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Las palomas y yo: Memorial de la Paz de Hiroshima

Las palomas susurraban “po-po-po” y “kuru-kuru”. Al principio no se acercaban a mí (creo que porque les daba miedo la silla de ruedas). Pero cuando cogí comida para pájaros, se posaron en mis hombros, en mis brazos y en mi cabeza. Es sorprendente que tanto las palomas como la gente que tiró la bomba sean seres muy calculadores.

Estuve en el Memorial de la Paz de Hiroshima. Dentro estaba oscuro. Solo lo expuesto está iluminado, así que la atmósfera era extraña. Hay un modelo expuesto del momento del bombardeo. Una madre y su hijo con la ropa hecha jirones escapaban de algo cogidos de la mano. Todo a su alrededor estaba en llamas. Era del mismo color que la sangre que mana de mis heridas cuando me caigo.

“¡Es repugnante!”, susurró mi madre a mis espaldas. Después giró la cabeza y dijo: “No debería haber dicho eso, ¿verdad? Debería haber dicho, “lo siento por ellos”, porque ellos no querían ser así”.

Yo no pensé que fuera repugnante. Eso no simbolizaba el bombardeo. Ni tampoco toda la guerra. Una chica como yo, que no sabe nada acerca de la guerra, pretendía hacerse así la dura.

En otro expositor estaban las grullas de Sadako, que murió por una enfermedad provocada por la bomba. Las hizo utilizando un tipo de papel de cera rojo transparente.

¡No quiero morir! ¡Quiero vivir! Sentí como si estuviera escuchando los gritos de Sadako. ¿Pero qué tipo de enfermedad causaba la bomba? Hay gente que todavía la sufre y han pasado treinta y cinco años. ¿Será una enfermedad hereditaria? Se lo pregunté a mi madre, pero no lo sabía.

Había un caballo disecado con queloides (1), baldosas quemadas, 1.8 litros de sake derretidos, arroz negro chamuscado en un bento de aluminio, ropa hecha jirones que llevaba la gente en la guerra, etc…

El impacto de la realidad te presiona sin compasión. Nosotros no vivimos la guerra. Pero no podemos darle la espalda y fingir que no sabemos nada sobre ella. Nos guste o no, tenemos que admitir que mucha gente murió después de la bomba en Hiroshima, Japón. Creo que el mejor homenaje a aquellos que murieron es prometer que no permitiremos que una tragedia así vuelva a ocurrir.

Después de un rato, me di cuenta de que había escolares de Hiroshima dentro del museo. Miraban a los expositores y a mí con la misma cara, como si estuvieran viendo algo horrible. Pensé que no debería preocuparme por lo que otros ven. “Quizá una silla de ruedas y su ocupante no son habituales para ellos”. Pensando así, pude concentrarme en lo que veía.

Suzuki-sensei nos llamó y bajamos las escaleras. Me sentí aliviada por poder escapar de las miradas incómodas y de la atmósfera irrespirable.

Fuera había empezado a lloviznar. Mi madre intentó ponerme un chubasquero mientras me sentaba en la silla. Intenté detenerla diciendo: “eso no queda bien”, pero nadie dijo nada así que a regañadientes dejé que me lo pusiera. También me puso una toalla en la cabeza.



El follaje era agradable. Todos los árboles estaban húmedos por la lluvia. Brillaban bajo el cielo nublado. Las hojas amarillas y verdes de los árboles contrastaban con el fondo de los troncos negros. Me hubiera gustado dibujarlo.

Nos adentramos más en el follaje y llegamos a la “Campana de la paz”. El tejado redondo soportado por cuatro pilares simboliza el universo. Las hojas de loto mustias en el estanque que rodea a la campana también parecen tener su historia. “Todo el que quiera tocar la campana, que venga”, dijo uno de los profesores. Eché un vistazo. Terada-san y Kasuya-kun la tocaron.

Dong… Dong…

El sonido se desvaneció en la distancia con un eco prolongado. “Estoy escuchando el sonido de esta campana deseando la paz, así que debería hacer todo lo que pueda por ella aunque no pueda tocar al campana”. Cerré los ojos y recé.

A causa de la lluvia, el agua del río Ohta era del color de la tierra. Después de la bomba, se llenó de personas heridas. Gritaban: “¡Quema, quema!”. Imaginar esa escena me dio más miedo que mirar los expositores del museo.

Las palomas no dejaron de acudir a mis hombros y brazos. Sus patas eran suaves y calientes. Acudían en bandada a la comida que yo sostenía en mi mano. Había muchas. Eran palomas silvestres, así que no eran especialmente hermosas. Encontré una con las patas mal. Caminaba aunque era discapacitada. Me empeñé en alimentarla solo a ella. Pero no pude hacerlo muy bien. Había tantas palomas en el parque, que pensé que las que eran discapacitadas y no podían caminar, como yo, probablemente no podrían vivir. Pensé que debería estar agradecida porque nací como persona y, por tanto, puedo seguir viva.

¿Deseo la paz porque soy una persona que solo podría vivir en un mundo en paz? Ese es un deseo bastante avergonzante.

Después de un rato, empecé a darles de comer también a las palomas sanas, no solo a las que tenían problemas en las patas. Mientras observaba a las palomas con sus pasos tambaleantes comiendo, pensé en el concepto de bienestar que tenemos en nuestro mundo humano.

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(1) Los queloides son lesiones de la piel formadas por crecimientos exagerados del tejido cicatricial en el sitio de una lesión cutánea que puede ser producida por incisiones quirúrgicas, heridas traumáticas, quemaduras, radiación, pequeñas lesiones o raspaduras, etc.

 

CAPÍTULO 5. CON LA VERDAD ASIMILADA (18 AÑOS)

 

Hoy me he llevado una gran sorpresa. Esta es la conversación que he tenido con Rika, de cuatro años:

“Aya, yo quiero temblar como tú”.

“Pero entonces no podrías caminar, ni correr, y te aburrirías”, le he contestado muy tranquila. “Ya tenemos suficiente con mi problema”.

“Vale, entonces no quiero”, ha dicho inmediatamente.

Esto ha ocurrido en la entrada. Mi madre estaba en algún lugar de la casa. ¿Qué habrá pensado si nos ha oído?

 


Date: 2016-01-14; view: 560


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