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Los orígenes

El encuentro

 


—¿Estoy muerta?

Mis amigos mostraban un mudo pero expresivo regocijo, tan incomprensible para mí como sus trajes de gala. Si, como suponía, acababa de reunirme con ellos en el Más Allá, su júbilo resultaba, por decir poco, indecoroso.

—¿Muerta-muerta? —insistí.

Seguían sin hablar. Sonreían, se inclinaban, se quitaban y calaban el sombrero de copa, improvisaban reverencias, pantomimas propias de presentadores circenses que se disputaran el favor de un mismo público desde dos pistas contiguas. Sacudían el trasero para que los faldones de sus respectivos fracs aletearan coquetamente en ¿el aire? ¿Es aire lo que respiran los muertos? Se daban codazos y tarareaban una frivola melodía.

—¡Manolo! —grité—. ¿También tú, que eras lan sobrio?

De los tres, fue el más comedido y parco en expresiones. Tres escritores del Barrio, crecidos cada cual a su modo y con su talento —el de ellos, inmenso—, por fin reunidos, y no precisamente en una nueva colección de nuestra casa editora compartida. Difuntos, extintos, fallecidos los tres. Primero, Terenci, luego Manolo. Ahora parecía haberme tocado a mí. Los tres en nuestra sesentena, yo la más joven.

Seguían en silencio. Temí que el Más Allá les hubiera vuelto mudos, amén de sinsustancias o, algo peor, transustanciados en menos sustanciosos.

—Un poco de seriedad —supliqué, al borde de las lágrimas—. No guardáis duelo por mí, vuestra amiga del Barrio...

—Mira que eres burra.

El exabrupto me llegó directamente al cerebro, y no es una figura literaria. Recibí una concisa descarga telepática que se alojó en mi mente sin pasar por los conductos auditivos y que, al pronto, me desconcertó, más por el continente que por el contenido. Porque no sólo eran sincrónicos. ¡Eran es-tereofónicos! Manolo ponía los bajos y Terenci los agudos, además de la frase en su literalidad, que le pertenecía. Cuántas veces no me la había repetido, cariñosamente, cuando le confiaba mis aflicciones amorosas, teñidas de obcecación: nadie se mostraba más comprensivo que él, mi buen amigo, no menos grandilocuente que yo en sus operísticos romances.

No obstante, ser llamada burra nada más cruzar el Incierto Umbral es algo que no le apetece a nadie. Una se vuelve recelosa. Me preguntaba si, en el Otro Allá, el sinónimo de pollino, utilizado como adjetivo, adquiría características más definitivas. Y lo más grave: ¿también Manolo había deseado, en el desertado ayer, llamarme burra en más «le una oportunidad, y había echado el freno a su lengua por mor de su apocamiento legendario?



Ah, ¿qué clase de fiambre era yo, que ni siquiera ahora podía desprenderme de la ponzoñosa inseguridad que siempre me había atormentado?

—Tienes razón —añadieron—. Somos telepá-ticos (menos cuando dormimos), estéreos y nos re-moríamos de ganas de decirte a la cara lo insoportable, pedante y pomposa que te has vuelto.

—Esto no es una bienvenida, ¡es un ultraje! —bramé.

Di una patada en el suelo y, al ser éste inexisten-te, es decir, al no ser, me desequilibré y empecé a caer, con un alarido de pánico. Mis amigos, sin dejar de sonreír, se colocaron el sombrero de copa bajo el brazo y ejecutaron una parsimoniosa cabriola antes de sujetarme. Situada entre los dos, que no me soltaban, y sintiéndome algo afianzada, gruñí:

—¿Por qué soy tan bajita? Ya sé que la muerte encoge los humanos cuerpos, pero a vosotros, que lleváis más tiempo aquí, os veo altísimos, algo que nunca fuisteis.

—No te empeñes en hablar —me aleccionaron—. Leemos tus pensamientos. Tu calamitosa mente no guarda secretos para nosotros.

—Si no me organizo en forma de diálogo, me pierdo —protesté—. La costumbre de escribir, supongo.

—¿Lo ves? —se hablaron por encima de mi cabeza, dirigiéndose a sí mismos. Es decir, era una pregunta mutua, y también lo fue su respuesta—. Mantiene algunas de sus facultades terrenales, aunque otras, como aquel sentido del humor y aquella ironía que antes nos deleitaban, tendremos que resucitárselas. Lleva años amustiada e irritable. Apliquémonos a espabilarla, removerla y vapulearla, por su propia conveniencia y la de nuestros propósitos.

Antes de que pudiera interrogarles sobre este último punto iniciaron unos pasos de claqué, bastante apañados, que me distrajeron, hoy supongo que intencionadamente, y ambos me animaron a que les secundara. Lo intenté, pero la cola del vestido de fiesta se me enredó en los pies...

—¿Vestido de fiesta? —rugí de súbito—. ¿Qué pintas son éstas las que luzco? ¿Satén blanco, yo? ¿A mi edad y con este culo? ¿Queréis explicarme de qué me habéis disfrazado?

