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DE NOVIEMBRE DE 1955 POST MORTEM

La habitación era blanca, forjada de lienzos y cortinajes tejidos de vapor y de sol reluciente. Desde mi ventana se veía un mar azul infinito. Algún día, alguien querría convencerme de que no, que desde la clínica Corachán no se ve el mar, que sus habitaciones no son blancas ni etéreas y que el mar de aquel noviembre era una balsa de plomo fría y hostil, que siguió nevando todos los días de aquella semana hasta sepultar el sol y toda Barcelona bajo un metro de nieve y de que incluso Fermín, el eterno optimista, creía que yo iba a morir otra vez.

Ya había muerto antes, en la ambulancia, en brazos de Bea y del teniente Palacios, que arruinó su traje oficial con mi sangre. La bala, decían los médicos, que hablaban de mí creyendo que no les oía, había destrozado dos costillas, rozado el corazón, segado una arteria y salido al galope por el costado, arrastrando cuanto encontró en su camino. Mi corazón dejó de latir durante sesenta y cuatro segundos. Me dijeron que, al regresar de mi excursión al infinito, abrí los ojos y sonreí antes de perder el conocimiento.

No recuperé el sentido hasta ocho días más tarde. Para entonces, los periódicos ya habían publicado la noticia del fallecimiento del insigne inspector jefe de policía Francisco Javier Fumero en una trifulca con una banda armada de maleantes, y las autoridades andaban demasiado ocupadas en encontrarle una calle o pasaje al que rebautizar en su memoria. El suyo fue el único cuerpo hallado en el viejo caserón de los Aldaya. Los cuerpos de Penélope y su hijo nunca aparecieron.

Desperté al alba. Recuerdo la luz, de oro líquido, derramándose por las sábanas. Había dejado de nevar y alguien había cambiado el mar tras mi ventana por una plaza blanca de la que emergían unos columpios y poco más. Mi padre, hundido en una silla junto a mi cama, alzó la vista y me observó en silencio. Le sonreí y se echó a llorar. Fermín, que dormía a pierna suelta en el pasillo, y Bea, que le sostenía la cabeza en el regazo, oyeron sus lágrimas, un lamento que se perdía a gritos, y entraron en la habitación. Recuerdo que Fermín estaba blanco y flaco como una raspa de pescado. Me contaron que la sangre que corría por mis venas era suya, que yo había perdido toda la mía, y que mi amigo llevaba días atiborrándose de pepitos de lomo en la cafetería de la clínica para criar glóbulos rojos en caso de que yo necesitase más. Quizá eso explicase por qué me sentía más sabio y menos Daniel. Recuerdo que había un bosque de flores y que aquella tarde, o quizá dos minutos después, no sabría decir, desfilaron por la habitación desde Gustavo Barceló y su sobrina Clara, a la Bernarda y mi amigo Tomás, que no se atrevía a mirarme a los ojos y que cuando le abracé echó a correr y se fue a llorar a la calle. Recuerdo vagamente a don Federico, que venía acompañado de la Merceditas y del catedrático don Anacleto. Sobre todo recuerdo a Bea, que me miraba en silencio mientras todos se deshacían en alegrías y salvas al cielo, y a mi padre, que había dormido en aquella silla durante siete noches, rezándole a un Dios en el que no creía.



Cuando los médicos obligaron a toda la comitiva a desalojar la habitación y abandonarme a un reposo que no quería, mi padre se acercó un momento y me dijo que me había traído mi pluma, la estilográfica de Víctor Hugo, y un cuaderno, por si quería escribir. Fermín, desde la puerta, anunciaba que había consultado con el plantel de doctores de la clínica y le habían asegurado que yo no iba a hacer el servicio militar. Bea me besó en la frente y se llevó a mi padre a que le diese el aire, porque no había salido de aquella habitación en más de una semana. Me quedé a solas, aplastado de cansancio y me rendí al sueño, contemplando el estuche de mi pluma sobre la mesita de noche.

