciudad y la mayor parte de los miembros del Consejo de Ciento. Ahora que Guiamona había muerto, nadie se preocupó de los Estanyol, pero Bernat, tirando de su hijo, logró acercarse al lugar en que reposaba su cadáver, donde las sencillas vestimentas regaladas por Grau se mezclaban con sedas y bissós, costosas telas de lino negro. Ni siquiera le dejaron que se despidiera de su hermana.

Desde allí, mientras los sacerdotes oficiaban el funeral, Arnau logró vislumbrar los rostros congestionados de sus primos: Josep y Genis mantenían la compostura, Margarida permanecía erguida, pero sin lograr refrenar el constante temblor de su labio inferior. Habían perdido a su madre, igual que él. ¿Sabrían lo de la Virgen?, se preguntó Arnau; luego desvió la mirada hacia su tío, hierático. Estaba seguro de que Grau Puig no se lo contaría a sus hijos. Los ricos son diferentes, le habían dicho siempre; quizá ellos tuviesen otra manera de encontrar una nueva madre.


Date: 2016-03-03; view: 513


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