A no ser que... Un sugerente cuadro empezó a formarse en mi mente... Intenté borrarlo. Sabía que ellos se burlarían de mí. Traté de vaciarme. Como no podía, imaginé sobre la marcha algo que llamara su atención, distrayéndoles de mi meditación. ¿Podía colocarles un recuerdo compartido? ¿El desayuno de escritores en el hotel Regina con que se inicia cada año la Diada de Sant Jordi? No, hacía demasiado tiempo que ya no coincidíamos, ni allí ni en ninguna parte, ni ese día magnífico ni ningún otro... Si continuaba por ese camino, iba a llorar. ¿Y si me concentraba en el Nilo? Que yo supiera, el Nilo nos gustaba a los tres. Y es un río resultón tanto para la muerte como para la literatura.

Esfuerzo inútil. Ráfagas de una ceremonia de alto copete me franquearon de oreja a oreja, extrayéndome cualquier otra imagen. Vi a un príncipe muy alto y sonrosado que me entregaba una placa y un diploma con mi nombre, vi el interior de un teatro resplandeciente y repleto de espectadores vetustamente engalanados que me aplaudían puestos en pie, y admiré el avance por el pasillo de un coro de gaiteros que interpretaba un bello himno. Sí, claudiqué, sin importarme que mis amigos me leyeran el pensamiento, así es como me habría gustado morir, de haber tenido la maldita Parca la delicadeza de consultar mi opinión sobre el asunto.

—No te hagas ilusiones, amiga nuestra —segaron el hilo de mi apaciguador desvarío—. Te quedaste frita en plena firma de tu último libro. Participaste en un coloquio sobre literatura y mujer, fíjate qué novedad, en la carpa de la Feria del Libro de Madrid. Allí ya entraste en estado de somnolencia, camuflada tras tus gafas de sol. Colap-saste más tarde, en la caseta, cuya cubierta de ura-lita ardía bajo el sol de la tarde, delante de veinte o treinta personas que esperaban tu dedicatoria. ¡Cómo te aburrías en ese tramo de tu vida!

Bajé la cabeza. Les sobraba razón, aunque no quisiera admitirlo ni muerta.

—¿En qué te has convertido,mujera? -la deformación del sustantivo, tan propia de Terenci, y pronunciada al unísono por Manolo, me anudó la garganta—. Tú, la niña del Raval, la charnega fiel, ¿habrías preferido que el patatús te sorprendiera mientras pronunciabas el discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de las Letras, en retransmisión directa por el canal internacional de Televisión Española, poco antes de la emisión de un documental sobre la extinción del oso cántabro? Esta tía se ha bebido el entendimiento... Hay para alquilar sillas... Eso sí que es soñar tortillas...

Y así continuaron, posiblemente en la primera traducción telepática literal al castellano de viejos giros catalanes arrojada al Mundo Superior. Aquel alarde consiguió conmoverme, obligándome a una modesta aunque todavía más absurda aportación:

—¡Dios nos da! —exclamé, transida, pues no en vano comprobaba que, aunque en vida no fuimos considerados escritores catalanes auténticos, allá en Donde Fuera todo resultaba posible, y nadie se reconcomía por vernos utilizar a nuestra manera, placenteramente, las lenguas con que habíamos sido enriquecidos, no mermados.

«¡Dios nos da!», repetí, melancólica. Reducción forzosa de la inabarcable e intraducibie expresión, Deu-n'hi-do, que significa «Vaya», «Cuánto», «Qué gordo, esto que pasa», «Qué barbaridad», «Lo que hay que aguantar»... y mucho más. Dios nos da. Y Dios nos quita. Dios... «¡Si estás ahí, cabronazo, sal y da la cara!», clamé. «¡Me adeudas más de una explicación!»

Ay, lloré para mis adentros —aunque, ¿me quedaban adentros, gozaba de intimidad, con aquellos buitres acechándome?—, lloré por las palabras perdidas. Ay, lloré por los libros no escritos. Ay, lloré por cuanto pude haber dicho a mis dos amigos si hubiera sabido que iban a morir antes que yo, o a los que me quedaban, de haber supuesto que la iba a palmar antes que ellos. Lloré por haber silenciado lo mucho que les quería, lo mucho que les necesitaba, lo mucho que agradecía cuanto me habían dado a lo largo de los años. Lloré interiormente, y a punto estuve de echarme a llorar por fuera —a Terenci no le habría importado, pero recordemos lo circunspecto para los derrames emocionales que era Manolo—, dada la intensidad de mi tardío arrepentimiento...

—¡Pleonasmo! —bufaron—. Cualquier arrepentimiento es por esencia tardío, incluso cuando nos asalta solapándose al delito, cuando obramos mal a sabiendas y lamentándolo, mas sin por ello cejar en el empeño. Tu delito es el de omisión, variante de la que nadie escapa. Y el reo de semejante falta nunca recibe suficiente castigo, salvo que contabilicemos como tal el remordimiento en sí, que a algunos se la sopla y a otros nos amarga. Consuélate, querida nuestra, porque con las palabras no pronunciadas, con las palabras que tanto nos duelen, algunos somos capaces de construir nuestros sueños y, en el mejor caso, nuestra literatura, que es el sueño más perdurable.

