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Iexcl;Esto es Hollywood!

 


—Menos mal que no nos ven. Con estas trazas —comenté—, nos tomarían por inmigrantes ilegales y nos detendrían.

—Les pareceríamos un grupo multicultural formado por expertos en Oriente Próximo —opinó Manolo—, de esos que desembarcan esporádicamente en nuestra mediterránea ciudad para pasar la gorra o poner el cazo.

Terenci seguía ataviado de Sabú en El ladrón de Bagdad. Pretendía que Manolo aceptara su propuesta de estilismo a lo Gran Visir.

—En el cine, el Gran Visir siempre es malo —adujo el otro, para sustentar su rechazo—, una premonición de Dick Cheney codicioso y maqui-nador, pero con rímel.

Qué ocasión para una cinéfila viajada.

El ladrón de Bagdad -apostillé, rauda y pedantona— fue una película profética, pues a los bagdadíes, oprimidos por un califa muy ominoso, a todas luces el avance de Sadam Husein, un anciano les vaticina que alguien acudirá a rescatarles y que ellos le verán acercarse entre nubes. Ese alguien no iba a ser otro que George W. Bush, con su peculiar idea de la salvación de los pueblos de la Mesopotamia y aledaños, es decir, mediante bombardeos aéreos.

—Reina, no te politices que nos amargarás la excursión. Y tú, Manolo, déjate de tonterías. Un disfraz de Gran Visir le sentará de miedo a tu bi-gotazo.

Manolo aceptó a regañadientes, como un niño contrariado que cede para no ser excluido del juego:

—Vale. —Se volvió hacia mí—. ¿Y tú, quién quieres ser?

Lo había deseado tantas veces.

—Me pido Jean Simmons en Narciso negro. Recordad, la sensual adolescente nepalí Kanchi, con sharong, collares, pendientones, pulseras de cascabeles en los tobillos y un piercing de oro en la nariz. Kanchi se ennoviaba contigo, Terenci, es decir, con un Sabú siete años mayor que el que ahora te habita.

—Viva el cine, que todo lo consigue. —Terenci inclinó su enturbantada cabeza—. Y el Más Allá, que tampoco es manco.

Me ondulé, tintineando, y sacudí la melena azabache, que me llegaba hasta la cintura. Los ojos color de mar de Jean Simmons centellearon en mis cuencas. Fui Kanchi, con la fascinación de su belleza y juventud. Y con unos pechos que cortaban el espacio.

Terenci tomó el mando.

—Poneos cómodos, que yo conduciré al volante de mi propia alfombra. Además de haber nacido, como Scaramouche, con el don de la risa y la convicción de que el mundo está loco, conozco mis fantasías como la palma de mi mano.

Se colocó en la proa, las piernas abiertas, las babuchas firmemente pegadas al frágil vehículo. Cruzó los brazos sobre el torso, el cuerpo tieso, la cabeza erguida, desafiando el Tiempo. Manolo y yo nos tumbamos boca abajo, sobre cojines adamascados. Mi amigo Gran Visir me pasó un brazo por los hombros y yo doblé las rodillas, acercando los talones a mis nalgas y sacudiendo los tobillos para que mis pulseras repiquetearan en la Eternidad. Con disimulo, ejecuté un gesto muy doméstico: palpé con una mano el reverso de la alfombra y no localicé nudo alguno.



—¡Estafa-estafa! —bramé—. Esta alfombra no ha sido tejida a mano.

—Cállate, Wendy, que no eres una turista catalana en el bazar de Estambul. ¿No ves que viene de La Meca, pero la buena, La Meca del Cine? ¿En qué otro lugar quedan, si no, alfombras voladoras para gente como nosotros?

Dicho lo cual, Terenci aspiró profundamente. Gozaba de unos pulmones envidiables, allá en el Otro Mundo.

—¡Preparados! ¡Listos! ¡Despeguen! ¡Ahí va Sabú, el ladronzuelo dignificado, cuando se aleja al final de la película! Pero él está solo, y yo parto en la mejor de las compañías. Lanzaré su exclamación última, que convertiremos en nuestro lema, si no os importa.

—¿Y cuál era? —Si me hubieran rematado no habría conseguido recordarlo.

«Fun and adventures, at lastl»

Manolo me estrechó con mayor fuerza.

—Eso. Aventuras y diversión. A nuestra manera.

¿Quién no ha soñado que podía volar? ¿Quién no ha temido caer infinitamente? Son esfuerzos nocturnos comunes a la humanidad. El sueño de volar y la pesadilla de despeñarse pesan sobre los párpados, platillos que raramente equilibramos. Metáfora del ángel que tememos ser. Ángel en su gloria, ángel derribado.

Os evitaré, pues, la narración de aquello que sentisteis si os contáis entre los elegidos para volar en sueños. Sabéis que no existen palabras para describir la plenitud, esa corriente de conocimiento que abre el pecho, que irrumpe en el cerebro y lo amplía y oxigena y que, para nuestra desdicha, se esfuma al despertarnos, dejando en su lugar nostalgia de la ausencia, una conmoción semejante a la que suscita la pérdida del mejor juguete o de la mejor infancia. En cuanto a la caída, este libro no trata de ello. O sí. Veremos.

Se añadía el componente cariñoso. Volar con mis mejores amigos del Barrio, después de haber vivido.

Terenci inició el estribillo de una canción que los tres conocíamos muy bien:

«¡Si acaso quieres volaaaar, piensa en algo en-cantadoooor!»

«¡Como aquella Navidaaaad, que encontraste al despertaaaaar...» -Manolo y yo.

«...juguetes de cristaaaal!» -los tres.

Nos importaba muy poco que la sintaxis de la versión lanzada por la factoría Disney para acompañar el clásico vuelo de Peter Pan y los niños Darling por los países de habla hispana se saltara unos semáforos. Pese a lo que la cinefilia aconseja —siempre versión original con subtítulos—, aquel himno de infancia inolvidable o era en su versión portorriqueña o no era.

—Te brindaremos una demostración de nuestros saberes... —empezó Terenci.

—...Y de nuestra impotencia —terminó Manolo.

Su tono solemne truncó el feliz sopor en que me había sumido, mecida entre nubes y estrellas.

—Ya te hemos contado que podemos conseguir representaciones fidedignas de aquello que recordamos bien, así como la plasmación de personas a las que deseamos ver, siempre que se encuentren muertas o, al menos, catatónicas.

—La fuerza de la memoria —asentí.

—Y la del Deseo. El Deseo que mueve el mundo de abajo también empuja este Otro Mundo y le ayuda a definir fronteras que no por difusas y evanescentes resultan menos estimulantes.

—Decidme. —Me incorporé—. ¿Hace aquí daño el Deseo? Su frustración, ¿desgarra como allí?

—Ay, cuca. —Terenci cabeceó y su turbante se movió como un autobús de dos pisos al trotar sobre un enlosado primario—. Aquí, de Deseo sólo hablamos de oídas. Aquello que sentíamos, la pasión de desear, el furor de la sangre, el dolor de la pérdida, eso, nastic de plástic.

—Tiene razón. —El Gran Visir se estrujó tristemente los bigotes—. No queremos engañarte. Exaltación, exaltación, esta que ves. Los juegos. Las representaciones. Las charadas. La compañía de otros difuntos, a nuestra elección. Tu presencia. Pero nuestro Deseo de hoy no es ni la sombra del que fue, es un pos-deseo y gracias. Nos vamos apañando.

