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El joven llamado Cuervo

El joven llamado Cuervo volaba despacio por encima del bosque trazando grandes círculos. Cuando terminaba un círculo, se alejaba un poco y volvía a dibujar otro círculo perfecto sobre la siguiente zona. Diversos anillos se perfilaban en el cielo para, acto seguido, borrarse. Su mirada convergía en algún punto muy abajo, como si se tratara de un avión de reconocimiento que sobrevolara la zona. Parecía estar buscan­do algo. Pero no le resultaba fácil localizarlo. Bajo sus ojos, el bosque se extendía serpenteando y formaba grandes curvas como un mar sin tierra. El bosque vestía su verde y anónimo manto de ramas verdes que se entrelazaban y se superponían las unas a las otras. El cielo es­taba cubierto de nubes grises, no soplaba el viento. La anhelada luz no se hallaba en ninguna parte. En aquellos instantes, el joven llamado Cuervo tal vez era el pájaro más solo del universo. Pero no tenía tiem­po de reparar en ello.

Finalmente descubrió lo que parecía una abertura en el mar de vegetación y descendió en picado hacia aquel punto. Era un claro de bosque similar a una pequeña plaza. En aquel reducido espacio, hasta donde llegaba la luz del sol, crecía, como un símbolo de algo, la hierba verde. En un extremo del claro del bosque había una gran piedra plana y, sobre la piedra, un hombre sentado. Llevaba un chán­dal de color rojo brillante y, en la cabeza, un sombrero de copa ne­gro. Calzaba botas de alpinista de suela gruesa, a sus pies descansa­ba una bolsa de lona de color caqui. La indumentaria era bastante estrafalaria, pero eso al joven llamado Cuervo tanto le daba. Era la per­sona a quien estaba buscando. Y la apariencia era lo último que le importaba.

Al oír el batir de alas, el hombre levantó la vista y vio al joven lla­mado Cuervo posado en una gran rama cercana.

—¡Hola! —le dijo el hombre al joven con voz alegre.

El joven llamado Cuervo no respondió. Posado en la rama mira­ba fijamente, sin pestañear y con ojos inexpresivos, al hombre. Sólo ladeaba un poco, de vez en cuando, la cabeza.

-Sé quién eres -dijo el hombre. Alargó una mano, alzó ligeramen­te el sombrero de copa y se lo volvió a poner-. Ya suponía que apa­recerías de un momento a otro.

El hombre carraspeó, hizo una mueca, escupió al suelo. Luego res­tregó la suela del zapato, por encima del escupitajo, contra el suelo.

-Estaba descansando y me aburría un poco al no tener a nadie con quien hablar. ¿Qué? ¿Te vienes a mi lado? Podemos charlar un rato. Es la primera vez que te veo, pero no se puede decir que entre nosotros dos no haya nada -dijo el hombre.

El joven llamado Cuervo siguió con la boca firmemente cerrada. Incluso las alas las mantenía pegadas al cuerpo.



El hombre del sombrero de copa sacudió un poco la cabeza.

-¡Ah, claro! Ya comprendo. Es que tú no puedes hablar. Bueno, no importa. Permíteme que diga yo unas palabras. Aunque tú no puedas articular palabra, yo ya sé a qué has venido. En resumen, lo que tú no quieres es que yo siga adelante, ¿verdad? ¿No es cierto? Eso lo sé in­cluso yo. Lo preveía. Tú no quieres que prosiga. Pero yo, sin embargo, quiero avanzar. Y, si me preguntas por qué, pues te diré que es porque ésta es una de esas ocasiones que no se presentan todos los días. Y no quiero dejarla escapar. Porque ésta es una de esas oportunidades que se dan una sola vez en la vida.

Se propinó un golpe seco en la bota de alpinista a la altura del tobillo.

-Si empiezo por la conclusión, te diré que tú no podrás detenerme, porque tú no reúnes los requisitos para hacerlo. Yo, por ejemplo, pue­do tocar la flauta. Y en cuanto lo haga, tú ya no podrás acercarte a mí. Así son mis flautas. No sé si lo sabes, pero son un tipo de flautas muy especial. Muy distintas a las flautas normales y corrientes. Y tengo la bolsa llena de ellas.

El hombre alargó la mano y dio un golpecito a la bolsa que des­cansaba a sus pies. Luego volvió a levantar la vista hacia la gran rama donde estaba posado el joven llamado Cuervo.

-He hecho estas flautas con almas de gatos. Las he construido reuniendo las almas que les arrancaba mientras todavía estaban vivos. No es que no sintiera pena por los pobres animales, pero no podía ha­cer otra cosa. Estas flautas se encuentran más allá de principios vulgares como pueden ser el bien y el mal, el amor y el odio. Mi misión a lo largo de mucho tiempo ha sido construir estas flautas. Y yo he desempeñado bien mi trabajo, he cumplido mi papel. He llevado una vida de la que no debo avergonzarme ante nadie. Me casé, tuve un hijo, he hecho una cantidad de flautas suficiente. Y ahora ya no tengo que hacer más. Entre nosotros, hablando en confianza, te diré que voy a usar estas flautas que llevo aquí para hacer otra flauta más grande. Una flauta mucho más grande, más poderosa. Una flauta de grandes pro­porciones que será un sistema en sí misma. Ahora voy camino del lu­gar idóneo para construirla. Si esta flauta ha de servir para hacer el bien o para hacer el mal, eso, al fin y al cabo, no lo decidiré yo. Ni tú tampoco, por supuesto. Dependerá del lugar donde esté y del momen­to en que me encuentre. En este sentido soy un hombre sin prejuicios. No tengo prejuicios, como no los tienen la historia o los fenómenos atmosféricos. Y, justamente porque no los tengo, puedo transformar­me en un sistema.

Se quitó el sombrero de copa, se frotó los ralos cabellos de la coro­nilla con la palma de la mano, volvió a ponerse el sombrero y se alisó el ala con el dedo.

-Si tocara la flauta, te espantaría como a una mosca. Pero, de mo­mento, preferiría no hacerlo. Para tocar mis flautas se necesita mucha fuerza. Y no quiero desperdiciar mis fuerzas inútilmente. Quiero reservarlas, en lo posible, para más adelante. Además, tanto si toco la flauta como si no la toco, tú no podrás detenerme. Eso es más que obvio. -El hombre volvió a carraspear. Se frotó por encima del chándal su incipiente barriga-. ¿Sabes lo que es el limbo? El limbo es un territorio intermedio entre la vida y la muerte. Un lugar borroso y so­litario. Vamos, es el lugar donde ahora me encuentro. Este bosque, en definitiva. Yo estoy muerto. He muerto por voluntad propia. Sin embargo, aún no he entrado en el mundo siguiente. Es decir, que soy un alma en tránsito. Y un alma en tránsito no tiene forma. Yo me he limitado a adoptar, por el momento, este aspecto. Así que tú no pue­des herirme. ¿Entiendes? Por más sangre que llegara a derramar, no sería sangre verdadera. Por mucho que pudiera sufrir, mi sufrimiento no sería auténtico. A mí sólo puede destruirme quien reúna los requi­sitos para hacerlo. Y, por desgracia, no es tu caso. Porque tú, por decirlo de alguna manera, no eres más que una ilusión inmadura y de talla ínfima. Por más fuerte que sea tu determinación, no lograrás acabar conmigo.

El hombre se volvió hacia el joven llamado Cuervo y le sonrió alegremente.

—¿Qué? ¿Lo probamos?

