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Artículo de Arturo Pérez Reverte.Publicado en El País Semanal del 2 de enero de 2000.

OJOS AZULES

Llovía a cántaros. Llovía, pensó, como si el dios Tlaloc o la puta que lo parió hubieran roto las puertas del cielo. Llovía sobre Tenochtitlán, cubriendo la capital azteca de una noche húmeda y se disolvían las manchas de sangre de la última matanza, la de centenares de indios mexicanos, cuando en plena fiesta el capitán Alvarado mandó cerrar las puertas y los hizo degollar, ras, ras, visto y no visto, hombres, mujeres y niños, por aquello de que al que madruga Dios lo ayuda, y más vale adelantarse que llegar tarde. Los he cogido en el introito, dijo luego Alvarado, cuando Cortés fue a echarle la bronca. Se me fue la mano, jefe, se disculpaba.

Bum, bum, bum, bum. Apoyado en el portón, bajo la lluvia, el soldado de ojos azules reprimió un escalofrío. A su alrededor los compañeros se miraban unos a otros, inquietos. Al otro lado de los muros del palacio, afuera, los tambores llevaban sonando una eternidad. Bum, bum, bum, bum. Había toneladas de oro, pero ahora Moctezuma estaba muerto y se acababan las provisiones y todo se había ido al carajo. Bum, bum, bum, bum. También había miles y miles de mexicanos en la ciudad esperando venganza. Bum, bum, bum. Así todo el día y toda la noche, mientras en lo alto de los templos los sacerdotes alzaban los brazos al cielo y preparaban los sacrificios. Bum, bum, bum. Menudo plan, pensó el soldado mirando las caras mortalmente pálidas de los otros. Venir desde Cáceres y Tordesillas y Luarca y Sangonera, que están lejos de cojones, para terminar así. Bum, bum, bum. Si uno pres­taba atención podía oir que decían: Teules malditos, perros, vais a morir todos hasta el último, y pagaréis el deshonor de nuestros ídolos, y vuestra sangre correrá por las aras y los escalones de los templos. Bum, bum, bum. Eso decían aquella noche, pensó estremeciéndose, los jodidos tambores de Tenochtitlán.

Cortés, con cara de funeral, no se había ido por las ramas: tenían que romper el cerco. Dicho en claro, eso significaba Santiago y Cierra España, todos corriendo a Veracruz, y maricón el último. De modo que cargaron en caballos cojos y en ochenta indios tlaxcaltecas la parte del oro que correspondía al rey, y luego dijo Cortés aquello de ahí queda el oro sobrante, más del que podemos salvar, y el que quiera que se sirva antes de darlo a los perros. De modo que los soldados de Pánfilo de Narváez, que habían llegado los últimos, llenaron con oro las bolsas atadas a la espalda, y anillos en cada dedo. Pero los veteranos que llevaban con Cortés desde el principio procuraban ir sin mucho peso. Que no era bueno, como decía la mala bestia del capitán Alvarado, pasearse con los bolsillos llenos en noches toledanas como aquélla.



Bumn. bum, bum. Seguía lloviendo cuando abrieron las puertas y empezaron a salir en la oscuridad. Sandoval y Ordás en la vanguardia. con ciento cincuenta españoles y cuatrocientos tlaxcaltecas. En el centro, Cortés, otros cincuenta españoles y quinientos tlaxcaltecas con la artillería y el quinto del tesoro correspondiente al rey. Después salieron los heridos, los rehenes, doña Marina y las otras mujeres. Y por fin, Alvarado y Velázquez de León en la retaguardia, con un grupo de los cien soldados más jóvenes que debían moverse a lo largo de la columna, acudiendo allí donde el peligro fuese mayor. Eso, en teoría. En la práctica no había más órdenes que andar ligeros, pelear como diablos y abrirse paso por los puentes y la carretera como fuera.