—Pues a mí —me puse de pie e improvisé una danza hindú— esto de no caerme de una alfombra mágica y no volver a sufrir por amor, y, encima, con vosotros, me entusiasma. ¿Comemos y bebemos cuanto queremos sin engordar?

—¡Sí!

—¿Está a nuestro alcance enterarnos de lo que sucede allá abajo?

—¡Sí! —Sus voces superaron el ruido de unas turbulencias ambientales—. ¡Y algo infinitamente superior! ¡Somos capaces de olvidarlo!

—¿Podemos viajar al pasado, al futuro?

—Al pasado, podemos y queremos. Al futuro, ni ganas. Aunque por ti haríamos una excepción.

—¿Existe Dios? —proseguí, inclemente.

—¡No! —dijo Manolo—. Los ateos teníamos razón.

—Más razón tenía yo —añadió Terenci—, como egiptólogo de fuste surgido de la calle Ponent. Creía en la inmortalidad, y aquí está.

Bajé la voz, temerosa de que las fuerzas del mal me escucharan:

—¿Acuden por aquí, sin ton ni son, otros escritores?

—Sólo si los convocamos. —Manolo rió como un chinito feliz.

—Y tampoco hay críticos. Aparecerían si pensáramos en ellos, lo cual es imposible —me aseguró Terenci.

—Entonces, ¡no cabe duda! —exclamé—. ¡Esto es el Paraíso!

Brindamos por tal fortuna con champán improvisado por el marido de la Veuve Clicqot, que se nos apareció brevemente.

—¡Y por el Barrio, por la Rambla, por la Bo-quería! —prorrumpió Manolo—. ¡Por el Mediterráneo y por los callos de Can Leopoldo! ¡Por las azoteas de nuestra infancia! ¡Por las verbenas de Sant Joan! ¡Por el viejo Rompeolas! ¡Por nosotros!

Llegó el turno de Terenci:

—¡Por el mercado de Sant Antoni, por la calle Ponent y por el cine de los sábados! ¡ Por los niñitos que no quieren crecer y por las chafarderas de Te-bas! ¡Por el amor sin culpa y la belleza sin amargura! ¡Por el Barrio! ¡Por ti, mujera!

Emocionada y, creo, algo fatua: —Por vosotros y por esta nueva oportunidad que me dais para crecer y aprender. Fuisteis buenos conmigo en vida y en adelante lo seréis todavía más. ¡Y por el Barrio!

Siguieron unos instantes de silencio improductivo, como si con el champán se hubieran desvanecido también las burbujas de nuestras prometidas aventuras.

—Chist. Chicos, chicos —les sonreí dulcemente—, ¿qué hacemos?

—Pide lo que quieras. Podemos pasar un rato en lo alto del Empire State, disparando a los helicópteros para defender al rey Kong, causa justa entre las justas.

—Otra noche, amigos —suspiré—. Me apetece que me saquéis a pasear un Jueves de Corpus por la calle de la Unión. Quiero volver a ser niña en mi Barrio de entonces.

A Terenci y a Manolo se les humedecieron los ojos, que ya no eran de Sabú ni del Gran Visir, y supuse que otro tanto me ocurría a mí, que lloraba con mi lagrimal propio, y no con el de Jean Sim-mons, al recordar nuestro Barrio bienamado.

—Nos urge contarte algo —anunció Manolo, con tono fúnebre.

El otro empeoró el panorama:

—Eres nuestra única esperanza.

—¿Quién? ¿Yo? ¡Esto es el colmo-colmo! ¡Cuando mejor me sentía, me falla la confianza! ¡Se me cae la fe, y yo con ella!

Dicho y hecho. Descendí por la Eternidad a ritmo de entre los muertos (Vértigo, Alfred Hitch-cock). Es decir, en medio de una música redundante y de una espiral interminable. Embudo abajo iba yo, acompañada por acordes sombríos y gritando:

—¡Hombres! ¡Hombres-hombres! ¡Siempre nos defraudan!

Pero allí aparecieron, renovadamente juguetones, ataviados de caspercillos valientes, para recoger mi trasero y detener mi perforación del Paraíso.

—¡Huy! —lancé un gritito complacido—. ¡Qué gusto que da!

Mecíanme con tanto acierto que me sentí transportada a mis cinco años, que fue cuando mi madre me metió en una barca de las atracciones de la Brecha de San Pablo y se olvidó de mí por unas horas, dejándome a merced de un barquero que disfrutaba enseñándoles las antípodas a las criaturas.

En esta ocasión, no albergaba aprensión física alguna. De otra jaez eran mis recelos.

—Decidme, ¿cuál es el problema?

—El que tú intuíste, mujera -rezongó Terenci.

—El Fallo, la Cagada, la Desilusión. —Manolo se encogió de hombros—. No tenemos más remedio que contártelo...

—Pues a ti te corresponde ayudarnos —dijo el otro.

—¡Hagámoslo sin dilación! —Y completé, con ripio—: ¡Dejemos para más adelante la demostración!

Nos cogimos de las puntas de las sábanas, pues yo también iba ataviada de Caspera, y emprendimos una suerte de regreso a no sé dónde.

 

5

 

El balcón

 


Súbitamente nos rodeó una espesa niebla, tanta que no podíamos distinguir nuestros propios volúmenes.

—¿Qué es esto? ¿Hemos perdido el rumbo?

Escuché la voz de Manolo, amortiguada por aquella sopa de champiñones.

—¡Es el Barrio, que se nos niega!

—Sí, reina, sí —dijo Terenci—. ¡Nos rechaza, se envuelve en un sudario que no nos permite ni avistar las farolas de la Rambla!

Mantuve un preocupado silencio, pues aquello imponía respeto y, aunque seguíamos conectados por nuestras volátiles extremidades, y sentía de cerca la respiración de mis compañeros, me preguntaba si mi reconocido coraje de otrora me serviría para afrontar espectrales bretes.

—¡Uhhhhhhhhhhhhhhh!

—¡Ayyyyy!— grité.

—¡Hostia, Terenci, deja de hacer el ganso! —se irritó la voz de Manolo.

—Perdona, cuca, pero me apetecía mucho pegarte un susto, como si fueras la Bergman en Luz de gas, cuando oía pisadas en el desván y temía haberse vuelto loca.

La niebla se desvaneció tan imprevistamente como había aparecido. No había pasado en vano. La humedad, que era su misma esencia, nos apabulló el apresto; mi pelo, lacio, se rae pegaba a los pómulos y se aglutinaba en mi cogote; los garbosos lienzos que nos habían cubierto hacía poco colgaban como vainas vacías. A través de la tela percibí la expresión de desamparo de mis amigos. Imaginé mi cara de tonta.

—Ya ves. Lo que más deseamos, lo que mejor recordamos, nuestro Barrio querido... no podemos reconstruirlo. Niebla y más niebla —gimieron a dúo, en plena regresión—. Sólo disponemos del balcón.

—¿Qué balcón? —pregunté.

—Ahí detrás —señalaron con el pulgar un mausoleo que se dibujaba a sus espaldas—. Es lo más parecido a un rinconcito del Barrio que hemos podido reproducir.

