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PRIMERA PARTE SIERVOS DE LA TIERRA 3 page

Bernat acudía regularmente al castillo de Llorenç de Bellera para hornear el pan que ya no le traía Francesca, encerrada y a disposición de doña Caterina y del caprichoso apetito de su hijo. El castillo -como le había contado su padre cuando ambos habían tenido que acudir allí- no era en sus inicios más que una torre de vigilancia en la cima de un pequeño promontorio. Los antecesores de Llorenç de Bellera aprovecharon el vacío de poder que siguió a la muerte del conde Ramon Borrell para fortificarla, a expensas del trabajo de los payeses de sus cada vez más extensas tierras. Alrededor de la torre del homenaje, se levantaron sin orden ni concierto el horno, la forja, unas nuevas y mayores caballerizas, graneros, cocinas y dormitorios.

El castillo de Llorenç de Bellera distaba más de una legua de la masía de los Estanyol. Las primeras veces no pudo obtener ninguna noticia de su niño. Preguntase a quien preguntase, la respuesta era siempre la misma: su mujer y su hijo estaban en las habitaciones privadas de doña Caterina. La única diferencia estribaba en que, al contestarle, algunos se reían cínicamente y otros bajaban la vista como si no quisieran enfrentarse al padre de la criatura. Bernat soportó las excusas durante un largo mes, hasta que un día en que salía del horno con dos hogazas de pan de harina de haba, se topó con uno de los escuálidos aprendices de la forja, al que en ocasiones había interrogado sobre el pequeño.

– ¿Qué sabes de mi Arnau? -le preguntó.

No había nadie a la vista. El chico intentó esquivarlo, como si no lo hubiera oído, pero Bernat lo agarró por el brazo.

– Te he preguntado qué sabes de mi Arnau.

– Tu mujer y tu hijo… -empezó a recitar con la mirada en el suelo.

– Ya sé dónde está -lo interrumpió Bernat-. Lo que te pregunto es si mi Arnau está bien.

El muchacho, todavía con la mirada baja, jugueteó con sus pies en la arena del suelo. Bernat lo zarandeó.

– ¿Está bien?

El aprendiz no levantaba la vista, y la actitud de Bernat se volvió violenta.

– ¡No! -gritó el muchacho. Bernat cedió para encararse con él-. No -repitió. Los ojos de Bernat le interrogaban.

– ¿Qué le pasa al niño?

– No puedo…Tenemos órdenes de no decirte…-La voz del muchacho se quebraba.

Bernat volvió a zarandearlo con fuerza y alzó la voz sin reparar en que podía llamar la atención de la guardia.

– ¿Qué le pasa a mi hijo? ¿Qué le pasa? ¡Contesta!

– No puedo. No podemos…

– ¿Esto te haría cambiar de opinión? -le preguntó, acercándole una hogaza.

Los ojos del aprendiz se abrieron de par en par. Sin contestar, arrancó el pan de las manos de Bernat y lo mordió como si no hubiera comido en varios días. Bernat lo arrastró al abrigo de miradas.



– ¿Qué hay de mi Arnau? -inquirió de nuevo con ansiedad. El muchacho lo miró con la boca llena y le hizo gestos de que lo siguiera. Anduvieron con sigilo, pegados a las paredes, hasta la forja. Cruzaron sus puertas y se dirigieron hacia la parte trasera. El chico abrió la portezuela de un cuartucho anejo a la forja, donde se guardaban materiales y herramientas, y entró en él seguido por Bernat. Nada más entrar, el muchacho se sentó en el suelo y se volcó en la hogaza de pan. Bernat escrutó el interior del cuartucho. Hacía un calor sofocante. No vio nada que pudiera hacerle entender por qué el aprendiz lo había llevado hasta allí: en aquel lugar sólo había herramientas y hierros viejos.

Bernat interrogó al chico con la mirada. Este, que masticaba con fruición, le contestó señalándole una de las esquinas del cuchitril y le instó con gestos a que se dirigiese hacia allí.

Sobre unos maderos, abandonado y desnutrido, en un basto capazo de esparto roto, se hallaba el niño, a la espera de la muerte. La blanca camisa de lino estaba sucia y harapienta. Bernat no pudo ahogar el grito que surgió de su interior. Fue un grito sordo, un sollozo apenas humano. Cogió a Arnau y lo apretó contra sí. La criatura respondió débilmente, muy débilmente, pero lo hizo. -El señor ordenó que tu hijo permaneciese aquí -oyó Bernat que le decía el aprendiz-.Al principio, tu mujer venía varias veces al día y lo calmaba amamantándolo. -Bernat, con lágrimas en los ojos, apretaba el cuerpecito contra su pecho intentando insuflarle vida-. Primero fue el alguacil -continuó el muchacho-; tu mujer se resistió y gritó… Yo lo vi, estaba en la forja. -Señaló una abertura en los tablones de madera de la pared-. Pero el alguacil es muy fuerte… Cuando terminó, entró el señor acompañado por algunos soldados. Tu mujer yacía en el suelo y el señor empezó a reírse de ella. Después se rieron todos. A partir de entonces, cada vez que tu mujer venía a amamantar a tu hijo, los soldados la esperaban junto a la puerta. Ella no podía oponerse. Desde hace algunos días apenas viene. Los soldados…, cualquiera de ellos, la pillan en cuanto abandona las habitaciones de doña Caterina. Y ya no tiene tiempo de llegar hasta aquí. A veces el señor los ve, pero lo único que hace es reírse.

