Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






Abía una vez unos chacalincitos que quedaron huérfanos de padre y madre y sin nadie quien les dijera ni ¿qué hacen allí?

Era la pareja: la mujercita, la mayor y la que había quedado de cabeza de casa. Eran muy pobres y un día no les amaneció ni una burusca con qué encender el fuego. Entonces decidieron irse a rodar tierras. Atrancaron la puerta y agarraron montaña adentro. Allá al mucho andar, se sintieron cansados; entonces se subieron a un palo para pasar la noche y se acomodaron en una horqueta. Así que anocheció, vieron allá muy largo una lucecita. No se atrevieron a bajar por miedo que se los fuera a comer algún animal, pero se fijaron bien en la dirección en donde quedaba.

Apenas comenzó a amanecer, bajaron y anduvieron en dirección de la lucecita. Anda y anda, anda y anda, salieron al medio día a un potrero. A la orilla de la montaña había una casita; por el techo salía un mechoncito de humo y por la puerta y la ventana un olor como a miel hirviendo.

Poquito a poco se fueron acercando y vieron en la ventana una cazuela con torrejas. Como estaban hilando de hambre, y el olor convidaba, no pudieron contenerse y se arrimaron a la ventana. La muchachita estiró la mano y se cachó una torreja. Del interior una voz ronca gritó: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"

Los chiquitos se escondieron entre el monte y allí se repartieron su torreja, que lo que hizo fue alborotarles la gana de comer.

Otra vez se fueron acercando y pescaron otra torreja. Y otra vez la voz que gritaba: "¡Piscurum, gato, no me robés mis torrejas!"

Los muchachos se escondieron, se comieron las torrejas y quisieron volver por más, pero da la desgracia que por querer salir a la carrera, lo hicieron muy ateperetadamente y la cazuela se volcó. A la bulla, se asomó la vieja, la dueña de la casa, que era una bruja más mala que el mismo Patas. Vió por donde cogieron las criaturas, se les puso atrás y al poco rato las agarró por las orejas y las trajo arrastrando hasta la casa.

Como estaban tan flacos que parecían fideos, la bruja les dijo que no se los comería,pero que los iba a engordar como a unos chanchitos, para darse cuatro gustos con ellos.

Los encerró entre una jaba y cada día les echaba los desperdicios, y como los pobres no tenían otra cosa, no les quedaba más que convenir y tragárselos.

Bueno, allá a los ocho días llegó la vieja y les dijo: --Saquen por esta rendija el dedito chiquito.

A la niña se le ocurrió que era para ver como andaban de gordura y entonces sacó dos veces un rabito de ratón que se había hallado en un rincón de la jaba. Como la vieja era algo pipiriciega, no echó de ver el engaño, y se fue más brava que un Solimán, al sentir aquellos deditos tan requeteflacos.

Y así fue por espacio de casi tres meses. Lo cierto del caso es que los chiquillos, quieras que no, no habían engordado con los desperdicios.



Pero dió el tuerce que un día, la niña no agarró bien el rabito de ratón al ponérselo a la bruja para que tocara, y se le quedó a ésta en la mano. Se fue a la luz a mirar bien y al convencerse que los chiquillos la habían estado cogiendo de mona, se puso muy caliente: abrió la jaba y los sacó. Al verlos tan cachetoncitos, se le bajó la cólera.

--Bueno-- les dijo-- ahora voy a ver si hago una buena fritanga con ustedes. Vayan a traerme agua a aquella quebrada para ponerlos a sancochar--. Por supuesto, que al oírla a los infelices se les atrevesó en la garganta un gran torozón. A cada uno le dió una tinaja para que la hinchera y ella se puso a cuidarlos desde la puerta.

Cuando llegaron a la quebrada, les salió de detrás de un palo, un viejito que era tatica Dios, y les dijo: --No se aflijan, mis muchachitos, que para todo hay remedio. Miren, van a hacer una cosa: ahora van a llegar con el agua y se van a mostrar muy sumisos con la vieja. Y hasta procuren quedar bien: aticen el fuego, bárranle la cocina, friéguenle los trastos. Ella ha de poner una gran olla sobre los tinamastes y una tabla enjabonada que llegue a la orilla de la olla y apoyada en la pared. Les ha de decir que echen una bailadita sobre la tabla, pero es, que sin que ustedes se den cuenta, va a inclinar la tabla y ustedes se van a resbalar y van a ir a dar entre la olla; así la bruja no tendrá que molestarse oyéndolos gritar y hacer esfuerzos por escaparse.

Y así que les aconsejó lo que debían hacer, el viejicito se metió en la montaña.

Volvieron los chiquitos e hicieron lo que tatica Dios les aconsejara: barrieron, atizaron el fuego, y echaron muchos viajes a la quebrada con las tinajas, para llenar la gran olla en que los iba a sancochar.

La vieja se puso muy complaciente con ellos, al verlos tan obedientes y tan afanosos. Por fin puso la tabla enajabonada y les dijo: --vengan mis muchitos y echen una bailadita en esta tabla.

La niña se hizo la inocente, y dijo para sus adentros:

--Callate pájara, que ya conozco tus cábulas.

Hicieron que se ponían a ensayar en el suelo y que no podían.

Si es que no sabemos. ¿Por qué no sube usted y nos dice cómo quiere?

Y la vieja les creyó, y va subiéndose a la tabla. Y apenas volvió la cara para hacer la primera pirueta, los chiquillos inclinaron la tabla y la vieja fue a dar, ¡chupulún! a la olla de agua hirviendo.

Después la sacaron y la enterraron. Registraron la casa y encontraron un gran cuarto lleno de barriles hasta el copete de monedas de oro.

Por supuesto que todo le tocó a ellos.