Me quedé sin habla. Y no es fácil callarme a mí.

—¿Estáis de broma? ¿Cómo es posible que vuestras privilegiadas mentes, muertas pero con poderes, alumbren semejante birria? Es todavía peor que esa lóbrega versión de Can Leopoldo en donde hemos comido.

Nos encaramamos a lo que llamaban balcón. Una tribuna de piedra gris, sombría y suspendida en el vacío.

—Ya dije yo que nos había salido una pifia se amohinó Manolo.

Me sentí insólitamente grandona. Dicho de otra manera, experimenté un subidón de estima. Nada alimenta tanto el ego de una mujer como reconocer las flaquezas de los hombres, por amigos que sean.

Golpeteé la superficie del pretil.

—Aquí, hierro. Una baranda sencilla, de las que a mí me gustaba chupar de pequeña. ¿Y dónde están las persianas verdes, recién pintadas? ¿ Don-de, las macetas de geranios y clavellinas? ¿Dónde, la ropa tendida, aquellos monos azules de obrero metalúrgico, los calzones de señora y los calzonci llos de caballero, las sábanas remendadas, los pa ñuelos de cuadros deferfarcells, imprescindibles complementos que toda mujer utilizaba, a falta de bolsas, para liar los bultos? ¿Dónde, los trapos para limpiar el polvo hechos con restos de viejas mantas del Ejército vencedor, de aquellas que repartían las malas putas del Auxilio Social? ¿Dónde, los cantos de las mujerucas que sacudían esteras y colchones de borra? ¿Dónde, los maullidos de los gatos y el ladrido de los canes?

Hice una pausa efectista, que nunca he sabido distinguir de una pausa para respirar, y añadí:

—No comprendo que semejante par de inútiles pudierais, no obstante, acercaros a mí, espiar mi duelo por vosotros. Mis duelos, mis redundantes duelos, ya que tuvisteis la osadía de morir uno tras otro y en el mismo año, engrandeciendo las respectivas penas que me causabais.

Bajaron la cabeza. Humildemente, Manolo dijo:

—Eso fue mérito tuyo. Nos llamabas, ¿no te acuerdas? Muchos pensaban en nosotros, por separado, pero sólo tú nos unías en tus monólogos, en tus lloros, sólo tú sufrías por los dos. Tú nos arrastraste hasta tu consternación, nos sentaste a tu lado en el sofá Philip Starck...

—Es un Chippendale. No estoy para moderne-ces —aclaré.

—¿Lo ves, reina? —se cruzó Terenci—. El sofá ni lo reconocíamos. Sólo teníamos ojos para ti, brincábamos en torno a tu dolor, preguntándonos qué podíamos hacer para consolarte y, al mismo tiempo, comprendiendo que, en tu fuerza para convocarnos, subyacía algo que, Aquí Arriba, nos faltaba. De aquel entonces a este hoy, cuca, has pasado por muy malos momentos, y no sólo a causa de nuestra ausencia.

—Pensamos —carraspeó Manolo, no sin cierta circunspección— que nuestras sucesivas muertes no sólo te hundieron emocionalmente en el desánimo sino que removieron tu otrora audaz espíritu, preso entre los barrotes del personaje en que te habías convertido. Nos preocupaban tus insomnios, la frecuencia con que le dabas al frasco, las horas que pasabas haciéndote dar masajes, para matar el tiempo hablando con la esteticista o con el peluquero o con la dueña de la tienda en la que te vestían para salir en la tele. No te querías enterar de lo que, sin embargo, sabías muy bien.

Rebufé.

—¿Para qué quiero una Eternidad en la que mis mejores amigos muertos se empeñan en hacerme reproches? Maldita sea, ¿es que no podemos ser celestialmente superficiales? ¿Vais a contarme qué pretendéis de mí?

—Como poeta que fui, investigo una lírica teoría que explica el porqué de tu insustituible colaboración en nuestro empeño.

—¿Como cuál? ¿Qué teoría es ésa? —Me puse en jarras. Con la engorrosa sábana húmeda todavía encima, no resultó sencillo.

—El ouroboros. Nos llevó tiempo averiguarlo, pero hemos comprendido que, entre Terenci y yo, no formamos la representación adecuada para reproducir un Barrio tan complejo como el nuestro ni unas infancias tan ricas. Esa figura es el ouroboros, la mítica serpiente que se muerde la cola, símbolo de perpetuidad y de plenitud, que ya Eliot utilizó, y yo mismo, en algún que otro poema. Una imagen de primera.

—¡Una serpiente! ¿Para ver el Barrio? —me escandalicé.

—Mujer, puesto así... Supon que soy la cabeza... Y un gran cabezón sí que me adorna, lo reconoceréis. Terenci encarnaría la cola...

—¡ Colita retrechera! —palmoteó el otro.

—Y tú serías la parte fecundadora... En fin, no hagas que me ponga rojo de vergüenza.

Reflexioné.

—Si no estuviéramos muertos, os diría que somos carne de psiquiátrico —advertí—, pero os concedo que, dentro de la sinrazón, tiene sentido. No sentido-sentido, pero sí sentido a secas.

Retiré la sabanita de mi mano izquierda y me rasqué el dorso con la derecha, un truco que utilizo a menudo para ganar tiempo. Manolo aprovechó para divagar:

—Entre éste y yo sobran palabras. Una mirada, un gesto, y ya está: servido un período histórico, un acontecimiento...

—¡Un estreno de Hollywood! ¡La Traviata de María con Visconti, en La Scala de Milán! —se extasió Terenci.

—Pero el Barrio... Aquel universo nos atañe demasiado, somos incapaces de representarlo porque cuando uno de nosotros se pone a rememorar, qué te diré, el aspecto de las azoteas, se le atraviesa el otro con una evocación personal, íntima. Como ambas memorias son centrífugas y simultáneas, el recuerdo se dispersa. No cuaja ni cuajará nunca, a menos que dispongamos del tercer elemento. Carecemos del tercio central de la metáfora, esa parte que facilita la articulación de sus prolongaciones, haciéndonos fluir del uno al otro, de la cabeza a la cola. El vientre feraz de nuestra memoria emocional. Y ése eres tú.

—¡Ahora me llamáis barriga! El uno es la Mente y el otro la alegre Colita. Para mí queda la tripa, la bodega, el útero, lo que siempre ha sido imprescindible pero que ancestralmente habéis opacado para montároslo a lo grande.

Cerré los ojos, teatral.

—Maldita sea. Carecéis de sensibilidad. Allá abajo no creía en los hombres, y aquí tampoco me va a ser posible.

Era una trola. Si su Gran Fallo me había colmado de satisfacción, saber que mi presencia a su lado era determinante para subsanarlo me llenaba de orgullo. Pero no podía demostrarlo. Tenía miedo de que se habituaran a mí, de que se cansaran. Y también de no dar la talla.

Había olvidado que penetraban en mis pensamientos. Terenci alargó una mano envuelta en sábana empapada y me acarició la cabeza.

—Ay, mujer a, esa inseguridad. Tú y yo hemos de hablar muy seriamente, y éste también quiere decirte algo. ¡Mas no ahora! ¡Ahora, a lo nuestro! Anda, Wendy, pon un poco de orden en nuestras muertes.