—Vuestro comentario no me reconforta, dado que he muerto antes de entregarle al mundo obras más loables que mis quehaceres pasados —me reviré, ofuscada—. Tampoco aclara por qué me he vuelto tan bajita y vosotros tan altos, ni el hecho de que lleve un vestido blanco de raso, largo, estrecho e incómodo, si no tuve el placer de usarlo en el transcurso de una orgía de honores y homenajes...

—Lo inexplicable es que tú, una cinéfila de raza, crecida en las más apestosas salas de cine de nuestro Barrio, rata de filmoteca y de cine-club en tu juventud; tú, que recibiste el primer beso de amor —¿lo recuerdas, desdichada?— en una sesión doble que incluía El verdugo y Uno, dos, tres; tú, que te has aficionado a ver películas en DVD y a hablar con los artistas en voz alta, tú y precisamente tú no captes que te hemos recibido reproduciendo una de las mejores escenas de Desing for Living, la peli de Ernst Lubitsch basada en la comedia de Noel Coward, que en España fue rebautizada como Una mujer para dos.

Caí:

—¡Soy chaparra porque hago de Miriam Hopkins! Casi una enana, era, y más mala que un dolor, según contaba la propia Bette Davis, que trabajó con ella y llegó a abofetearla en una versión anterior de Ricas y famosas.

—¡Exacto! —Tras la exclamación, se sonrojaron—. Es evidente que ambos deseábamos encarnar al guapísimo Gary Cooper, pues Frederich March, aunque prestigioso, ponía cara de llevar faja, como Charles Boyer, quien, por cierto, era un galán muy poco convincente, se asemejaba a un conserje de hotel parisino...

—¡Basta! ¡Basta-basta! —Volví al resentimiento. Recordemos que llevaba ya un rato en la Eternidad, y que mis amigos ni siquiera me habían dado el pésame—. ¡Qué vergüenza! ¡Organizar una juerga nocturna al estilo del París de los años treinta según Hollywood para celebrar mi entrada en el Otro Mundo! Y parlotear de cine sin parar, conmigo de cuerpo presente... Lo mínimo sería que emergiérais más solemnes.

—¿Cómo de solemnes? ¿Así?

Ahora les vi tendidos sobre el costado izquierdo, en sendos nichos de un muro de la abadía de Westminster. Muy cerca de nosotros, sentados en no catafalco de matrimonio, Diana de Gales y Y Dodi el-Fayed miraban atentamente un programa de televisión que versaba sobre sus avatares como inmortal pareja. El escultor les había reproducido en mármol, agarrados a un mando a distancia.

—¡Son ellos! —troné shakespearianamente, a tono con la bóveda.

No te asombres. Nuestra capacidad de convocatoria espectral es casi ilimitada. ¡Tenemos tan-to que enseñarte! ¡Tanto que descubrirte! ¡Tanto que recuperar, con tu ayuda! ¡Esto es superior a Google! ¡Mejor que Hollywood en sus buenos tiempos!

—Habladme como solíais. De uno en uno y usando vuestra voz inconfundible. De lo contrario va a reventarme el cerebro. ¡Me duele la cabeza-cabeza! Ni siquiera me habéis ofrecido una aspirina. ¡Inconcebible! ¡Un Más Allá con dolor y sin analgésicos! ¿Cómo podéis tratarme así? ¿Cómo habéis podido? ¿Cómo podéis seguir pudiendo?

Mi andanada verbal resonó en el vacío.

—¡Podéis, podido, pudiendo! —abundé, exasperada ante su silencio—. ¡Oh, que alguien me ayude! ¡Que alguien me decapite! ¿Para qué me sirve la testa? ¿Es lógico que mi parte más noble sufra, si ya abandoné el comúnmente denominado Valle de Lágrimas?

—En aqueste lugar se puede cuanto se puede —acotaron, misteriosos—. Nos movemos en un espacio infinito en el que, para pasarlo bien, bastan un buen guionista y un coreógrafo flexible. Y no te preocupes por tu migraña. ¡Es una buena, inmejorable señal!

—Sigo sin entenderos. No le veo ninguna ventaja a estar aquí. Primero, no observo en mí todavía el noble arte de la telepatía de comunicación de masas. Segundo, me caigo si no me apoyo en vosotros. Sufro lipotimias y agorafobia, de modo que me mareo cada dos por tres, bamboleándome en el éter. Me atormenta, como si aún estuviera viva, haber hecho el ridículo muriéndome durante la firma de mi novela, defraudando a las personas que hicieron cola para esperarme. Y me duele, sí, me duele acordarme de mis libros, mis diccionarios, mis películas y mis músicas, por no hablar de mis chales de seda, mi surtida bisutería oriental y otras preciosas posesiones... ¿Acaso no gozaré del bálsamo del olvido? ¡Mis manos están vacías! Lo cual no impide que me pese yo misma a mí misma. ¡Uf, qué cansancio! ¡Quiero una silla! Ya que todo lo podéis, dadme una silla divina, en la que mi cuerpo encaje a la perfección. Una silla-silla.