 

 

N un país muy lejos de aquí, había una vez un rey ciego que tenía tres hijos. Lo habían visto los médicos de todo el mundo, pero ninguno pudo devoverle la vista.

Un día pidió que lo sentaran a la puerta de su palacio a que le diera el sol. El sintió que pasaba un hombre apoyado en un bordón, quien se detuvo y le dijo:

--Señor rey, si Ud. quiere curarse, lávese los ojos con el agua en donde se haya puesto la Flor del Olivar.

El rey quiso pedirle explicaciones, pero el hombre se alejó, y cuando acudieron los criados a las voces de su amo y buscaron, no había nadie en la calle ni en las vecindades.

El rey repitió a sus hijos la receta, y ofreció que su corona sería de aquel que le trajera la Flor del Olivar. El mayor dijo que a él le correspondía partir primero. Buscó el mejor caballo del palacio, hizo que le prepararan bastimento para un mes y partió con los bolsillos llenos de dinero.

Anda y anda y anda hasta que llegó a un río. A la orilla había una mujer lavando, que parecía una pordiosera y cerca de ella, un chiquito, flaquito como un pijije y que lloraba que daba conpasión oirlo. La mujer dijo al principe: --Señor, por amor de Dios deme algo de lo que lleva en sus alforjas; mi hijo está llorando de necesidad.

--¡Que coma rayos, que coma centellas ese lloretas! Todo lo que va en las alforjas es para mí--. Y continuó su camino. Pero nadie le dió razón de la Flor del Olivar. Se devolvió y en una villa que había antes de llegar a la ciudad de su padre, se metió a una casa de juego y allí jugó hasta los calzones.

Al ver que pasaban los días y no regresaba el príncipe, partió el segundo hijo, bien provisto de todo. Le ocurrió lo que al hermano: vió la mujer lavando, con un niño esmorecido a su lado; le pidió de comer, y éste que era tan mal corazón como el otro, le respondió:--¡Que coma rayos, que coma centellas! Yo no ando alimentando hambrientos --. Tuvo que devolverse porque en ninguna parte le daban noticias de la Flor del Olivar. Se encontró con su hermano que lo entotorotó a que se quedara jugando su dinero.

Por fin, el último hijo del rey, que era casi un niño, salió a buscar la Flor del Olivar.

Tomó el mismo camino que sus hermanos y al llegar al río encontró a la mujer que lavaba y al niño que lloraba.

Preguntó por qué lloraba el muchachito y la mujer le contestó que de hambre. Entonces el principe bajo de su caballo y busco de lo mejor que había en sus alforjas y se lo dió a la pordiosera. En su tacita de plata vació la leche que traía en una botella, con sus propias manos demigó uno de los panes que su madre la reina había amasado, puso al niño en su regazo y le dió con mucho cariño las sopas preparadas; luego lo durmió, lo envolvió en su capa y lo acosto bajo un árbol.

La mujer, que no era otra que la Virgen, le preguntó en que andanes andaba, y él le contó el motivo de su viaje.

-- Si no es más que eso, no tiene Ud. Que dar otro paso --le dijo la Virgen--. Levante esa piedra que está al lado de mi hijito, y ahí hallará la Flor del Olivar.

Así lo hizo el principe y en una cuevita que había bajo la piedra, estaba la Flor, que parecía una estrella. La cortó, beso al niño, se despidió de la mujer, montó a caballo y partió.

Al pasar por donde estaban sus hermanos, les enseño la Flor. Ellos le llamaron y le recibieron con mucha labia. Lo convidaron a comer y mientras fue a desensillar su caballo, ellos se aconsejaron. En la comida le hicieron beber tanto vino que se embriagó.

Cuando estubo dormido, se lo llevaron al campo, lo mataron, le quitaron la Flor y lo enterraron. Sin querer le dejaron los deditos de la mano derecha fuera de la tierra.

Los principes volvieron donde su padre con la Flor, que fue puesta en agua en la que se lavo el rey sus ojos, que al punto vieron. Entonces dijo sus hijos que al morir su inmenso reino se dividiría en dos y así ambos serían reyes.

Entre tanto, los deditos del cadáver retoñaron y nació allí un macizo de cañas. Un día paso un pastor y corto una caña e hizo una flauta. Al soplar en ella se quedó sorprendido al oir cantar así:

No me toques pastorcito, ni me dejes de tocar; que mis hermanos me mataron por la Flor del Olivar.

El pastor fue a enseñar la flauta maravillosa y los que la oyeron le aconsejaron que se fuera a la ciudad y que allí todo el mundo pagaría por oirla. Así lo hizo y a los pocos días no se quedaba en la ciudad quíen no andubiera en busca del pastor dueño de aquel instrumento maravilloso.

Llego la noticia a oidos del rey, y éste hizo llevar al palacio al pastorcito. Al oir la flauta, recordo la voz de su hijo menor a quien tanto amaba y del que nunca había vuelto a saber nada.

Pidio al pastor la flauta y se puso a tocarla y con gran admiración de todos la flauta canto así:

No me toques padre mío ni me dejes de tocar, que mis hermanos me mataron por la Flor del Olivar.

El rey se puso a llorar. Acudieron la reina y los principes.

El rey pidió a la reina que tocara la flauta, que entonces dijo:

No me toques madre mía ni me dejes de tocar, que mis hermanos me mataron por la Flor del Olivar.

El rey quiso que su hijo segundo tocara. Todos vieron que los dos principes estaban palidos y con las piernas en un temblor. El principe trató de negarse, pero el rey lo amenazó. La flauta canto:

No me toques hermano mío ni me dejes de tocar, que aunque tu no me matastes me ayudaste a enterrar.