Oh, sí, un poco de orden-orden, me dije. Tantas emociones me mareaban.

—Sopesemos la situación —decidí, tomando las riendas de nuestros destinos, al menos por esa noche.

—Si nos cuentas el Barrio tal como lo recuerdas, tú, que estás fresca aún y con una tercera versión, la propia de tu experiencia, conseguirás que se ponga en pie.

No me gustó la entonación que Terenci le dio a la palabra fresca. Repensando la figura elíptica que me proponían, me sentí como una pescadilla recién enharinada, mordiéndose la cola y lista para pasar a la condición de frita. ¿Me mataron mis propios amigos? Era una pregunta que me había planteado antes, sin que me importara: el asesinato por nostalgia no debería figurar como delito. Otra cosa era que me hubieran liquidado para obtener el dichoso tronco de ouroboros. Aunque, en este caso, ¿su acción no sería el resultado de una nostalgia aún mayor, y por lo tanto más perdonable? La que sentían por el Barrio, y que les había inducido a utilizarme.

—Nuestras memorias —añadió Manolo— se unirán a la tuya, creo yo, en cuanto revivamos, por tu mediación, algunas emociones pertenecientes al tiempo y al lugar de la infancia.

—Y cuando lo hayáis conseguido, ¿qué pensáis hacer? —inquirí, irónica—. ¿Abandonarme por un cadáver más joven?

—¡Nunca Jamás! ¡Nunca Jamás! —gorjearon.

Ahora sé que no me mentían, pero entonces no les creí. Siempre he pensado que las cosas demasiado buenas no duran. Ni siquiera en la Eternidad.

—Está bien, está bien. Os contaré un cuento. Pero antes, ya que me habéis adjudicado un papel central -el subrayado casi se arrastró por los infiernos, de marimandona que me puse— en vuestra historia, permitidme que asuma cuanto el mismo conlleva. Dejadme que os diga que vuestra Pos Vida es un desastre. Os disfrazáis cada dos por tres, pero vuestra capacidad para reinventar interiores no os ha facilitado ni un solo entorno acogedor. Criaturas mías, ¿os dais cuenta de que ni siquiera tenéis zapatillas?

—Qué rapapolvo —se quejó Terenci.

—Mujer, visto así —se justificó Manolo.

—Anda, reina, con lo dispuesta que eres —Terenci, zalamero.

—Muy bien. Si es lo que queréis, lo obtendréis con creces. Os fiscalizaré. Convertiré vuestra inmortalidad en un sinvivir. Por ejemplo, ¡esas manos! ¿Cuándo os las habéis lavado por última vez?

Extendieron los brazos, con las palmas hacia arriba, y bajaron la cabeza, como un solo crío.

—No nos riñas, no nos riñas. Por favor —suplicaron.

—¡Hum! ¡Qué barbaridad! —Pasé somera revista al material—. ¡Podéis hacerlo mejor! ¡Estropajo y jabón de sosa!

Manolo esbozó su sonrisa de chinito, la de las sobremesas felices. La fue extendiendo como un biombo, hasta mostrar los últimos molares.

—Qué grande eres y cómo nos comprendes —dijo, mientras yo frotaba las cuatro manos con los susodichos enseres, que aparecieron en mi regazo en cuanto los convoqué.

—¡Es jabón Lagarto! —suspiró Terenci—. La marca predilecta de las torturadoras de mi familia. Nueve de cada diez amas de casa lo usaban cuando yo era niño.

Fanfarrona, atajé:

—Cállate. Cuando se ha convocado una especie de cadalso mezclado con tribuna del Ensanche, y se ha pretendido tratarlo como a un balcón del Barrio Chino, lo menos que hace uno es callarse.

Me repantigué en la mecedora y crucé las manos sobre el regazo, tirando del camisón azul para que me cubriera las piernas.

—Creo que comienzo a gozar de potestades ul-trahumanas —sonreí—. He pensado jabón y estropajo, he pensado mecedora y camisón, y aquí me tenéis. Os voy a poner un piso en la Eternidad como Dios manda. ¡Hala! Pijamicas y a la cama, y os contaré un cuento que hará surgir el Barrio junto con el sol del nuevo día que nos espera.

 

6

 

Iexcl;El Barrio!

 


Después de que se lavaran los dientes les vestí para el descanso nocturno. Elegí pijamas de franela, que en el Barrio se consideraban un lujo con el que afrontar algo menos desvalidamente los inviernos que manchaban de humedad las paredes. Me tentó concederles sabañones en los dedos de los pies, pero mi bondad innata me lo impidió. Les instalé en camas gemelas. La de Manolo, sin embargo, sufrió un proceso rápido de reformas, ya que:

—Érase una vez... —empecé.

Y entonces una ruidosa mezcla de ladridos, lametazos, carcajadas y chupetones detuvo mi relato. Manolo, sentado en la cama, recibía la visita de sus tres últimos perros —que fallecieron poco antes que él—, y hasta yo me emocioné al comprobar el afecto con que se dirigía a ellos, empleando susurros aplacadores.

He visto a mucha gente ser cruel con los perros. He visto a menos gente ser justa con ellos. Pero he conocido a muy pocas personas que les dediquen el respeto y la comprensión que Manolo mostraba hacia sus canes, como si nunca olvidara agradecer el pacto que los ancestros de estas sensibles bestias suscribieron con el hombre, aquel por el cual los perros dejaron de ser nuestros enemigos y abandonaron la manada del lobo, confiando en que les protegeríamos.

Había en Manolo una ternura no carantoñera. Era la empatia de su inteligencia, ofendida por las traiciones y el dolor que, generación tras generación, han recibido los perros como pago a su lealtad y su amor sin condiciones. Como escritor, Manolo sabía que ni siquiera los diccionarios les hacen justicia. Perro, igual a pérfido, sinvergüenza, traidor, servil, innoble, astuto... sinónimos con que topamos en cualquier volumen cuyos autores se precian de conocer a humanos y a animales.

La mirada de sus perros solía seguir la de Manolo, en vida. Plantados sobre sus patas, a su lado, rastreaban la orientación de esa mirada suya, de modo que, cuando él se asomaba a un ventanal de su estudio, que daba al jardín, y se quedaba con los ojos prendidos en la fronda, los perros enderezaban el hocico como si los pensamientos de su compañero humano fueran ovejas díscolas a las que había que guardar desde la distancia, con prudencia pero sin desmayo, para que regresaran a la casa perfectamente esquiladas y limpias, listas para agruparse bajo los dedos del hombre, en ordenada alineación de imágenes y conceptos, de dudas y razones. Los perros de Manolo murieron para esperarle, pensé al contemplar la escena de su reencuentro. Quizá ya sabían.

Amplié su lecho, feliz con mis dotes mágicas, para que los cuatro pudieran pasar la noche juntos. Sí, muy feliz porque los seis estábamos allí, en el umbral de un Barrio que nos iba a ser devuelto, no sabía cómo ni por qué, ni para cuánto, ni qué vendría después.

Sólo por aquello habría valido la pena morir.

—Erase una vez... —seguí.

—¡Es injusto! ¡Él tiene una cama más grande! —Ahora fue Terenci quien se interfirió—. ¡Y mis gatos ni siquiera están muertos!

