Home Random Page


CATEGORIES:

BiologyChemistryConstructionCultureEcologyEconomyElectronicsFinanceGeographyHistoryInformaticsLawMathematicsMechanicsMedicineOtherPedagogyPhilosophyPhysicsPolicyPsychologySociologySportTourism






NURIA MONFORT MEMORIA DE APARECIDOS 1933-1955 4 page

Fumero sabía también que Julián nunca aceptaría enfrentarse a su antiguo compañero, moribundo y reducido a un lamento. Por ese motivo instruyó a Aldaya claramente en los pasos a seguir. Habría de confesarle que la carta que Penélope le había escrito años atrás anunciándole su boda y pidiéndole que la olvidase era un engaño. Habría de revelarle que él mismo, Jorge Aldaya, había obligado a su hermana a redactar aquella sarta de mentiras mientras ella lloraba desesperadamente, proclamando a los vientos su amor inmortal por Julián. Habría de decirle que ella le había estado esperando, con el alma rota y el corazón sangrante, desde entonces, muerta de abandono. Eso bastaría. Bastaría para que Carax apretase el gatillo y le volase la cara a tiros. Bastaría para que olvidase todo plan de boda y no pudiera albergar más pensamiento que regresar a Barcelona en busca de Penélope y de una vida derramada. Y en Barcelona, aquella gran tela de araña que él había hecho suya, Fumero le estaría esperando.

Julián Carax cruzó la frontera francesa pocos días antes de que estallase la guerra civil. La primera y única edición de La Sombra del Viento había salido un par de semanas antes de la imprenta rumbo al gris anonimato y la invisibilidad de sus predecesoras. Por entonces Miquel apenas podía ya trabajar y aunque se sentaba frente a la máquina de escribir dos o tres horas cada día, la debilidad y la fiebre le impedían arrancarle palabras al papel. Había perdido varias de las colaboraciones a causa de los retrasos en las entregas. Otros periódicos temían publicar sus artículos tras haber recibido varias amenazas anónimas. Sólo le quedaba una columna diaria en el Diario de Barcelona que firmaba como Adrián Maltés. El fantasma de la guerra se sentía ya en el aire. El país hedía a miedo. Sin ocupación y demasiado débil hasta para lamentarse, Miquel solía bajar a la plaza o acercarse hasta la avenida de la Catedral, llevando siempre consigo uno de los libros de Julián como si fuese un amuleto. La última vez que el médico le había pesado no llegaba a los sesenta kilos. Escuchamos la noticia del alzamiento en Marruecos por la radio y pocas horas después un compañero del periódico de Miquel vino a vernos para decirnos que Cansinos, el jefe de redacción, había sido asesinado de un tiro en la nuca frente al café Canaletas dos horas antes. Nadie se atrevía a llevarse el cuerpo, que seguía allí, tiñendo una telaraña de sangre sobre la acera.

Los breves pero intensos días del terror inicial no se hicieron esperar. Las tropas del general Goded enfilaron la Diagonal y el paseo de Gracia en dirección al centro, donde empezó el fuego. Era un domingo y muchos barceloneses aún habían salido a la calle creyendo que iban a pasar el día en un merendero en la carretera de Las Planas. Los días más negros de la guerra en Barcelona, sin embargo, estaban todavía a dos años vista. Al poco de iniciarse la refriega, las tropas del general Goded se rindieron, por un milagro o por mala información entre los mandos. El gobierno de Lluís Companys parecía haber recobrado el control, pero lo que había sucedido realmente tenía mucho mas alcance y empezaría a ser evidente en las semanas siguientes.



