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LA SOMBRA DEL VIENTO 1955

Amanecía ya cuando acabé de leer el manuscrito de Nuria Monfort. Aquélla era mi historia. Nuestra historia. En los pasos perdidos de Carax reconocía ahora los míos, irrecuperables ya. Me levanté, devorado por la ansiedad, y empecé a recorrer la habitación como un animal enjaulado. Todos mis reparos, mis recelos y temores se deshacían ahora en cenizas, insignificantes. Me vencía la fatiga, el remordimiento y el miedo, pero me sentí incapaz de quedarme allí, escondiéndome del rastro de mis acciones. Me enfundé el abrigo, metí el manuscrito doblado en el bolsillo interior y corrí escaleras abajo. Había empezado a nevar cuando salí del portal y el cielo se deshacía en lágrimas perezosas de luz que se posaban en el aliento y desaparecían. Corrí hacia la plaza Cataluña, desierta. En el centro de la plaza, solo, se alzaba la silueta de un anciano, o quizá fuera un ángel desertor, tocado de cabellera blanca y enfundado en un formidable abrigo gris. Rey del alba, alzaba la mirada al cielo e intentaba en vano atrapar copos de nieve con los guantes, riéndose. Al cruzar a su lado me miró y sonrió con gravedad, como si pudiera leerme el alma de un vistazo. Tenía los ojos dorados, como monedas embrujadas en el fondo de un estanque.

– Buena suerte -me pareció oírle decir.

Traté de aferrarme a aquella bendición y apreté el paso, rogando que no fuese demasiado tarde y que Bea, la Bea de mi historia, todavía me estuviese esperando.

Me ardía la garganta de frío cuando llegué al edificio donde vivían los Aguilar, jadeando tras la carrera. La nieve estaba empezando a cuajar. Tuve la fortuna de encontrar a don Saturno Molleda, portero del edificio y (según me había contado Bea) poeta surrealista a escondidas, apostado en el portal. Don Saturno había salido a contemplar el espectáculo de la nieve escoba en mano, embutido en no menos de tres bufandas y botas de asalto.

– Es la caspa de Dios -dijo, maravillado, estrenando de versos inéditos la nevada.

– Voy a casa de los señores Aguilar – anuncié.

– Sabido es que a quien madruga Dios le ayuda, pero lo suyo es como pedirle una beca, joven.

– Se trata de una emergencia. Me esperan.

– Ego te absolvo -recitó, concediéndome una bendición.

Corrí escaleras arriba. Mientras ascendía, contemplaba mis posibilidades con cierta reserva. Con buena fortuna, me abriría una de las criadas, cuyo bloqueo me disponía a franquear sin contemplaciones. Con peor fortuna, quizá fuera el padre de Bea quien me abriese la puerta dadas las horas. Quise creer que en la intimidad de su hogar no iría armado, al menos no antes del desayuno. Antes de llamar, me detuve unos instantes a recuperar el aliento y a intentar conjurar unas palabras que no llegaron. Poco importaba ya. Golpeé el picaporte con fuerza tres veces. Quince segundos después repetí la operación, y así sucesivamente, ignorando el sudor frío que me cubría la frente y los latidos de mi corazón. Cuando la puerta se abrió, todavía sostenía el picaporte en las manos.



– ¿Qué quieres?

Los ojos de mi viejo amigo Tomás me taladraron, sin sobresalto. Fríos y supurantes de ira.

– Vengo a ver a Bea. Puedes partirme la cara si te apetece, pero no me voy sin hablar con ella.

Tomás me observaba sin pestañear. Me pregunté si me iba a quebrar en dos allí mismo, sin contemplaciones. Tragué saliva.

– Mi hermana no está.

– Tomás…

– Bea se ha marchado.

Había abandono y dolor en su voz que apenas conseguía disfrazar de rabia.

– ¿Se ha marchado? ¿Adónde?

– Esperaba que tú lo supieses.

– ¿Yo?

Ignorando los puños cerrados y el semblante amenazador de Tomás, me colé en el interior del piso.

– ¿Bea? -grité-. Bea, soy Daniel…

Me detuve a medio corredor. El piso escupía el eco de mi voz con ese desprecio de los espacios vacíos. Ni el señor Aguilar ni su esposa ni el servicio aparecieron en respuesta a mis alaridos.