Era el turno de los últimos. Temblando de frío bajo la lluvia, el soldado de los ojos azules terminó de atarse el saco de oro sobre el hombro izquierdo, sacó la espada y echó a andar. El agua sobre los ojos lo cegaba, y la oscuridad le impedía ver dónde iba poniendo los pies. La columna se movía con ruido de pasos, oraciones, blasfemias, rumor metálico de armas y corazas. Iba a ser un largo camino, se dijo. El peso del oro lo reconfortaba. Había venido muy lejos a buscarlo, había peleado y sufrido y visto morir a muchos camaradas por ese oro. Con aquel oro tendría para vivir bien y hacer una buena boda, para poseer su propia tierra y su propia casa. Para envejecer tranquilo, como un hidalgo, contándole a sus nietos cómo conquistó Tenochtitlán. Para morir anciano y honrado sin deber nada a nadie. porque hasta el último gramo de oro lo había ganado con su sangre, sus peligros, sus combates, su salud y su miedo.

Sintió un hueco en el corazón, y antes de ser consciente de su pensamiento, supo que pensaba en ella. Sólo era una india, se dijo. Sólo era una de esas indias. Las había a cientos, y ésta no tenía nada de particular. No era ni especialmente bonita ni especialmente nada. Pero él la encontró en el momento oportuno, al principio, cuando las relaciones de españoles y mexicanos aún eran buenas. Se la había tirado como lo que era: una perra pagana. Se la había tirado disfrutándola. Sin embargo, ella le cobró afición al barbudo de ojos azules; volvió un día tras otro. Aquella mexicana se le quedaba mirando los ojos y lo acariciaba hablando cosas extrañas en su lengua. Era muy joven y muy triste; no se reía nunca, como si viviera envuelta en un presentimiento. Un día, ella le dio a entender que estaba preñada, y él se lo contó a los otros y todos se rieron mucho. Luego la echó a patadas, a ella y al bastardo pagano que llevaba en la tripa. Sin embargo, a la segunda o tercera noche en que no volvió, se sintió extraño. Anduvo un par de días buscándola. Pero no dio con ella. Por fin reconoció, aunque tarde, que añoraba su piel y el tono quedo de su voz y aquella mirada oscura que a veces fijaba en él. Pensaba en aquella india con un hueco raro en el corazón. Un hueco cuya intensidad superaba, incluso, la del miedo.

Porque el miedo ya era mucho. Los tambores habían acelerado su batir, y Tenochtitlán entera resonaba de gritos de los mexicanos: se van, se van. Resbalaban los caballos y caían los hombres a los canales,el agua por la cintura, bajo el peso del oro se ahogaban muchos. Atrás, volvamos, gritaban algunos. Otros apretaban los dientes y seguían adelante, a Tacuba y Veracruz o al infierno esta noche: y Cortés y los que iban a caballo se alejaban dejando muy atrás los puentes y a los que iban a pie, dejando atrás gritos de los heridos y agonizantes, gritos de los mexicanos, gritos de los españoles a quienes cortaban los tendones de los pies para que no escapasen, antes de arrastrarlos vivos hasta las pirámides de los templos, donde la sangre corría bajo la lluvia.

El soldado de los ojos azules peleó con bravura, a la desesperada. El saco de oro le pesaba en el hombro pero no quiso dejarlo. Había ido muy lejos a buscarlo, y no pensaba regresar sin él. Avanzaba con un grupo de compañeros, batiéndose todos como perros salvajes, matando y matando sin tregua y seguían sonando los tambores. Bum. bum, bum. bum. Pero el soldado de los ojos azu­les ya no oía los tambores porque su co­razón latía aún más fuerte en su pecho. Las piernas se le hundían en el barro y el brazo le dolía de matar.

