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PENÉLOPE ALDAYA

 

1902-1919

 

Me quedé paralizado. Algo o alguien se estaba desplazando desde la oscuridad. Sentí que el aire frío se deslizaba sobre mi piel y sólo entonces retrocedí unos pasos.

– Fuera de aquí -murmuró la voz desde las sombras.

La reconocí al instante. Laín Coubert. La voz del diablo.

Me lancé escaleras arriba y una vez gané la planta baja así a Bea del brazo y la arrastré a toda prisa hacia la salida. Habíamos perdido la vela y corríamos a ciegas. Bea, asustada, no comprendía mi súbita alarma. No había visto nada. No había oído nada. No me detuve a darle explicaciones. Esperaba en cualquier momento que algo saltase de las sombras y nos cerrase el paso, pero la puerta principal nos esperaba al final del corredor, los resquicios proyectando un rectángulo de luz.

– Está cerrada -musitó Bea.

Palpé mis bolsillos buscando la llave. Volví la vista atrás una fracción de segundo y tuve la certeza de que dos puntos brillantes avanzaban lentamente hacia nosotros desde el fondo del corredor. Ojos. Mis dedos dieron con la llave. La introduje desesperadamente en la cerradura, abrí y empujé a Bea al exterior con brusquedad. Bea debió de leer el temor en mi voz porque se apresuró hacia la verja a través del jardín y no se detuvo hasta que nos encontramos los dos sin aliento y cubiertos de sudor frío en la acera de la avenida del Tibidabo.

– ¿Qué ha pasado ahí abajo, Daniel? ¿Había alguien?

– No.

– Estás pálido.

– Soy pálido. Anda, vamos.

– ¿Y la llave?

La había dejado dentro, encajada en la cerradura. No sentí deseos de regresar a por ella.

– Creo que la he perdido al salir. Ya la buscaremos otro día.

Nos alejamos avenida abajo a paso ligero. Cruzamos hasta la otra acera y no aflojamos el paso hasta que nos encontramos a un centenar de metros del caserón y su silueta apenas se adivinaba en la noche. Descubrí entonces que todavía tenía la mano manchada de cenizas y di gracias por el manto de sombra de la noche, que ocultaba a Bea las lágrimas de terror que me resbalaban por las mejillas.

Anduvimos calle Balmes abajo hasta la plaza Núñez de Arce, donde encontramos un taxi solitario. Descendimos por Balmes hasta Consejo de Ciento casi sin mediar palabra. Bea me tomó la mano y un par de veces la descubrí observándome con mirada vidriosa, impenetrable. Me incliné a besarla, pero no separó los labios.

– ¿Cuándo volveré a verte?

– Te llamaré mañana o pasado -dijo.

– ¿Lo prometes?

Asintió.

– Puedes llamar a casa o a la librería. Es el mismo número. Lo tienes, ¿verdad?



Asintió de nuevo. Le pedí al conductor que se detuviese un momento en la esquina de Muntaner y Diputación. Me ofrecí a acompañar a Bea hasta su portal, pero ella se negó y se alejó sin dejarme besarla de nuevo, ni siquiera rozarle la mano. Echó a correr y la vi partir desde el taxi. Las luces del piso de los Aguilar estaban encendidas y pude ver claramente a mi amigo Tomás observándome desde la ventana de su habitación, en la que habíamos pasado tantas tardes juntos charlando o jugando al ajedrez. Le saludé con la mano, forzando una sonrisa que probablemente no podía ver. No me devolvió el saludo. Su silueta permaneció inmóvil, pegada al cristal, contemplándome fríamente. Unos segundos más tarde se retiró y las ventanas se oscurecieron. Estaba esperándonos, pensé.

Al llegar a casa encontré los restos de una cena para dos en la mesa. Mi padre ya se había retirado y me pregunté si, por ventura, se habría animado a invitar a la Merceditas a cenar en casa. Me deslicé hasta mi habitación y entré sin encender la luz. Tan pronto me senté en el borde del colchón advertí que había alguien más en la estancia, tendido en la penumbra sobre el lecho como un difunto con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí un latigazo de frío en el estómago pero rápidamente reconocí los ronquidos y el perfil de aquella nariz sin parangón. Encendí la lamparilla de noche y encontré a Fermín Romero de Torres perdido en una sonrisa embelesada y emitiendo pequeños gemidos placenteros sobre la colcha. Suspiré y el durmiente abrió los ojos. Al verme pareció extrañado. Obviamente esperaba otra compañía. Se frotó los ojos y miró alrededor, haciéndose una más ajustada composición del lugar.