Me despertaron unos pasos en la puerta y me pareció ver la silueta de mi padre al pie del lecho, o quizá fuera el doctor Mendoza que no me quitaba un ojo de encima, convencido de que yo era hijo de un milagro. El visitante rodeó el lecho y se sentó en la silla de mi padre. Sentía la boca seca y apenas podía hablar. Julián Carax me acercó un vaso de agua a los labios y me sostuvo la cabeza mientras los humedecía. Tenía ojos de despedida, y me bastó mirar en ellos para comprender que nunca había llegado a averiguar la verdadera identidad de Penélope. No recuerdo bien sus palabras, ni el sonido de su voz. Sí sé que me tomó la mano y que sentí que me pedía que viviese por él, y que no volvería a verle jamás. De lo que no me he olvidado es de lo que yo le dije. Le pedí que tomase aquella pluma, que había sido suya desde siempre, y que volviese a escribir.

Cuando desperté, Bea me estaba refrescando la frente con un paño húmedo de colonia. Sobresaltado, le pregunté dónde estaba Carax. Me miró, confundida, y me dijo que Carax había desaparecido en la tormenta ocho días atrás dejando un rastro de sangre en la nieve y que todos le daban por muerto. Dije que no, que había estado allí mismo, conmigo, hacía apenas segundos. Bea me sonrió, sin decir nada. La enfermera que me tomaba el pulso negó lentamente y me explicó que llevaba seis horas dormido, que ella había estado sentada a su escritorio frente a la puerta de mi habitación durante todo ese tiempo y que, mientras tanto, nadie había entrado en mi habitación.

Aquella noche, al intentar conciliar el sueño, volví la cabeza sobre la almohada y comprobé que el estuche estaba abierto y que la pluma había desaparecido.

LAS AGUAS DE MARZO

Bea y yo nos casamos en la iglesia de Santa Ana dos meses más tarde. El señor Aguilar, que todavía me hablaba en monosílabos y seguiría haciéndolo hasta el fin de los tiempos, me había concedido la mano de su hija ante la imposibilidad de obtener mi cabeza en bandeja. La desaparición de Bea le había afeitado la furia, y ahora parecía vivir en estado de perpetuo susto, resignado a que pronto su nieto me llamase papá y a que la vida, valiéndose de un sinvergüenza remendado de un balazo, le robase a la niña que él, pese a las bifocales, seguía viendo como el día de su primera comunión, ni un día mayor. Una semana antes de la ceremonia, el padre de Bea se presentó en la librería para regalarme una aguja de corbata de oro que había pertenecido a su padre y para estrecharme la mano.

– Bea es lo único bueno que he hecho en la vida -me dijo-. Cuídamela.

Mi padre le acompañó hasta la puerta y le contempló alejarse por la calle Santa Ana con esa melancolía que reblandece a los hombres que envejecen al mismo tiempo sin que nadie les haya pedido permiso.

– No es una mala persona, Daniel -dijo-. Cada cual quiere a su manera.

El doctor Mendoza, que dudaba de mi capacidad para sostenerme en pie durante mas de media hora, me había advertido que el ajetreo de una boda y sus preparativos no eran la mejor medicina para sanar a un hombre que había estado a punto de dejarse el corazón en el quirófano.

– No se preocupe -le tranquilicé-. No me dejan hacer nada.