Decididamente, hacer de Wendy con aquella tropa iba a resultar algo escarpado. No me arredré.

—Haberlos matado a ellos en lugar de a mí —murmuré fríamente, porque no quería salirme de quicio.

Mi amigo sopesó las posibilidades de replicarme, pero no le dio tiempo. Los perros de Manolo, como interpretando el pensamiento de su dueño, le lanzaron un triple ladrido muy convincente.

—Déjale hablar —dijo el otro—. ¿No ves que nos tiene que ayudar en lo del Barrio?

—Os estáis portando mal. Muy mal-muy mal. Tan mal que os podría castigar, por vuestro propio bien y para que os convirtierais en hombres de provecho el día de mañana. Pero ya lo habéis sido, y fue en el ayer. Así que, ¿para qué preocuparme?

Tomé impulso y me balanceé con tanta fuerza que no me habría sorprendido salir disparada hacia el vacío con mecedora incluida... Recomencé:

—Erase una vez...

Apreté los párpados con fuerza y dejé que vinieran los colores. Primero apareció un resplandor rojo que parecía surgir del horizonte y se ampliaba hasta cubrir la bóveda ocular; luego retrocedió, convertido en un círculo nítido. Verde, azul y amarillo se unieron al rojo, formando tiras. Tiras de charol de colores en mis sandalias. De niña tenía los pies pequeños pero muy anchos y la mayor parte de los modelos de calzado me producían tumefacciones; sólo me resultaban cómodas las sandalias de verano, que estrenaba para el Corpus, siempre el mismo modelo, sólo que un número mayor, o dos, siempre compradas en la misma tienda del barrio, en la zapatería vecina a la farmacia de Sant Pau.

Salí de la perfumería de la calle Robadors con una botella de colonia y otra de brillantina, pero el barniz para las uñas y los polvos Maja de Myrurgia que pedían las mujeres de casa iba a tener que comprarlos en la calle Sant Sadurní, por lo que seguí por Sant Pau hasta Sant Ramón, tantos santos y tantas putas, que decía mi madre —no pienses en ella, o se te aparecerá—, y, ya en la otra perfumería, que era más grande y tenía una sección de artículos de costura, cintas y bobinas de colores vistosos, para las putas y no para los santos, para la ropa interior chillona que ocupaba una parte del escaparate, salió a atenderme el hombre bajito, chaparro, vestido de gris, la nena va a salir más fea que la mamá, decía, ven aquí, deja que toque ese pelo tan suave, a ver, ¿tienes tetitas?

—La vida dura lo que una siesta, nena —dijo entonces mi madre.

Oh, no, piensa en otra cosa, ¿dónde está el conejo? Lárgate con el conejo por cualquier agujero. Los conejos, amontonados en jaulas, en la galería posterior del piso de mi amiga... ¿Cómo se llamaba? Vivía enfrente, en un entresuelo al que no llegaba la luz de la angosta calle. Su madre y ella criaban conejos. El aire de aquella vivienda olía a hierbas amargas y a excrementos, y los conejos, que tenían las pupilas anaranjadas, fruncían el hocico en la oscuridad del tugurio.

Seguí caminando, calle Sant Sadurní hacia arriba, buscando el cine de los sábados y de los días restantes, huyendo hacia la fantasía.

—Derruido, desaparecido, como toda esa parte del Barrio —dijo Manolo, cuyo rostro confiado asomaba entre el gran cojín peludo que los perros habían formado, apretándose en torno a sus brazos y su cabeza.

—La perfumería continúa allí, no sé por cuánto tiempo —informé.

Me acerqué a la taquilla. Mi frente apenas superaba la estrecha repisa de madera, que olía a lejía y que borró de mi memoria las agrias conejeras. «¿Me da una?», pedí. La mujer sonrió: «Es la cuarta vez que vienes a verla. ¿Tanto te gusta?». Pero accedió a entregarme otro pequeño broche de ba-quelita negra, en forma de rosa. «¿Qué haces? ¿Se las das a tus amiguitas?» La ingenua publicidad, el obsequio de la distribuidora de «La rosa negra»; había alcanzado en esta ocasión a la clientela del humilde cine de barrio. No le dije a la taquillera que conservaba para mí cada una de aquellas rosas de pasta, burdamente troqueladas. Eran mis joyas, mis únicas joyas, guardadas en la misma caja de puros que contenía mi tesoro de muñecas y trajes de papel recortables, las estampas con las que jugaba en los bancos públicos, las chapas de gaseosa que prendía en mi solapa antes de que fueran reemplazadas por la rosa negra, todo el glamour de una estrella de la pantalla concentrado en el exotismo de aquella diminuta flor de color irreal.

—¡Lo recuerdo muy bien! —exclamó Teren-ci—. No es la mejor película de Tyrone Power, por cierto.

Pasé en el cine casi un par de horas, lo que duraba la sesión. Cuando acabé, mis amigos dormían. También los perros.

Salí al balcón.

 

7

 

El testamento

 


Casi todo el trabajo estaba hecho. Viejas fachadas de las casas, macetas, ropa tendida como en las mejores remembranzas, que se movía levemente, plegándose al amanecer.

En las azoteas danzaban farolillos de papel, restos de la última verbena de Sant Joan. Porque iba a ser verano para nosotros, verano incipiente, y seríamos niños, niños en sus peripecias más felices del Barrio, niños como éramos —o como no habíamos podido serlo— cuando aún no nos conocíamos. Al menos, para ese desayuno. Eso seríamos. Niños.

Una granja de leche en la acera de enfrente, una tienda de pinturas como la del padre de Te-renci y un comercio de comestibles encastillado entre cajas de madera repletas de mercancía, recién descargada de una de las camionetas que venían del Born y que rompían la mañana con su traqueteo, dejando detrás un rastro de hojas de verduras. El aire olía a melocotones, a cerezas, a manzanas tibias.

Demasiado ideal.

Tendí a un borracho a la entrada de un portal, dormido a medio vómito, y una mujer que salía de la escalera pasó por su lado sin mirarle. Iba en bata y arrastraba las zapatillas con ese aire de cansancio crónico que transforma a las pasivas esposas en madres iracundas. De su mano derecha colgaba una lechera de aluminio. Cuando abrió la puerta de la granja, una vaharada de leche fresca y estiércol ascendió hasta nuestro balcón, y escuché, amortiguado, el placentero mugido de una vaca que estaba siendo ordeñada en la trastienda.

Traqueteo sobre los adoquines irregulares, ribeteados de boñigas frescas, de las ruedas del carro de la basura tirado por un caballo de crines encrespadas. Interjecciones del hombre a las riendas. Reclamo de un ciego tempranero que ofrecía sus cupones. Repicar de tazas, platos y cucharillas, y el perfumado vapor de una cafetera y su quejido. Una canción de amor, un cruce de voces radiofónicas, el frenazo de un triciclo cargado con revistas y periódicos, la charla de aprendices vestidos con batas rayadas, el golpe seco de las puertas metálicas al ser propulsadas hacia arriba. Carteles en los balcones bajos: médicos especializados en venéreas, academias de costura, se adivina el porvenir, un discreto «Habitaciones» para el cubículo que, en un tercer piso, albergaba trasiegos de putas y clientes.

—Pasaban los hombres y yo sonreía... —canturreé.