Y luego todo fue una carnicería espesa, tunc, y cling, y chas, gritos de españoles que morían o pedían clemencia mientras los arrastraban hacia los templos, y se dijo: yo no. El hijo de mi madre no va a terminar de ese modo. Llegaré a Veracruz y a Cuba y a España, y compraré esa tierra que me espera, y envejeceré contando mil veces cómo fue esta asquerosa noche. El oro le pesaba cada vez más y lo hundía en el barro, pero no quiso dejarlo. Vio ante si unos ojos oscuros como los de aquella india en la que pensaba, pero éstos venían llenos de odio. Sácame de aquí, Dios, sácame de aquí, Dios de los cojones, sácame vivo, maldito seas, sácame y la mitad de este oro la emplearé en misas. Llévame vivo a Veracruz. Llévame vivo a Tacuba, aunque sólo sea hasta el próximo puente, que ya me las apañaré yo luego.

Siguió adelante, y ya ningún otro español iba a su lado. Soy el último, pensó. Soy el último de nosotros en este puñetero sitio. Soy la retaguardia de una vanguardia que ya está a una legua de aquí. Soy la retaguardia de Cortés y de su puta madre, y este oro me pesa tanto que ya no puedo caminar. Estaba cubierto de barro y de agua y de sangre suya y mexicana, y los pies se negaban a moverse. Estaba ronco de dar gritos y le ardían los pulmones y la cabeza: pero el hueco del corazón seguia allí y no podía dejar de pensar en ella. Estará en alguna parte de esta ciudad con su bastardo en la tripa, mirando lo que pasa. Mirando cómo nos ha­cen filetes. Igual hasta piensa en mí, igual se pregunta si he logrado pasar. Igual hasta siente que me vaya.

Más indios. Ahora ya no intentó escapar. Carecía de fuerzas, sintió un golpe en la cabeza, y luego otro, y otro, y varias manos lo sujetaron. Entonces le arrancaron el saco de oro y se lo llevaron arrastrando los pies por el suelo, hacia una de las pirámides cuyos escalones brillaban rojos a la luz de las antorchas. Y gritó, claro. Gritó cuanto pudo, desesperado, de forma muy larga, muy angustiada, a medida que lo iban subiendo a pirámide arriba. Gritó ante la multitud de rostros que lo miraba, y de pronto dejó de gritar porque la había visto a ella. La había visto allí, entre la gente, observándolo fijamente con aquellos ojos grandes y oscuros. Lo miraba como si quisiera retenerlo en su me­moria para siempre; y él apenas tuvo tiempo de verla un instante, porque siguieron arrastrándolo hasta el altar en­sangrentado, que rodeaban cadáveres de españoles con las entrañas abiertas. Ahora oía otra vez los tambores. Bum, bum, bum. Tiene huevos acabar así, pensó. Bum, bum, bum. Es un lugar ex­traño, y nunca imaginé que fuese de esta manera. Sintió cómo lo levantaban, tumbándolo boca arriba sobre el altar mojado que olía a sangre fresca, a vómitos de miedo. Sentía un terror atroz, pero se mordió la lengua para no gritar, porque ella estaba allí, alrededor, en alguna parte, y él sabía que seguía mirándolo. Varias manos le inmovilizaron brazos y piernas. Quiso rezar, pero no recordaba una sola palabra de maldita oración alguna. Tenía los ojos desorbitados, muy abiertos a la lluvia que le caía en la cara y de ese modo vio el cuchillo de obsidiana alzarse y caer sobre su pecho, con un crujido. Y en el último segundo, antes de que la noche se cerrara en sus ojos, aún pudo ver latir en alto, entre las manos del sacerdote, su propio corazón ensangrentado. Ojalá, pensó, mi hijo tenga los ojos azules.

 

Resbalar, acudir, disolver, bastardo, cegar, matanza, ronco, ahogarse, degollar, echar la bronca, irse la mano, escalofrío, carajo, tirarse, procurar, atado, hundirse, escalón, oportuno, asqueroso, funeral , antorcha, estremecerse, entrañas, clemencia, pagano, morderse, preñado, rezar, pres­tar atención, menudo, carajo, oración, cobrar afición, tregua, carecer.

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Date: 2016-01-05; view: 750


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