No mentía. Fermín Romero de Torres se había erigido en dictador absoluto y factótum de la ceremonia, banquete y miscelánea varia. El párroco de la iglesia, al enterarse de que la novia llegaba preñada al altar, se había negado en redondo a celebrar el matrimonio y amenazó con conjurar a los hados de la Santa Inquisición para que impidiesen el evento. Fermín montó en cólera y lo sacó a rastras de la iglesia, gritando a los cuatro vientos que era indigno del hábito, de la parroquia, y jurándole que como se le ocurriese levantar una pestaña le iba a montar un escándalo en el obispado del que lo menos resultaría desterrado al peñón de Gibraltar a evangelizar a las monas por mezquino y miserable. Varios transeúntes aplaudieron, y el florista de la plaza le regaló a Fermín un clavel blanco que procedió a lucir en la solapa hasta que los pétalos le quedaron del color del cuello de la camisa. Compuestos y sin cura, Fermín acudió al colegio de San Gabriel y procedió a reclutar los servicios del padre Fernando Ramos, que no había celebrado una boda en la vida y cuya especialidad era el latín, la trigonometría y la gimnasia sueca, por este orden.

– Eminencia, que el novio está muy débil y ahora yo no puedo darle otro disgusto. El ve en usted una reencarnación de los grandes padres de la madre Iglesia, ahí en lo alto con santo Tomás, san Agustín y la virgen de Fátima. Ahí donde usted le ve, el muchacho es como yo, devotísimo. Un místico. Si ahora le digo que me falla usted, lo mismo tenemos que celebrar un funeral en vez de una boda.

– Si me lo pone usted así.

Según me contaron después -porque yo no lo recuerdo y las bodas siempre se empeñan en recordarlas mejor los demás-, antes de la ceremonia, la Bernarda y don Gustavo Barceló (siguiendo instrucciones detalladas de Fermín) embozaron de moscatel al pobre sacerdote para soltarle las tablas. A la hora de oficiar el padre Fernando, tocado de una sonrisa bendita y un tono sonrosado muy favorecedor, optó, en un vuelo de licencia protocolaria, por sustituir la lectura de no sé qué Carta a los Corintios por un soneto de amor, obra de un tal Pablo Neruda, al que algunos de los invitados del señor Aguilar identificaron como comunista y bolchevique irredento mientras otros buscaban en el misal aquellos versos de rara belleza pagana, preguntándose si ya se empezaban a ver los primeros efectos del concilio en ciernes.

La noche antes de la boda, Fermín, arquitecto del evento y maestro de ceremonias, me anunció que me había organizado una despedida de soltero a la que sólo estábamos invitados él y yo.

– No sé, Fermín. A mí estas cosas…

– Confíe en mí.

Llegada la noche de autos seguí dócilmente a Fermín hasta un tugurio infecto sito en la calle Escudillers donde los hedores a humanidad convivían con la fritanga más abyecta del litoral mediterráneo. Un plantel de damas con la virtud en alquiler y mucho kilometraje encima nos recibió con sonrisas que hubieran hecho las delicias de una facultad de ortodoncia.

– Venimos a por la Rociíto -anunció Fermín a un macarrón cuyas patillas guardaban una sorprendente resemblanza con el cabo de Finisterre.

– Fermín -musité, aterrado-. Por el amor de Dios…

– Tenga fe.

La Rociíto acudió presta en toda su gloria, que calculé colindante en los noventa kilogramos sin contar el chal de lagarterana y el vestido de viscosa colorado, y me hizo un inventario a conciencia.

– Hola, corasón. Yo te hasía más viejo, fíhate tú.

– Éste no es el interfecto -aclaró Fermín.

Comprendí entonces la naturaleza del embrollo y mis temores se desvanecieron. Fermín nunca olvidaba una promesa, especialmente si era yo el que la había hecho. Partimos los tres en busca de un taxi que nos condujese al asilo de Santa Lucía. Durante el trayecto Fermín, que en deferencia a mi estado de salud y a mi condición de prometido me había cedido el asiento delantero, compartía el trasero con la Rociíto, sopesando sus evidencias con notable deleite.

– Qué buenorra que estás, Rociíto. Este culo serrano tuyo es el apocalipsis según Botticelli.

– Ay, señor Fermín, que desde que se ha echao novia me tie orvidá y desatendía, tunante.

– Rociíto, que tú eres mucha mujer y yo estoy con la monogamia.

– Quia, eso se lo cura la Rociíto con unas buenas friegas de penisilina.