Como si esas palabras fueran una señal, el joven llamado Cuervo desplegó las alas en toda su envergadura, abandonó la rama y se preci­pitó sobre el hombre. Un vuelo directo y rápido. Le clavó las garras en el pecho, echó la cabeza atrás y clavó con todas sus fuerzas la pun­ta del afilado pico en el ojo derecho del hombre. Mientras tanto, sus alas negras batían el aire con estrépito. El hombre no ofreció resisten­cia. No movió un brazo, no movió un dedo. No lanzó ni un solo alarido de dolor. Por el contrario, comenzó a reírse a carcajadas. El sombrero cayó al suelo, el globo ocular reventó en un instante, se desprendió de su cuenca, se desparramó por fuera. El joven llamado Cuervo se ensañó con los dos ojos del hombre. Cuando las dos cuen­cas oculares quedaron vacías empezó a asestarle, veloz como el rayo, picotazos en la cara, sin tregua, por donde podía. El rostro del hom­bre se cubrió de heridas, empezó a manar sangre. Su rostro se tiñó de rojo, la piel se desgarró, la carne saltó a jirones. El rostro quedó con­vertido en un instante en una masa sanguinolenta. Acto seguido, el joven llamado Cuervo hundió el pico sin piedad en la rala coronilla del hombre. Pero el hombre continuó riendo sin parar. Como si lo encontrara tan divertido que no pudiera contener la risa. Cuanto ma­yor era la saña con la que el joven llamado Cuervo lo atacaba, más estridentes eran las carcajadas del hombre.

Sin dejar de mirar al joven llamado Cuervo con las dos cuencas vacías, desprovistas de los globos oculares, y entre carcajadas, el hom­bre logró articular:

—¡Ja! ¡Ja! Que conste que ya te había avisado. ¡No me hagas reír! Por más que lo intentes, no podrás herirme. Porque tú, ¿sabes?, no cumples los requisitos para hacerlo. Tú no eres más que una vana ilu­sión. No eres más que un eco irrisorio. Hagas lo que hagas será inútil. ¿No lo has comprendido todavía?

En aquel momento, el joven llamado Cuervo asestó un picotazo dentro de la boca que soltaba aquellas palabras. Sus grandes alas se­guían batiendo con furia el aire, había perdido un montón de plumas negras y brillantes que danzaban por el espacio como fragmentos de alma. El joven llamado Cuervo le rasgó la lengua, se la perforó, introdu­jo el pico en aquel agujero y, tirando hacia fuera con todas sus fuerzas, lo­gró arrancársela. Era una lengua terriblemente gruesa y larga. Incluso después de haber sido arrancada de la garganta, la lengua seguía arras­trándose resbaladiza como un molusco, conformando las palabras que tejen las tinieblas. Sin lengua, el hombre, evidentemente, no pudo se­guir riendo. Al parecer, tampoco podía respirar. Pero, no obstante, aguantándose las ijadas, seguía riendo sin hacer ruido. El joven llamado Cuervo oyó esa risa muda. Unas carcajadas que no cesarían jamás, tan funestas y vacías como el aire que atraviesa un árido desierto lejano. Unas carcajadas que no dejaban de parecerse al sonido de una flauta que llegara de otro mundo.


 

Me despierto poco antes del amanecer. Caliento agua en el hor­nillo eléctrico, me preparo un té y me lo bebo. Me siento en una si­lla junto a la ventana, miro hacia fuera. En las calles no hay nadie, no se oye nada. A mis oídos no llegan los trinos de los pájaros matuti­nos. Por estar rodeado de las montañas, en este lugar amanece tarde y anochece pronto. Sólo un pálido resplandor, hacia el este, corona las montañas. Para ver la hora voy al dormitorio, cojo mi reloj, que he dejado junto a la cabecera de la cama, y lo miro. No funciona. La pantalla digital está apagada. Aprieto varios botones al tuntún para probar, pero no se produce cambio alguno. Las pilas no tenían por qué agotarse todavía. Pero el tiempo, mientras dormía, vete a saber por qué, tal vez se haya detenido. Vuelvo a dejar el reloj de pulsera sobre la mesilla, me froto con la mano derecha la muñeca de la mano iz­quierda, donde siempre llevo el reloj. Aquí el tiempo no es un factor im­portante.

Mientras contemplo aquel paisaje que no incluye pájaro alguno, me entran ganas de leer algo. Cualquier libro. Con tal de que tenga letra impresa y forma de libro me conformo. Cogerlo, hojearlo, recorrer con los ojos los caracteres que se alinean en sus páginas. Pero no hay ningún libro. Aquí no parece existir la letra impresa. Recorro de nuevo la habitación con la mirada. No alcanzo a ver nada escrito.

Abro la cómoda, estudio la ropa que contiene. Está cuidadosa­mente doblada y guardada dentro de los cajones. No hay ninguna prenda nueva. Toda la ropa está descolorida, con la tela desgastada tras múltiples lavados. Pero parece limpísima. Camisetas de cuello redondo y ropa interior. Calcetines. Polos de algodón. Pantalones de algodón. Todo aproximada -aunque no exactamente- de mi talla. Ninguna prenda lleva dibujo. Todas, sin excepción, son lisas. Parece como si, en el mundo, no hubieran existido jamás las telas estampadas. Por lo que puedo apreciar de una ojeada, ninguna prenda tiene la etiqueta de la marca. Aquí no hay nada escrito. Me quito la camiseta que llevaba, que huele a sudor, y me pongo una gris que hay en uno de los cajones. La camiseta huele a jabón y a sol.

Poco después -¿cuánto tiempo debe de haber transcurrido?- vie­ne la jovencita. Llama débilmente a la puerta y entra sin esperar res­puesta. En la puerta no hay llave ni nada parecido. La niña lleva una gran bolsa de lona colgada del hombro. El cielo que aparece a sus espaldas ya ha clareado del todo.

Al igual que la víspera, la jovencita se planta en la cocina y me hace una tortilla en una pequeña sartén negra. Cuando, tras calentar el aceite, casca los huevos y los echa en la sartén, suena un agradable chisporroteo. El olor a huevos frescos llena la habitación. Tuesta pan en una tostadora de formas rechonchas que recuerda las que apare­cen en las películas antiguas. La niña lleva el mismo vestido azul ce­leste que la noche anterior, también se ha vuelto a recoger el pelo hacia atrás con una horquilla. Tiene la piel suave y hermosa. Sus del­gados brazos, parecidos a la porcelana, relucen a la luz de la maña­na. Por la ventana abierta de par en par, tal vez con la finalidad de hacer este mundo un poco más completo, entra una pequeña abeja. Tras dejar la comida sobre la mesa, la niña se sienta en una silla cer­cana y me mira mientras como. Me tomo la tortilla de verduras, el pan untado con mantequilla fresca. Me bebo una infusión. Ella no prueba un solo alimento, no bebe nada. Todo parece repetirse igual que la no­che anterior.

-Las personas que hay aquí, ¿se hacen todas ellas la comida? -le pregunto-. No sé, como tú me la preparas a mí.

-Hay personas que se la hacen ellas mismas y otras a quienes se la preparan otros -dice ella-. Pero, por lo general, aquí nadie come

demasiado.

-¿Nadie come demasiado?

Ella asiente.

-Con comer a veces ya tienen bastante. A veces les entran ganas de comer y comen.

O sea, que nadie come como estoy comiendo yo ahora.

-¿Tú podrías pasarte un día sin comer?

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

-Pues las personas que hay aquí, aunque no coman en todo el día, no sienten hambre, y, de hecho, a veces incluso se olvidan de comer. A veces durante días.