– No hay nadie. Ya te lo he dicho -dijo Tomás a mi espalda-. Ahora lárgate y no vuelvas. Mi padre ha jurado matarte y yo no voy a ser el que se lo impida.

– Por el amor de Dios, Tomás. Dime dónde está tu hermana.

Me contemplaba como quien no sabe bien si escupir o pasar de largo.

– Bea se ha marchado de casa, Daniel. Mis padres llevan dos días buscándola como locos por todas partes y la policía también.

– Pero…

– La otra noche, cuando volvió de verte, mi padre la estaba esperando. Le partió los labios a bofetadas, pero no te preocupes, que se negó a dar tu nombre. No te la mereces.

– Tomás…

– Cállate. Al día siguiente, mis padres la llevaron al médico.

– ¿Por qué? ¿Está Bea enferma?

– Enferma de ti, imbécil. Mi hermana está embarazada. No me digas que no lo sabías.

Sentí que me temblaban los labios. Un frío intenso se extendía por mi cuerpo, la voz robada, la mirada atrapada. Me arrastré hacia la salida, pero Tomás me agarró del brazo y me lanzó contra la pared.

– ¿Qué le has hecho? -Tomás, yo…

Se le derribaron los párpados de impaciencia. El primer golpe me arrancó la respiración. Resbalé hacia el suelo con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas flaqueando. Una presa terrible me aferró la garganta y me sostuvo en pie, clavado contra la pared.

– ¿Qué le has hecho, hijo de puta?

Traté de zafarme de la presa, pero Tomás me derribó de un puñetazo en la cara. Caí en una oscuridad interminable, la cabeza envuelta en llamaradas de dolor. Me desplomé sobre las baldosas del corredor. Traté de arrastrarme, pero Tomás me aferró del cuello del abrigo y me arrastró sin contemplaciones hasta el rellano. Me arrojó a la escalera como un despojo.

– Si le ha pasado algo a Bea, te juro que te mataré -dijo desde el umbral de la puerta.

Me alcé de rodillas, implorando un segundo, una oportunidad de recuperar la voz. La puerta se cerró abandonándome en la oscuridad. Me asaltó una punzada en el oído izquierdo y me llevé la mano a la cabeza, retorciéndome de dolor. Palpé sangre tibia. Me incorporé como pude. Los músculos del vientre que habían encajado el primer golpe de Tomás ardían en una agonía que sólo ahora empezaba. Me deslicé escaleras abajo, donde don Saturno, al verme, sacudió la cabeza.

– Hala, pase dentro un momento y compóngase…

Negué, sosteniéndome el estómago con las manos. El lado izquierdo de la cabeza me palpitaba, como si los huesos quisieran desprenderse de la carne.

– Está usted sangrando -dijo don Saturno, inquieto.

– No es la primera vez.

– Pues vaya jugando y no tendrá oportunidad de sangrar mucho más. Anda, entre y llamo a un médico, hágame el favor.

Conseguí ganar el portal y librarme de la buena voluntad del portero. Nevaba ahora con fuerza, velando las aceras con velos de bruma blanca. El viento helado se abría camino entre mi ropa, lamiendo la herida que me sangraba en la cara. No sé si lloré de dolor, de rabia o de miedo. La nieve, indiferente, se llevó mi llanto cobarde y me alejé lentamente en el alba de polvo, una sombra más abriendo surcos en la caspa de Dios.

Cuando me acercaba al cruce de la calle Balmes advertí que un coche me estaba siguiendo, bordeando la acera. El dolor de la cabeza había dejado paso a una sensación de vértigo que me hacía tambalearme y caminar apoyándome en las paredes. El coche se detuvo y dos hombres descendieron de él. Un silbido estridente me había inundado los oídos y no pude escuchar el motor, o las llamadas de aquellas dos siluetas de negro que me asían cada una de un lado y me arrastraban con urgencia hacia el coche. Caí en el asiento de atrás, embriagado de náusea. La luz iba y venía, como una marea de claridad cegadora. Sentí que el coche se movía. Unas manos me palpaban el rostro, la cabeza y las costillas. Al dar con el manuscrito de Nuria Monfort oculto en el interior de mi abrigo, una de las figuras me lo arrebató. Quise detenerle con brazos de gelatina. La otra silueta se inclinó sobre mí. Supe que me estaba hablando al sentir su aliento en la cara. Esperé ver el rostro de Fumero iluminarse y sentir el filo de su cuchillo en la garganta. Una mirada se posó sobre la mía y, mientras el velo de la conciencia se desprendía, reconocí la sonrisa desdentada y rendida de Fermín Romero de Torres.