Barcelona había pasado a estar en poder de los sindicatos anarquistas. Tras días de disturbios y luchas callejeras, corrió finalmente el rumor de que los cuatro genera les rebeldes habían sido ajusticiados en el castillo de Montjuïc poco después de la rendición. Un amigo de Miquel, un periodista británico que estuvo presente, dijo que el pelotón de fusilamiento era de siete hombres, pero que en el último momento docenas de milicianos se unieron al festín. Cuando se abrió fuego, los cuerpos recibieron tantos balazos que se desplomaron en pedazos irreconocibles, y hubo que meterlos en los ataúdes en estado casi líquido. Algunos quisieron creer que aquél era el fin del conflicto, que las tropas fascistas nunca llegarían a Barcelona y que la rebelión se extinguiría por el camino. Era sólo el aperitivo.

Supimos que Julián estaba en Barcelona el día de la rendición de Goded, al recibir una carta de Irene Marceau, en la que nos contaba que Julián había matado a Jorge Aldaya en el curso de un duelo en el cementerio del Pére LaChaise. Incluso antes de que Aldaya expirase, una llamada anónima había alertado a la policía de lo sucedido. Julián tuvo que huir de París de inmediato, perseguido por la policía que le buscaba por asesinato. No tuvimos ninguna duda de quién había efectuado aquella llamada. Esperamos ansiosamente saber de Julián para advertirle del peligro que le acechaba y para protegerle de una trampa peor que la que le había tendido Fumero: descubrir la verdad. Tres días más tarde, Julián seguía sin dar señales de vida. Miquel no quería compartir conmigo su preocupación, pero yo sabía perfectamente lo que estaba pensando. Julián había regresado por Penélope, no por nosotros.

– ¿Qué sucederá cuando averigüe la verdad? -preguntaba yo.

– Nosotros nos encargaremos de que no sea así -respondía Miquel.

Por lo pronto, lo primero que iba a comprobar es que la familia Aldaya había desaparecido sin dejar rastro. No iba a encontrar muchos lugares donde empezar a buscar a Penélope. Hicimos una lista de esos lugares y empezamos nuestro periplo. El caserón de la avenida del Tibidabo no era más que una propiedad desierta, vedada tras cadenas y velos de yedra. Un florista ambulante que vendía manojos de rosas y claveles en la esquina opuesta nos dijo que sólo recordaba a una persona que se hubiese acercado a la casa recientemente, pero era un hombre mayor, casi anciano y algo cojo.

– Muy mala leche tenía, la verdad. Le quise vender un clavel para el ojal y me envió a la mierda, diciendo que había una guerra y que no estaba el horno para flores.

No había visto a nadie más. Miquel le compró unas rosas mustias y, por si acaso, le dejó el teléfono de la redacción del Diario de Barcelona para que le dejase recado allí si por ventura alguien que encajase con la figura de Carax se dejaba ver. De allí, nuestra siguiente parada fue el colegio de San Gabriel, donde Miquel se reencontró con Fernando Ramos, su antiguo compañero de estudios.

Fernando era ahora profesor de latín y griego y vestía el hábito. Al ver a Miquel en tan precario estado de salud se le cayó el alma a los pies. Nos dijo que no había recibido la visita de Julián, pero prometió ponerse en contacto con nosotros si lo hacía, e intentar retenerle. Fumero había estado allí antes que nosotros, nos confesó con temor. Ahora se hacía llamar inspector Fumero y le había dicho que, en tiempos de guerra, más le valía andarse con ojo.

– Mucha gente iba a morir muy pronto, y los uniformes, de cura o de soldado, no paraban las balas…

Fernando Ramos nos confesó que no estaba claro a qué cuerpo o grupo pertenecía Fumero, y que no fue él quien se atrevió a preguntárselo. Me es imposible describirte aquellos primeros días de la guerra en Barcelona, Daniel. El aire parecía envenenado de miedo y de odio. Las miradas eran de recelo y las calles olían a un silencio que se sentía en el estómago. Cada día, cada hora, corrían nuevos rumores y murmuraciones. Recuerdo una noche, volviendo a casa, en que Miquel y yo descendíamos por las Ramblas. Estaban desiertas, sin un alma a la vista. Miquel miraba las fachadas, los rostros ocultos entre los postigos escudriñando las sombras de la calle, y decía que podían sentirse los cuchillos afilándose tras los muros.