– Espero no haberle asustado. La Bernarda dice que dormido parezco el Boris Karloff español.

– ¿Qué hace en mi cama, Fermín?

Entornó los ojos con cierta nostalgia.

– Soñando con Carole Lombard. Estábamos en Tánger, en unos baños turcos, y yo la untaba toda de aceite de ese que venden para el culillo de los bebés. ¿Ha untado usted alguna vez a una mujer de aceite, de arriba abajo, a conciencia?

– Fermín, son las doce y media de la noche y no me tengo de sueño.

– Usted disculpe, Daniel. Es que su señor padre insistió en que subiera a cenar y luego me entró una ñoña, porque a mí la carne de res me produce un efecto narcótico. Su padre me sugirió que me tendiese aquí un rato, alegando que a usted no le importaría…

– Y no me importa, Fermín. Es que me ha pillado por sorpresa. Quédese con la cama y vuelva con Carole Lombard, que le debe de estar esperando. Y métase dentro, que hace una noche de perros y encima va a pillar algo. Yo me iré al comedor.

Fermín asintió mansamente. Las magulladuras de la cara se le estaban inflamando y su cabeza, tramada con una barba de dos días y aquella escasa cabellera rala, parecía una fruta madura caída de un árbol. Cogí una manta de la cómoda y le tendí otra a Fermín. Apagué la luz y salí al comedor, donde me esperaba el butacón predilecto de mi padre. Me envolví en la manta y me acurruqué como pude, convencido de que no iba a pegar ojo. La imagen de dos ataúdes blancos en la tiniebla me sangraba en la mente. Cerré los ojos y puse todo mi empeño en borrar aquella visión. En su lugar, conjuré la visión de Bea desnuda sobre las mantas en aquel cuarto de baño a la luz de las velas. Abandonado a estos felices pensamientos, me pareció oír el murmullo lejano del mar y me pregunté si el sueño me habría vencido sin yo saberlo. Quizá navegaba rumbo a Tánger. Al poco comprendí que eran sólo los ronquidos de Fermín y un instante después se apagó el mundo. En toda mi vida no he dormido mejor ni más profundamente que aquella noche.

 

Amaneció lloviendo a cántaros, con las calles anegadas y la lluvia acribillando las ventanas con rabia. El teléfono sonó a las siete y media. Salté de la butaca a contestar con el corazón en el gaznate. Fermín, en albornoz y pantuflas, y mi padre, sosteniendo la cafetera, intercambiaron aquella mirada que empezaba a hacerse habitual.

– ¿Bea? -susurré al auricular, dándoles la espalda.

Creí oír un suspiro en la línea.

– ¿Bea, eres tú?

No obtuve respuesta y, segundos más tarde, la línea se cortó. Me quedé observando el teléfono durante un minuto, esperando que volviese a sonar.

– Ya volverán a llamar, Daniel. Ahora ven a desayunar -dijo mi padre.

Llamará más tarde, me dije. Alguien debe de haberla sorprendido. No debía de ser fácil burlar el toque de queda del señor Aguilar. No había motivo de alarma. Con estas y otras excusas me arrastré hasta la mesa para fingir que acompañaba a mi padre y a Fermín en su desayuno. Quizá fuera la lluvia, pero la comida había perdido todo el sabor.

Llovió toda la mañana y al rato de abrir la librería tuvimos un apagón general en todo el barrio que duró hasta el mediodía.

– Lo que faltaba -suspiró mi padre.

A las tres empezaron las primeras goteras. Fermín se ofreció a subir a casa de la Merceditas a pedir prestados unos cubos, platos o cualquier receptáculo cóncavo al uso. Mi padre se lo prohibió terminantemente. El diluvio persistía. Para matar la angustia le relaté a Fermín lo sucedido la noche anterior, guardándome, sin embargo, lo que había visto en aquella cripta. Fermín me escuchó fascinado, pero pese a su titánica insistencia me negué a describirle la consistencia, textura y disposición del busto de Bea. El día se fue en el aguacero.