Desperté empapado en un sudor que me escocía en la piel. Dos manos me sostenían con firmeza por los hombros, acomodándome sobre un catre que creí rodeado de cirios, como en un velatorio. El rostro de Fermín asomó a mi derecha. Sonreía, pero incluso en pleno delirio pude advertir su inquietud. A su lado, de pie, distinguí a don Federico Flaviá, el relojero.

– Parece que ya vuelve en sí, Fermín -dijo don Federico-. ¿Le parece si le preparo algo de caldo para que reviva?

– Daño no hará. Ya en el empeño podría usted prepararme un bocadillito de lo que encuentre, que con estos nervios me ha entrado una gazuza de padre y muy señor mío.

Federico se retiró con prestancia y nos dejó a solas.

– ¿Dónde estamos, Fermín?

– En lugar seguro. Técnicamente nos hallamos en un pisito en la izquierda del ensanche, propiedad de unas amistades de don Federico, a quien le debemos la vida y más. Los maledicentes lo calificarían de picadero, pero para nosotros es un santuario.

Traté de incorporarme. El dolor del oído se dejaba sentir ahora en un latido ardiente.

– ¿Voy a quedarme sordo?

– Sordo no sé, pero por poco se queda usted medio mongólico. Ese energúmeno del señor Aguilar por poco le licua las meninges a leches.

– No ha sido el señor Aguilar el que me ha pegado. Ha sido Tomás.

– ¿Tomás? ¿Su amigo el inventor?

Asentí.

– Algo habrá usted hecho.

– Bea se ha marchado de casa… -empecé.

Fermín frunció el ceño.

– Siga.

– Está embarazada.

Fermín me observaba pasmado. Por una vez, su expresión era impenetrable y severa.

– No me mire así, Fermín, por Dios.

– ¿Qué quiere que haga? ¿Repartir puros?

Intenté levantarme, pero el dolor y las manos de Fermín me detuvieron.

– Tengo que encontrarla, Fermín.

– Quieto parao. Usted no está en condiciones de ir a ningún sitio. Dígame dónde está la muchacha y yo iré a por ella.

– No sé dónde está.

– Le voy a pedir que sea algo más específico.

Don Federico apareció por la puerta portando una taza humeante de caldo. Me sonrió cálidamente.

– ¿Cómo te encuentras, Daniel?

– Mucho mejor, gracias, don Federico.

– Tómate un par de estas pastillas con el caldo.

Cruzó una mirada leve con Fermín, que asintió.

– Son para el dolor.

Me tragué las pastillas y sorbí la taza de caldo, que sabía a jerez. Don Federico, prodigio de discreción, abandonó la habitación y cerró la puerta. Fue entonces cuando advertí que Fermín sostenía en el regazo el manuscrito de Nuria Monfort. El reloj que tintineaba en la mesita de noche marcaba la una, supuse que de la tarde.

– ¿Nieva todavía?

– Nevar es poco. Esto es el diluvio en polvo.

– ¿Lo ha leído ya? -pregunté.

Fermín se limitó a asentir.

– Tengo que encontrar a Bea antes de que sea tarde. Creo que sé dónde está.

Me senté en la cama, apartando los brazos de Fermín. Miré a mi alrededor. Las paredes ondeaban como algas bajo un estanque. El techo se alejaba en un soplo. Apenas pude sostenerme erguido. Fermín, sin esfuerzo, me rindió de nuevo al catre.

– Usted no va a ningún sitio, Daniel.

– ¿Qué eran esas pastillas?

– El linimento de Morfeo. Va usted a dormir como el granito.

– No, ahora no puedo…

Seguí balbuceando hasta que los párpados, y el mundo, se me desplomaron sin tregua. Aquél fue un sueño negro y vacío, de túnel. El sueño de los culpables.