Obedientes, produjeron un rústico ejemplar de la especie. Era de teca, y ofrecía sólidos brazos y palas, así como un cómodo asiento forrado con cretona de vivos colores. Antes de depositar mi trasero olfateé la inmensidad circundante, desconfiada. Yo había visto un mueble similar en alguna terrena parte.

—No, querida. No en la Tierra, sino en el cine, que era, allá abajo, lo más semejante a este Paraíso, del que podrás disfrutar mientras se prolongue tu estancia entre nosotros.

—¿Cómo que mientras...? —Me excité—. ¿Es lo mío un mero tránsito? ¿Vais a re-abandonarme?

Lejos de responderme, se extendieron en de-talles.

—Pertenece al mobiliario del chalé de alta montaña de Que el cielo la juzgue, aquel perverso melodrama en technicolor protagonizado por Gene Tierney y Cornel Wilde. Aquí se sentaba ella para maquinar maldades tales como deshacerse de su cuñado poliomielítico ahogándole en el bucólico lago adyacente, o cargarse al hijo que llevaba en sus entrañas fingiendo un accidente doméstico. Qué gran mujer, Gene Tierney. Podríamos emplazarla pero, hasta que te trajimos con nosotros, he estado muy entretenido tirándome a River Phoenix y Manolo, intentando reconciliar a Trotski y Lenin...

Terenci había hablado con su propia voz, y me sentí más a gusto. A gusto, pero tristísima.

Me desplomé en el sillón y, por fortuna, éste no cedió al recibir la losa de mi infortunio.

Manolo me acarició el pelo.

—Tranquila, que te lo vamos a contar. Confía en nosotros —dijo por sí mismo.

Levanté las piernas y las doblé, juntando los botines sobre el asiento; apoyé la frente en mis rodillas, que mostraban algún que otro moretón reciente y estaban sucias de tierra del jardín. Me estire los calcetines y suspiré profundamente. Un momento. ¿Qué botines, qué rodillas, qué jardín? ¿Qué calcetines?

¿De qué me habían vestido?

—¡No entiendo nada! ¡Quiero llorar! —berreé, con profundo desconsuelo—. ¡Llorar, llorar y llorar! Y me importa muy poco que tú, Manolo, te pongas nervioso o que tú, Terenci, me tomes el pelo. No me pasaré la muerte sometida a este tipo de convencionalismos sociales.

—Por mí no te reprimas —replicó Manolo—. El llanto es algo que aquí se echa más de menos que esa cursi postal del Nilo que pretendías endilgarnos hace poco. Ojalá nosotros lloráramos, ojalá nos doliera algo.

Abrí, pues, las compuertas. Una eternidad después, reconfortada yo y ellos taciturnos, nos deslizamos por la superficie de un mar inmenso formado por mis lágrimas. Cada uno de nosotros llevaba un bañador a rayas y un flotador amarillo y blanco, con cabeza de patito, ceñido a la cintura.

Te lo pronostiqué —observó Manolo, mi-rando al otro—. Todavía podemos aprovecharla. Aún posee la facultad de aceptar el absurdo y de hurgar en él con la curiosidad de Alicia.

Bostecé. —Me aburro —dije—. Nadar me fastidia cuando no diviso la orilla.

—La adornan también algunas cualidades de Wendy que no nos vendrán mal —completó Te-renci—. Es muy intuitiva para la decoración de interiores. En cuanto entra en una habitación va-cía, con cuatro chorradas la convierte en suya, sin rebosar por ello esa feminidad pendiente que resulta tan amenazadora. Y es muy dada a la sobreprotec-ción de infantes.

—Eso, al nivel en que nos movemos —asintió Manolo—, tiene su utilidad.

No les entendía. El llanto había aliviado mi dolor de cabeza, pero la pobre se había quedado hueca, y en su interior los vocablos se algodonaban. Agradecí, sin embargo, que continuaran utilizando la fórmula individual de expresión para comunicarse. Lo agradecí tanto que, en lugar de continuar regañándoles, chapoteé perezosamente en mis lágrimas y concedí:

—Siempre quise poseer un salvavidas como éste. Como éramos pobres, tenía que conformarme con uno de corcho. Muchas gracias.

Salvavidas para una muerta, menuda paradoja. Como un título de novela policíaca francesa de los sesenta. Una de Japrisot, por ejemplo.

—¿Sufrí mucho? —pregunté.

—Tengo hambre —me cortó Manolo—. Os propongo un almuerzo por todo lo alto en nuestro restaurante favorito del Barrio. Antes pasaremos por mi despacho, el marco más apropiado para una conversación seria.

Travieso, Terenci sacó el pitorro a nuestros flotadores, uno tras otro. Al expandirse, el aire comprimido emitió una infinita, triple y entremezclada pedorreta que, supuse, fue a sumarse al remanente de la capa de ozono.