Llegamos a la calle Moncada pasada la medianoche, escoltando el cuerpo celestial de la Rociíto. La colamos en el asilo de Santa Lucía por la puerta trasera que se empleaba para sacar a los finados por un callejón que lucía y olía como el esófago de los infiernos. Una vez en la tiniebla del Tenebrarium Fermín procedió a dar las últimas instrucciones a la Rociíto mientras yo localizaba al abuelillo a quien había prometido un último baile con Eros antes de que Tánatos le pasara el finiquito.

– Recuerda, Rociíto, que el abuelo está un poco trompetilla así que háblale alto, claro y guarro, con picardía, como tú sabes, pero sin pasarte, que tampoco es cuestión de facturarle al reino de los cielos antes de hora de un paro cardíaco.

– Tranquilo, mi sielo, que una e una profesioná.

Encontré al beneficiario de aquellos amores de prestado en un rincón del primer piso, un sabio ermitaño parapetado tras muros de soledad. Alzó la vista y me contempló, desconcertado.

– ¿Estoy muerto?

– No. Está usted vivo. ¿No me recuerda?

– A usted le recuerdo como a mis primeros zapatos, joven, pero al verle así, cadavérico, he creído que era una visión del más allá. No me lo tenga en cuenta. Aquí uno pierde eso que ustedes, los exteriores, llaman el discernimiento. Así, ¿no es usted una visión?

– No. La visión se la tengo yo esperando abajo, si tiene la bondad.

Conduje al abuelo hasta una celda lúgubre que Fermín y la Rociíto habían ataviado de fiesta con unas velas y algunos soplos de perfume. Al posar la mirada en la abundante beldad de nuestra Venus jerezana, el rostro del abuelo se iluminó de paraísos soñados.

– Dios les bendiga a ustedes.

– Y usted que lo vea -dijo Fermín, indicándole a la sirena de la calle Escudillers que procediese a desplegar sus artes.

La vi tomar al abuelillo con infinita delicadeza y besarle las lágrimas que le caían por las mejillas. Fermín y yo nos retiramos de la escena para concederles la merecida intimidad. En nuestro periplo por aquella galería de desesperaciones nos topamos con la hermana Emilia, una de las monjas que administraban el asilo. Nos dedicó una mirada sulfúrica.

– Me dicen unos internos que han colado ustedes una fulana, y que ahora ellos también quieren otra.

– Hermana ilustrísima, ¿por quién nos toma? Nuestra presencia aquí es estrictamente ecuménica. Aquí el infante, que mañana se hace hombre a ojos de la Santa Madre Iglesia, y yo acudíamos para interesarnos por la interna Jacinta Coronado.

La hermana Emilia enarcó una ceja.

– ¿Son ustedes familia?

– Espiritualmente.

– Jacinta falleció hace quince días. Un caballero vino a visitarla la noche antes. ¿Es pariente suyo?

– ¿Se refiere al padre Fernando?

– No era un sacerdote. Me dijo que su nombre era Julián. No recuerdo el apellido.

Fermín me miró, mudo.

– Julián es un amigo mío -dije yo.

La hermana Emilia asintió.

– Estuvo con ella varias horas. Hacía años que no la oía reír. Cuando él se marchó, ella me dijo que habían estado hablando de otros tiempos, de cuando eran jóvenes. Me dijo que ese señor le traía noticias de su hija Penélope. No sabía que Jacinta hubiera tenido una hija. Me acuerdo, porque aquella mañana Jacinta me sonrió y cuando le pregunté por qué estaba tan contenta me dijo que se iba a casa, con Penélope. Murió al alba, mientras dormía.

La Rociíto concluyó su ritual de amor un rato después, dejando al abuelillo rendido y en brazos de Morfeo. Cuando salíamos, Fermín le pagó doble, pero ella, que lloraba de pena ante el espectáculo de todos aquellos desahuciados olvidados de Dios y del demonio, se empeñó en donar sus emolumentos a la hermana Emilia para que les diesen una merienda de chocolate con churros a todos, porque a ella eso siempre le quitaba las penas de la vida, esa reina de las putas.