 

Acechaba el crepúsculo cuando la losa de aquel letargo se evaporó y abrí los ojos a una habitación oscura y velada por dos cirios cansados que parpadeaban en la mesita. Fermín, derrotado sobre la butaca del rincón, roncaba con la furia de un hombre tres veces más grande. A sus pies, desparramado en un llanto de páginas, yacía el manuscrito de Nuria Monfort. El dolor de la cabeza se había reducido a un palpitar lento y tibio. Me deslicé con sigilo hasta la puerta de la habitación y salí a una pequeña sala con un balcón y una puerta que parecía dar a la escalera. Mi abrigo y mis zapatos reposaban sobre una silla. Una luz púrpura penetraba por la ventana, moteada de reflejos irisados. Me acerqué hasta el balcón y vi que seguía nevando. Los techos de media Barcelona se vislumbraban moteados de blanco y escarlata. A lo lejos se distinguían las torres de la escuela industrial, agujas entre la bruma prendida en los últimos alientos del sol. El cristal estaba empañado de escarcha. Posé el índice sobre el vidrio y escribí:

 

Voy a por Bea. No me siga. Volveré pronto.

 

La certeza me había asaltado al despertar, como si un desconocido me hubiese susurrado la verdad en sueños. Salí al rellano y me lancé escaleras abajo hasta salir al portal. La calle Urgel era un río de arena reluciente del que emergían farolas y árboles, mástiles en una niebla sólida. El viento escupía la nieve a ráfagas. Anduve hasta el metro de Hospital Clínico y me sumergí en los túneles de vaho y calor de segunda mano. Hordas de barceloneses, que solían confundir la nieve con los milagros, seguían comentando lo insólito del temporal. Los diarios de la tarde traían la noticia en primera página, con foto de las Ramblas nevadas y la fuente de Canaletas sangrando estalactitas. «LA NEVADA DEL SIGLO prometían los titulares. Me dejé caer en un banco del andén y aspiré ese perfume a túneles y hollín que trae el rumor de los trenes invisibles. Al otro lado de las vías, en un cartel publicitario, proclamando las delicias del parque de atracciones del Tibidabo, aparecía el tranvía azul iluminado como una verbena, y tras él se adivinaba la silueta del caserón de los Aldaya. Me pregunté si Bea, perdida en aquella Barcelona de los que se han caído del mundo, habría visto la misma imagen y comprendido que no tenía otro lugar adonde ir.

Empezaba a anochecer cuando emergí de las escalinatas del metro. Desierta, la avenida del Tibidabo dibujaba una fuga infinita de cipreses y palacios sepultados en una claridad sepulcral. Vislumbré la silueta del tranvía azul en la parada, la campana del revisor segando el viento. Me apresuré y lo abordé casi al tiempo que iniciaba su trayecto. El revisor, viejo conocido, aceptó las monedas murmurando para sí. Me procuré asiento en el interior de la cabina, algo más resguardado de la nieve y el frío. Los caserones sombríos desfilaban lentamente tras los cristales velados de hielo. El revisor me observaba con aquella mezcla de recelo y osadía que el frío parecía haberle congelado en el rostro.

– El número treinta y dos, joven.

Me volví y vi la silueta espectral del caserón de los Aldaya avanzando hacia nosotros como la proa de un buque oscuro en la niebla. El tranvía se detuvo de una sacudida. Descendí, huyendo de la mirada del revisor.

– Buena suerte -murmuró.

Contemplé el tranvía perderse avenida arriba hasta que sólo se percibió el eco de la campana. Una penumbra sólida se desplomó a mi alrededor. Me apresuré a rodear la tapia en busca de la brecha derribada en la parte posterior. Al escalar el muro me pareció escuchar pasos sobre la nieve en la acera opuesta, aproximándose. Me detuve un instante, inmóvil sobre lo alto del muro. La noche caía ya inexorable. El rumor de pasos se extinguió en el rastro del viento. Salté al otro lado y me adentré en el jardín. La maleza se había congelado en tallos de cristal. Las estatuas de los ángeles derribados yacían cubiertas por sudarios de hielo. La superficie de la fuente se había congelado en un espejo negro y reluciente del que sólo emergía la garra de piedra del ángel sumergido como un sable de obsidiana. Lágrimas de hielo pendían del dedo índice. La mano acusadora del ángel señalaba directamente hacia el portón principal, entreabierto.