El principe mayor, por orden de su padre tuvo que tocar la flauta:

No me toques, perro ingrato ni me dejes de tocar, que tu fuiste el que me mataste por la Flor del Olivar.

El pobre rey mandó a meter a sus hijos en un calabozo y él y la reina se quedaron inconsolables por toda la vida.


 

Abía una vez un hombre rico que se ocupaba en el comercio. Quedó viudo con una hija y esta hija era una niña muy linda: parecía una machita por lo rubia y lo blanca que la había hecho Nuestro Señor. Además, tenía unos ojos que era como ver dos rodajitas que se le hubieran sacado al cielo. Y sobre todo, sangrita ligera y buena que daba gusto.

El hombre era ambicioso y no contento con lo que tenía, se casó de nuevo con un vieja birringa, una mujer viuda también, a quien él creía muy rica. Después de casado se convenció de que lo de los bienes de la mujer eran más hojas que almuerzo, de que tenía un genio que sólo su madre la podía aguantar y para aliviar los males, se tenía una hija fea como toditica la trampa, negra, ñata, trompuda, con el pelo pasuso y de ribete mala y malcriada como ella sola y la muy tonta se creía una imagen.

Por supuesto que para la rubia, entrar en esta casa fue como entrar al infierno. Ella era el tropezón de la madre y de la hija. Las dos eran muy ruines; por la menor cosa allá te va el pescozón de la vieja y el moquete o el pellizco de la negra. Y como el padre andaba siempre viajando por sus negocios, la teníansoterrada en la cocina, mientras ellas estaban en la sala meciéndose en las poltronas. La pobrecita era sufrida y nunca decía ni esta boca es mía.

Un domingo en la tarde se fueron la madre y la hija a pasear y dejaron a la rubia arreglando la cocina. Así que lo tuvo todo limpio y en su lugar, se lavó, se peinó, se puso su vestido de coger misa y se fue a dar vueltas por el jardín de la casa. De pronto vió entre la hierba una muñequita de porcelana.

--¡Qué muñequita más linda! dijo, y la levantó, le arrancó los terroncillos que tenía entre el pelo y se fue adentro muy contenta a hacerle un vestidito. Desde ese día, apenas la dejaban sola, sacaba de su cofre la muñequita y se ponía a jugar.

Al domingo siguiente se fueron la madre y la hija para misa y dejaron a la rubia moliendo.

Estaba ella en esto, cuando al volver a la piedra de poner una tortilla a asar en el rescoldo, vió sentada sobre la pelota de masa a su muñequita.

Muy admirada la cogió, la limpió y la fue a guardar a su cofre y siguió moliendo, pero mientras fue a volver la tortilla al comal, vino de nuevo la muñeca a acomodarse sobre la pelota de masa.

--Mirá, muñequita, no seas tan guindada-- dijo la niña, y la quiso coger para llevarla a su lugar,pero la muñeca se transformó en una señora muy linda, vestida de celeste, con una corona de luz sobre la cabeza y parada en una nube.

--Yo no soy una muñeca-- dijo la señora-- sino la Virgen.

La niña se arrodilló, pero Nuestra Señora la levantó y sin hacer melindres, se fue a sentar en el taburete de cuero esfondado, que era el único asiento que permitían a la rubia. Luego la cogió en los regazos y se puso a hacerle cariño.

--Mirá, mi hijita-- dijo la Virgen- tu padre va a hacer un viaje por ahí abajo y te va a preguntar qué querés que te traiga. Vos le vas a contestar que una arquita como para los pañuelos y otras menudencias. Cuando te la traiga, guardarás en ella la muñequita. Luego la Virgen besó a la niña, desaapareció, y en su lugar quedó la muñeca.

Otro día llegó el papá y le preguntó qué deseaba que le trajese de un viaje que iba a hacer, y su hija le respondió lo que la Virgen le aconsejara.

La negra pidió a su padrastro un traje nunca visto, un sombrero nunca visto y unas zapatillas nunca vistas.

Volvió éste de su viaje y cada una tuvo lo que deseaba.

La negra no hacía otra cosa en todo el santo día que ponerse el traje, el sombrero y las zapatillas y dar paseos frente al espejo.

A veces llamaba a la rubia como para hacerle la boca agua con sus sedas, encajes y plumas.

Por fin llegó el domingo, día del estreno del vestido y desde buena mañana despertó a todo el mundo para que la ayudaran.

La pobre niña rubia hasta que veía el chispero: corre de aquí, corre de allá con los polvos, el colorete, las cintas de apretar el corsé, que esto, que lo otro, que aquí, que allá ...

Por fin salió para misa de tropa, chiqueándose que era un contento, y la seda del vestido hacía tal ruido, que las gallinas que picoteaban en la calle y los perros, salían corriendo. Cuando entró en la Catedral, todo mundo, hasta los soldados y los músicos de banda, volvieron a ver qué significaba aquel ruido que parecía una creciente. Además, la iglesia se llenó de olor a agua Florida, en la que se había bañado.

Entre tanto, la niña se quedó en su cocina en pleitos con la leña que estaba verde y humeaba tanto, que la pobre tenía los ojos como dos tomates. De pronto, ve sobre la piedra su muñequita.

--¿Qué querés, muñequita? --le preguntó.

--La muñeca respondió: --Quiero que vayas a misa de tropa, pero eso sí, no levantés los ojos del suelo.

Pero muñequita, ¿cómo querés que vaya en esta figura? Yo no me presento así en la Casa de Dios. Ya sabés que mi vestido de los domingos me lo hizo pedazos la negra un día que estaba de luna.

--Andá a tu arquita y verás- contestó la muñequita--. Y no pensés en la molida ni en el almuerzo, que yo me encargo de eso.