Después de cenar, so pretexto de darme un paseo para estirar las piernas, dejé a mi padre leyendo y me dirigí hasta casa de Bea. Al llegar me detuve en la esquina a con templar los ventanales del piso y me pregunté qué era lo que estaba haciendo allí. Espiar, fisgar y hacer el ridículo fueron algunos de los términos que me cruzaron la mente. Aun así, tan desprovisto de dignidad como de abrigo apropiado para la gélida temperatura, me resguardé del viento en un portal al otro lado de la calle y permanecí allí cerca de media hora, vigilando las ventanas y viendo pasar las siluetas del señor Aguilar y de su esposa. No había rastro de Bea.

Era casi medianoche cuando regresé a casa, tiritando de frío y con el mundo a cuestas. Llamará mañana, me repetí mil veces mientras intentaba capturar el sueño. Bea no llamó al día siguiente. Ni al otro. Ni en toda aquella semana, la más larga y la última de mi vida.

En siete días, estaría muerto.

Sólo alguien al que apenas le queda una semana de vida es capaz de malgastar su tiempo como yo lo hice durante aquellos días. Me dedicaba a velar el teléfono y roerme el alma, tan prisionero de mi propia ceguera que apenas era capaz de adivinar lo que el destino ya daba por descontado. El lunes al mediodía me acerqué hasta la Facultad de Letras en la plaza Universidad con la intención de ver a Bea. Sabía que no le iba a hacer ninguna gracia que me presentase allí y que nos viesen juntos en público, pero prefería enfrentar su ira que seguir con aquella incertidumbre.

Pregunté en la secretaría por el aula del profesor Velázquez y me dispuse a esperar la salida de los estudiantes. Esperé unos veinte minutos hasta que se abrieron las puertas y vi pasar el semblante arrogante y apincelado del profesor Velázquez, siempre rodeado de su corrillo de admiradoras. Cinco minutos después no había rastro de Bea. Decidí aproximarme hasta las puertas del aula a echar un vistazo. Un trío de muchachas con aire de escuela parroquial conversaban e intercambiaban apuntes o confidencias. La que parecía la líder de la congregación advirtió mi presencia e interrumpió su monólogo para acribillarme con una mirada inquisitiva.

– Perdón, buscaba a Beatriz Aguilar. ¿Sabéis si asiste a esta clase?

Las muchachas intercambiaron una mirada ponzoñosa y procedieron a hacerme una radiografía.

– ¿Eres su novio? -preguntó una de ellas-. ¿El alférez?

Me limité a ofrecer una sonrisa vacía, que tomaron por asentimiento. Sólo me la devolvió la tercera muchacha, con timidez y desviando la mirada. Las otras dos se adelantaron, desafiantes.

– Te imaginaba diferente -dijo la que parecía la jefa del comando.

– ¿Y el uniforme? -preguntó la segunda oficiala, observándome con desconfianza.

– Estoy de permiso. ¿Sabéis si se ha marchado ya?

– Beatriz no ha venido hoy a clase -informó la jefa, con aire desafiante.

– Ah, ¿no?

– No -confirmó la teniente de dudas y recelos-. Si eres su novio, deberías saberlo.

– Soy su novio, no un guardia civil.

– Anda, vayámonos, éste es un mamarracho -concluyó la jefa.

Ambas pasaron a mi lado dedicándome una mirada de soslayo y una media sonrisa de asco. La tercera, rezagada, se detuvo un instante antes de salir y, asegurándose de que las otras no la veían, me susurró al oído:

– Beatriz tampoco vino el viernes.

– ¿Sabes por qué?

– Tú no eres su novio, ¿verdad?

– No. Sólo un amigo.

– Me parece que está enferma.

– ¿Enferma?

– Eso dijo una de las chicas que la llamó a casa. Ahora tengo que irme.

Antes de que pudiese agradecerle su ayuda, la muchacha partió al encuentro de las otras dos, que la esperaban con ojos fulminantes en el otro extremo del claustro.