Ascendí los peldaños con la esperanza de que no fuese demasiado tarde. No me molesté en amortiguar el eco de mis pisadas. Empujé el portón y me adentré en el vestíbulo. Una procesión de cirios se adentraba hacia el interior. Eran las velas de Bea, casi apuradas hasta el suelo. Seguí su rastro y me detuve al pie de la escalinata. La senda de velas ascendía por los peldaños hasta el primer piso. Me aventuré escalera arriba, siguiendo a mi sombra deformada sobre los muros. Al llegar al rellano del primer piso comprobé que había dos velas más adentrándose en el corredor. La tercera parpadeaba frente a la que había sido la habitación de Penélope. Me aproximé y golpeé la puerta suavemente con los nudillos.

– ¿Julián? -llegó la voz trémula.

Así el pomo de la puerta y me dispuse a entrar, sin saber ya quién me esperaba al otro lado. Abrí lentamente.

Bea me contemplaba desde el rincón, envuelta en una manta. Corrí a su lado y la abracé en silencio. Sentí que se deshacía en lágrimas.

– No sabía adónde ir -murmuró-. Te llamé varias veces a casa, pero no había nadie. Me asusté…

Bea se secó las lágrimas con los puños y me clavó la mirada. Asentí, y no fue necesario que dijese más.

– ¿Por qué me has llamado Julián?

Bea lanzó una mirada hacia la puerta entreabierta.

– Él está aquí. En esta casa. Entra y sale. Me sorprendió el otro día, cuando intentaba entrar en la casa. Sin que le dijese nada, supo quién era. Supo lo que estaba pasando. Me instaló en esta habitación y me trajo una manta, agua y comida. Me dijo que esperase. Que todo iba a salir bien. Me dijo que tú vendrías por mí. Por la noche hablamos durante horas. Me habló de Penélope, de Nuria… sobre todo me habló de ti, de nosotros dos. Me dijo que tenía que enseñarte a olvidarle…

– ¿Dónde está ahora?

– Abajo. En la biblioteca. Me dijo que estaba esperando a alguien, que no me moviese de aquí.

– ¿Esperando a quién?

– No lo sé. Dijo que era alguien que vendría contigo, que tú le traerías…

Cuando me asomé al corredor, las pisadas ya se escuchaban al pie de la escalinata. Reconocí la sombra desangrada sobre los muros como una telaraña, la gabardina negra, el sombrero calado como una capucha y el revólver en la mano reluciente como una guadaña. Fumero. Siempre me había recordado a alguien, o a algo, pero hasta aquel instante no había comprendido a qué.

Extinguí las velas con los dedos y le hice una seña a Bea para que guardase silencio. Me asió la mano y me miró inquisitivamente. Los pasos lentos de Fumero se escuchaban a nuestros pies. Conduje a Bea de nuevo al interior de la habitación y le indiqué que permaneciese allí, oculta tras la puerta.

– No salgas de aquí, pase lo que pase -susurré.

– No me dejes ahora, Daniel. Por favor.

– Tengo que advertir a Carax.

Bea me imploró con la mirada, pero me retiré al corredor antes de rendirme. Me deslicé hasta el umbral de la escalinata principal. No había rastro de la sombra de Fumero, ni de sus pasos. Se había detenido en algún punto de la oscuridad, inmóvil. Paciente. Me retiré de nuevo al corredor y rodeé la galería de habitaciones hasta la fachada principal del caserón. Un ventanal empañado de hielo destilaba cuatro haces azules, turbios como agua estanca. Me acerqué a la ventana y pude ver un coche negro apostado frente a la verja principal. Reconocí el automóvil del teniente Palacios. Una brasa de cigarrillo en la oscuridad delataba su presencia tras el volante. Regresé lentamente hasta la escalinata y descendí peldaño a peldaño, posando los pies con infinita cautela. Me detuve a medio trayecto y escruté la tiniebla que inundaba la planta baja.