 

2

 

Los orígenes

 


Habíamos nacido en el Barrio. Veníamos del Barrio. Éramos el Barrio. Hijos de una posguerra y de una geografía concretas, llevábamos el más amargo antojo de la Historia de nuestro país tatuado en la espalda. Pertenecíamos a las calles de aquella niñez. Y eso lo cambiaba todo.

Quien no ha vivido en el Distrito V de Barcelona, entre los años cuarenta y sesenta del siglo veinte, carece de instrumentos para desentrañar las raíces que mis amigos y yo compartíamos. Ni siquiera a nosotros nos era dado disolverlas. El solar que nos alimentaba, del que salíamos, había sido roturado desde hacía siglos con el sudor de quienes realizaron, fuera de las murallas delimita-das por la Rambla, arduos trabajos y turbios encargos para aquellos que, intramuros, se enseñorearon de la Ciudad, y nos poseyeron sin acercarse a nues-tra mugre. En las sórdidas viviendas en donde nos amontonábamos, ignorábamos a quién iban a parar los dineros de nuestro alquiler, sólo el llamado procurador pasaba puntualmente a depositar sobre la mesa la contundente y sólita intimidación: desahucio. Palabra funesta. Su sonido acompañó las pesadillas de mi niñez, porque había visto amontonados en las aceras colchones y enseres de cocina, muebles desparejos y orinales desportillados, había visto a mujeres que lloraban, abrazadas a sus criaturas y a sus bultos envueltos en pañuelos marrones de percal.

Ninguno de nosotros se hizo jamás con la coartada del olvido. Tampoco del perdón.

Veníamos de esas tierras que, mucho antes de nuestro nacimiento, fueron huertos, iglesias, hostales para pobres, barracas, hospicios, conventos, casas de caridad, lavaderos públicos, edificios insalubres que se apoyaban unos en otros como para no desequilibrarse, invadidos por la misma peste a cagaderos comunes. Veníamos de fábricas en donde abrasó sus pulmones el proletariado surgido de aquella industrialización fermentada al vapor por los amos que respiraban el aire límpido de su otra ciudad o de sus mansiones campestres y sus torres del litoral. Veníamos, y eso estaba en nuestra sangre —en la masa de la sangre, solían decir las madres de entonces— de una densidad de pobladores por metro cuadrado única en el mundo, de viviendas ilegales construidas en patios interiores y azoteas, del hacinamiento y de la precariedad. Veníamos de las aguas fecales, de la ropa perennemente húmeda porque ni el sol se atrevía a acercarse a nosotros. La tercera muralla, que dio origen a la Ronda y al Paralelo, nos emparedó, consumó la segregación; éramos propiedad ajena y esa nueva barrera resultó terminante para retenernos, para que nuestro hedor de Barrio sur no alcanzara las orondas pecheras del naciente Ensanche. Para que se consumara el gueto.

Veníamos de los astilleros y de los cuarteles, de la mala vida y de la miseria. A lo largo de su historia, se produjeron luchas de marginados, revueltas por el precio del pan y rebeliones contra esos cancerberos de los ricos, esos capataces de la beneficencia que son las monjas y los curas. A los perdedores se les ejecutaba y colgaba, como escarmiento, a las puertas de la ciudad. Con el tiempo, el Raval, convertido en Barrio Chino y en parte del Distrito V, aprendió a comerse la rabia y a callar, a salvarse de la derrota como pudo, después de que la sangre del anarquismo tiñera sus cloa-cas. Trabajo y compasión y fraternidad, y también peleas, golpes, gritos, la ira que estallaba como petardos de verano. Tal fue mi Barrio, nuestro Barrio.

Cada uno lo vivió a su manera. Yo entre las pulas, las pensiones de habitaciones por horas, los distribuidores de libros y revistas, los zapateros remendones, las tiendas de preservativos y lavajes, las tabernas; Manolo, unas calles más hacia la Ron-da, en una zona predominantemente obrera, de vencidos de la guerra; Terenci afinando su oído de escritor en las calles de la menestralía algo menos precaria, en donde las vecinas le mimaban. los tres, locos por el cine.

A Terenci le conocí en mi adolescencia, a Manolo a mis veintipocos. Para entonces, los tres ya nos habíamos aventurado en el paisaje de otra Barcelona, la que nos ofrecía un futuro. Pero nunca expulsamos el Barrio de nosotros.

 

3

 

El Gran Fallo

 


Manolo se aclaró la garganta con un buen trago de orujo seco y frío antes de responder a mi pregunta. Entre él y yo mediaban una mesa de oficina y una lámpara de flexo. Reconocí el lugar: era el despacho de su criatura de ficción, el detective Pepe Car-valho, aunque con una decoración más minimalista que la que sugerían sus novelas. No olía a guisos de Biscuter ni nos llegaban los sonidos de la cercana Rambla.

—El cómo te desvaneciste ya te lo hemos contado. En pleno hastío. Se trata de una consecuencia natural del fastidio prolongado. El alma padece, sometida a un opaco desgaste, y el cuerpo, que es el que paga nuestros errores, pide auxilio, tal como le dijo el papa bueno al Padrino en la tercera parte de la saga. Tú acumulaste tanto tedio durante los últimos años que un buen día, sin más, te pegaste el piro.