Sin pensarlo dos veces, Bernat se levantó la camisa y metió bajo ella el cuerpecillo de su hijo; luego, sobre la camisa, disimuló el bulto con la hogaza de pan que le quedaba. El pequeño ni siquiera se movió. El aprendiz se levantó bruscamente mientras Bernat se acercaba a la puerta.

– El señor lo ha prohibido. ¡No puedes…!

– ¡Déjame, muchacho!

El chico intentó anticiparse. Bernat no lo dudó. Aguantando con una mano la hogaza y al pequeño Arnau, agarró con la otra una barra de hierro que estaba colgada de la pared y se volvió con un movimiento desesperado. La barra alcanzó al muchacho en la cabeza justo cuando estaba a punto de salir del cuartucho. Cayó al suelo sin tiempo de pronunciar palabra. Bernat ni siquiera lo miró. Se limitó a salir y a cerrar la puerta tras de sí.

No tuvo ningún problema para salir del castillo de Llorenç de Bellera. Nadie podría imaginar que bajo la hogaza de pan, Bernat llevaba el cuerpo maltrecho de su hijo. Sólo cuando hubo cruzado la puerta del castillo pensó en Francesca y los soldados. Indignado, le recriminó mentalmente que no hubiera intentado comunicarse con él, advertirle del peligro que corría su hijo, que no hubiera luchado por Arnau… Bernat apretó el cuerpo de su hijo y pensó en su madre, que era violada por los soldados mientras Arnau esperaba la muerte sobre unos asquerosos maderos.

 

¿Cuánto tardarían en encontrar al muchacho al que había golpeado? ¿Estaría muerto? ¿Había cerrado la puerta del cuartucho? Las preguntas asaltaban a Bernat mientras recorría el camino de vuelta. Sí, la había cerrado. Recordaba vagamente haberlo hecho.

En cuanto dobló el primer recodo del serpenteante sendero que subía al castillo y éste se perdió momentáneamente de vista, Bernat descubrió a su hijo; sus ojos, apagados, parecían perdidos. ¡Pesaba menos que la hogaza! Sus bracitos y sus piernas… Se le revolvió el estómago y se le hizo un nudo en la garganta. Las lágrimas empezaron a manar. Se dijo que no era momento de llorar. Sabía que les perseguirían, que les echarían a los perros encima, pero… ¿De qué servía huir si el niño no sobrevivía? Bernat se apartó del camino y se escondió tras unos matorrales. Se arrodilló, dejó la hogaza en el suelo y cogió a Arnau con ambas manos para alzarlo hasta su rostro. El niño quedó inerte frente a sus ojos, con la cabecita ladeada, colgando. «¡Arnau!», susurró Bernat. Lo zarandeó con suavidad, una y otra vez. Sus ojitos se movieron para mirarlo. Con el rostro lleno de lágrimas, Bernat se dio cuenta de que el niño ni siquiera tenía fuerzas para llorar. Lo tumbó sobre uno de sus brazos. Desmigajó un poco de pan, lo mojó en saliva y lo acercó a la boca del pequeño. Arnau no reaccionó pero Bernat insistió hasta que logró meterlo en su pequeña boca. Esperó. «Traga, hijo mío», le suplicó. Los labios de Bernat temblaron ante una casi imperceptible contracción de la garganta de Arnau. Desmigajó más pan y repitió con ansiedad la operación. Arnau volvió a tragar, hasta siete veces más.

– Saldremos de ésta -le dijo-.Te lo prometo. Bernat volvió al camino. Todo continuaba en calma. A buen seguro, no habían descubierto todavía al muchacho; de lo contrario, habría oído revuelo. Por un momento pensó en Llorenç de Bellera: cruel, ruin, implacable. ¡Qué satisfacción le produciría intentar dar caza a un Estanyol!

– Saldremos de ésta, Arnau -repitió echando a correr en dirección a la masía.