Otra visión cruzó sesgadamente mis recuerdos, mostrándome, en un corte vertical, las sombrías viviendas en donde hombres ebrios de impotencia y escasos de libertad se entregaban al desahogo de pegar a sus mujeres; bofetones que las esposas, vengativas, propinaban a los hijos pequeños; peleas entre vecinas. Padres que se largaban y a quienes nadie nunca volvía a ver.

—¿Qué hay para desayunar?

Me volví. Apoyada en la barandilla de hierro, improvisé:

—Pan con aceite y azúcar, y cacao con leche caliente. ¿O los señoritos prefieren otra cosa?

Mucho más tarde, saciados nuestros estómagos, guardábamos un cómodo silencio. La presencia del Barrio —que mis amigos habían elogiado cumplidamente— despertó en mí terrenas nostalgias.

—Decidme —inquirí—. ¿Cómo está mi familia? ¿Y mis amigos? ¿Cómo se lo han tomado? ¿Han sido dictadas ya mis últimas voluntades?

—¿Voluntades? —gritó Manolo.

—¡Voluntades! —aulló Terenci.

—¡Sí, voluntades-voluntades! —me vi obligada a berrear.

—¡Testamento! —ellos, a dúo—. ¡Has hecho testamento! ¿Por qué no nos lo dijiste?

Saltaron de las sillas de mimbre, y yo, alterada por su reacción, salté también. Hasta los perros saltaron, ocupando nuestro lugar y dispuestos a dar cuenta de las sobras del desayuno.

—¿Qué clase de testamento?— insistieron.

Su súbito arrebato les había arrebatado, redundando con saña, la apariencia de niños que iba a ser nuestra divisa de ese día. Se vistieron con seriedad excesiva y yo, a regañadientes, me envolví en un traje-pantalón de estilo informal en lino crudo, que lo mismo sirve para el cielo que para la tierra, para la mañana que para la tarde.

—¿Qué os pasa? Naturalmente que hice testamento. Poseo un piso, con un pico de hipoteca, pero es una propiedad, a fin de cuentas. Nada más por legar. Aparte de eso...

—¿Alguna cláusula en particular? —inquirió Manolo.

—Hombre, lo normal. Incluí el testamento vital. De haberme convertido en un cuerpo vegetativo habría preferido no seguir viviendo artificialmente. Y añadí que, si resultaba tan longeva que daba tiempo a que en España mejorara la legislación, me proporcionaran eutanasia asistida e incluso, y esto es mucho esperar, suicidio asistido. Siempre he sido muy avanzada, y más miedo me infunde la enfermedad que la muerte.

—Calla y no hables de lo que ignoras —intervino Terenci, muy agitado—. ¡Desgraciada! ¡Te has cavado tu propia fosa!

—Dejé escrito que me lanzaran a las aguas de l'Estartit, desde la barca de quien fue mi primer hombre. Allá abajo estarán mis residuos serranos, a los que en días más tardíos se unirán los suyos y los de su familia... Pero ¿por qué este disgusto postumo? ¿Qué nos importa ya semejante ritual propio de las humanas tribus?

Buscaron desesperadamente un sitio para sentarse, pero se hallaban tan alterados que no supieron convocarlo, y tuve que hacerlo yo, más suelta que nunca en el ejercicio de mis artimañas olímpicas.

—Más vale que nos calmemos. Éste es el lugar idóneo, en primavera y al atardecer —dije, invitándoles a tomar asiento en la terraza del Café de la Ópera, frente al Liceo—, mientras vemos pasar a la gente por la Rambla, lo cual siempre resultó un entretenimiento de primera. En verdad que estar muerto es un chollo. ¡Los años setenta, en Barcelona! Imagino que os habréis dado cuenta. Por ahí va Ocaña... Todavía no era conocido y vendía perfumes por las mesas. ¿Le llamo?

—¡ Ay, mísera de ti! —clamó Terenci, haciendo caso omiso y elevando las manos como quien pone a los dioses por testigo—. ¡ Ay, infelice !

La proximidad del Liceo le ponía lírico, supuse. Le agarré una mano, que tenía helada, y sonreí, intentando aliviar el pésimo ambiente.

«Chegélida manina, ti la voglio riscaldar.»

Pero se soltó, lanzándome una mirada furibunda.

—Díselo tú, Manolo —masculló—. Que a mí se me está atascando el repertorio. ¡Cuánto infortunio!

Llamé al camarero y ordené, más Wendy que nunca:

—A ver, esos deliciosos productos de la chufa, aquí los quiero. Es cosa de que la horchata les aclare los rumiares a este par de congéneres.

Bebimos con sobrenatural avidez.

—¡Qué rica! —se relamió Manolo—. Fíjate que ya no me acordaba de su sabor.

—Con un chorrito de ginebra sabe incluso mejor —le informé—. Eso lo aprendí cuando viví en Madrid, junto con otras muchas cosas interesantes.

Terenci permanecía en silencio. Pasó un minuto antes de que volviera a quejarse:

—¡Era de temer! ¡Esta burra y sus ideales progresistas, que por otro lado comparto, pero no para ella! ¡Ha hecho testamento vital, la desgraciada! Ni siquiera te despedirás cantando a lo grande, cual tuberculosa, como La Traviata, o esa Mimi de La Bohéme que evocabas. No hay ninguna protagonista de ópera en coma. Haylas tuberculosas, y hasta malheridas y, mientras se arrastren, se les permite entonar sublimes arias. Mas no en calidad de comatosas. Y es lógico, pues no hay anticlímax peor para un final grandioso que el que interpretan una soprano entubada y un tenor que llora como un ternero, arrodillado a su cabecera. Las comatosas sois muditas. Ni Addio del passato ni hostias. Te desentubarán, y no podremos evitarlo.

—¿Quién es el burro ahora? —le reprendió Manolo—. Vaya manera de comunicarle la noticia.

Continuaron discutiendo, pero no les escuchaba, ni siquiera les oía. Intentaba asimilar. Trataba de ver la luz.

Vestida con un impresionante conjunto de lino crudo, en el atardecer de la Rambla, en los febriles años setenta, ¡me enteraba de que, a comienzos del tercer milenio, me había quedado en coma!

—Entonces, ¿no he muerto? —pregunté, lo que me retrotrajo al amanecer de este relato, pero con significado opuesto.

Negaron con la cabeza, incapaces de pronunciar palabra. Con decir que a Terenci se le había olvidado hacerse crecer pelo. En cuanto a mí, a juzgar por su expresión —no se atrevían a enfrentar mi mirada—, debía de tener el aspecto de la Medusa.

—Entonces —insistí, sin que me importara repetirme en adverbios de tiempo—, ¿no me matasteis? O, si lo hicisteis, ¿la cosa fue mal y quedé postrada?

—Amiga nuestra —dijo Manolo—, en diversas ocasiones has insinuado semejante posibilidad, y hemos hecho como que no te oíamos porque sólo un desvarío temporal pudo haberte inducido a pensar eso de nosotros.

—Pensé que me añorabais tanto... que me queríais tanto... ¡Menudo chasco!

Sollocé sin que me importara mojar el lino, ni que me contemplaran con asombro los figurantes que, riada arriba, riada abajo, paseaban por aquel tramo de Rambla. De buena gana les habría volatilizado, tal era mi rabia, pero no me atrevía ni a moverme. Saberme viva, y en un Allá Debajo de cuyas exigencias me creía ya dispensada, me espantaba.