—¿Lo pasé muy mal? —insistí.

—No creo. Es más, sucedió para tu beneficio, como verás más adelante. Pues éste es un relato moral, aunque no te des cuenta.

Un tañido de lira quebró nuestro naciente intercambio. Era Terenci. Recostado en un triclinio de oro cuyas patas tenían forma de garra, y apenas cubierto por una túnica blanca, tañía el instrumento mientras sacudía una trigueña y abundante cabellera.

—¡Hostia, Terenci! —grité—. ¡Tienes pelo!

—Sí. Y no es postizo, ni injertado. Cambio de peinado cuando y cuanto me viene en gana. ¡Me lo quito y me lo pongo, me lo quito y me lo pongo! —canturreó, exhibiendo, para mi deleite, un surtido de pelambreras.

—¿Podemos continuar con nuestra charla? —una impaciencia casi humana hizo que Manolo el detective golpeara la mesa con los nudillos.

Terenci, que seguía de efebo romano pero ahora lucía una mata de cabellos verdes, no le hizo caso.

—Abandonad esa aburrida conversación... Ya está bien de pompas fúnebres. Como investigador es posible que conozcas perfectamente los pasos a dar para resolver un caso, pero en esta tu encarnación áurea dejas atrás al Manolo novelista. Fastidiarás la intriga si le cuentas de golpe a nuestra amiga los secretos del expediente que llevamos entre manos.

Le arrancó a la lira una escala de alegres sonidos, una especie de foxtrot, y en seguida, en el más puro estilo de vecindona de la calle Ponent, le reprendió:

—¿No ves que la asustaremos si se lo contamos de sopetón? Esta pobre recién viene, como quien dice, de pastar entre coetáneos bien pensantes y adictos a los restaurantes bendecidos con estrellas Michelin.

—Hombre —protestó Carvalho, ahora muy Manolo—. Yo mismo no dejé de frecuentar con ahínco a unos cuantos muy estrellados.

—Sabes bien qué quiero decir. Gente que, mientras come, habla de comer, y que se reafirma en la metafísica gastronómica mientras posterga las preguntas incómodas.

Terenci abandonó su postura y se cruzó de brazos y de piernas sobre una alfombra que flotaba a la altura de nuestras cabezas. Súbitamente vestía una casaca de largo tres cuartos, en brocado amarillo. Por debajo asomaban unos pantalones a juego y unas babuchas carmesíes. Se tocaba con un turbante blanco, rematado en lo alto por una pluma de pavo real prendida con un desmedido rubí.

—¡Hagámosle una demostración! —suplicó—. ¡ Tiene que saber que esto es mejor que la MGM y la Paramount en sus buenos tiempos, con un toque RKO!

Manolo sacudió la cabeza y se palpó el puente de la nariz con el índice derecho, como si se ajustara las gafas. Conservaba ese gesto pese a que ahora ya no las usaba.

—Quisiera seguir de Carvalho un rato más y ayudar a esta pobre chica en sus vicisitudes. Aunque es evidente que, por edad y por extracción social, nada tiene en común con las muchachas doradas que solían acudir a mi despacho y que me arrastraban hacia oscuras tramas de estafas y asesinatos.

—Al final te rompían el corazón. Y el de Charo —intervine—. Charo era cien veces mejor que las otras. ¡Malcasadas de barrio alto, pijas sedientas de mala reputación!

—Nadie manda en su entrepierna sentimental —sentenció Carvalho—. Algo que ya no ha de importarnos. Al menos, a nosotros dos.

¿Se refería a él y a mí, o a él y a Terenci?

Clavó en los míos sus ojos inquisitivos. Pasaron unos segundos muy largos. Me moví con cautela en la silla de Gene Tierney, intranquila. Manolo agarró bruscamente el flexo. Creí que iba a dirigir la luz hacia mí, como los policías de las películas en los interrogatorios, pero inesperadamente le dio la vuelta y dispuso la lámpara de tal modo que el haz de la bombilla le dio completamente en la cara. Era una cara triste.

—Mírame bien. A lo largo de toda mi vida no he hecho otra cosa que buscar la verdad. La verdad política, la verdad literaria, la verdad poética. Ahora trabajo en un caso más inabarcable, lo reconozco. La verdad de la muerte. Qué podemos hacer.

—¿Qué podemos hacer desde Aquí Arriba para que Allá Abajo no cometan los errores de siempre? —Me entró un punto sesentayochista muy excitante.

—No. Qué podemos hacer para pasar la Eternidad de la mejor manera posible. En cuanto al resto... Si en vida no conseguimos cambiar el mundo, imagina qué lograremos transformar ahora. Nada desde la Nada. Sin embargo, quizá dispongamos de una oportunidad para reparar algo muy cercano, algo pequeño en relación con el mundo pero grande en sí mismo. ¿Recuerdas? Cada uno llegó a tal conclusión por su cuenta, no nos lo dijimos pero tácitamente lo admitíamos y no sin amargura, antes de asomar por aquí. No ponernos metas imposibles, arreglar lo cercano, actuar en la medida de nuestras fuerzas... Ya que la vida no era como la esperábamos, sino como la temíamos, y que la Eternidad tampoco depara grandes soluciones...