– Daniel, algo habrá pasado. Una tía abuela que se ha muerto, un loro con paperas, un catarro de tanto andar con el trasero al aire… sabe Dios el qué. En contra de lo que usted cree a pies juntillas, el universo no gira en torno a las apetencias de su entrepierna. Otros factores influyen en el devenir de la humanidad.

– ¿Se cree que no lo sé? Parece que no me conozca, Fermín.

– Querido, si Dios hubiera querido darme caderas más amplias, hasta le podría haber parido: así de bien le conozco. Hágame caso. Salga de su cabeza y tome la fresca. La espera es el óxido del alma.

– Así que le parezco a usted ridículo.

– No. Me parece preocupante. Ya sé que a su edad estas cosas parecen el fin del mundo, pero todo tiene un límite. Esta noche usted y yo nos vamos de picos pardos a un local de la calle Platería que al parecer está causando furor. Me han dicho que hay unas fámulas nórdicas recién llegadas de Ciudad Real que le quitan a uno hasta la caspa. Yo invito.

– ¿Y la Bernarda qué dirá?

– Las niñas son para usted. Yo pienso esperar en la salita, leyendo una revista y contemplando el percal de lejos, porque me he convertido a la monogamia, si no in mentis al menos de facto.

– Se lo agradezco, Fermín, pero…

– Un chaval de dieciocho años que rechaza una oferta así no está en posesión de sus facultades. Hay que hacer algo ahora mismo. Tenga.

Se hurgó los bolsillos y me tendió unas monedas. Me pregunté si aquéllos eran los doblones con los que pensaba financiar la visita al suntuoso harén de las ninfas mesetarias.

– Con esto no nos dan ni las buenas noches, Fermín.

– Usted es de los que se caen del árbol y nunca llegan a tocar el suelo. ¿Se cree de verdad que le voy a llevar de putas y devolvérselo forrado de gonorrea a su señor padre, que es el hombre más santo que he conocido? Lo de las nenas se lo decía para ver si reaccionaba, apelando a la única parte de su persona que parece funcionar. Esto es para que vaya al teléfono de la esquina y llame a su enamorada con algo de intimidad.

– Bea me dijo expresamente que no la llamase.

– También le dijo que llamaría el viernes. Estamos a lunes. Usted mismo. Una cosa es creer en las mujeres y otra creerse lo que dicen.

Convencido por sus argumentos, me escabullí de la librería hasta el teléfono público de la esquina y marqué el número de los Aguilar. Al quinto tono, alguien alzó el teléfono al otro lado y escuchó en silencio, sin contestar. Pasaron cinco segundos eternos.

– ¿Bea? -murmuré-. ¿Eres tú?

La voz que contestó me cayó como un martillazo en el estómago.

– Hijo de puta, te juro que te voy a arrancar el alma a hostias.

El tono era acerado, de pura rabia contenida. Fría y serena. Eso es lo que me dio más miedo. Podía imaginar al señor Aguilar sosteniendo el teléfono en el recibidor de su casa, el mismo que yo había utilizado muchas veces para llamar a mi padre y decirle que me retrasaba después de pasar la tarde con Tomás. Me quedé escuchando la respiración del padre de Bea, mudo, preguntándome si me habría reconocido por la voz.

– Veo que no tienes cojones ni para hablar, desgraciado. Cualquier mierda seca es capaz de hacer lo que tú, pero al menos un hombre tendría el valor de dar la cara. A mí se me caería la cara de vergüenza de saber que una chica de diecisiete años tiene mas huevos que yo, porque ella no ha querido decir quién eres y no lo dirá. La conozco. Y ya que tú no tienes las agallas de dar la cara por Beatriz, ella va a pagar por lo que tú has hecho.