Fumero había dejado el portón principal abierto a su paso. El viento había apagado las velas y escupía remolinos de nieve. La hojarasca helada danzaba en la bóveda, flotando en un túnel de claridad polvorienta que insinuaba las ruinas del caserón. Descendí cuatro peldaños más, apoyándome contra la pared. Vislumbré un atisbo de la cristalera de la biblioteca. Seguía sin detectar a Fumero. Me pregunté si habría descendido al sótano o a la cripta. El polvo de nieve que penetraba desde el exterior estaba borrando sus huellas. Me deslicé hasta el pie de la escalinata y eché un vistazo hacia el corredor que conducía a la entrada. El viento helado me escupió en la cara. La garra del ángel sumergido en la fuente se entreveía en la tiniebla. Miré en la otra dirección. La entrada a la biblioteca quedaba a una decena de metros del pie de la escalinata. La antecámara que conducía hasta allí quedaba velada de oscuridad. Comprendí que Fumero podía estar observándome a apenas unos metros del punto en el que me encontraba, sin que yo pudiera verle. Escruté la sombra, impenetrable como las aguas de un pozo. Respiré hondo y, casi arrastrando los pies, crucé la distancia que me separaba de la entrada de la biblioteca a ciegas.

El gran salón oval quedaba sumergido en una penuria de luz vaporosa, acribillada de puntos de sombra proyectados por la nieve desplomándose gelatinosamente tras los ventanales. Deslicé la mirada por los muros desnudos en busca de Fumero, quizá apostado junto a la entrada. Un objeto emergía del muro a apenas dos metros a mi derecha. Por un instante me pareció que se desplazaba, pero era sólo el reflejo de la luna sobre el filo. Un cuchillo, quizá una navaja de doble filo, estaba clavado en la pared. Ensartaba un rectángulo de cartón o papel. Me aproximé hasta allí y reconocí la imagen apuñalada sobre el muro. Era una copia idéntica de la fotografía medio quemada que un extraño había abandonado en el mostrador de la librería. En el retrato, Julián y Penélope, apenas unos adolescentes, sonreían a una vida que se les había escapado sin saberlo. El filo de la navaja atravesaba el pecho de Julián. Comprendí entonces que no había sido Laín Coubert, o Julián Carax, quien había dejado aquella fotografía como una invitación. Había sido Fumero. La fotografía había sido un cebo envenenado. Alcé la mano para arrebatársela al cuchillo, pero el contacto helado del revólver de Fumero en la nuca me detuvo.

– Una imagen vale más que mil palabras, Daniel. Si tu padre no hubiera sido un librero de mierda, ya te lo habría enseñado.

Me volví lentamente y enfrenté el cañón del arma. Apestaba a pólvora reciente. El rostro cadavérico de Fumero sonreía en una mueca crispada de terror.

– ¿Dónde está Carax?

– Lejos de aquí. Sabía que usted vendría a por él. Se ha marchado.

Fumero me observaba sin pestañear.

– Te voy a volar la cara en pedazos, chaval.

– De poco le servirá. Carax no está aquí.

– Abre la boca -ordenó Fumero.

– ¿Para qué?

– Abre la boca o te la abro yo de un tiro.

Desplegué los labios. Fumero me introdujo el revólver en la boca. Sentí una arcada trepándome por la garganta. El pulgar de Fumero tensó el percutor.

– Ahora, desgraciado, piensa si tienes alguna razón para seguir viviendo. ¿Qué dices?

Asentí lentamente.

– Entonces dime dónde está Carax.

Intenté balbucear. Fumero retiró el revólver lentamente.

– ¿Dónde está?

– Abajo. En la cripta.

– Tú me guías. Quiero que estés presente cuando le cuente a ese hijo de puta cómo gemía Nuria Monfort cuando le hundí el cuchillo en…

La silueta se abrió camino de la nada. Atisbando por encima del hombro de Fumero creí ver cómo la oscuridad se removía en cortinajes de bruma y una figura sin rostro, de mirada incandescente, se deslizaba hacia nosotros en silencio absoluto, como si apenas rozase el suelo. Fumero leyó el reflejo en mis pupilas empañadas de lágrimas y su rostro se descompuso lentamente.

Cuando se volvió y disparó al manto de negrura que le envolvía, dos garras de cuero, sin líneas ni relieve, le habían atenazado la garganta. Eran las manos de Julián Carax, crecidas de las llamas. Carax me apartó de un empujón y aplastó a Fumero contra la pared. El inspector aferró el revólver e intentó situarlo bajo la barbilla de Carax. Antes de que pudiese accionar el gatillo, Carax le asió de la muñeca y la martilleó con fuerza contra la pared una v otra vez, sin conseguir que Fumero soltase el revólver. Un segundo disparo estalló en la oscuridad y se estrelló contra el muro, abriendo un boquete en el panel de madera. Lágrimas de pólvora encendida v astillas en brasa salpicaron el rostro del inspector. El hedor a carne chamuscada inundó la sala.