La niña fue a su arca, y cuál no fue su admiración al ver salir de ella un traje como las espumas de una catarata cuando hace luna, todo sembrado de maripositas de oro, unos zapatitos de raso, también blancos, y un sombrero maravilloso. En un abrir y cerrar de ojos estuvo vestida y salió corriendo para misa porque ya dejaban. En la puerta la estaba esperando un coche muy bueno. Al entrar en la Catedral lo hizo de puntillas para no llamar la atención pero la iglesia se llenó de un perfume de rosas y todo el mundo volvió los ojos y quedaba encantado al ver aquella blanca figurita.

Acertó la niña a arrodillarse frente a la negra y su madre, quienes se quedaron como viendo visiones al contemplar aquella linda criatura que se les daba un aire a su víctima. Y la del vestido, las maripositas de oro; le preguntó quién se lo había hecho y también, a cada rato , como era medio arrevesada y tataretas para hablar, le decía: --"ni ....niña, ni... niña, hagámonos comales"--. Con lo que le quería decir: --"Niña, hagámonos comadres"--. Pero la niña no levantó siquiera los ojos del suelo.

Apenas echó el padre la bendición, salió la niña corriendo. El hijo del rey que la había visto entrar y que no le quitó los ojos de encima en toda la misa porque lo tenía encantado, salió corriendo tras ella y quiso hablarle, pero ella dejó caer su pañuelito, y el hijo del rey casi se desnariza por juntarlo; pero mientras él estaba en esa diligencia, la niña se escabulló, se metió, en su coche, que desapareció en un decir amén. Y cuando él fue a buscar, ¡si otra ponés!

Cuando la madrastra y la negra volvieron de misa, ya la rubia estaba con su traje tiznado, sopla y sopla el fuego.

Al siguiente domingo, la negra no fue a misa de tropa, por lucir su vestido en misa de doce. Y otra vez puso a su hermana core de aquí y corre de allá. Que alcanzame esto, que llevate aquello, que así no, que yo lo quiero asá. Y casi no dejaba a la pobre tentar tierra. Y va entrando a misa, picándola de gran pelota y dejando detrás de ella una hedentina a Agua Florida.

A la niña volvió a a aparecérsele la muñequita, quien la mandó a misa. Entre el arca había un vestido que era como ver un celaje dorado, todito lleno de perlas. A la puerta la esperaba el mismo coche y llegó cuando salía el padre al altar. Como el domingo anterior, toda la iglesia se llenó de un olor a rosas y la gente ni oyó la misa con devoción por estarla mirando. Y la negra no fue cuento, sino que se levantó de donde estaba y se le fue a acomodar a la par. Y otra vez con su necedad de : --"Ni...niña, ni.... niña, hagámonos comales"-- y toca aquí y tienta allá bueno, que ya la niña no hallaba qué hacer.

El hijo del rey, que había recorrido ese día todas las iglesias desde buena mañana,para ver dónde daba con ella, se le puso al frente y no le quitó la vista de encima. Pero la niña no levantó sus ojos del suelo y si no hubiera sido porque de cuando en cuando daba su pestañada, se la hubiera tomado por una imagen.

Apenas el padre echó la bendición, salió la rubia corriendo y el hijo del rey se le puso atrás.

Al llegar al coche ya la alcanzaba. Entonces ella dejó caer un ramito de flores que llevaba en la mano. El otro por sácalas, se puso a juntarlas, y mientras tanto el coche se las chifló.

La madre y la negra llegaron y encontraron a la muchacha atizando el fuego. La negra se puso a meterle mil birutas: --Que desde el domingo anterior se había hecho íntima amiga de una machita preciosa que usaba unos vestidos junto a los cuales el suyo era una cochinadilla cualquiera; y que la tenía requeteconvidada para ir a pasear; y si Dios quería, cuando ella se casara iban a ser comadres, porque estaba en sus cinco en que ella le llevaría los chiquitos a la pila y que se los llevaría porque se los llevaría.

Madre e hija no se apearon a la machita de la boca en todo el santo día. --La machita arriba, la machita abajo--. Y la niña hacía como que se las compraba y la muy zorrita oía sin chistar.

Al domingo siguiente, vuelta otra vez la negra a encajarse su vestido nunca visto y a poner a su hermana al volador. Por fin salió con su madre para misa de doce.

En el arca hubo esta vez para la rubia un vestido de un color como el del cielo cuando está amaneciendo, todo lleno de brillantes, que parecía que tatica Dios se lo había esperjeado de agua.

Y todo pasó como en los otros domingos. Pero esta vez el hijo del rey no fue tonto, y por más que ella dejó caer su pañuelito de seda, una sortija y una flor, él no quiso perder tiempo en levantar estas cosas y dejó que otro fuera el bueno con ellas. Sin acordarse de que era hijo del rey, se acomodó en la trasera del coche y así dió con la casa en que vivía la niña.

Desde ese momento no hizo más que estar para arriba y para abajo en la acera y cuando pasaba frente a la casa, parecía que se quería meter.

La negra, donde lo pilló en esas, creyó que era con ella la cosa, y sacó una poltrona a la puerta y se sentó a mecerse. Y por temor de que su hermana fuera a asomarse, la escondió en la cocina debajo de una gran olla. Cada vez que pasaba el joven, ella pegaba un suspiro o le hacía ojitos.

En una estaca clavada en el marco de la puerta, tenían madre e hija una lora muy habladora. Seguramente la Virgen la aconsejó, porque en una de las pasadas que dió el príncipe, la lora se puso a gritar:

"La niña linda debajo de una olla, la negra feroza se quiere casar".n

Y cada vez que el otro pasaba hacía la misma. En una de tantas, se detuvo. La negra se puso como una chira y con el corazón que se le salía. Ella juraba que ya el príncipe le iba a declarar su amor. Pero el prícipe se acercó en son de preguntar lo que decía la lora, para ver si podía fisgonear dentro de la casa. La negra entonces agarró la lora por el pescuezo y casi la ahorca.