—No seas tonta, mujera. Nuestro cariño no es de los que matan, sino de los que ayudan a vivir.

¿O no era eso lo que tú proclamabas en tus días de duelo? ¿ Que sin nosotros tu existencia carecía de alicientes?

—Por otra parte —terció Manolo—, hay esperanzas. Te mantienen enchufada a una máquina y los médicos se muestran pesimistas, pero en nuestro aventajado habitat actual hemos consultado con no pocas eminencias difuntas y aseguran que existen grandes posibilidades de que te recuperes en condiciones satisfactorias.

—Eso ocurriría —le cortó Terenci— si no hubiera dejado atrás el maldito testamento. Por cierto, ¿dónde lo guardaste? Nadie da con él. Aunque no tardarán en hacerlo, ¡en mala hora!

—Lo metí en el diccionario María Moliner —dije—. Pasaba por una etapa depresiva, así que lo coloqué entre la M de menopausia y la O de os-teoporosis. Segundo tomo.

Terenci lanzó un suspiro de alivio:

—¡Acabáramos! En estos tiempos no hay quien se interese por consultar un diccionario, y mucho menos de tomo y lomo. Lo más que miran es Internet. Con suerte, a los libros sólo les pasarán el plumero y, entre tanto, nuestra comatosa volverá en sí.

—No sé. —Manolo no parecía convencido—. A veces alguien lo hace. Consultar diccionarios impresos, quiero decir. Sea como fuere, se esfumó el alegre disfrute del Barrio que nos habíamos propuesto. Hemos de intentar por todos los medios a nuestro alcance que ese maldito testamento desaparezca. Esta mujer tiene todavía unos años de vida por delante. Y no olvides, Terenci, que cuando la trajimos con nosotros no sólo pretendíamos que nos ayudara a completar nuestros recuerdos. Nos incumbe otra misión.

Me miró con ternura:

—O, como tú dirías, otra misión-misión.

—Me siento muy bien aquí, gracias. Muerta, con vosotros. Llevaba una vida de mierda, no os falta razón.

Manolo se levantó, consultando la hora en su reloj biológico.

—Vamos al cine. Nos relajará.

—Vale —aceptó Terenci—, pero me dejas escoger a mí. Por lo menos, una de las dos. Y sin No-Do, ¿vale?

Se apresuraron y no me quedó más remedio que imitarles. Ni siquiera se volvieron para confirmar que les seguía.

 

8

 

Cine con cerveza

 


—Cuánta razón tenías, Manolo —comenté—, cuando escribiste, lo recuerdo con exactitud, que «el paseo por esta ciudad, esta concreta ciudad, significa recorrer la geografía del tránsito». Henos aquí a los tres, sorteando el tráfico del viejo Paralelo fantasmalmente, en pleno tránsito mortal. Yo, un poco menos que vosotros, según me habéis narrado, y lo lamento.

—¡Mirad, tranvías! —se encandiló mi amigo—. No nos pueden atrepellar. ¡Atravesémoslos!

Terenci, travieso, se lanzó el primero. Y cruzamos con nuestros cuerpos astrales uno de aquellos armatostes eléctricos que algún día, más sofisticados, regresarían con su elegante simplicidad a las ciudades europeas mejor urbanizadas.

—¿Lo veis? ¿Podría realizar semejante prodigio de no estar prácticamente muerta, lista para quedarme, valga la paradoja, viviendo con vosotros? —afirmé, más que pregunté, cuando alcanzamos, riéndonos, la acera de la antigua Cervecería Damm, la de los años cincuenta, con cine al aire libre en la terraza superior.

Se encendían las luces de las farolas pero el cielo aún aparecía malva y, pinzada entre esos dos resplandores, se extendía la serpentina de locales teatrales y carteles realzados con bombillas anteriores a los anuncios de neón.

Recuperamos la niñez. Nos hicimos con una mesa bien centrada, ya que era ficticia, muy cerca de la pantalla, en donde pronto las estrellas de Hollywood competirían con las que brillaban en el cielo, sobre nuestras cabezas.

—¿Algún pervertido quiere gaseosa? —inquirió Manolo.

Era un niño regordete y serio, vestido en tonos agrisados, los de aquellos tiempos, y había dejado una cartera de plástico marrón sobre el velador cuya superficie de mármol, rajada y bordeada de chapa metálica, contribuía no poco, con su olor a cerveza añeja, a reproducir el ambiente de la época.

—¿Qué escondes ahí, Manolo? ¿Deberes? —señalé la cartera.

Yo había elegido un vestidito de viscosilla a cuadros escoceses rojos y verdes, con falda tableada y peto blanco de puntillas. Me tiraban las trenzas, como siempre que me peinaba mi madre, pero aquel ligero dolor me parecía muy soportable, casi una alegría. Para compensar, los zapatos de charol que en vida tanto me atormentaron me sentaban como guantes de seda, y tampoco me comía los calcetines.

—No —respondió Manolo—. Son los recibos de seguros de vida y alquiler del nicho que voy a cobrar los domingos, de puerta en puerta, para ayudar a mi padre.

—Fijo que pasabas por mi casa. Otra cosa no, pero los pobres pagan el entierro religiosamente desde que tienen uso de razón...

—¡Ondia! ¡Te veo de niño, y creo que te recuerdo de venir a la mía, a cobrarle a mi padre! —exclamó Terenci, rascándose los muslos a través de los pantalones blancos. Se había empeñado en vestirse de Troy Donahue universitario, con un jersey de perlé trenzado que lucía una gran H azul marino en la pechera: por Harvard.

—Y henos aquí a los tres —intervine, pomposa—, unidos en el tránsito final del que escribiste con acierto.

Manolo se impacientó.

—No me refería a este transcurrir, sino a la geografía de los tránsitos políticos. Si me permitís que me autocite, me satisface el párrafo: «... y de vez en cuando una maleta, una muchacha que corre, un reguero excesivo de hojas muertas o de brotes de flores rojas, indican que la esperanza, es decir, el deseo, es decir, la historia, crece entre las destrucciones, como los jaramagos, plantas tenaces donde las haya».

Nos quedamos más transidos aún, ante tanta sabiduría.

—Regresa, amiga —dijo Manolo—. Aquello todavía vale la pena. En cuanto nos veamos las pe-lis y nos trinquemos las cervezas con unas almendritas saladas, echaremos toda la carne en el asador y nos lanzaremos a tu rescate para la vida real.

Terenci se sacó del bolsillo un puñado de programas de cine de vivos colores, y los extendió sobre la mesa.

—Yo empezaría por un musical de Betty Gra-ble y remataría con aquella de Don Ameche, El Diablo dijo no, también dirigida por Lubitsch, santo patrón de nuestra reunión en el Paraíso. Fue la última película completa que rodó, el pobre, y ya tuvo un ataque al corazón mientras organizaba aquel infierno en colores pastel, tan exquisito como su conocimiento de los agridulces senderos del amor.

—Pues mira, sí, me apetece —asintió Manolo—. Una de buenas piernas y otra de talento. ¿Quién da más?