De una sacudida, Fumero trató de zafarse de aquellas manos que le mantenían el cuello inmovilizado y la mano que sostenía el revólver contra la pared. Carax no aflojaba la presa. Fumero rugió de rabia y ladeó la cabeza hasta morder el puño de Carax. Le poseía una furia animal. Escuché el chasquido de sus dientes desgarrando la piel muerta y vi los labios de Fumero rezumando sangre. Carax, ignorando el dolor, o quizá incapaz de sentirlo, asió entonces el puñal. Lo desclavo de la pared de un tirón y, ante la mirada aterrada de Fumero, ensartó la muñeca derecha del inspector contra la pared con un golpe brutal que hundió el filo en el panel de madera casi hasta la empuñadura. Fumero dejó escapar un terrible alarido de agonía. Su mano se desplegó en un espasmo y el revólver cayó a sus pies. Carax lo escupió hacia las sombras de un puntapié.

El horror de aquella escena había desfilado ante mis ojos en apenas unos segundos. Me sentía paralizado, incapaz de actuar o de articular un solo pensamiento. Carax se volvió hacia mí y me clavó la mirada. Contemplándole, acerté a reconstruir sus facciones perdidas que había imaginado tantas veces, contemplando retratos y escuchando viejas historias.

– Llévate a Beatriz de aquí, Daniel. Ella sabe lo que debéis hacer. No te separes de ella. No dejes que te la arrebaten. Nada ni nadie. Cuídala. Más que a tu vida.

Quise asentir, pero los ojos se me fueron a Fumero, que estaba forcejeando con el cuchillo que le atravesaba la muñeca. Lo arrancó de una sacudida y se desplomó de rodillas, sosteniéndose el brazo herido que le sangraba sobre el costado.

– Márchate -musitó Carax.

Fumero nos contemplaba cegado de odio desde el suelo, sosteniendo el cuchillo ensangrentado en su mano izquierda. Carax se dirigió hacia él. Escuché unos pasos apresurados acercándose y comprendí que Palacios había acudido en auxilio de su jefe alertado por los disparos. Antes de que Carax pudiese arrebatarle el cuchillo a Fumero, Palacios penetró en la biblioteca con el arma en alto.

– Atrás -advirtió.

Lanzó una rápida mirada a Fumero, que se incorporaba con dificultad, y luego nos observó, primero a mí y luego a Carax. Percibí el horror y la duda en aquella mirada.

– He dicho atrás.

Carax se detuvo y retrocedió. Palacios nos observaba fríamente, tratando de dilucidar cómo resolver la situación. Sus ojos se posaron sobre mí.

– Tú, lárgate. Esto no va contigo. Venga.

Dudé un instante. Carax asintió.

– De aquí no se va nadie -cortó Fumero-. Palacios, entrégueme su revólver.

Palacios permaneció en silencio.

– Palacios -repitió Fumero, alargando la mano totalmente velada de sangre en demanda del arma.

– No -murmuró Palacios, apretando los dientes.

Los ojos enloquecidos de Fumero se llenaron de desprecio y de furia. Aferró el arma de Palacios y lo empujó de un manotazo. Crucé una mirada con Palacios y supe lo que iba a suceder. Fumero alzó el arma lentamente. Le temblaba la mano y el revólver brillaba, reluciente de sangre. Carax retrocedió paso a paso, buscando la sombra, pero no había escapatoria. El cañón del revólver le seguía. Sentí que los músculos del cuerpo se me incendiaban de rabia. La mueca de muerte de Fumero, que se relamía de locura y rencor, me despertó de una bofetada. Palacios me miraba, negando en silencio. Le ignoré. Carax se había abandonado ya, inmóvil en el centro de la sala, esperando la bala.