—¿En qué manera intervengo?

—Eso te lo cuento luego. Déjame confiarte que, de todas las lágrimas que se vertieron por mi ausencia (aparte de las estrictamente familiares), y a pesar de que soy partidario de la moderación en el dolor, conservo el recuerdo preferente de las tuyas. Llorabas como una niña, a gritos, y pusiste en el equipo de música Tatuaje, por Concha Piquer, para gran susto de tus vecinos, porque eran horas muy tempranas. Casi te electrocutaste al salir de la ducha y precipitarte a abrirles la puerta, chorreando agua y pisando cables, a aquellos amigos que consideraron que era contigo con quien tenían que compartir su duelo por mí. Me escribiste una fina necrológica, basada en la plenitud de mi relación con el bacalao.

—La que me dedicaste tampoco estuvo mal, reina —terció Terenci, desde su alfombra voladora—. Pero debo reconocer que mi preocupación por que se cumplieran los requisitos indispensables para mi multitudinario funeral me impidió leer las necros inmediatamente.

—¡Me vigilábais! Y me leíais —recapacité, más irritada que complacida—. Seguíais mis pasos. Fuisteis testigos de mi desconsuelo. ¡Y ni un gesto de simpatía por parte de los fantasmas! Ni un movimiento de mueble, ni un balanceo de lámpara, ni un libro vuestro caído desde mis baldas. Ni una posesión de cuerpo para manifestaros. Bien podíais haber utilizado a mi Neus y a mi Maricruz, que son muy dispuestas. Os veo: tú, Manolo, recibiendo mi correspondencia en la portería, y tú, Teren-ci, fregoteando en mi cocina... Pero carecéis de sensibilidad. Ni una señal me disteis. Merecéis que os hubiera olvidado.

—Tú, nunca. Si morías por nosotros... Nos convocabas con vasos. Primero los llenabas con whisky, luego te bebías su contenido, los empujabas y movías la mesa hasta que señalaban las letras de nuestros nombres.

—Y le hablabas a mi retrato. Lo ponías delante de la tele, metías en el DVD Sinuhé el Egipcio o Tierra de Faraones y decías: «Apa, Terenci, a tu salud». Ay, puñetera, la de veces que me senté a tu lado, en el sofá. Manolo y yo escuchábamos tus lastimeras parrafadas. «Tengo frío», repetías. «Me entra el aire por los costados. Me he quedado sin mis dos paredes maestras, me tambaleo. ¿Qué haré para mantenerme en pie todos los días?...»

—«¿A quién consultaré, con quién me reiré, con quién compartiré los recuerdos que son sólo nuestros?» —Mi murmullo se acopló a sus palabras, no había olvidado el dolor. Ni en el Otro Mundo se olvida.

—¿Cómo no íbamos a traerte con nosotros? —inquirió Manolo, con un gesto que proclamaba la obviedad con que daba la pregunta por sobrante.

¿Traerme con ellos? ¿Se referían al hecho místico de seducir mi cuerpo astral hasta conducirlo a su Más Allá o a que, literalmente, me habían dado matarile? No sabía si considerarme aterrorizada o complacida. Porque tenían que haber deseado mucho volver a verme para plantearse, siendo quienes eran, mi asesinato. Esta última hipótesis mejoró mi opinión acerca de mis amigos, y de los hombres en general.

—¡A comer! —canturrearon a dúo—. ¡A comer y a gozar!

Sonreían divertidos, cada uno apostado a un ex-tremo de una mesa rectangular cubierta con un mantel a cuadros. Ni rastro de la oficina de Car-valho. Manolo lucía una guayabera blanca y el mostacho oscuro de sus buenos tiempos. Y Terenci llevaba puesta su mejor chaqueta, con su pin de Sal Mineo en la solapa.

Delante de Terenci se materializó una bandeja de percebes.

—¡Percebes de Galicia! —exclamé—. Dice la voz popular que están extinguiéndose.

—Aquí no faltan — me tranquilizó Manolo—.

Lo primero que has de aprender sobre la Eternidad: el ingrediente principal de nuestras fantasías es la memoria. Estos percebes incumben a la de nuestro Terenci, que moría por ellos, como sabes. Me temo que la reconstrucción de Can Leopoldo es un error compartido.

Ahogué una despectiva exclamación. No así las palabras:

—¿Casa Leopoldo? ¿Esto?

Eché una ojeada alrededor. La luz mortecina que entraba de la calle apenas delimitaba los contornos de las mesas y los cuerpos que ocupaban el primer comedor, y los azulejos de la pared, las fotografías y los carteles taurinos no hacían justicia al abigarrado y clásico original. En una mesa, al fondo, un tipo escuálido golpeaba la superficie con el puño.

—Es Manolete —susurró Terenci—. Se nos ocurrió convocarle cuando recordaba una mala tarde, y ahí lo tienes, despotricando sin parar. Yo no me acercaría a él.