Al día siguiente acudimos a la sombrerería Fortuny, sin grandes esperanzas de encontrar a Julián allí. Un vecino de la escalera nos dijo que el sombrerero estaba aterrado con los altercados de los últimos días y que se habían encerrado dentro de la tienda. Por mucho que llamamos no quiso abrirnos. Aquella tarde había habido un tiroteo a apenas una manzana de allí y los charcos de sangre todavía estaban frescos en la ronda de San Antonio, donde el cadáver de un caballo seguía abatido en el empedrado a merced de los perros callejeros que empezaban a abrirle el buche acribillado a dentelladas mientras algunos niños miraban de cerca y les tiraban piedras. Todo cuanto conseguimos fue verle el rostro espantado a través de la rejilla de la puerta. Le dijimos que buscábamos a su hijo Julián. El sombrerero respondió que su hijo estaba muerto y que nos largásemos o llamaría a la policía. Nos fuimos de allí descorazonados.

Durante días recorrimos cafés y comercios, preguntando por Julián. Indagamos en hoteles y pensiones, en estaciones de tren, en bancos en los que hubiera podido acudir a cambiar moneda… nadie recordaba a un hombre que encajase con la descripción de Julián. Temimos que quizá hubiese caído en manos de Fumero, y Miquel se las arregló para que uno de sus colegas del periódico, que tenía contactos en jefatura, indagase si Julián había ingresado en prisión. No había indicio alguno de que así fuese. Habían pasado dos semanas y parecía que a Julián se lo hubiese tragado la tierra.

Miquel apenas dormía, esperando tener noticias de su amigo. Un atardecer, Miquel regresó de su paseo de cada tarde con una botella de vino de Oporto, ni más ni menos. Se la habían regalado en el diario, dijo, porque el subdirector le había comunicado que ya no podrían publicar más su columna.

– No quieren líos, y les entiendo.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Emborracharme, por de pronto.

Miquel apenas se bebió medio vaso, pero yo me ventilé casi la botella entera sin darme cuenta y con el estómago vacío. Era casi medianoche cuando me asaltó un sopor imposible y me desplomé sobre el sofá. Soñé que Miquel me besaba en la frente y me tapaba con una estola. Al despertar sentí terribles punzadas de dolor en la cabeza que reconocí como el preludio de una resaca feroz. Fui en busca de Miquel para maldecir la hora en la que se le había ocurrido emborracharme pero me di cuenta de que estaba sola en el piso. Me acerqué al escritorio y vi que había una nota sobre la máquina de escribir en la que me pedía que no me alarmase y que le esperase allí. Había ido en busca de Julián y pronto lo traería a casa. Acababa diciéndome que me quería. La nota se me cayó de las manos. Advertí entonces que, antes de salir, Miquel había retirado sus cosas del escritorio, como si no pensara volver a utilizarlo, y supe que no volvería a verle jamás.

Aquella tarde, el vendedor ambulante de flores había llamado a la redacción del Diario de Barcelona y dejado un recado para Miquel informándole de que había visto al hombre que le habíamos descrito merodeando cerca del caserón como un espectro. Pasaba la medianoche cuando Miquel llegó al número 32 de la avenida del Tibidabo, un valle lúgubre y desierto azotado por dardos de luna que se filtraban entre la arboleda. Aunque hacía diecisiete años que no le veía, Miquel reconoció en Julián aquel andar leve, casi felino. Su silueta se deslizaba entre la penumbra del jardín, junto a la fuente. Julián había saltado la tapia y acechaba la casa como un animal inquieto. Miquel hubiera podido llamarle desde allí, pero prefirió no alertar a posibles testigos. Tenía la impresión de que miradas furtivas espiaban la avenida desde las ventanas oscuras de las mansiones colindantes. Rodeó el muro de la propiedad hasta la parte que daba a las antiguas pistas de tenis y las cocheras. Pudo reconocer las muescas en la piedra que Julián había usado como peldaños y las losas sueltas sobre el muro. Se aupó casi sin resuello, sintiendo profundas punzadas en el pecho y latigazos de ceguera en la mirada. Se tendió sobre el muro, las manos temblando, y llamó a Julián en un susurro. La silueta que cercaba la fuente permaneció inmóvil, uniéndose a las demás estatuas. Miguel pudo ver el brillo de unos ojos, clavados en él. Se preguntó si Julián iba a reconocerle a él, tras diecisiete años y una enfermedad que se le había llevado hasta el aliento. La silueta se acercó lentamente, blandiendo un objeto en la mano derecha, brillante y alargado. Un cristal.