-Pero yo todavía no me he acostumbrado a este lugar, así que, hasta cierto punto, tengo que comer.

-Es posible -dice ella-. Por eso yo te preparo la comida. La miro a la cara.

-¿Cuánto tardaré en acostumbrarme a este lugar?

-¿Cuánto tiempo? -repite ella. Y mueve despacio la cabeza en ademán negativo-. No lo sé. No es una cuestión de tiempo. No tiene nada que ver con la cantidad de tiempo. Cuando llegue el momento, tú ya te habrás acostumbrado.

Estamos hablando sentados cada uno a un lado de la mesa. Sus dos manos descansan sobre ésta. Una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Veo sus diez dedos, fuertes, sin titubeos, aquí presentes como algo real. La miro de frente. Contemplo el delicado temblor de sus pes­tañas, cuento sus parpadeos. Observo la pequeña oscilación de su fle­quillo. No puedo apartar los ojos de ella.

-¿El momento?

-El momento en que tú descubras que no es necesario cortarte algo de ti mismo para arrojarlo fuera. Nosotros no lo desechamos, nosotros lo asimilamos en nuestro interior.

-¿Y yo lo asimilaré en mi interior?

-Sí.

-Entonces -pregunto-, cuando lo haya asimilado, ¿qué diablos ocurrirá?

La niña reflexiona con la cabeza algo ladeada. Un gesto muy natural. Su flequillo también se ladea al compás del movimiento de la cabeza.

-Pues, quizá, que tú seas enteramente tú -dice.

-O sea, que yo ahora no soy enteramente yo.

-Tú, ahora, eres tú más que de sobra -dice ella. Reflexiona un po­co-. A lo que yo me refiero es a algo ligeramente diferente. Pero no sé explicarlo con palabras.

-¿Que no lo entenderé hasta que llegue el momento en que lo experimente en realidad?

Ella asiente.

Cuando me empieza a resultar duro mirarla, cierro los ojos. Vuelvo a abrirlos enseguida. Para asegurarme de que ella todavía sigue allí.

—¿Aquí vivís en comunidad?

Ella vuelve a reflexionar.

—Aquí todos vivimos juntos y algunas cosas son de uso común. Como, por ejemplo, las duchas, la central eléctrica o el intercambio co­mercial. Sobre el uso de estas cosas hay una especie de acuerdos sen­cillos. Nada del otro mundo. Cosas que se pueden entender sin pensar demasiado, cosas que se pueden comunicar sin tener que traducirlas en palabras. Por lo tanto, casi no hay nada sobre lo que yo pueda decirte: «Esto se hace así», o «Aquí tienes que hacer esto otro». Lo más importante es que aquí cada uno es quién es y qué vamos diluyéndonos en lo que nos rodea. Si actúas de este modo, no tendrás ningún problema.

—¿Diluirse?

—Es decir, que cuando tú estás en el bosque, tú eres, sin fisuras, par­te del bosque. Cuando estás bajo la lluvia, tú eres, sin fisuras, parte de la lluvia que cae. Cuando estás inmerso en la mañana, tú eres, sin fisu­ras, parte de la mañana. Cuando estás delante de mí, tú eres parte de mí. De eso se trata. Explicado de una manera fácil de entender.

—Cuando tú estás frente a mí, eres parte de mí.

—Sí.

—¿Y qué sensación produce eso de que siendo completamente tú pases a formar parte, sin fisuras, de otra cosa?

Ella me mira de frente. Se toca la horquilla del pelo.

—Que yo, siendo yo, pase a ser una parte sin fisuras de ti es algo muy natural cuando te acostumbras, incluso algo muy sencillo. Como volar por el cielo.

¿Puedes volar por el cielo?

—Sólo era un ejemplo —dice ella sonriendo. Una sonrisa por el pla­cer de sonreír. Desprovista de significados profundos o de sentidos ocultos—.Tampoco puedes entender qué es volar por el cielo hasta que vuelas de verdad. Se trata de lo mismo.

—Pero se trata de algo natural en lo que no hace falta pensar, ¿no es así?

Asiente.

—Sí. Es algo muy natural, muy plácido, muy agradable, en lo que no hace falta pensar. Algo sin fisuras.

—¿No te estaré haciendo demasiadas preguntas?

—En absoluto. Para nada —dice—. Pero me gustaría poder explicárte­lo mejor.

—¿Tienes recuerdos?

Ella vuelve a sacudir la cabeza. Deposita de nuevo las manos so­bre la mesa. Esta vez con las palmas hacia arriba. Ella se las mira un instante. Pero en su rostro no aflora expresión alguna.

—No tengo recuerdos. Donde no es importante el tiempo, tampo­co lo son los recuerdos. Por supuesto, me acuerdo de lo de ayer. Yo vine aquí y te preparé un estofado de verduras. Y tú te lo comiste todo, ¿verdad? De lo que sucedió anteayer también me acuerdo de algo. Pero ya no recuerdo lo anterior. El tiempo se va disolviendo en mí, for­ma un todo, no puedo distinguir una cosa de la siguiente.

—Los recuerdos aquí no son algo tan importante.

Ella sonríe.

—Sí. Los recuerdos aquí no son algo tan importante. La memoria ya la trata la biblioteca.

Cuando ella se va, me acerco a la ventana y dejo que se me calien­ten las manos al sol de la mañana. La sombra de mis manos se proyec­ta en el alféizar. Se distingue claramente la forma de los cinco dedos. La abeja deja de volar y se posa en silencio en el cristal de la ventana. También ella parece estar, al igual que yo, sumergida en serias medita­ciones.

Poco después de que el sol haya alcanzado su punto más alto, ella me visita. Pero no es la señora Saeki bajo la forma de la jovencita. Llama débilmente a la puerta, abre la puerta. Por un instante me cues­ta discernir entre ella y la jovencita. Las cosas pueden sufrir fácilmente una alteración a causa de sutiles cambios de la luz debidos a la forma en que sopla el viento. Me da la impresión de que ella se convertirá de un momento a otro en la jovencita, y de que, acto seguido, volve­rá a ser la señora Saeki. Pero esto no ocurre. Frente a mí está la señora Saeki, y nadie más.

—Buenas tardes —me saluda la señora Saeki con voz muy natural. Como cuando nos cruzábamos por el pasillo en la biblioteca. Lleva una blusa azul marino y, como es de esperar, una falda hasta las ro­dillas también de color azul marino. El fino collar de plata, el par de pequeñas perlas en los lóbulos de las orejas. Su aspecto habitual. Sus tacones resuenan con un ruido seco en el entarimado del porche. Este sonido contiene algo inapropiado, que no casa con el lugar.

La señora Saeki, de pie en el umbral, un poco alejada de mí, me observa con atención. Como si quisiera comprobar si soy realmente yo. Claro que soy mi yo verdadero. Al igual que ella es la auténtica señora Saeki.

-¿Quiere pasar a tomar un té? -pregunto.

-Gracias -dice la señora Saeki. Y, finalmente, como si hubiese to­mado una decisión, accede a la estancia.

Voy a la cocina, enchufo el calentador eléctrico, caliento agua. Mientras tanto acompaso mi respiración. La señora Saeki toma asien­to frente a la mesa. En la misma silla donde se ha sentado antes la niña.

-Parece que nos encontremos en la biblioteca.

-Sí, es cierto -asiento-. Aunque sin café y sin Ôshima.

-Y sin un solo libro -dice la señora Saeki.

Hago una infusión, la sirvo en dos tazas, las llevo a la mesa. Nos sentamos cara a cara. A través de la ventana abierta llega el trino de los pájaros. La abeja sigue durmiendo en el cristal de la ventana.