– E que una e una sentimentá. Mire uté, señor Fermín, ese pobresillo… si no má quería que lo abrasase y le acarisiase. Se la parte a una tó…

Colocamos a la Rociíto en un taxi con una buena propina y enfilamos la calle Princesa, que estaba desierta y sembrada de velos de vapor.

– Habría que irse a dormir, por lo de mañana -dijo Fermín.

– No creo que pueda.

Nos echamos a andar rumbo a la Barceloneta y, casi sin darnos cuenta, nos adentramos por el rompeolas hasta que toda la ciudad, reluciente de silencio, quedó a nuestros pies como el mayor espejismo del universo emergiendo del estanque de las aguas del puerto. Nos sentamos al borde del muelle a contemplar la visión. A una veintena de metros se iniciaba una procesión inmóvil de automóviles con las ventanas veladas de vaho y hojas de diario.

– Esta ciudad es bruja, ¿sabe usted, Daniel? Se le mete a uno en la piel y le roba el alma sin que uno se dé ni cuenta.

– Habla usted como la Rociíto, Fermín.

– No se ría usted, que son las personas como ella las que hacen de este perro mundo un sitio que vale la pena visitar.

– ¿Las putas?

– No. Putas lo somos todos, tarde o temprano. Yo digo la gente de buen corazón. Y no me mire usted así. A mí las bodas me ponen hecho un flan.

Nos quedamos allí sentados en brazos de aquella rara quietud, catalogando reflejos sobre el agua. Al rato, el alba esparció de ámbar el cielo y Barcelona se encendió de luz. Se escucharon las campanas lejanas en la basílica de Santa María del Mar, que emergía de las brumas al otro lado del puerto.

– ¿Cree usted que Carax sigue ahí, en algún lugar de la ciudad?

– Pregúnteme otra cosa.

– ¿Tiene los anillos?

Fermín sonrió.

– Ande, vamos. Que a usted y a mí nos esperan, Daniel. Nos espera la vida.

 

Vestía de marfil y traía el mundo en la mirada. Apenas recuerdo las palabras del cura, ni los rostros prendidos de esperanza de los invitados que llenaban la iglesia aquella mañana de marzo. Sólo me queda el roce de sus labios y, al entreabrir los ojos, el juramento secreto que me llevé en la piel y que recordaría todos los días de mi vida.

DRAMATIS PERSONAE

Julián Carax concluye La Sombra del Viento con una breve memoria para hilvanar los destinos de sus personajes años más tarde. He leído muchos libros desde aquella lejana noche de 1945, pero la última novela de Carax sigue siendo mi favorita. Hoy, con tres décadas a mis espaldas, ya no tengo esperanzas de cambiar de opinión.

Mientras escribo estas líneas sobre el mostrador de la librería, mi hijo Julián, que mañana cumple diez años, me observa sonriente e intrigado por esa pila de cuartillas que crece y crece, quizá convencido de que su padre también ha contraído esa enfermedad de los libros y las palabras. Julián tiene los ojos y la inteligencia de su madre, y me gusta creer que quizá posee mi ingenuidad. Mi padre, que tiene dificultad para leer los lomos de los libros aunque no lo admita, está arriba en casa. Muchas veces me pregunto si es un hombre feliz, en paz, si nuestra compañía le ayuda o si vive dentro de sus recuerdos y de esa tristeza que siempre le ha perseguido. Bea y yo llevamos la librería ahora. Yo llevo las cuentas y los números. Bea hace las compras y atiende a los clientes, que la prefieren a ella más que a mí. No les culpo.