– Julián… -murmuró Miquel.

La figura se detuvo en seco. Miquel escuchó el cristal caer sobre la gravilla. El rostro de Julián emergió de la negrura. Una barba de dos semanas le cubría las facciones, más afiladas.

– ¿Miguel?

Incapaz de saltar al otro lado, o apenas de rehacer su camino hasta la calle, Miquel tendió su mano. Julián se aupó en el muro y, asiendo el puño de su amigo con fuerza, le posó la palma de la mano sobre el rostro. Se miraron en silencio un largo rato, intuyendo las heridas que la vida le había tallado al otro.

– Tenemos que irnos de aquí, Julián. Fumero te busca. Lo de Aldaya fue una trampa.

– Lo sé -murmuró Carax, sin tono ni inflexión.

– La casa está cerrada. Hace años que nadie vive ya aquí -añadió Miguel-. Ven, ayúdame a bajar y vayámonos de aquí.

Carax trepó de nuevo el muro. Al aferrar a Miquel con ambas manos, sintió cómo el cuerpo de su amigo se había consumido bajo las ropas demasiado holgadas. Apenas se presentía carne o músculo. Una vez al otro lado, Carax asió a Miquel por debajo de los hombros y, casi cargando con todo su peso, se alejaron en la oscuridad por la calle Román Macaya.

– ¿Qué tienes? -murmuró Carax.

– No es nada. Unas fiebres. Ya me estoy recuperando. Miquel desprendía ya el olor de la enfermedad y Julián no preguntó más. Descendieron por León XIII hasta el paseo de San Gervasio, donde se vislumbraban las luces de un café. Se refugiaron en una mesa al fondo, lejos de la entrada y los ventanales. Un par de parroquianos velaban la barra a dúo con un cigarrillo y el rumor de la radio. El camarero, un hombre con la piel de color de cera y los ojos crucificados en el suelo, les tomó el pedido. Brandy tibio, café y lo que quedase de comer.

Miquel no probó bocado. Carax, aparentemente voraz, comió por ambos. Los dos amigos se miraban en la luz pegajosa del café, arrebatados en el hechizo del tiempo. La última vez que se habían visto cara a cara tenían la mitad de años. Se habían separado como muchachos y ahora la vida les devolvía al uno un fugitivo, al otro un moribundo. Ambos se preguntaban si habían sido las cartas que les había servido la vida, o si había sido el modo en que las habían jugado.

– Nunca te he dado las gracias por todo lo que has hecho por mí estos años, Miquel.

– No empieces ahora. Hice lo que debía y quería. No hay nada que agradecer.

– ¿Cómo está Nuria?

– Como la dejaste.

Carax bajó la mirada.

– Nos casamos hace meses. No sé si ella te escribió para contártelo.

Los labios de Carax se congelaron y negó lentamente.

– No tienes derecho a reprocharle nada, Julián.

– Lo sé. No tengo derecho a nada.

– ¿Por qué no acudiste a nosotros, Julián?

– No quería comprometeros.

– Eso ya no está en tus manos. ¿Dónde has estado estos días? Creímos que se te había tragado la tierra.

– Casi. He estado en casa. En casa de mi padre.