Se la llevó para adentro y le dijo al joven que no le hiciera caso. Pero la lora iba para adentro grita y grita:

"La niña linda debajo de una olla, la negra feroza se quiere casar".

Al hijo del rey le llamó la atención lo que decía el animal y se fue detrás de la negra y no se anduvo por las ramas sino que llegó hasta la cocina. Allí vió una gran olla y al acercarse le pareció oir como unos sollozos. Levantó la olla y se va encontrando con la pobre niña, todita tiznada y haciendo cucharas.

Le propuso allí mismo matrimonio, pero ella quiso antes ir a consultar con su muñequita.

Se fue para su cuarto, sacó la arquita y preguntó a su consejera. Esta le dijo que aceptara, pero que eso sí, no debía alzar a ver al príncipe sino hasta que el padre les echara la bendición, y que si no hacía así, contara con que moriría soltera.

Volvió ella con sus ojos bajos y contestó al joven que sí sería su esposa.

Sin hacer caso de los gritos de la madre y de la hija, la cogió y la llevó al palacio. En el camino le decía: --¡Niña, levante sus ojos y míreme!

¡Pero ella por sapa los iba a levantar!

Llegaron al palacio y el joven contó a sus padres lo que pasaba, y que si no lo dejaban casarse, se dejaría morir de hambre.

Como era único hijo, lo tenían muy consentido y nunca le negaban nada, y aunque a la reina no le acomodaba mucho aquella nuera tan tiznada y remendada, dijeron que bueno, que se casara.

En esto llegó un joven ( que aquí para nos era un ángel) con la arquita y se la entregó a la niña.

Esta se encerró y se plantó bien con un vestido mejor que los otros y por supuesto, los reyes al verla, quedaron encantados.

El casamiento se hizo a los pocos días. La Virgen bajó a servir de madrina. Apenas el padre les echó la bendición, la niña levantó sus ojos para mirar a su marido, para quien aquello fue como si le hubieran metido dos cielos entre el alma.

Como la niña era muy buen corazón, mandó por la negra y la trató con tanto cariño, que se puso un poquito más amable. Uno de los señores que servían al rey, por quedar bien se casó con ella. Dicen que no le fue muy bien y que muy a menudo andaba con las penas derramadas.

Pero el príncipe y la niña fueron muy felices, tuvieron una catizumba de hijos y llegaron a viejiticos.

Primero murió ella y la Virgen se la llevó. Cuando iba para el cielo, su marido oyó una voz que decía:

Adiós, esposo mío, que en el cielo nos veremos.

Y de veras, cuando él murió se fue para el cielo y se sentó a cantarle a la Virgen en una silla que le tenían lista al lado de la de su esposa.


 

Abía una vez un rey ciego, como el de "La Flor del Olivar", quien también tenía tres hijos. Muchos médicos lo vieron y muchas promesas llevaban hechas él, la reina y sus hijos, pero los ojos no daban trazas de ver.

Había una viejecilla curandera que era bruja y tenía fama porque había hecho algunas curaciones que los doctores no habían conseguido. Por un si acaso, la hicieron venir al palacio, y ella dijo que se dejaran de ruidos y que buscaran el Pájaro Dulce Encanto y le pasaran la cola al rey por los ojos: que este pájaro estaba en poder del rey de un país muy lejano; eso sí, que se la pasara el mismo que lograba apoderarse del pájaro.

Los tres hijos del rey se dispusieron a ir a testarear la medicina, y el rey prometió que el trono sería para aquel que la trajera.

Los tres partieron el mismo día: el mayor por la mañana, el siguiente a medio día y el menor por la tarde, cada uno en un buen caballo y bien provistos de dinero.

Al salir el mayor de la ciudad, vió un grupo de gente a la entrada de una iglesia -- "¿Y adónde vas Vicente--? Al ruido de la gente-- se acercó a ver qué era, y se encontró con un muerto tirado en las gradas y uno de los del grupo le contó que lo habían dejado allí porque no tenían con qué enterrarlo, y que el padre no quería cantarle unos responsos si no había quien le pagara.

--¡A mí qué...! dijo el príncipe, y siguió su camino.

A medio día, cuando pasó el otro, vió a la entrada de la iglesia al pobre difunto que todavía no había hallado quien lo enterrara. --Eso a mí no me va ni me viene-- dijo el príncipe y siguió su camino. Cuando el menor pasó en la tarde, todavía estaba allí el cadáver, medio hediondo ya, y las gentes que miraban tenían que estar espantando los perros y los zopilotes que querían acercarse a hacer una fiesta con el muerto.

Al príncipe se le movió el corazón y pagó a unos para que fueran a comprar un buen ataúd y él en persona buscó al padre para que le cantara los responsos; fue a ayudar a abrir la sepultura y no siguió su camino sino hasta que dejó al otro tranquilo bajo tierra.

A poco andar, le cogió la noche en un lugar despoblado.

De repente vió desprenderse de una cerca una luz del tamaño de una naranja, que se fue yendo a encontrarlo y que por fin se le puso al frente. Al príncipe se le pararon toditos los pelos y preguntó más muerto que vivo:

--De parte de Dios todopoderoso, dí, ¿quién eres?

Y una voz que paracía salir de un jucó, le respondió: --Soy el alma de aquel que hoy enterraste y que viene a ayudarte. No tengás miedo, yo te llevaré adonde está el Pájaro Dulce Encanto. No tenés más que ir siguiéndome. Eso sí, no podés caminar de día.