Cuando colgué el teléfono me temblaban las manos. No fui consciente de lo que acababa de hacer hasta que dejé la cabina y arrastré los pies de vuelta a la librería. No me había parado a considerar que mi llamada sólo iba a empeorar la situación en la que ya se encontrase Bea. Mi única preocupación había sido mantener el anonimato y esconder la cara, renegando de aquellos a quienes decía querer y quienes me limitaba a utilizar. Lo había hecho va cuando el inspector Fumero había golpeado a Fermín. Lo había hecho de nuevo al abandonar a Bea a su suerte. Volvería a hacerlo en cuanto las circunstancias me brindasen la oportunidad. Permanecí en la calle diez minutos, intentando calmarme, antes de volver a entrar en la librería. Quizá debía llamar otra vez y decirle al señor Aguilar que sí, que era yo, que estaba atontado por su hija y que ahí se acababa el cuento. Si luego le apetecía venir con su uniforme de comandante a romperme la cara, estaba en su derecho.

Regresaba ya a la librería cuando advertí que alguien me observaba desde un portal al otro lado de la calle. Al principio pensé que se trataba de don Federico, el relojero, pero me bastó un simple vistazo para comprobar que se trataba de un individuo más alto y de constitución más sólida. Me detuve a devolverle la mirada y, para mi sorpresa, asintió, como si quisiera saludarme e indicarme que no le importaba en absoluto que hubiera reparado en su presencia. La luz de una farola le caía sobre el rostro de perfil. Las facciones me resultaron familiares. Se adelantó un paso y, abrochándose la gabardina hasta arriba, me sonrió y se alejó entre los transeúntes en dirección a las Ramblas. Le reconocí entonces como el agente de policía que me había sujetado mientras el inspector Fumero atacaba a Fermín. Al entrar en la librería, Fermín alzó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva.

– ¿Y esa cara que trae?

– Fermín, creo que tenemos un problema.

Aquella misma noche pusimos en marcha el plan de alta intriga y baja consistencia que habíamos concebido días atrás con don Gustavo Barceló.

– Lo primero es asegurarnos de que está usted en lo cierto y somos objeto de vigilancia policial. Ahora, como quien no quiere la cosa, nos vamos a acercar dando un paseo hasta Els Quatre Gats para ver si ese individuo todavía está ahí fuera, al acecho. Pero a su padre ni una palabra de todo esto, o va a acabar por criar una piedra en el riñón.

– ¿Y qué quiere que le diga? Ya hace tiempo que anda con la mosca detrás de la oreja.

– Dígale que va a por pipas o a por polvos para hacer un flan.

– ¿Y por qué tenemos que ir a Els Quatre Gats precisamente?

– Porque ahí sirven los mejores bocadillos de longaniza en un radio de cinco kilómetros y en algún sitio tenemos que hablar. No me sea cenizo y haga lo que le digo, Daniel.

Dando por bienvenida cualquier actividad que me mantuviese alejado de mis pensamientos, obedecí dócilmente y un par de minutos más tarde salía a la calle tras haberle asegurado a mi padre que estaría de vuelta a la hora de la cena. Fermín me esperaba en la esquina de la Puerta del Ángel. Tan pronto me reuní con él, hizo un gesto con las cejas y me indicó que echara a andar.

– Llevamos el cascabel a unos veinte metros. No se vuelva.

– ¿Es el mismo de antes?

– No creo, a menos que haya encogido con la humedad. Éste parece un pardillo. Me lleva un diario deportivo de hace seis días. Fumero debe de estar reclutando aprendices en el Cotolengo.

Al llegar a Els Quatre Gats, nuestro hombre de incógnito tomó una mesa a pocos metros de la nuestra y fingió releer por enésima vez las incidencias de la jornada de liga de la semana anterior. Cada veinte segundos nos lanzaba una mirada de soslayo.

– Pobrecillo, mire cómo suda -dijo Fermín, sacudiendo la cabeza-. Le veo un tanto disperso, Daniel. ¿Ha hablado con la nena o no?

– Se ha puesto su padre.

– ¿Y han tenido una conversación amigable y cordial?

– Más bien un monólogo.

– Ya veo. ¿Debo entonces inferir que todavía no le trata de papá?

– Me ha dicho textualmente que me iba a arrancar el alma a hostias.

– Será un recurso estilístico.

Al punto, la silueta del camarero se cernió sobre nosotros. Fermín pidió comida para un regimiento, frotándose las manos de anhelo.

– ¿Y usted no quiere nada, Daniel?