Sorbí la cerveza con fervor, e hice lo posible para que su sabor me sorprendiera, porque a los diez u once años ni siquiera una adelantada como yo había probado el preciado líquido inventado por los egipcios. Y no quería recordar mis cervezas posteriores. Quería experimentar el primer sorbo, el primer aroma, la primera espumilla pegándose a mi nariz.

—Mmmmm —me relamí—. No deseo irme de este lugar, sea lo que sea. La cerveza, el café, las castañas y la vida saben igual que huelen. No como ahí abajo, en donde la realidad todo lo estropea.

—Quien se autocita, con algunas modificaciones, eres tú —dijo Terenci—. Y sólo para hablar de lo que no sabes. No sabes lo que es morir. De modo que chitón. ¡Tú no abras la boca hasta que meen las gallinas!

—Anda, eso lo solía decir mi madre —comenté.

—Y la mía —añadió Manolo—. Todas las madres del Barrio compartían un vocabulario similar.

—¡Qué gran título se me ocurre para un libro que nunca escribiré! —se extasió Terenci—: ¡ «Todas las madres de Tebas»!

—¡Chisssssst! ¡ A ver si dejáis de darle a la sinhueso, maleducados! ¡Callad o daré parte al camarero y os detendrán por delincuentes juveniles o rebeldes sin causa! ¡A vuestra edad, bebiendo cerveza, habráse visto!

La bronca procedía de una voluminosa señora, sentada a la mesa de atrás y acompañada por un marido resignadamente mineral.

Nos echamos a reír. Era fabuloso. Habíamos convocado a una auténtica matrona del Barrio.

Varias horas más tarde, todavía con las imágenes de la elegante antesala del infierno en la retina, renové la defensa de mi postura.

—Podéis pensar lo que queráis —expuse con firmeza— pero, si de mí depende, no vuelvo, no vuelvo, ¡y no vuelvo! ¿Estáis locos? ¿Otra vez a sufrir? ¿Otra vez a penar? ¿Para qué? ¿Para finalmente palmarla, y a saber si entonces os localizaré, dado que los pasadizos de Por Acá resultan tan evanescentes? ¡Hagamos que me desenchufen! ¡Y corrámonos después una buena juerga!

Terenci me pasó el brazo izquierdo por los hombros y me atrajo hacia él.

—¿Cuánto tiempo hace que vives sin que nadie te haga daño? —preguntó.

Me pareció una extraordinaria indiscreción, viniendo de un muerto. Siguió:

—¿Sin amar, sin dar, reservándote, momificándote, amojamándote por dentro?

Me volví hacia Manolo. Asintió con método, una cabezada tras otra, mientras sostenía con el índice las inexistentes gafas.

—¿Crees que el destino del cirio que no arde es mejor que el del que se consume? —continuó Terenci—. Simplemente, no da luz. ¿Cuánto tiempo hace que no te arriesgas, que no te la juegas? ¿Eras o no una aventurera? De eso presumías, al menos, cuando te entrevistaban. ¿Crees que el hecho de envejecer te autoriza a traicionarte? ¿Crees que puedes permitir que la traición a ti misma te autorice a envejecer de la peor manera?

Me alcé cuan alta era, que era poco, pues seguíamos en la infancia —no obstante lo inapropiado de nuestra conversación—, aunque nuestros atuendos habían cambiado por completo, convirtiéndonos en tres niños Victorianos de entre once y doce años, vestidos de lo más andrajoso.

—Fui una cronista que creó estilo, fui una todo terreno del periodismo, una escritora potable, una mujer admirada y seguida... Fui, fui, fui, fui... ¡Tertuliana y conferenciante! Si levantaba el teléfono, tenía con quien salir de día y de noche...

Manolo se incorporó, deshaciéndose de la mesa con un ademán enérgico.

—¡ Se acabó Peter Pan! Basta de fábulas. —Manchas de sopa ensuciaban la pechera de su bata de colegio—. Recurramos al viejo Charles y similares.

Terenci sonrió con la cara llena de pecas, enmarcada por una cascada de bucles rojos: era An-nie, la huerfanita. En el musical de Broadway, naturalmente.

«¡Tomorrow, tomorrow!» -cantó.

—Se acabaron los mañanas. Vayamos al ayer —propuso Manolo—. Al fantasma de la Navidad, o mejor dicho, al de la Nochevieja del ayer.

Me contempló significativamente. Lo cual significa que me contempló-contempló. Con intención. Sabía a qué Nochevieja se refería.

Retrocedí, secándome el sudor de las manos con mi mugriento faldón de delantal de criatura explotada en los muelles del Támesis, a finales del siglo diecinueve.

—¡Es una trampa asquerosa! —sollocé—. Si no te hubieras muerto, Manolo, mis Nocheviejas habrían seguido transcurriendo en tu compañía y la de nuestros amigos. ¡Tuviste que marcharte, dejándome plantada!

Nena, no fugis d'estudi -intervino Annie—. O, como dirían en la lengua de Corín Tellado, no te vayas por los cerros de Ubeda, o no salgas por peteneras.

—¡Vaya otro! ¡Tú te largaste el primero, dejándome sin aquellas fiestas de cumpleaños que ofrecías la vigilia de Reyes!

—Callaos y echemos un vistazo.

El fulgor de las estrellas nos envolvió.

 

9

 

El espejo

 


Créanme. Existe algo más humillante que morir. Y es morir a medias, reencontrarse en el Otro Mundo con dos amigos del alma, ser feliz por ello, y que tales seres, con su inteligencia superior y su mayor experiencia de la muerte, hagan juegos malabares para devolverla a una al puto mundo real. Para arrancarme de su compañía y entregarme a la soledad.

En cuanto se disipó el engañoso polvo de estrellas que nos nimbó a modo de interludio, supe que se habían confabulado contra mí y que, en su afán de que aceptara mi regreso a la vida, estaban dispuestos a valerse de los más rastreros trucos de su —nuestro— oficio, acorralando al personaje hasta obligarle a asumir la historia imaginada para él. No había huida posible. Pero yo no era una criatura de ficción. ¿Lo era? Y en caso afirmativo, ¿de qué ficción? ¿La de mis amigos?, ¿la mía?

«Ay, que les veo venir», me dije.

No me prepararon la navideña escena dicken-siana cuya moraleja —arrepentimiento del protagonista y firme propósito de enmienda, tras contemplar desde la perspectiva del castigo sus malas acciones del ayer—, a fuer de repetirse hasta la saciedad, resulta ineficaz e incluso entrañable, que es lo peor que le puede suceder a una lección moral. No, no convocaron para mí un cuadro de ficción victoriana en el que yo, como una señorita Scrooge algo más animosa y lozana que la versión masculina original, me enfrentaría a mis errores y mezquindades, entre un arrastrar de herrumbrosas cadenas y un crujir de monederos falsos, y, como consecuencia, comprendería cuan injusta había sido mi conducta para con los demás, etcétera.

Tampoco me hicieron regresar, como había temido, a mi última Nochevieja, a la cena de mujeres —que ni siquiera eran amigas mías— que celebramos en un restaurante medio vacío, para fantasear con un futuro cautamente tutelado.

Escritores como eran, incluso muertos, mis amigos adaptaron para mí algo infinitamente más terrorífico, tanto en el aspecto humano como en el literario, dentro del repertorio


Date: 2016-01-14; view: 489


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