Recorrió el camino sin mirar atrás. Ni siquiera al llegar se permitió un instante de descanso: dejó a Arnau en la cuna, cogió un saco y lo llenó con trigo molido y legumbres secas, un pellejo lleno de agua y otro de leche, carne salada, una escudilla, una cuchara y ropa, algunos dineros que tenía escondidos, un cuchillo de monte y su ballesta… «¡Qué orgulloso estaba padre de esta ballesta!», pensó mientras la sopesaba. Luchó al lado del conde Ramon Borrell cuando los Estanyol eran libres, le repetía siempre que le enseñaba a utilizarla. ¡Libres! Bernat ató al niño a su pecho y acarreó con todo lo demás. Siempre sería un siervo, a no ser que…

– De momento seremos unos fugitivos -le dijo al niño antes de echarse al monte-. Nadie conoce estos montes mejor que los Estanyol -le aseguró ya entre los árboles-. Siempre hemos cazado en estas tierras, ¿sabes? -Bernat anduvo entre el follaje hasta un arroyo, se metió en él y con el agua hasta las rodillas empezó a remontar su curso. Arnau había cerrado los ojos y dormía, pero Bernat continuó hablándole-: Los perros del señor no son listos, los han maltratado demasiado. Llegaremos hasta arriba, donde el bosque se espesa y se hace difícil andar a caballo. Los señores sólo cazan a caballo, nunca alcanzan esa zona. Estropearían sus vestiduras.Y los soldados…, ¿para qué van a ir a cazar allí? Con quitarnos la comida a nosotros tienen suficiente. Nos esconderemos, Arnau. Nadie podrá encontrarnos, te lo juro. -Bernat acarició la cabeza de su hijo mientras continuaba remontando la corriente.

A media tarde Bernat hizo un alto. El bosque se había hecho tan frondoso que los árboles invadían las orillas del arroyo y cubrían por completo el cielo. Se sentó sobre una roca y se miró las piernas, blancas y arrugadas por el agua. Sólo entonces notó el dolor, pero no le importó. Se libró del equipaje y desató a Arnau. El niño había abierto los ojos. Diluyó leche en agua y añadió trigo molido, removió la mezcla y acercó la escudilla a los labios del pequeño. Arnau la rechazó con una mueca. Bernat se limpió un dedo en el arroyo, lo mojó en la comida y probó de nuevo. Tras varios intentos, Arnau respondió y permitió que su padre lo alimentara con el dedo; luego cerró los ojos y se durmió. Bernat sólo comió algo de salazón. Le hubiera gustado descansar, pero le quedaba un buen trecho.

La gruta de los Estanyol, así la llamaba su padre. Llegaron allí cuando ya había anochecido, después de haber hecho otra parada para que Arnau comiera. Se entraba en ella por una estrecha hendidura abierta en las rocas, que Bernat, su padre y también su abuelo cerraban por dentro con troncos, para dormir al abrigo del mal tiempo y de las alimañas cuando salían de caza.

Encendió un fuego en la entrada de la cueva y entró en ella con una tea para comprobar que no la hubiera ocupado algún animal; luego acomodó a Arnau sobre un jergón improvisado con el saco y ramas secas y volvió a darle de comer. El pequeño aceptó el alimento y cayó en un profundo sueño, igual que Bernat, quien ni siquiera fue capaz de dar cuenta de la salazón. Allí estarían a salvo del señor, pensó antes de cerrar los ojos y acompasar la respiración a la de su hijo.

 

Llorenç de Bellera salió a galope tendido junto con sus hombres cuando el maestro forjador encontró al aprendiz, muerto en medio de un charco de sangre. La desaparición de Arnau y el hecho de que se hubiera visto a su padre por el castillo señalaron directamente a Bernat. El señor de Navarcles, que esperaba montado a caballo frente a la puerta de la masía de los Estanyol, sonrió cuando sus hombres le dijeron que el interior estaba revuelto y que, al parecer, Bernat había huido con su hijo.

– Tras la muerte de tu padre te libraste -masculló-, pero ahora todo será mío. ¡Buscadlo! -gritó a sus hombres. Después se volvió hacia su alguacil-: Haz una relación de todos los bienes, enseres y animales de esta propiedad y cuida de que no falte una libra de grano. Luego, busca a Bernat.

Tras varios días, el alguacil compareció ante su señor, en la torre del homenaje del castillo:

– Hemos buscado en las demás masías, en los bosques y en los campos. No hay ni rastro de Estanyol. Habrá huido a alguna ciudad, quizá a Manresa o a…

Llorenç de Bellera lo hizo callar con un ademán.

– Ya caerá. Manda aviso a los demás señores y a nuestros agentes en las ciudades. Diles que un siervo ha escapado de mis tierras y debe ser detenido. -En aquel momento aparecieron Francesca y doña Caterina, con Jaume, su hijo, en brazos de la primera. Llorenç de Bellera la observó y torció el gesto; ya no la necesitaba-. Señora -le dijo a su esposa-, no entiendo cómo permitís que una furcia amamante a mi hijo. -Doña Caterina dio un respingo-. ¿Acaso no sabéis que vuestra nodriza es la fulana de toda la soldadesca?