La señora Saeki es la primera en hablar.

-La verdad es que no me ha sido nada fácil llegar hasta aquí. Pero tenía que verte y hablar contigo.

Asiento.

-Gracias por venir.

Ella esboza la sonrisa de siempre.

-Tenía que decírtelo -confiesa. Su sonrisa es casi idéntica a la de la niña. Pero la de la señora Saeki posee más profundidad. Esta sutil diferencia hace que se me estremezca el corazón.

La señora Saeki sostiene la taza envolviéndola con ambas manos. Contemplo las dos pequeñas perlas blancas en los lóbulos de sus ore­jas. Ella reflexiona unos instantes. Tarda más que de costumbre en pensar.

-He quemado todos mis recuerdos -dice escogiendo las palabras despacio-. Todos se han convertido en humo y han desaparecido en el cielo. Así que algunas cosas no podré seguir recordándolas por mucho tiempo. Olvidaré. Algunas cosas, todas las cosas. También a ti. Por eso quería hablar contigo lo antes posible, aunque sólo fuera unos instan­tes. Mientras mi mente todavía pueda recordar.

Doblo el cuello y miro la abeja en el cristal de la ventana. En el alféizar, la sombra de la abeja negra se proyecta en un único punto.

-Lo más importante de todo -dice la señora Saeki en voz baja­ es que tienes que salir de aquí lo antes posible. Cruza el bosque, vete y vuelve a tu vida de antes. Porque la puerta de entrada no tardará en cerrarse. Prométeme que lo harás.

Sacudo la cabeza.

-Señora Saeki, usted no lo entiende. Yo no tengo mundo al que vol­ver. A mí nadie me ha querido, nadie me ha necesitado en toda mi vida. Aparte de mí, jamás he tenido a nadie en quien confiar. La «vida de antes» de la que usted habla para mí no tiene ningún sentido.

-A pesar de ello, debes volver.

-¿Aunque allí no tenga nada? ¿Aunque no haya nadie que desee que yo esté allí?

-No es así -dice ella-. Yo lo deseo. Yo deseo que tú estés allí.

-Pero usted no está allí. ¿No es cierto?

La señora Saeki baja la mirada hacia la taza, que rodea con ambas manos.

-Sí. Por desgracia, yo ya no estoy allí.

-Entonces, ¿qué quiere usted de mí una vez que esté yo de vuelta?

-Quiero una sola cosa -responde la señora Saeki. Alza los ojos, me mira de frente-. Quiero que te acuerdes de mí. Si tú me recuerdas, no me importará que el resto del mundo me olvide.

El silencio se abate sobre nosotros. Un silencio profundo. Dentro de mi pecho crece una pregunta. Tan enorme que me obstruye la gar­ganta y me corta la respiración. Pero consigo tragármela.

Le pregunto otra cosa:

-¿Tan importantes son los recuerdos?

-Depende -dice ella. Cierra los ojos con desmayo-. A veces no hay nada tan importante como los recuerdos.

-Pero usted ha quemado los suyos.

-Ya no me servían para nada -dice la señora Saeki apoyando am­bas manos sobre la mesa, una junto a la otra, con las palmas hacia abajo. Exactamente igual que ha hecho antes la niña-. Tamura, quiero pedirte un favor. Llévate el cuadro.

-¿El cuadro de la orilla del mar? ¿El que estaba colgado en la ha­bitación de la biblioteca donde me alojaba yo?

-Sí. Kafka en la orilla del mar. Quiero que te lo lleves. A donde sea. A donde vayas en el futuro.

-Pero aquel cuadro debe de pertenecer a alguien.

La señora Saeki sacude la cabeza.

-Es mío. Antes de irse a Tokio, él me lo regaló. Desde entonces siempre lo he tenido junto a mí y, adondequiera que haya ido, siem­pre lo he colgado en mi cuarto. Cuando empecé a trabajar en la bi­blioteca Kómura, lo devolví a su habitación. A su lugar de origen. En el cajón de mi escritorio hay una carta dirigida a Ôshima en la que digo que te cedo el cuadro. En primer lugar, originalmente, aquel cuadro era tuyo.

-¿Mío?

Asiente.

-Sí. Tú estabas allí. Yo estaba a tu lado y te miraba. Hace mucho, muchísimo tiempo, en la orilla del mar. Soplaba el viento, unas nu­bes blanquísimas flotaban en el cielo y siempre era verano.

Cierro los ojos. Estoy en la playa, en verano. Estoy tendido en una tumbona. Puedo sentir el tacto áspero de la lona en la piel. Lle­no mis pulmones del olor a agua marina. Aunque cierre los párpados sigue deslumbrándome la luz del sol. Se oye el rumor de las olas. El rumor se aleja y se acerca como si oscilara movido por el tiempo. Un poco más allá, alguien me está pintando. A su lado hay sentada una niña con un vestido azul celeste de manga corta. La niña mira hacia donde yo estoy. Lleva un sombrero de paja, con una cinta blanca, y deja escurrir la arena entre los dedos. Tiene el pelo liso, los dedos largos y fuertes. Dedos de pianista. Bañados por la luz del sol, sus brazos brillan, tersos como la porcelana. En las comisuras de sus labios se dibu­ja una sonrisa espontánea. Yo la amo. Ella me ama.

Éstos son mis recuerdos.

-Quiero que conserves siempre el cuadro -dice la señora Saeki.

Se levanta, se acerca a la ventana. Mira hacia fuera. Hace poco que el sol ha alcanzado su cénit. La abeja sigue durmiendo. La seño­ra Saeki alza la mano derecha, se la pone en la frente formando vi­sera y mira a lo lejos. Luego se vuelve hacia mí.

-Me tengo que ir -dice.

Me levanto, me acerco a ella. Su oreja roza mi cuello. Noto el tacto duro de la perla. Apoyo las palmas de las manos en su espalda. Como si intentara descifrar algún enigma. Su pelo acaricia mi mejilla. Sus manos me abrazan con fuerza. Las puntas de sus dedos se me clavan en la espalda. Dedos que se aferran a una pared llamada tiempo. Huele a mar. Se oye el rumor de las olas rompiendo en la playa. Alguien me está llamando. En la lejanía.

-¿Es usted mi madre? -le pregunto al fin.-Tú ya deberías conocer la respuesta -dice la señora Saeki.

Sí. La conozco. Pero ni ella ni yo podemos formularla con pala­bras. Si lo hiciéramos, todo perdería su sentido.

-Hace mucho tiempo abandoné a alguien a quien no debería haber abandonado -me revela la señora Saeki-. Al ser que amaba por enci­ma de todas las cosas. Me aterraba perderlo, así que tuve que dejarlo yo. Antes de que me lo arrebataran o de que desapareciera por cual­quier circunstancia fortuita preferí abandonarlo yo. Por supuesto, tam­bién estaba presente un sentimiento de ira que no amainaba. Pero me equivoqué. Jamás tenía que haberlo abandonado.

Permanezco en silencio.

-A ti te abandonó alguien que, a su vez, nunca debió ser abando­nado -dice la señora Saeki-. ¿Podrás perdonarme?

-¿Tengo derecho a hacerlo?

Inclinada sobre mi hombro, ella asiente varias veces.

-Si no te lo impiden la ira y el miedo.

-Señora Saeki, si tengo derecho a hacerlo, la perdono -digo.

Madre, dices, yo te perdono. Y algo helado que se halla dentro de tu corazón empieza a crujir.