Negué. Al regresar el camarero con dos bandejas repletas de tapas, bocadillos y cervezas varias, Fermín le soltó un buen doblón y le dijo que podía quedarse la propina.

– Jefe, ¿ve usted a ese individuo de la mesa junto a la ventana, el que va vestido de Pepito Grillo y tiene la cabeza metida dentro del periódico, a modo de cucurucho?

El camarero asintió con aire de complicidad.

– ¿Me haría el favor de ir y decirle que el inspector Fumero le envía recado urgente de que acuda ipso facto al mercado de la Boquería a comprar veinte duros de garbanzos hervidos y llevarlos a jefatura sin dilación (en taxi si hace falta) o que se prepare para presentar el escroto en bandeja? ¿Se lo repito?

– No hace falta, caballero. Veinte duros de garbanzos hervidos o el escroto.

Fermín le soltó otra moneda.

– Dios le bendiga.

El camarero asintió respetuosamente y partió rumbo a la mesa de nuestro perseguidor a entregar el mensaje. Al escuchar las órdenes, al centinela se le descompuso el rostro. Permaneció quince segundos en su mesa, debatiéndose entre fuerzas insondables, y luego se lanzó al galope hacia la calle. Fermín no se molestó ni en pestañear. En otras circunstancias habría disfrutado con el episodio, pero aquella noche era incapaz de quitarme del pensamiento a Bea.

– Daniel, tome tierra, que tenemos faena que discutir. Mañana mismo se va usted a visitar a Nuria Monfort, tal como habíamos dicho.

– ¿Y una vez allí qué le digo?

– Tema no le faltará. El plan es hacer lo que dijo el señor Barceló con muy buen tino. Le suelta que sabe que le mintió con perfidia respecto a Carax, que su supuesto marido Miquel Moliner no está en la cárcel como ella pretende, que ha averiguado usted que ella es la mano negra que ha estado recogiendo la correspondencia del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax usando un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados inexistente… le dice usted lo que sea necesario y conductivo para encenderle el fuego debajo de los pies. Todo ello con melodrama y semblante bíblico. Luego, con golpe de efecto, se va y la deja macerar un rato en los, jugos del resquemor.

– Y mientras tanto…

– Mientras tanto yo estaré presto a seguirla, propósito que pienso llevar a cabo haciendo uso de avanzadas técnicas de camuflaje.

– No va a funcionar, Fermín.

– Hombre de poca fe. A ver, pero ¿qué le ha dicho el padre de esa muchacha para ponerle así? ¿Es por lo de la amenaza? Ni le haga caso. A ver, ¿qué le ha dicho ese energúmeno?

Respondí sin pensar.

– La verdad.

– ¿La verdad según san Daniel Mártir?

– Ríase lo que quiera. Me está bien empleado.

– No me río, Daniel. Es que me sabe mal verle con ese ánimo autoflagelatorio. Cualquiera diría que está usted al borde del cilicio. No ha hecho usted nada malo. Ya tiene la vida suficientes verdugos para que uno vaya haciendo doblete y ejerciendo de Torquemada con uno mismo.

– ¿Habla por experiencia?

Fermín se encogió de hombros.

– Nunca me ha contado usted cómo se cruzó con Fumero -apunté.

– ¿Quiere oír una historia con moraleja? -Sólo si usted quiere contármela.

Fermín se sirvió un vaso de vino y lo apuró de un trago.

– Amén -dijo para sí mismo-. Lo que puedo contarle de Fumero es vox populi. La primera vez que oí hablar de él, el futuro inspector era un pistolero al servicio de la FAI. Se había labrado toda una reputación porque no tenía miedo ni escrúpulos. Le bastaba un nombre y lo despachaba de un tiro en la cara en plena calle al mediodía. Talentos así se valoran mucho en tiempos agitados. Lo que tampoco tenía era fidelidad ni credo. Le traía al pairo la causa a la que servía, mientras la causa le sirviese para trepar en el escalafón. Hay toneladas de gentuza así en el mundo, pero pocos tienen el talento de Fumero. De los anarquistas pasó a servir a los comunistas, y de ahí a los fascistas sólo había un paso. Espiaba y vendía información de un bando a otro, tomaba el dinero de todos. Yo hacía tiempo que le tenía echado el ojo. Por entonces, yo trabajaba para el gobierno de la Generalitat. A veces me confundían con el hermano feo de Companys, lo que a mí me llenaba de orgullo.