Al joven se le fue volviendo el alma al cuerpo y siguió a la luz. Hizo como ella le dijo y descansaban de día. A los dos días ya no le tenía miedo y más bien deseaba que se le llegara la noche. Y a la semana ya eran muy buenos amigos.

Anda y anda, por fin llegaron al reino donde estaba el pájaro. La luz le dijo que a la media noche se fuera a pasear frente a los jardines del palacio y que se metiera en ellos por donde la viera brillar. Así lo hizo y a media noche entró a los jardines y echó a andar detrás de la luz, que lo pasó frente a los soldados dormidos y lo metió en el palacio sin que nadie lo sintiera. Llegaron por fin a un gran salón de cristal iluminado por una lámpara muy grande que era como ver la luna, todo adornado con grandes macetas de oro en que crecían rosales que daban rosas tintas, y el príncipe se quedó maravillado al ver los miles de rosas que se veían entre las hojas verdes. El suelo estaba alfombrado de rosas deshojadas y se sentía aquel aroma que despedían las flores que daban gusto, y en una jaula de alambres de oro en los que había ensartados rubíes del tamaño de una bellota de café, colgada del cielo raso, y muy alta, estaba el Pájaro Dulce Encanto, que era así como del tamaño de un yigüirro pero con la pluma blanca, con un copetico y las patas del color del coral. Cuando entró el príncipe, comenzó a cantar y el joven creía que entre las matas estaban escondidos músicos muy buenos que tocaban flautas y violines. Y así se hubiera quedado sin acordarse de más nada, si la luz no le hubiera llamado la atención: --¿Idiai, hombré, ya olvidaste a lo que venías? A ver si vas al cuarto, que sigue, que es el comedor y te alcanzás cuanta mesa y silla encontrés.

Así lo hizo y cuando trajo todos los muebles que había, los fue colocando uno encima de otro para alcanzar el pájaro. Con mil y tantos trabajos, se fue encaramando por aquella especie de escalera y ya estaba estirando el brazo para coger la jaula, cuando todo se le vino abajo, haciendo por supuesto un gran escándalo. A la bulla, hasta el rey se levantó y corrió medio dormido y chingo a ver qué pasaba. Y van encontrando a mi señor debajo de todo, golpeado y hecho un ¡ay de mí! Lo sacaron y lo hicieron confesar por qué estaba allí. El rey lo mandó encalabozar y que lo tuvieran a pan y agua. Cuando estaba en el calabozo, se le apareció la luz y le aconsejó que no se afligiera.

A los días lo mandó a llamr el rey y le dijo que se le devolvería la libertad y le daría el Pájaro, si le conseguía un caballo que él quería mucho y que le había robado un gigante.

El príncipe le contestó que otro día le daría la respuesta. En la noche llegó la luz y le aconsejó que dijera que bueno.

Dicho y hecho, la luz lo guió hasta que llegaron al potrero en donde el gigante guardaba el caballo. Escondido entre una zanja, esperó que amaneciera. Apenas comenzaron las claras del día, salió el gigante del potrero caracoleando el caballo, que por cierto era el caballo más hermoso del mundo: negro, como de raso, con una estrella en la frente y con las patas blancas.

Ya la luz le había aconsejado que apenas los viera salir, entrara al potrero y subiera a un palo de mango muy coposo que había en el centro; que esperara allí hasta que regresara el gigante en la noche, y cuando éste tuviera los ojos cerrados no se fiara porque no estaba dormido, sino cuando los tuviera de par en par y que entonces debaría aprovechar para robar el caballo.

Además le contó que el caballo tenía en la paletilla derecha una tuerca y que le diera vueltas a esa tuerca y que vería.

Pues bueno, en la noche volvió el gigante y seguramente venía muy cansado, porque no hizo más que medio amarrar el caballo del tronco del árbol, le aflojó la cincha y él se tiró a su lado. Comenzó a roncar, pero el príncipe se fijó en que tenía los ojos cerrados; poco a poco los ronquidos fueron más, más débiles, y el príncipe vió que tenía un ojo cerrado y otro abierto; por fin cesaron los ronquidos y el gigante tenía los ojos de par en par, unos ojazos más grandes que las ruedas de una carreta. Poquito a poco se fue bajando y desamarró el caballo. Pero este animal hablaba como un cristiano y gritó: --¡Amo, amo, que me roban! -- De un brinco se levantó el gigante. El joven se quedó chiquitico entre unas ramas.

El gigante miró por todos lados y gritó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba? --Luego se volvió a dejar caer y a poco abrió los ojos.

Vuelta otra vez a bajar poquito a poco. Puso una mano en la cabeza del caballo e intentó montar, pero el animal gritó otra vez: --¡Amo, amo, que me roban!

De nuevo se recordó el gigante, pero no vió a nadie. Con cólera le contestó: --¿Quién te roba? ¡Nadie te roba! ¡Si me vuelves a decir que te roban, te mato!

Así que el príncipe vió al gigante con los ojos abiertos, muy resuelto se acercó al caballo, que esta vez no chistó. Entonces lo montó, le apretó la tuerca y el caballo salió volando.

La luz había dicho al príncipe que antes de entrar en la ciudad volviera a apretar la tuerca para que el caballo descendiera, y que no se diera por entendido con el rey que sabía aquella cualidad de la bestia. Lo hizo así, y el rey lo recibió muy contento, pero el muy mala fe le dijo que todavía no le daría el Pájaro, si no cuando le trajera su hija, que había sido robada por el mismo gigante.

El joven no quiso contestar nada sino hasta que habló con la luz, quien le dijo que aceptara.