—¿Y Rosa? ¿Ni siquiera habéis podido traeros a la dueña, que es el alma del lugar?

—No seas animal, ¿no ves que Rosa está viva? Hemos llamado a su padre. Ahí viene.

Me alegré de verle. El señor Gil siempre había sido muy amable conmigo. Iba a preguntarle qué tal le sentaba el Otro Mundo, pero el hombre, sin percatarse de mi presencia y como saliendo de un sueño, recitó:

—De primero, mariscada muy fresca. Y una lubina exquisita.

Decididamente, la reconstrucción del propietario era tan poco fiel al original como la del restaurante.

—Muy bien —aprobó Manolo—. Primero me bajaré una de callos. Mi tapa preferida, que solía tomar cuando pasaba por aquí a media mañana, en uno de mis regresos nostálgicos al Barrio, después de hacer algunas compras en el mercado de la Bo-quería.

Bien agarrada a mi Tierney, probé los callos, que vinieron solos —ya he dicho que mis amigos tampoco se habían apuntado un éxito con el señor Gil; no regresó—, y dictaminé:

—Suculentos...

—Los recuerdo muy bien —musitó Manolo, entrecerrando los párpados—. Demasiado bien.

—Veamos, recapitulemos, ponderemos —levanté el tronco de percebes que sujetaba con la mano derecha—. Estabas diciéndome... ¿cómo era? Ah, sí, que el principal ingrediente de vues-tras fantasías en este pintoresco Ultramort son los recuerdos.

—Y el Deseo —intervino Terenci, a quien un lino reguero de jugo de percebe le recorría la barbilla en dirección a la chapa de Sal Mineo.

Era un incidente tan humano que, de no haber sido por mi prevención a abandonar mi butaca y quedarme flotando en el dudoso éter, de buena gana me habría sentado sobre sus rodillas y le habría echado los brazos al cuello.

Telepático, se secó convenientemente y, alargando un brazo, colocó una mano sobre la mía. Le miré sin palabras. Sentí entonces la mano de Manolo cubriendo mi izquierda. Cerré los ojos, porque no podía ser más feliz, ni más amada, ni más comprendida. ¿Qué importaba haber tenido que morir para lograrlo?

—Ha pasado un ángel —dijo Manolo, irónico.

Me aclaré la garganta. Había llegado mi hora de preguntar.

—¿Cuál es el misterio? —pregunté.

—¿Qué misterio? —Otra vez sincrónicos. Y esquivos.

—¡Como volváis al dueto me dejaré caer con tanta fuerza que llegaré a la misa de doce en Montserrat antes de que se persigne un abad loco! ¡Os dejaré solos! Os conmino. Ahora mismo, y de uno en uno, reveladme el secreto de...

—¿... nuestro poder de convocatoria?

—¿...la razón de tenerte aquí?

—¿... por qué esto es mejor que Hollywood?

—¿... quién mató a John F. Kennedy?

Les contemplé de hito en hito pero no supe discernir ningún hito en ellos. Nunca he visto hito alguno, ni en Este Acá ni en Aquel Abajo.

—Eso, después —indiqué, cortante—. No voy a perdonaros tales explicaciones, las dejo para más adelante. Ahora exijo que me contéis cuál es el Fallo.

—¿El Fallo? —se entregaron a aquella mirada cómplice y furtiva que les alejaba de mí y me ponía frenética.

—Sí, superhombres. El Fallo, la Cagada, la Desilusión. Llamadlo como queráis. Algo que os ha sorprendido con el pie cambiado. Algo para cuya resolución precisáis de mí. No-atajé sus nerviosos intentos de atajarme, ofreciéndome para ello las tentadoras reservas de percebes y callos—. No me interrumpáis. Si os basta con recordar para recuperar... Después de cuanto habéis escrito y pontificado sobre el Barrio, ¿cómo es posible que seáis i ncapaces de representar ni siquiera su más afamado restaurante? ¿ Qué hay en vosotros que os lo impide? O peor aún, ¿qué no hay?

Dejaron de dirigirse visajes compinchados y se volvieron hacia mí, con intención de buscarme también los hitos. Era una sensación agradable: admirativos, pendientes de mí.

—Qué lista eres, puñetera —me alabó Te-renci.

—Típica inteligencia natural del Barrio —sentenció Manolo—. Me siento orgulloso de ti, siempre has sido así. Y no nos fallarás en este trance.

—Bien —resoplé, repantingándome en el sillón Ticrney—. Ya era hora de que habláramos con sinceridad. Contadme.

Manolo abrió la boca, pero Terenci se le adelantó:

—Propongo que recuperemos la alfombra mágica de El ladrón de Bagdad, en talla grande, y que sobrevolemos el mundo y sus amenidades. De este modo la narración a que someteremos a nuestra mujera resultará gráficamente más amena.

Salté de la silla, tan entusiasmada que ya no sentía miedo, y les tomé del brazo:

—¡Oh, sí! ¡Tiene glamour! ¡Tiene glamour-glamour-glamour!

 

4

 


Date: 2016-01-14; view: 516


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