El tiempo la ha hecho fuerte y sabia. Casi nunca habla del pasado, aunque a menudo la sorprendo varada en uno de sus silencios, a solas consigo misma. Julián adora a su madre. Les observo juntos y sé que les une un lazo invisible que yo apenas puedo empezar a comprender. Me basta sentirme parte de su isla y saberme afortunado. La librería da para vivir sin lujos, pero soy incapaz de imaginarme haciendo otra cosa. Las ventas se reducen año a año. Yo soy optimista y me digo que lo que sube baja, y lo que baja, algún día ha de subir. Bea dice que el arte de leer se está muriendo muy lentamente, que es un ritual íntimo, que un libro es un espejo y que sólo podemos encontrar en él lo que ya llevamos dentro, que al leer ponemos la mente y el alma, y que ésos son bienes cada día más escasos. Cada mes recibimos ofertas para comprarnos la librería y transformarla en una tienda de televisores, de fajas o de alpargatas. No nos sacarán de aquí como no sea con los pies por delante.

Fermín y la Bernarda pasaron por la vicaría en 1958 y ya van por los cuatro críos, todos ellos varones y con la nariz y las orejas de su padre. Fermín y yo nos vemos menos que antes, aunque a veces aún repitamos aquel paseo por el rompeolas al alba y arreglemos el mundo a martillazos. Fermín dejó el empleo en la librería hace años y tomó el relevo a la muerte de Isaac Monfort al frente del Cementerio de los Libros Olvidados. Isaac está enterrado junto a Nuria en Montjuïc. Les visito a menudo. Hablamos. Siempre hay flores frescas sobre la tumba de Nuria.

Mi viejo amigo Tomás Aguilar se marchó a Alemania, donde trabaja como ingeniero para una empresa de maquinaria industrial inventando prodigios que nunca he llegado a comprender. A veces escribe cartas, siempre a nombre de su hermana Bea. Se casó hace un par de años y tiene una hija a la que no hemos visto nunca. Siempre envía recuerdos para mí, pero sé que le perdí hace años sin remedio. Me gusta pensar que la vida nos arrebata a los amigos de la infancia porque sí, pero no siempre me lo creo.

El barrio sigue como siempre, pero hay días en que me parece que la luz se atreve cada vez más, que vuelve a Barcelona, como si entre todos la hubiésemos expulsado pero nos hubiese perdonado al fin. Don Anacleto dejó la cátedra del instituto y ahora se dedica en exclusividad a la poesía erótica y a sus glosas de contraportadas, más monumentales que nunca. Don Federico Flaviá y la Merceditas se fueron a vivir juntos cuando falleció la madre del relojero. Hacen una pareja flamante, aunque no faltan los envidiosos que aseguran que la cabra tira al monte y que, de tarde en tarde, don Federico hace alguna escapadilla de picos pardos ataviado de faraona.

Don Gustavo Barceló cerró la librería y nos traspasó sus fondos. Dijo estar hasta el gorro del gremio y deseoso de emprender nuevos desafíos. El primero y último de ellos fue la creación de una editorial dedicada a la reedición de las obras de Julián Carax. El primer tomo, conteniendo sus tres primeras novelas (recuperadas de un juego de galeradas perdido en un guardamuebles de la familia Cabestany), vendió trescientos cuarenta y dos ejemplares, muchas decenas de miles detrás del éxito del año, una hagiografía ilustrada de El Cordobés. Don Gustavo se dedica ahora a viajar por Europa en compañía de damas distinguidas y a enviar postales de catedrales.

Su sobrina Clara se casó con el banquero millonario, pero su unión apenas duró un año. La lista de sus amantes sigue siendo prolija, aunque encoge año a año, como su belleza. Ahora vive sola en el piso de la plaza Real del que cada día sale menos. Hubo un tiempo en que la visitaba, más porque Bea me recordaba su soledad y su mala suerte que por mi propio deseo. Con los años he visto brotar en ella una amargura que quiere vestir de ironía y despego. A veces creo que sigue esperando que aquel Daniel hechizado de quince años acuda a adorarla en la sombra. La presencia de Bea, o de cualquier otra mujer, la envenena. La última vez que la vi se buscaba las arrugas del rostro con las manos. Me cuentan que a veces aún ve a su antiguo profesor de música, Adrián Neri, cuya sinfonía sigue inacabada y que al parecer ha hecho carrera como gigoló entre las damas del círculo del Liceo, donde sus acrobacias de alcoba le han merecido el apodo de La Flauta Mágica.