A la noche siguiente partieron y llegaron al palacio del gigante. La luz le aconsejó que llevara el caballo y que lo dejara amarrado entre un bosque cercano al palacio. El debería subir por una enredadera hasta una ventana iluminada, que era la ventana del comedor. A aquellas horas deberían estar cenando. Cuando viera que el gigante había bebido mucho vino y dejara caer la cabeza sobre la mesa, debía tirar unos terroncillos a la niña y le haría señas para que se acercara y lo siguiera.

Todo pasó dichosamente, porque el gigante se puso una buena juma y la princesa, que deseaba con toda su alma salir de las garras de aquel bruto, no dudó ni un minuto en seguir al joven que le pareció muy galán. Al príncipe también le pareció muy linda la niña y al punto se enamoró de ella. El caso es que los dos se gustaron.

Sin ninguna novedad llegaron al palacio, pero el rey, que era muy mala fe, le dijo que le pidiera cualquier otra cosa, pero que el Pájaro no se lo daba.

Entonces la luz le aconsejó que le pidiera que lo dejara dar tres vueltas por la plaza montado en el caballo, con la niña por delante y el Pájaro en su jaula en una mano. El rey convino, y para estar seguro, puso soldados en todas las bocacalles que daban a la plaza. El principe salió muy honradamente, pero al ir a acabar la tercera, apretó la tuerca y el caballo salió por aires, y al poco rato desapareció entre las nubes. Por supuesto que el rey se quedó jalándose las mechas y diciendo que bien merecido se lo tenía por tonto. A él no le había pasado por la imaginación que el príncipe supiera lo de la tuerca.

Bueno, pues, joven, al llegar a su país, apretó la tuerca, y el caballo bajó. Al pasar por una ciudad encontró a sus dos hermanos todos dados a la mala fortuna, que se habían engringolado en unas fiestas, se habían quedado sin un cinco y no sabían con qué cara llegar donde su padre.

Los dos hermanos sintieron una gran envidia por la suerte de su hermano menor que traía no sólo el Pájaro sino una linda princesa y un canallo maravilloso.

El joven los invitó a volver con él, pero ellos se negaron. Eso sí, le rogaron que les aceptara el convite que le hacían de ir a almorzar en un lugar en las afueras de la población. El, sin malicia, aceptó en seguida. Ellos hicieron beber al príncipe y a la princesa una bebida que era un nárcotico, y cuando estuvieron sin conocimiento, se llevaron al joven y lo echaron en un precipicio. Cuando la niña despertó, le dijeron que él se había ido a parrandear en unas fiestas que se celebraban en un pueblo vecino y que la había dejado abandonada. Pero que ellos no la desampararían y se la llevarían al palacio de su padre.

Volvieron a su casa y el rey y la reina se alegraron y ellos para que no supieran por qué el menor no aparecía, lo pusieron en mal, y les hicieron creer que ellos habían sido los de todo el trabajo y que la princesa era una niña loca que habían recogido en el camino. Pero no pudieron conseguir que el rey repartiera el reino entre los dos,porque le pasaron la cola del Pájaro Dulce Encanto y no surtió ningún efecto; el rey quedó tan ciego como antes.

Quiso Dios que la luz libró al joven de que no rodara entre el precipicio, sino que una rama lo agarró por el vestido y unos carreteros que pasaban lo oyeron gritar, se acercaron y lo ayudaron a salir de allí. Les dijo quién era y como se había hecho algunas heridas y no podía caminar ellos mismos lo llevaron al palacio del rey y a los cuatro días fueron llegando con él.

La princesa, que no había vuelto a hablar de la tristeza de la ausencia del joven, al verlo, se puso feliz y el Pájaro que no había vuelto a cantar, llenó el palacio con sus flautas y violines.

Pero el rey y la reina estaban muy enojados contra su hijo menor por los cuentos con que sus hermanos mayores habían venido, y no querían recibirlo. Él, entonces, contó lo que le había ocurrido; los carreteros atestiguaron; además, el joven para probar que era él quien había conseguido el Pájaro, lo cogió y pasó su cola por los ojos del rey, quien enseguido quedó con unos ojos tan buenos que le podían hacer frente a la luz del sol. Se conocieron las mentiras de los hermanos envidiosos, pero el príncipe que era un buenazo de Dios, no permitió que los castigaran, los abrazó y compartió el reino con ellos.

El se casó con la princesa, quien colgó de su ventana la jaula con el Pájaro Dulce Encanto, que diario tenía aquello hecho una retreta.

Cuando la luz vió feliz y tranquilo a su amigo, vino a decirle adiós: Mucho sintió el príncipe esta separación, pero la luz le dijo: --Ya cumplí, ya te demostré mi gratitud. Adiós y ahora hasta que nos volvamos a ver en la otra vida.

Y me meto por un huequito y me salgo por otro, para que ustedes me cuenten otro.


 

Abía una vez dos compadres guechos, uno rico y otro pobre. El rico era muy mezquino, de los que no dan ni sal para un huevo. Elpobre, iba todos los viernes al monte a cortar leña que vendía en la ciudad cuando estaba seca.

Uno de tantos viernes se extravió en la montaña, y le cogió la noche sin poder dar con la salida. Cansado de andar de aquí y de allá, resolvió subirse a un árbol para pasar allí la noche. Ató al tronco el burro que le ayudaba en su trabajo y él se encaramó casi hasta el cucurucho. Al rato de estar allí, vió de pronto que a lo lejos se encendía una luz. Bajó y se encaminó hacia ella. Cuando la perdía de vista, subía a un árbol y se orientaba. Al irse acercando, vió que se trataba de una gran casa iluminada, situada en un claro del bosque. Parecía como si en ella se celebrara una gran fiesta. Se oía música, cánticos y carcajadas.