Miquel le miró con asombro. Julián procedió a relatarle cómo, al llegar a Barcelona, sin saber adónde acudir, se había dirigido a la casa donde se había criado, temiendo que ya no hubiese nadie allí. La sombrerería seguía en pie, abierta, y un hombre envejecido, sin pelo ni fuego en la mirada, languidecía tras el mostrador. No había querido entrar, ni hacerle saber que había regresado, pero Antoni Fortuny había alzado la mirada hacia el extraño que se alzaba al otro lado del escaparate. Sus ojos se habían encontrado y Julián, aunque había querido echar a correr, se quedó paralizado. Vio formarse lágrimas en el rostro del sombrerero, que se arrastró hacia la puerta y salió a la calle mudo. Sin mediar palabra, guió a su hijo al interior de la tienda, bajó las rejas y una vez el mundo exterior estuvo sellado, lo abrazó, temblando y aullando lágrimas.

Más tarde, el sombrerero le explicó que la policía había ido preguntando por él hacía dos días. Un tal Fumero, un hombre de mala fama que se decía que un mes antes había estado a sueldo de los matarifes del general Goded y que ahora se las daba de amigo de los anarquistas, le había dicho que Carax estaba de camino a Barcelona, que había asesinado a Jorge Aldaya a sangre fría en París y que se le buscaba por otros tantos delitos, cuya enumeración el sombrerero no se molestó en escuchar. Fumero confiaba en que, si se daba la remota e improbable casualidad de que el hijo pródigo apareciese por allí, el sombrerero tendría a bien cumplir con su deber de ciudadano y dar parte. Fortuny le dijo que por supuesto podían contar con él. Le molestó que una víbora como Fumero diese por descontada su vileza, pero tan pronto el siniestro cortejo de la policía abandonó la tienda, el sombrerero partió rumbo a la capilla de la catedral donde había conocido a Sophie para rogarle al santo que condujese los pasos de su hijo de vuelta a casa antes de que fuese demasiado tarde. Cuando Julián acudió a su padre, el sombrerero le advirtió del peligro que se cernía sobre él.

– Lo que sea que te haya traído a Barcelona, hijo mío, déjame que yo lo haga por ti mientras tú te escondes en casa. Tu habitación sigue como la dejaste y es tuya por todo el tiempo que la necesites.

Julián le confesó que había regresado a buscar a Penélope Aldaya. El sombrerero le juró que él la encontraría y que, una vez reunidos, les ayudaría a huir juntos a un lugar seguro, lejos de Fumero, del pasado, lejos de todo.

Durante días Julián se mantuvo oculto en el piso de la ronda de San Antonio mientras el sombrerero recorría la ciudad en busca del rastro de Penélope. Pasaba los días en su antigua habitación, que fiel a la promesa de su padre, seguía igual, aunque ahora todo parecía más pequeño, como si las casas y los objetos, o quizá sólo fuera la vida, encogiesen con el tiempo. Muchos de sus viejos cuadernos seguían allí, lápices que recordaba haber afilado la semana que marchó a París, libros esperando ser leídos, ropa limpia de muchacho en los armarios. El sombrerero le contó que Sophie le había dejado al poco de huir él, y aunque durante años no supo de ella, finalmente le escribió desde Bogotá, donde llevaba un tiempo viviendo con otro hombre. Se escribían con regularidad, «siempre hablando de ti», según confesó el sombrerero, «porque es lo único que nos une». Al pronunciar estas palabras, a Julián le parecía que el sombrerero había esperado a enamorarse de su mujer hasta después de haberla perdido.

– Sólo se quiere de verdad una vez en la vida, Julián, aunque uno no se dé cuenta.

El sombrerero, que parecía atrapado en una carrera con el tiempo para deshacer toda una vida de infortunios, no tenía duda de que Penélope era aquel amor de una sola estación en la vida de su hijo y creía, sin darse cuenta, que si le ayudaba a recuperarla, quizá él también recuperase algo de lo que había perdido, aquel vacío que le pesaba en la piel y los huesos con la rabia de una maldición.