 

Los años no fueron generosos con la memoria del inspector Fumero. Ni siquiera quienes le odiaban y le temían parecen recordarle ya. Hace años me tropecé en el paseo de Gracia con el teniente Palacios, que dejó el cuerpo y se dedica ahora a dar clases de educación física en un colegio de la Bonanova. Me contó que todavía hay una placa conmemorativa en honor a Fumero en los sótanos de la comisaría central de Vía Layetana, pero la nueva máquina expendedora de refrescos a monedas la tapa completamente.

En cuanto al caserón de los Aldaya, sigue allí, contra todo pronóstico. Finalmente, la inmobiliaria del señor Aguilar consiguió venderlo. Fue restaurado completamente y las estatuas de los ángeles reducidas a gravilla para cubrir la pista del aparcamiento que ocupa lo que fuera el jardín de los Aldaya. Hoy en día es una agencia de publicidad, dedicada a la creación y promoción de esa rara poesía de los calcetines de punto, los flanes en polvo y los deportivos para ejecutivos de altos vuelos. Tengo que confesar que un día, alegando razones inverosímiles, me presenté allí y solicité visitar la casa. La vieja biblioteca en la que estuve a punto de perder la vida es ahora una sala de juntas decorada con carteles de anuncios de desodorantes y detergentes con poderes milagrosos. La habitación donde Bea y yo concebimos a Julián es ahora el baño del director general.

Aquel día, al regresar a la librería después de visitar el antiguo palacete de los Aldaya, me encontré con un paquete en el correo que traía matasellos de París. Contenía un libro titulado El ángel de brumas, novela de un tal Boris Laurent. Dejé pasar las hojas al vuelo, sintiendo ese perfume mágico a promesa de los libros nuevos, y detuve la vista en el arranque de una frase al azar. Supe al instante quién la había escrito, y no me sorprendió regresar a la primera página y encontrar, en el trazo azul de aquella pluma que tanto había adorado de niño, la siguiente dedicatoria:

Para mi amigo Daniel, que me devolvió la voz y la pluma.

Y para Beatriz, que nos devolvió a ambos la vida.

 

Un hombre joven, tocado ya de algunas canas, camina por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derrama sobre la Rambla de Santa Mónica como una guirnalda de cobre líquido.

Lleva de la mano a un muchacho de unos diez años, la mirada embriagada de misterio ante la promesa que su padre le ha hecho al alba, la promesa del Cementerio de los Libros Olvidados.

Julián, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. A nadie.

– ¿Ni siquiera a mamá? -inquiere el muchacho a media voz.

Su padre suspira, amparado en esa sonrisa triste que le persigue por la vida.

– Claro que sí -responde-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.

Al poco, figuras de vapor, padre e hijo se confunden entre el gentío de las Ramblas, sus pasos para siempre perdidos en la sombra del viento


Biografia

Carlos Ruiz Zafon (Barcelona, 1964) obtiene en 1993 el Premio Edebé con su primera novela, El Príncipe de la Niebla. Posteriormente, publica las novelas El Palacio de la Medianoche, Las Luces de Septiembre y Marina. Sus obras han sido editadas en seis idiomas y, hasta la fecha, han vendido más de 250.000 ejemplares. Con La Sombra del Viento resulta finalista en el Premio Fernando Lara de Novela 2000. Actualmente, reside en Los Angeles donde está preparando varios guiones cinematográficos y una nueva novela…


Date: 2016-01-05; view: 603


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LA SOMBRA DEL VIENTO 1955 | 
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