Fumero nunca llegó a verme. Para él sólo existía Carax y aquella mano ensangrentada unida a un revólver. Me abalancé sobre él de un salto. Sentí que mis pies se levantaban del suelo, pero nunca llegué a recobrar el contacto. El mundo se había congelado en el aire. El estruendo del disparo me llegó lejano, como eco de tormenta que se aleja. No hubo dolor. El impacto del disparo me atravesó las costillas. La primera llamarada fue ciega, como si una barra de metal me hubiese golpeado con furia indecible y me hubiese propulsado en el vacío un par de metros, hasta derribarme al suelo. No sentí la caída, aunque me pareció que las paredes convergían y el techo descendía a toda velocidad como si ansiara aplastarme. Una mano me sostuvo la nuca y vi el rostro de Julián Carax inclinándose sobre mí. En mi visión, Carax aparecía exactamente como yo le había imaginado, como si las llamas nunca le hubiesen arrancado el semblante. Advertí el horror en su mirada, sin comprender. Vi cómo posaba su mano sobre mi pecho y me pregunté qué era aquel líquido humeante que brotaba entre sus dedos. Fue entonces cuando sentí aquel fuego terrible, como aliento de brasas devorándome las entrañas. Un grito quiso escapar de mis labios, pero afloró ahogado en sangre tibia. Reconocí el rostro de Palacios a mi lado, derrotado de remordimiento. Alcé la mirada y entonces la vi. Bea avanzaba lentamente desde la puerta de la biblioteca, el rostro ungido de horror y las manos temblorosas sobre los labios. Negaba en silencio. Quise advertirla, pero un frío mordiente me recorría los brazos y las piernas, abriéndose camino en mi cuerpo a cuchilladas.

Fumero acechaba oculto tras la puerta. Bea no reparó en su presencia. Cuando Carax se incorporó de un salto y Bea se volvió, alertada, el revólver del inspector ya le rozaba la frente. Palacios se lanzó a detenerle. Llegó tarde. Carax se cernía ya sobre él. Escuché su grito, lejano, llevando el nombre de Bea. La sala se prendió en el resplandor del disparo. La bala atravesó la mano derecha de Carax. Un instante más tarde, el hombre sin rostro caía sobre Fumero. Me incliné para ver cómo Bea corría a mi lado, intacta. Busqué a Carax con una mirada que se me apagaba, pero no le encontré. Otra figura había ocupado su lugar. Era Laín Coubert, tal y como había aprendido a temerle leyendo las páginas de un libro tantos años atrás. Esta vez, las garras de Coubert se hundieron en los ojos de Fumero y lo arrastraron como garfios. Acerté a ver cómo las piernas del inspector se arrastraban por la puerta de la biblioteca, cómo su cuerpo se debatía en sacudidas mientras Coubert lo arrastraba sin piedad hacia el portón, cómo sus rodillas golpeaban los escalones de mármol y la nieve le escupía en el rostro, cómo el hombre sin rostro le aferraba del cuello y, alzándolo como un títere, lo lanzaba contra la fuente helada, cómo la mano del ángel atravesaba su pecho y lo ensartaba y cómo el alma maldita se le derramaba en vapor y aliento negro que caía en lágrimas heladas sobre el espejo mientras sus párpados se agitaban hasta morir y sus ojos parecían astillarse con arañazos de escarcha.

Me desplomé entonces, incapaz de sostener la mirada un segundo más. La oscuridad se teñía de luz blanca y el rostro de Bea se alejaba en un túnel de niebla. Cerré los ojos y sentí las manos de Bea sobre mi rostro y el soplo de su voz suplicándole a Dios que no me llevase, susurrándome que me quería y que no me dejaría ir, que no me dejaría ir. Sólo recuerdo que me desprendí en aquel espejismo de luz y frío, que una rara paz me envolvió y se llevó el dolor y el fuego lento de mis entrañas. Me vi a mí mismo caminando por las calles de aquella Barcelona embrujada de la mano de Bea, casi ancianos. Vi a mi padre y a Nuria Monfort posando rosas blancas sobre mi tumba. Vi a Fermín llorando en brazos de la Bernarda, y a mi viejo amigo Tomás, que había enmudecido para siempre. Les vi como se ve a los extraños desde un tren que se aleja demasiado de prisa. Fue entonces, casi sin darme cuenta, cuando recordé el rostro de mi madre que había perdido tantos años atrás como si un recorte extraviado se hubiese deslizado de entre las páginas de un libro. Su luz fue cuanto me acompañó en mi descenso.


Date: 2016-01-05; view: 673


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PENÉLOPE ALDAYA DAVID ALDAYA | DE NOVIEMBRE DE 1955 POST MORTEM
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