La señora Saeki se deshace del abrazo en silencio. Se quita una horquilla del pelo y, sin titubear, se clava la afilada punta en la parte interior del brazo izquierdo. Violentamente. Y, con la mano derecha, se presiona la vena con fuerza. La sangre empieza a manar de la he­rida. La primera gota cae al suelo con un estrépito inesperado. Lue­go, sin decir nada, la señora Saeki me tiende el brazo. Vuelve a caer otra gota al suelo. Me inclino y poso los labios sobre la herida. Lamo la sangre con la lengua. Con los ojos cerrados, la saboreo. Me lleno la boca de sangre, me la bebo despacio. Recibo su sangre en el fondo de la garganta. Y la piel reseca de mi corazón la va absorbiendo en si­lencio. Por primera vez comprendo cuánto necesitaba yo esta sangre. Mi mente se halla en un mundo terriblemente lejano. Pero, al mismo tiempo, mi cuerpo permanece aquí. Igual que un espíritu vivo. Llego a pensar que me gustaría beber hasta la última gota de su sangre. Pero no puedo hacerlo. Aparto los labios de su brazo, la miro.

-Adiós, Kafka Tamura -se despide la señora Saeki-. Vuelve al lu­gar de donde has venido y continúa viviendo.

-Señora Saeki -digo.

-¿Qué?

-No le encuentro sentido a la vida.

Ella aparta las manos de mi cuerpo. Alza la vista hacia mi rostro. Alarga la mano, posa un dedo sobre mis labios.

-Mira el cuadro -me dice en voz baja-. Mira siempre el cuadro, tal como hacía yo.

La señora Saeki se va. Abre la puerta y sale sin mirar atrás. Cierra la puerta. De pie junto a la ventana, observo cómo se aleja su silueta. Desaparece a paso rápido detrás de un edificio. Con la mano apoyada en el alféizar de la ventana, me quedo contemplando indefinida­mente el lugar por donde ha desaparecido. Tal vez se le haya olvi­dado decirme algo y regrese de nuevo. Pero la señora Saeki no vuel­ve. A sus espaldas sólo ha dejado un hueco, la forma que ha tomado su ausencia.

La abeja dormida se despierta y empieza a zumbar a mí alrededor. Poco después, como si de repente se acordara de algo, sale por la ven­tana abierta. El sol sigue brillando. Vuelvo a la mesa, me siento en una silla. En su taza aún queda un poco de infusión. No toco la taza, la dejo tal como está. Esta taza pronto será una metáfora de los re­cuerdos que se irán perdiendo.

Me quito la camiseta, vuelvo a vestirme con la que olía a sudor. Cojo el reloj muerto, me lo pongo en la muñeca izquierda. Me pon­go la gorra de Oshima con la visera hacia atrás, las gafas de sol azul celeste. Me pongo la camisa de manga larga. Voy a la cocina, me lleno un vaso de agua, me lo bebo de un tirón. Dejo el vaso en el fregade­ro, me doy la vuelta, barro la habitación con la mirada. Hay una mesa, y sillas. La silla donde estaba sentada la niña, y la señora Saeki. En­cima de la mesa todavía queda una taza de infusión a medio beber. Cierro los ojos, respiro hondo una vez. «Tú ya deberías conocer la res­puesta», dice la señora Saeki.

Abro la puerta, salgo. Cierro la puerta. Desciendo los escalones del porche. Mi sombra se proyecta nítidamente en el suelo. Parece adheri­da a mis pies. El sol todavía está alto.

En la entrada del bosque, los dos soldados me esperan apoyados en el tronco de un árbol. Al verme no me hacen una sola pregunta. Pare­cen saber de antemano qué estoy pensando. Llevan el fusil en bando­lera, como antes. El soldado alto tiene unas briznas de hierba en las co­misuras de los labios.

La puerta de entrada sigue abierta -dice el soldado alto, todavía con las briznas en las comisuras de los labios-. Al menos lo estaba cuando la he visto hace un rato.

-¿No te importa que avancemos tan rápido como ayer? -pregun­ta el soldado fornido-. ¿Podrás seguirnos?

-No habrá problema. Os seguiré.

-Si cuando lleguemos allí nos encontramos la puerta cerrada, no habrá manera de regresar, ¿vale? -me dice el soldado alto.

-En ese caso, no te habrá servido de nada intentarlo, ¿sabes?

-Sí -digo.

-¿Estás seguro de que quieres marcharte? -me pregunta el solda­do alto.

-Sí.

-Entonces, démonos prisa.

-Es mejor que no mires atrás -me dice el soldado fornido.

-Sí, mejor será que no lo hagas -conviene el soldado alto. Volvemos a cruzar el bosque.

Sin embargo, mientras subo una cuesta, lanzo una rápida ojeada a mis espaldas. Los soldados me han dicho que no lo haga, pero no puedo evitarlo. Es la última oportunidad que tengo de ver el pueblo abajo, a mis pies. Una vez pasado este punto, la muralla de árboles me obstruirá la vista y ese mundo se borrará de mis ojos posiblemen­te para siempre.

Por las calles sigue sin verse un alma. El hermoso río que cruza la cuenca fluye a lo largo de una calle donde se alinean pequeños edi­ficios, y los postes de la electricidad, plantados a intervalos regulares, proyectan sus oscuras sombras en el suelo. Por un instante me que­do helado en ese punto. Pienso que tengo que volver suceda lo que suceda. Al menos quiero quedarme hasta el anochecer. Cuando el sol se ponga, la niña de la bolsa de lona volverá a mi habitación. Cuan­do la necesite, ahí estará. Un calor inunda de repente mi pecho, un po­deroso imán me atrae hacia atrás. Mis pies no pueden moverse, como si estuviesen enterrados en plomo. A la que dé un solo paso hacia de­lante, ya no podré volver a verla jamás. Me detengo. Pierdo de vista el paso del tiempo. Quiero llamar a los soldados que avanzan delan­te de mí. No quiero volver, quiero quedarme aquí. Pero no logro emi­tir ningún sonido. Las palabras han perdido la vida.

En este momento estoy atrapado entre el vacío y el vacío. Ya no comprendo qué es lo correcto y qué no lo es. Ni siquiera sé qué de­seo. Estoy solo en medio de una espantosa tempestad de arena. Alargo el brazo y ni siquiera alcanzo a ver el extremo de la mano. No puedo moverme. Me envuelve una arena blanca y fina, como polvo de huesos. Pero la señora Saeki me habla desde algún lugar.

-A pesar de ello tienes que volver -me dice con tono resuelto-. Yo lo deseo. Yo deseo que estés allí.

El hechizo se ha roto. Vuelvo a ser uno solo. La sangre caliente vuelve a mi cuerpo. Es la sangre que ella me ha cedido. Su última san­gre. Un instante después avanzo en pos de los soldados. Doblo un re­codo y el pequeño mundo entre las montañas se borra de mi campo vi­sual. Desaparece absorbido entre un sueño y otro. A partir de ahora me concentro únicamente en cruzar el bosque. En no perder el camino. En no apartarme de él. Eso es lo primordial.

La puerta de entrada todavía está abierta. Aún falta para que ano­chezca. Les doy las gracias a los dos soldados. Ellos se descargan los fusiles de la espalda, vuelven a tomar asiento sobre la gran roca pla­na. El soldado alto se lleva unas hierbas a la comisura de los labios. No tienen la respiración entrecortada.

-No olvides lo de la bayoneta -me dice el soldado alto-. Se la cla­vas en el estómago al enemigo y la empujas hacia un lado. Luego vas retorciéndola hasta hacerle trizas las vísceras. Si no, vas a ser tú quien acabe con la bayoneta clavada en el estómago. El mundo exterior es así.