El hombre aseguró su bestia y se fue acercando poquito a poco.

La parranda era muy adentro, porque las salas que estaban a la entrada se encontraban vacías. En puntillas se fue metiendo, se fue metiendo hasta que dió con lo que era. Se escondió detrás de una puerta y se puso a curiosear por una rendija: la sala estaba llena de brujas mechudas y feas que bailaban pegando brincos como los micos y que cantaban a gritos esta única canción:

Lunes y martes y miércoles tres.

Pasaron las horas y las brujas no se cansaban se sus bailes y siempre en su dele que dele:

Lunes y martes y miércoles tres.

Aburrido el compadre pobre de oir la misma cosa, agregó cantando con su vocecilla de guecho:

Jueves y viernes y sábado seis.

Gritos y brincos cesaron ...

--¿Quién ha cantado?-- preguntaron unas.

--¿Quién ha arreglado tan bien nuestra canción?-- decían otras.

--¡Qué cosa más linda! ¡Quien ha cantado así merece un premio!

Todas se pusieron a buscar y por fin dieron con el compadre pobre, que estaba en un temblor detrás de la puerta.

¡Ave María! No hallaban donde ponerlo: unas lo levantaban, otras lo bajaban y besos por aquí y abrazos por allá.

Una gritó: --Le vamos a cortar el guecho.

Y todas respondieron: --¡Sí, Sí!

El pobre hombre dijo: --¡Eso sí que no!

Pero antes de acabar, ya estaba la inventora rebanándole el guecho con un cuchillo, sin que él sintiera el menor dolor y sin que derramara una gota de sangre. Luego sacaron del cuarto de sus tesoros sacos llenos de oro y se los ofrecieron en pago de haberles terminado su canto.

El trajo su burro, cargó los talegos y partió por donde las brujas le indicaron. Al alejarse las oía desgañitarse:

Lunes y martes y miércoles tres. Jueves y viernes y sábado seis.

Sin dificultad llegó a su casita, en donde su mujer y sus hijos le esperaban acongojados porque temían que le hubiera pasado algo.

Les contó su aventura y mandó a su esposa que fuera adonde el compadre rico y le pidiese un cuartillo para medir el oro que traía.

Ella fue y dijo a la mujer del compadre rico, que estaba sola en casa: --Comadrita, ¿quiere prestarme el cuartillo? Es que vamos a medir unos frijoles que cogió mi marido.

Pero la mujer del compadre rico se puso a pensar: --Cállate, ¿acaso tu marido ha sembrado nada? ¿Quién mejor que nosotros sabe que no tienen más terreno que ese en que están clavadas las cuatro estacas del rancho?

Y untó de cola el fondo del cuartillo para averiguar qué iban a medir sus compadres pobres.

Estos midieron tantos cuartillos de oro que hasta perdieron la cuenta.

Al devolver la medida, no se fijaron que en el fondo habían quedado pegadas unas cuantas monedas. La comadre rica que era muy angurrienta, y que no podía ver bocado en boca ajena, al ver aquello se santiguó y se fue a buscar a su marido.

--Mirá, ¿vos decís que tu compadre es un arrnacado, que tiene casi que andar con una mano atrás y otra adelante para taparse, que no tiene ni donde caerse muerto? Pues estás muy equivocado ...

--Y la mujer mostró el cuartillo, contó lo ocurrido y lo estuvo cucando hasta que hizo al compadre rico irse a buscar al pobre.

--Ajá, compadrito --le dijo. --¡Qué indino es usté! ¿Conque tenemos que medir el oro en cuartillo?

El otro, que era un hombre que no mentía, contó su aventura sencillamente.

¡El rico volvió a su casa con una envidia!

La mujer le aconsejó que fuera al monte a cortar leña. --Quién quita-- le dijo-- que te pase lo mismo.

El viernes muy de mañana se puso en camino con cinco mulas y todo el día no hizo más que volar hacha.

Al anochecer se metió en lo más espeso de la montaña y se perdió.

Se subió a un árbol, vió la luz y se fue hacia ella. Llegó a la casa en donde las brujas celebraban cada viernes sus fiestas. Hizo lo mismo que su compadre pobre y se metió detrás de la puerta. Estaban las brujas en lo mejor de su canto:

Lunes y martes y miercoles tres Jueves y viernes y sábado seis

Cuando la vocecilla del guecho cantó, toda hecha un temblor:

Domingo siete ...

¡Ave María! ¡Para qué lo quiso hacer!

Las brujas se pusieron furiosísimas a jalarse las mechas y a gritar de cólera:

--¿Quién es el atrevido que nos ha echado a perder nuestra canción?

--¿Quién es quien ha salido con ese "Domingo siete"?

Y buscaban enseñando los dientes, como los perros cuando van a morder.

Encontraron al pobre hombre y lo sacaron a trompicones y jalonazos.

--Vas a ver la que te va a pasar, guecho de todita la trampa-- dijo una que salió corriendo hacia el interior. Luego volvió con una gran pelota entre las manos, que no era otra cosa que el guecho del compadre pobre, y ¡pan! lo plantó en la nuca del infeliz, en donde se pegó como si allí hubiera nacido. Le desamarraron las mulas, las libraron de sus cargas de leña y las echaron monte adentro.

Al amanecer fue llegando mi compadre rico a su casa con dos guechos, todo dolorido y sin sus cinco mulas y por supuesto, a la vieja se le regaron las bilis y tuvo que coger cama.


 


Date: 2016-01-14; view: 762


<== previous page | next page ==>
Abía una vez una Cucarachita Mandinga que estaba barriendo las gradas de la puerta de su casita, y se encontró un cinco. | Na viejita tenía una huerta que era una maravilla.
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.031 sec.)