Pese a todo su empeño, y para su desesperación, el sombrerero pronto fue averiguando que no había rastro de Penélope Aldaya, ni de la familia, en toda Barcelona. Hombre de origen humilde, que había tenido que trabajar toda la vida para mantenerse a flote, el sombrerero siempre había concedido al dinero y a la casta la duda de la inmortalidad. Quince años de ruina y miseria habían bastado para borrar de la faz de la tierra los palacios, las industrias y las huellas de una estirpe. A la mención del apellido Aldaya, muchos reconocían la música de la palabra, pero casi ninguno recordaba su significado. El día que Miquel Moliner y Nuria Monfort acudieron a la sombrerería preguntando por Julián, el sombrerero tuvo la certeza de que no eran sino esbirros de Fumero. Nadie le iba a arrebatar a su hijo de nuevo. Esta vez podría bajar Dios todopoderoso desde los cielos, el mismo Dios que llevaba toda una vida ignorando sus plegarias, y él mismo, gustoso, le arrancaría los ojos si osaba alejar a Julián una vez más del naufragio de su vida.

El sombrerero era el hombre que el florista ambulante recordaba haber visto días atrás, merodeando por el caserón de la avenida del Tibidabo. Lo que el florista interpretó como mala leche no era sino la firmeza de espíritu que sólo asiste a quienes, mejor tarde que nunca, han encontrado un propósito a sus vidas y lo persiguen con la ferocidad que da el tiempo derramado en vano. Lamentablemente, no quiso el señor escuchar esta última vez los ruegos del sombrerero, y pasado ya el umbral de la desesperación, fue incapaz de encontrar aquello que buscaba, la salvación de su hijo, de sí mismo, en el rastro de una muchacha a la que nadie recordaba y de la que nadie sabía nada. ¿Cuántas almas perdidas necesitas, Señor, para saciar tu apetito?, preguntaba el sombrerero. Dios, en su infinito silencio, le miraba sin pestañear.

– No la encuentro, Julián… Te juro que…

– No se preocupe, padre. Esto es algo que debo hacer yo. Usted ya me ha ayudado todo lo que podía.

Aquella noche, Julián había salido por fin a la calle dispuesto a recobrar el rastro de Penélope.

 

Miquel escuchaba el relato de su amigo, dudando si se trataba de un milagro o una maldición. No se le ocurrió pensar en el camarero, que se dirigía al teléfono y murmuraba de espaldas a ellos, ni que luego vigilaba la puerta de reojo, limpiando con demasiado celo los vasos en un establecimiento donde la mugre se enseñoreaba con saña, mientras Julián le refería lo sucedido a su llegada a Barcelona. No se le ocurrió que Fumero habría estado ya en aquel café, en decenas de cafés como aquél, a tiro de piedra del palacete Aldaya, y que tan pronto Carax pusiera el pie en uno de ellos, la llamada era cuestión de segundos. Cuando el coche de la policía se detuvo frente al café y el camarero se retiró a la cocina, Miquel sintió la calma fría y serena de la fatalidad. Carax le leyó la mirada y ambos se volvieron a un tiempo. Las trazas espectrales de tres gabardinas grises aleteando tras las ventanas. Tres rostros escupiendo vapor en el cristal. Ninguno de ellos era Fumero. Los carroñeros le precedían.

– Vayámonos de aquí, Julián…

– No hay adónde ir -dijo Carax, con una serenidad que llevó a su amigo a observarle con detenimiento.

Advirtió entonces el revólver en la mano de Julián, y la fría disposición en su mirada. La campanilla de la puerta arañó el murmullo de la radio. Miquel arrebató la pistola de las manos de Carax y le miró fijamente.

– Dame tu documentación, Julián.

Los tres policías fingieron sentarse a la barra. Uno de ellos les miraba de reojo. Los otros dos se palpaban el interior de la gabardina.

– La documentación, Julián. Ahora.