-No sólo eso, hombre -dice el soldado fornido.

-Claro -admite el soldado alto. Y carraspea-. Me refería a la parte oscura.

-Además es muy difícil discernir entre el bien y el mal -dice el soldado fornido.

-Pero debes hacerlo -dice el soldado alto.

-Posiblemente -conviene el soldado fornido.

-Otra cosa -dice el soldado alto-. Una vez que te alejes de aquí, no puedes volver la vista atrás ni una sola vez hasta que llegues a tu destino.

-Es algo muy importante -dice el soldado fornido.

-Hace un rato, pese a todo, has logrado escabullirte -dice el solda­do alto-. Pero ahora la historia va mucho más en serio. Hasta que lle­gues no te vuelvas ni una sola vez.

Bajo ningún concepto -me advierte el soldado fornido.

-De acuerdo -digo yo. Les doy las gracias de nuevo, me despido de ellos.

-Adiós -les digo.

Ellos se ponen en pie, dan un taconazo y hacen el saludo militar. Probablemente no vuelva a verlos jamás. Lo sé yo. Y lo saben ellos. Nos separamos.

Apenas recuerdo qué camino he seguido para volver a la cabaña de Oshima después de despedirme de los soldados. Me da la sensación de que he ido pensando en otra cosa mientras atravesaba el bosque. Pero no me he extraviado. Recuerdo vagamente haber encontrado la mochila que a la ida había tirado a un lado del camino, y haberla reco­gido casi en un acto reflejo. Lo mismo ha sucedido con la brújula, la podadera, el aerosol. También recuerdo el momento en que han apa­recido las señales amarillas con que yo había marcado los troncos de los árboles. Parecían escamas que hubiera dejado a su paso una polilla gi­gantesca.

De pie en el espacio abierto delante de la cabaña, alzo la vista al cielo. Me doy cuenta de lo vivos que son los sonidos de la naturale­za a mí alrededor. Los trinos de los pájaros, el murmullo del ria­chuelo, el susurro del viento meciendo las hojas de los árboles. To­dos sonidos humildes. Pero llegan a mis oídos con una viveza y una intimidad asombrosas, como si se me hubieran destapado de repen­te las orejas. Todos los sonidos están ligados, entrelazados, pero se puede distinguir claramente cada uno de ellos. Lanzo una ojeada al reloj que llevo en la muñeca. En un momento u otro ha empezado a funcionar. En la pantalla verde figuran los dígitos de la hora, y los números van sucediéndose el uno al otro como si nada hubiera su­cedido. Son las 4:16.

Entro en la cabaña, me acuesto en la cama vestido. Tras haber atra­vesado aquel bosque tan denso, mi cuerpo necesita imperiosamente descansar. Me tiendo boca arriba, cierro los ojos. Hay una abeja des­cansando en el cristal de la ventana. Bañados a la luz del sol, los brazos de la niña brillan como la porcelana. «Es un ejemplo», dice ella.

-Mira el cuadro -dice la señora Saeki-. Como hacía yo.

La blanquísima arena del tiempo se escurre a través de los delgados dedos de la niña. Se oye un tenue rumor de olas rompiendo en la ori­lla. Suben, bajan, se deshacen. Suben, bajan, se deshacen. Mi concien­cia está siendo absorbida dentro de una especie de corredor oscuro.


 

-iMe rindo! -repitió Hoshino.

-No tienes por qué rendirte, Hoshino -dijo el gato negro con aire fatigado. Tenía la cara grande y parecía bastante viejo-. Total, te estabas aburriendo, ¿no? Hasta el punto de pasarte el día hablando con una piedra.

-¿Puedes hablar como las personas?

-Yo no estoy hablando como las personas.

-No lo entiendo. Entonces, ¿cómo estamos charlando los dos tan ricamente? Un gato y una persona.

-Porque los dos nos hallamos en el borde del mundo, hablando una lengua común. Sólo eso.

Hoshino reflexionó.

-¿Borde del mundo? ¿Una lengua común?

-Mira, si no lo entiendes, déjalo correr. Es que es un poco largo de explicar -dijo el gato con unas cortas y displicentes oscilaciones de rabo.

-iEh, tú, chaval! ¿No serás el Colonel Sanders, por casualidad? -dijo el joven.

-¿El Colonel Sanders? -dijo el gato, malhumorado-. ¿Y ése quién es? Yo soy yo, y nadie más. Soy un gato normal y corriente. -¿Tienes nombre?

-Hasta aquí llego.

-¿Y cómo te llamas?

-Toro -dijo el gato con reluctancia.

-¿Toro? -repitió el joven.

Sí, pero el toro' del sushi, ¿eh? -dijo el gato-. La verdad es que mi dueño es el propietario de una sushi-ya del barrio. También tiene un perro, y al perro lo llama Tekka.

-¿Y cómo sabías mi nombre?

-A estas alturas eres bastante famoso, ¿sabes? -dijo Toro, el gato negro, y sonrió durante unos instantes.

Era la primera vez que Hoshino veía sonreír a un gato. Pero la sonrisa se borró enseguida y el gato volvió a adoptar su expresión dó­cil de costumbre.

-Los gatos lo sabemos todo -dijo el gato-. Que el señor Nakata murió ayer, que aquí hay una piedra muy importante, todo lo que ha ocurrido por la zona, no hay nada que nosotros no sepamos. Como vivimos tantos años.

-¡Ya! -dijo el joven admirado-. Pero estamos hablando aquí de pie, ¿por qué no pasas adentro?

El gato sacudió la cabeza sin moverse de encima de la barandilla.

-No, estoy bien aquí. Dentro no me siento tranquilo y, además, hace buen tiempo. ¿Por qué no hablamos aquí?

-A mí tanto me da un sitio como otro -dijo Hoshino-. ¿Qué? ¿Tienes hambre? Algo encontraremos para comer, digo yo. El gato sacudió la cabeza.

-Pues, aquí donde me ves, a mí la comida no me falta. Mi proble­ma es más bien el contrario. No comer tanto. Estando en una sushi­ya, debo tener cuidado con el colesterol. Además, a la que engordo, me cuesta andar arriba y abajo.

-Dime, Toro -dijo el joven-. ¿Qué te ha traído hoy por aquí?

-Pues, mira -dijo el gato-. He pensado que quizás estarías en apu­ros. Te has quedado solo, con ese asunto tan complicado de la piedra aún por resolver.

-Exacto. Es tal como dices. Vamos, que me encuentro en un ca­llejón sin salida.

-Y he venido a echarte una mano.

-Pues te lo agradecería mucho -dijo el joven-. Ya lo dicen, ¿no? «Está tan apurado que hasta le pediría ayuda a un gato.»

-El problema es la piedra -dijo Toro. Luego sacudió reiterada­mente la cabeza para ahuyentar a una mosca.

-Una vez devuelvas la piedra a su sitio se te habrán acabado los problemas. Podrás ir a donde quieras. ¿No es así?

Pues sí. Una vez haya cerrado la puerta de entrada se habrá acabado la historia. Tal como dijo Nakata, lo que se ha abierto, se tiene que cerrar. Es una regla.

-¿Quieres que te diga entonces lo que debes hacer?

-¿Lo sabes? -preguntó Hoshino.

-Claro que lo sé -dijo el gato-. Te lo acabo de decir. Los gatos lo sabemos todo. A diferencia de los perros.

-Y, dime, ¿qué debo hacer?

-Matar a aquel tipo -dijo el gato dócilmente.

-¿Matar? -repitió Hoshino.