Doña Caterina arrancó a su hijo de manos de Francesca.

Cuando Francesca supo que Bernat había huido con Arnau, se preguntó qué habría sido de su pequeño. Las tierras y propiedades de los Estanyol pertenecían ahora al señor de Bellera. No tenía a quién acudir y, mientras tanto, los soldados seguían aprovechándose de ella. Un pedazo de pan duro, una verdura podrida, a veces algún hueso que roer: tal era el precio de su cuerpo.

 

Ninguno de los numerosos payeses que acudían al castillo se dignó ni siquiera mirarla. Francesca intentó acercarse a alguno, pero la rehuyeron. No se atrevió a volver a casa de sus padres, su madre la había repudiado públicamente, frente al horno de pan, así que se vio obligada a permanecer en las cercanías del castillo, como uno más de los muchos pordioseros que se aproximaban a las murallas para buscar entre los desechos. Su único destino parecía ser ir pasando de mano en mano a cambio de las sobras del rancho del soldado que la hubiera elegido aquel día.

Llegó septiembre. Bernat ya había visto sonreír y gatear a su hijo por la cueva y sus alrededores. Sin embargo, las provisiones empezaban a escasear y el invierno se acercaba. Había llegado el momento de partir.

 

 

La ciudad se extendía a sus pies.

– Mira, Arnau -le dijo Bernat al niño, que dormía plácidamente pegado a su pecho-, Barcelona. Allí seremos libres.

Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras, cuando por las noches, en el interior de la gruta de los Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la cueva.

«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser detenido por el señor -recordaba haber escuchado-, se adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios apretados, otros negaban con la cabeza y los demás sonreían, mirando hacia el cielo.

– Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? -rompió el silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo ataban a la tierra-. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar la libertad?

El más anciano le contestó pausadamente:

– Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella durante ese tiempo. -El muchacho, con los ojos brillantes, lo instó a continuar-. Barcelona es muy rica. Durante muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un código… -El anciano titubeó-. Recognoverunt proceres , creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores, trabajadores libres.

Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora marcada por el señor.Y tampoco lo hizo al siguiente. Su padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo en sus ojos.

Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat contempló la libertad y… ¡el mar! Jamás había visto, ni había imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin. Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso decían los mercaderes, pero… era la primera vez que se encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que preguntaba… Oteó el horizonte que se unía con las aguas. Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos rebeldes que le habían crecido en el monte.

Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla, junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda, campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño promontorio, cientos de construcciones se derramaban en derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras majestuosas: palacios, iglesias, monasterios… Bernat se preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de repente Barcelona terminaba. Era como una colmena rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había oído decir.

– ¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil personas? -murmuró mirando a Arnau-.Tú serás libre, hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar… Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental. La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad. Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción, sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

– ¡Lepra! -gritó el campesino, dejando caer el saco y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta, desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado, otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas muías. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

– ¡Ve a la leprosería! -le gritó alguien desde lejos.

– ¡No es lepra! -protestó Bernat-. Me clavé una rama en el ojo. ¡Mirad! -Bernat alzó las manos y las movió. Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse-. ¡Mirad! -repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y sin mácula, sin una sola llaga o señal-. ¡Mirad! Sólo soy un campesino, pero necesito un médico para que me cure el ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat y lo observó.

– Vuélvete -le indicó, haciendo un movimiento rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

– ¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo mostró horizon-talmente, como si lo ofreciese, agarrándolo por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

– Tápate esa herida, campesino -dijo-; de lo contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo… Los campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra historiada con hilos de oro y plata, un cinturón también bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas. Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él, como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró aliviado al ver que no le había prestado la menor atención. Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza. Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se desplazaban por los altos andamios que la rodeaban, levantaban enormes bloques de piedra con poleas… Arnau reclamó su atención con un ataque de llanto.

– Buen hombre -le dijo a un operario que pasaba cerca de él-, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los alfareros? -Su hermana Guiamona se había casado con uno de ellos.

– Sigue por esta misma calle -le contestó el hombre atropelladamente-, hasta que llegues a la próxima plaza, la de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la Boquería. No salgas al Raval. Camina junto a la muralla en dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus. Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a preguntar, el hombre ya había desaparecido. -Sigue por esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume -le repitió a Arnau-. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos, ¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de su padre.

– Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. -Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna se detuvo-.Todos tienen prisa -le comentaba a Arnau justo cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de… ¿un castillo?

– Aquél no parece tener prisa; quizá… Buen hombre… -lo llamó por la espalda tocándole la chilaba negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza. Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de los sacerdotes cristianos.

– Dime -le dijo.


Date: 2016-03-03; view: 763


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