Carax negó en silencio.

– Me quedan uno, dos meses, con suerte. Uno de los dos tiene que salir de aquí, Julián. Tú tienes más puntos que yo. No sé si encontrarás a Penélope. Pero Nuria te espera.

– Nuria es tu mujer.

– Acuérdate del trato que hicimos. Cuando yo muera, todo lo que es mío será tuyo…

– …menos los sueños.

Se sonrieron por última vez. Julián le tendió su pasaporte. Miquel lo colocó junto con el ejemplar de La Sombra del Viento que llevaba en el abrigo desde el día que lo había recibido.

– Hasta pronto -murmuró Julián.

– No hay prisa. Yo esperaré.

Justo cuando los tres policías se volvían hacia ellos, Miquel se levantó de la mesa y se dirigió hacia ellos. Al principio sólo vieron a un moribundo pálido y tembloroso que les sonreía mientras la sangre asomaba por las comisuras de labios magros, sin vida. Cuando advirtieron el revólver en su mano derecha, Miquel ya estaba apenas a tres metros de ellos. Uno de ellos quiso gritar, pero el primer disparo le voló la mandíbula inferior. El cuerpo cayó inerte, de rodillas, a los pies de Miquel. Los otros dos agentes ya habían desenfundado sus armas. El segundo disparo atravesó el estómago del que parecía más viejo. La bala le partió la columna vertebral en dos y escupió un puño de vísceras contra la barra. Miquel nunca tuvo tiempo de hacer un tercer disparo. El policía restante ya le había encañonado. Sintió el arma en las costillas, sobre el corazón, y su mirada acerada, encendida de pánico.

– Quieto, hijo de puta, o te juro que te abro en dos.

Miquel sonrió y alzó lentamente el revólver hacia el rostro del policía. No debía de tener más de veinticinco años y le temblaban los labios.

– Le dices a Fumero, de parte de Carax, que me acuerdo de su disfraz de marinerito.

No sintió dolor, ni fuego. El impacto, como un martillazo sordo que se llevó el sonido y el color de las cosas, le lanzó contra la cristalera. Al atravesarla y advertir que un frío intenso le trepaba por la garganta y la luz se alejaba como polvo en el viento, Miquel Moliner volvió la mirada por última vez y vio a su amigo Julián correr calle abajo. Tenía treinta y seis años, más de los que había esperado vivir. Antes de desplomarse sobre la acera sembrada de cristal ensangrentado, ya estaba muerto.

Aquella noche, mientras Julián se perdía en la noche, un furgón sin identificación acudió a la llamada del hombre que había matado a Miquel. Nunca supe su nombre, ni creo que él supiese a quién había asesinado. Como todas las guerras, personales o a gran escala, aquél era un juego de marionetas. Dos hombres cargaron los cuerpos de los agentes muertos y se encargaron de sugerirle al encargado del bar que se olvidase de lo que había sucedido o tendría serios problemas. Nunca subestimes el talento para olvidar que despiertan las guerras, Daniel. El cadáver de Miquel fue abandonado en un callejón del Raval doce horas más tarde para que su muerte no pudiese ser relacionada con la de los dos agentes. Cuando el cuerpo llegó finalmente a la morgue, llevaba dos días muerto. Miquel había dejado toda su documentación en casa antes de salir. Cuanto los funcionarios del depósito encontraron fue un pasaporte a nombre de Julián Carax, desfigurado, y un ejemplar de La Sombra del Viento. La policía concluyó que el difunto era Carax. El pasaporte todavía mencionaba como domicilio el piso de los Fortuny en la ronda de San Antonio.


Date: 2016-01-05; view: 869


<== previous page | next page ==>
NURIA MONFORT MEMORIA DE APARECIDOS 1933-1955 3 page | NURIA MONFORT MEMORIA DE APARECIDOS 1933-1955 5 page
doclecture.net - lectures - 2014-2024 year. Copyright infringement or personal data (0.014 sec.)