-Sí, Hoshino. Tú debes matar a aquel tipo.

-¿Y quién es?

-Cuando lo veas, lo sabrás. ¡Ah! Es él -dijo el gato negro-. Pero mientras no lo veas, no lo sabrás. Para empezar, él no tiene una forma definida. Adopta una u otra según le conviene.

-¿Es una persona?

-No. Esto sí que te lo puedo asegurar.

-¿Y qué pinta tiene?

-No lo sé -contestó Toro-. Te lo acabo de decir. En cuanto le eches una ojeada lo sabrás. Mientras no lo veas, no lo sabrás.

Hoshino suspiró.

-¿Y cuál es la verdadera identidad del tipo ese?

-Tú no necesitas saber eso -dijo el gato-. Es muy difícil de expli­car y, encima, quizá sea mejor que no lo sepas. Sea como sea, el tipo ahora está agazapado, esperando. Escondido en la oscuridad, conte­niendo la respiración, observando lo que sucede a su alrededor. Pero no podrá quedarse eternamente inmóvil. Tendrá que salir antes o des­pués. Es posible que hoy mismo. Y él, entonces, se cruzará sin falta en tu camino. Es una oportunidad única.

-¿Una oportunidad única?

-Sí. Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años -explicó-. Tú tienes que esperarlo y matarlo. Entonces se habrá acabado la his­toria y tú podrás irte finalmente a donde quieras.

-Y si me lo cargo, ¿no tendré luego problemas con la ley?

-Yo, de leyes, no entiendo -dijo el gato-. Al fin y al cabo soy un gato. Pero el tipo ese no es un hombre, así que no creo que tenga nada que ver con la justicia. Sea como sea, es importantísimo acabar con él. Eso lo sabe incluso un gato normal y corriente.

Pero ¿cómo debo matarlo? Ni siquiera sé el tamaño que tiene, ni la pinta que tiene. No sé absolutamente nada. Así no se pueden hacer planes para matar a alguien, ¿no te parece?

-No importa cómo lo hagas. Puedes golpearlo con un martillo. Clavarle un cuchillo. Estrangularlo. Quemarlo. Matarlo a mordiscos. Utiliza el método que prefieras. Lo importante es que deje de respi­rar. Debes liquidarlo con firmeza y determinación. Tú estuviste en el Ejército de Autodefensa, ¿verdad? Aprendiste a disparar un fusil gra­cias al dinero de los contribuyentes, ¿no? Aprendiste a utilizar la ba­yoneta, ¿no? Eres un soldado, ¿no? Pues entonces debes de ser capaz de decidirlo tú solito.

-En el ejército aprendí las técnicas de combate normales -protestó Hoshino débilmente-. Pero nadie me enseñó cómo tender una emboscada y machacar con un martillo a una cosa grande que no es una persona y que ni siquiera sé qué forma tiene.

-Él intentará pasar por la «puerta de entrada» -dijo el gato ignorando las palabras del joven-. Pero no debe hacerlo. No tiene que en­trar bajo ningún concepto. Hay que detenerlo antes de que acceda a la «puerta de entrada». Esto es fundamental. ¿Lo has comprendido? Si dejamos escapar esta oportunidad, no tendremos otra.

-Una ocasión que sólo se da una vez cada mil años.

-Exacto -dijo Toro-. Claro que eso es sólo una expresión.

-Pero, Toro, el tipo ese puede ser muy peligroso, ¿no? -preguntó Hoshino medrosamente-. ¿Y si es él el que acaba matándome a mí?

-Mientras se esté desplazando quizá no sea tan peligroso -dice el gato-. Pero en cuanto deje de moverse sí puede serlo. Y mucho. Por lo tanto, no dejes pasar la oportunidad de atacarlo mientras esté en mo­vimiento. Dale entonces el golpe de gracia.

-¿Quizá? -pregunta Hoshino.

El gato negro no respondió. Con los ojos entrecerrados se despe­rezó sobre la barandilla y se incorporó despacio.

-Hasta luego, Hoshino. No metas la pata y mátalo. Si no, Nakata no acabará de morir del todo. No podrá descansar en paz. Y tú apreciabas mucho a Nakata, ¿verdad?

-Sí, era un buen hombre.

-Entonces, mata a ese tipo. Ya sabes, una gran determinación en el pensamiento, y luego ejecutas tu idea sin dudarlo un instante. Esto es lo que Nakata hubiera querido que hicieras. Y tú lo harás por Na­kata. Los requisitos que él tenía han recaído en ti. Tú, hasta ahora, has sido un vivalavirgen, has eludido todas las responsabilidades.

Ahora es el momento de pagar tu deuda. No la pifies. Cuentas con mi apoyo.

-Eso es alentador -dijo Hoshino-. Oye, se me acaba de ocurrir una cosa.

-¿Qué?

-Eso de que la puerta de entrada continúe abierta, ¿no será porque es una especie de señuelo para atraer al tipo ese?

-Es posible -dijo Toro, el gato negro, como si el hecho careciera

de importancia-. Por cierto, Hoshino, me he olvidado de decirte una cosa. El tipo sólo puede moverse por la noche. Es muy posible que se ponga en movimiento a altas horas de la noche. Así que duerme bien durante el día. Que no te pille dando cabezadas y desaproveches

la oportunidad.

El gato negro saltó grácilmente de la barandilla al tejado de la casa

vecina y se marchó con la cola erguida. Para lo grandote que era, el gato era muy ágil. El joven siguió con los ojos la figura gatuna que se alejaba. El gato no se volvió ni una sola vez.

-¡Jo! -dijo el joven-. i Me rindo!

Cuando el gato desapareció, Hoshino fue a la cocina y buscó utensilios que pudieran servirle como arma. Había un cuchillo de cor­tar pescado con la hoja terriblemente afilada, y una pesada macheta. En la cocina no había más que los cacharros de cocina básicos, pero contaba con un extenso surtido de cuchillos. Aparte de los cuchillos encontró un martillo grande y pesado y una cuerda de nailon. Y también un punzón de picar hielo.

-¡Ojalá tuviera un fusil automático! -pensó Hoshino mientras

rebuscaba en la cocina. En el Ejército de Autodefensa, el joven ha­bía aprendido a usarlo y siempre sacaba una puntuación muy alta en las prácticas de tiro. Pero no hace falta decir que en la cocina no encontró ninguno. Además, si en aquella tranquila urbanización empezaran a sonar disparos de fusil automático, podría armarse la de san Quintín.

Hoshino dejó el cuchillo, la macheta, el punzón, el martillo y la cuerda bien alineados sobre la mesita de la sala de estar. Luego se sentó al lado de la piedra y empezó a acariciarla.

-¡Joder! i Mira que...! -le dijo Hoshino a la piedra-. Esta historia de que tengo que luchar armado con cuchillos y mazas contra no sé qué bicho no tiene ni pies ni cabeza, ¿no te parece? Ya no te cuento lo de que me dé las instrucciones un gato negro del barrio. Ponte en mi lugar. i Mira que...!

Pero, por supuesto, la piedra no hizo ningún comentario.

-Toro, el gato negro ese, me ha dicho que quizá no sea peligroso, pero eso, en definitiva, es sólo un quizá. No es más que una suposi­ción optimista. Si hay algún error y se me aparece un bicho tipo Par­que Jurásico, ya me dirás qué hago. ¡Adiós, Hoshino! Pobre de mí.

Silencio.

Hoshino cogió el martillo y lo blandió en el aire.

-Pero, pensándolo bien, también esto es el destino. Desde el mo­mento en que recogí a Nakata en la estación de servicio de Fujigawa, ya estaba escrito que acabaría sucediendo esto. Yo debía de ser el único que no lo sabía. El destino es algo muy raro -dijo Hoshino-. ¡Eh, piedrecita! ¿Y a ti qué te parece?

Silencio.

- le vamos a hacer! Por más que me queje es el camino que he elegido. Y no me queda más remedio que seguirlo hasta el final. No tengo ni idea de la mala pinta que tendrá el bicho ese, de lo asqueroso que puede llegar a ser, pero, i en fin!, i qué más da! Me dejaré la piel en el intento. Mi vida habrá sido corta, pero habré pasado muy buenos ratos. También ha habido cosas interesantes en mi vida. Según Toro, el gato negro, ésta es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años. Algo grande, vamos. Tampoco estará tan mal que me coro­nen de laureles. O a mi cadáver. Todo sea por Nakata.

La piedra seguía guardando silencio.

Tal como le había dicho el gato, Hoshino echó una cabezadita so­bre el sofá en previsión de la noche. Hacer la siesta por órdenes de un gato le resultaba extraño, pero, en cuanto se tendió en el sofá, durmió profundamente alrededor de una hora. A última hora de la tarde fue a la cocina, descongeló marisco al curry, lo echó por encima del arroz y se lo comió. Luego, al caer la noche, se sentó junto a la piedra con los cuchillos y el martillo al alcance de la mano.

Apagó la luz de la habitación, aunque dejó encendida una lam­parilla. Le pareció que era mejor así. Se trataba de algo que sólo se movía de noche. Mejor dejárselo todo bien oscuro. Hoshino quería acabar lo antes posible. «Si tienes que salir, sal de una puta vez y zan­jemos el asunto. Luego me volveré a mi apartamento de Nagoya y le daré un telefonazo a alguna tía.»

El joven había dejado de hablarle a la piedra. Guardaba silencio, inmóvil, echando de vez en cuando una ojeada al reloj. Cuando se aburría, cogía los cuchillos o el martillo y los blandía en el aire. De ocurrir algo sería a medianoche, se dijo. Pero también era posible que fuese antes, no podía dejar pasar la oportunidad. «Es una ocasión que sólo se da una vez cada mil años», pensó. No podía hacer el burro. Cuando notaba un vacío en la boca, roía alguna galleta salada o be­bía agua mineral.

-i Eh, piedrecita! -le susurró Hoshino a la piedra a medianoche-. Por fin son las doce pasadas. La hora de las brujas. Tengamos los ojos bien abiertos a ver si pasa algo.

Hoshino tocó la piedra. Le dio la sensación de que la superficie de la piedra estaba un poco más caliente que de costumbre. Pero eso tal vez fueran figuraciones suyas. Para infundirse ánimos acarició la superficie de la piedra varias veces.

-Cuento con tu apoyo, ¿verdad? Es que Hoshino necesita todo el apoyo moral que pueda conseguir.

Eran poco más de las tres de la madrugada cuando, desde la habitación donde yacía Nakata, le llegó una especie de susurro amorti­guado. El sonido de algo reptando por encima del tatami. Pero en el cuarto de Nakata no había tatami. El suelo estaba cubierto por una alfombra. El joven levantó la cabeza, aguzó el oído. No cabía nin­guna duda. Ignoraba a qué se debía aquel ruido, pero en la habita­ción donde yacía Nakata estaba ocurriendo algo. El corazón empezó a latirle con fuerza. Agarró el cuchillo de cortar pescado con la mano derecha, la linterna con la izquierda. Se colgó el martillo del cintu­rón, se levantó del suelo.

-iAllá voy! -gritó sin dirigirse a nadie en particular.

Hoshino se dirigió, ahogando sus pasos, hacia la puerta del cuarto de Nakata y la abrió con cuidado. Apretó el interruptor de la linter­na y dirigió rápidamente el haz de luz hacia donde estaba el cadáver. Era de allí de donde procedía el susurro, no había duda. La luz de la linterna iluminó un cuerpo blanco, largo y delgado. En aquel preci­so instante reptaba hacia fuera por la boca del cadáver, serpenteando y retorciéndose. Por la forma, recordaba un calabacín. El grosor sería equivalente al del brazo de un hombre robusto. La longitud total era una incógnita, pero ya debía de haber salido alrededor de la mitad.

El cuerpo era viscoso, resbaladizo y despedía una luz blanca. La boca de Nakata estaba abierta de par en par, como la de una serpiente, para permitir el paso de aquel cuerpo. Incluso era posible que se le hubie­se desencajado la mandíbula.

Hoshino tragó saliva ruidosamente. La mano que sostenía la linterna empezó a temblar, y con ella el haz de luz. «¡Joder! ¿Cómo voy a matar esto?», pensó. Por lo que alcanzaba a ver, no tenía brazos, ni piernas, ni ojos, ni nariz. Era tan resbaladizo que no había por donde agarrarlo. ¿Cómo podía liquidar para siempre una cosa así? Además, ¿qué tipo de criatura era aquello?

¿Habría vivido siempre, de modo similar a un insecto parásito, oculto dentro del cuerpo de Nakata? ¿O se trataba del alma de Nakata? ¿No, no podía ser! La intuición le decía que eso era imposible. Una cosa tan desagradable como aquélla no podía haber estado dentro del cuerpo de Nakata. «Si eso lo sé hasta yo», se dijo Hoshino. «Esta cosa habrá venido de vete a saber dónde y, a través de Nakata, querrá escabullirse por la puerta de entrada. Aparece cuando le da la gana y utiliza a Nakata a su antojo, como si fuera un pasadizo. No puedo permitir que le haga esto a Nakata. Tengo que matarlo, sea como sea. Tal como ha dicho Toro: tener una gran determinación en el pensamiento y luego ejecutar tu idea con decisión. Adelante.»

Se acercó resueltamente a Nakata y clavó el afilado cuchillo de cortar pescado cerca de lo que parecía ser la cabeza de la cosa blanca. Lo extrajo, volvió a clavarlo. Repitió la acción una y otra vez. Pero aquel cuerpo apenas oponía resistencia a las cuchilladas. Sólo notaba como si le estuviera clavando el cuchillo a unas verduras tiernas. Debajo de la superficie blanca y resbaladiza no había carne, ni huesos, ni vísce­ras, ni cerebro. Tan pronto retiraba el cuchillo de la herida, aquella especie de mucosidad cerraba inmediatamente la brecha. No mana­ban de las heridas ni sangre ni fluido corporal alguno. «Este bicho es completamente insensible», pensó Hoshino. Por más agresiones que recibiera, la cosa seguía, como si nada, deslizándose por la boca de Nakata, reptando en su imparable avance hacia fuera.

Hoshino arrojó el cuchillo al suelo, volvió a la sala de estar, cogió la macheta que había dejado sobre la mesita y volvió al cuarto. Lue­go la abatió con todas sus fuerzas sobre la cosa blanca. Al primer gol­pe le partió la cabeza por la mitad. Tal como suponía Hoshino, dentro no había nada. Estaba rellena de la misma sustancia blanca, imprecisa, que la piel exterior. Tras asestarle varios golpes de macheta, finalmen­te una parte de la cabeza acabó separándose del cuerpo. La parte des­prendida quedó retorciéndose en el suelo como una babosa, pero pronto dejó de moverse, como si hubiese muerto. Con todo, este he­cho no logró detener el avance del resto del cuerpo. La mucosidad recubría las heridas que se cerraban en un abrir y cerrar de ojos,


Date: 2016-01-14; view: 321


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