– ¿Qué hacía usted?

– Un poco de todo. En los seriales de ahora a lo que yo hacía se le llama espionaje, pero en tiempos de guerra todos somos espías. Parte de mi trabajo era estar al tanto de los individuos como Fumero. Ésos son los más peligrosos. Son como víboras, sin color ni conciencia. En las guerras brotan de todas partes. En tiempos de paz se ponen la careta. Pero siguen ahí. A miles. El caso es que tarde o temprano averigüé cuál era su juego. Más tarde que temprano, diría yo. Barcelona cayó en cuestión de días y la tortilla giró completamente. Pasé a ser un criminal perseguido y mis superiores se vieron forzados a esconderse como ratas. Por supuesto, Fumero ya estaba al mando de la operación de «limpieza». La purga a tiros se llevaba a cabo en plena calle, o en el castillo de Montjuïc. A mí me detuvieron en el puerto cuando intentaba conseguir pasaje en un carguero griego para enviar a Francia a algunos de mis jefes. Me llevaron a Montjuïc y me tuvieron dos días encerrado en una celda completamente oscura, sin agua y sin ventilación. Cuando volví a ver la luz era la de la llama de un soplete. Fumero y un tipo que sólo hablaba alemán me colgaron boca abajo por los pies. El alemán primero me desprendió la ropa con el soplete, quemándola. Me pareció que tenía práctica. Cuando me quedé en pelota picada y con todos los pelos del cuerpo chamuscados, Fumero me dijo que si no le decía dónde estaban ocultos mis superiores, la diversión empezaría de verdad. Yo no soy un hombre valiente, Daniel. Nunca lo he sido, pero el poco valor que tengo lo usé para cagarme en su madre y enviarle a la mierda. A un signo de Fumero, el alemán me inyectó no sé qué en el muslo y esperó unos minutos. Luego, mientras Fumero fumaba y me observaba sonriente, empezó a asarme concienzudamente con el soplete. Usted ha visto las marcas…

Asentí. Fermín hablaba con tono sereno, sin emoción.

– Esas marcas son las de menos. Las peores se quedan dentro. Aguanté una hora bajo el soplete, o quizá sólo fuera un minuto. No lo sé. Pero acabé por dar nombres, apellidos y hasta la talla de camisa de todos mis superiores y hasta de quien no lo era. Me abandonaron en un callejón del Pueblo Seco, desnudo y con la piel quemada. Una buena mujer me metió en su casa y me cuidó durante dos meses. Los comunistas le habían matado al marido y a sus dos hijos a tiros a la puerta de su casa. No sabía por qué. Cuando pude levantarme y salir a la calle, supe que todos mis superiores habían sido detenidos y ajusticiados horas después de que les hubiese delatado.

– Fermín, si no quiere contarme esto…

– No, no. Más vale que lo oiga y sepa con quién se juega usted los cuartos. Cuando regresé a mi casa, me informaron de que había sido expropiada por el gobierno, al igual que mis posesiones. Me había convertido en un mendigo sin saberlo. Traté de conseguir empleo. Se me negó. Lo único que podía conseguir era una botella de vino a granel por unos céntimos. Es veneno lento, que se come las tripas como el ácido, pero confié en que tarde o temprano haría su efecto. Me decía que volvería a Cuba, con mi mulata, algún día. Me detuvieron cuando intentaba abordar un carguero rumbo a La Habana. He olvidado ya cuánto tiempo pasé en la cárcel. Después del primer año, uno empieza a perderlo todo, hasta la razón. Al salir pasé a vivir en las calles, donde usted me encontró una eternidad después. Había muchos como yo, compañeros de galería o amnistía. Los que tenían suerte contaban con alguien fuera, alguien o algo a lo que regresar. Los demás nos uníamos al ejército de desheredados. Una vez te dan el carnet de ese club, nunca dejas de ser socio. La mayoría sólo salíamos de noche, cuando el mundo no mira. Conocí a muchos como yo. Raramente los volvía a ver. La vida en la calle es corta. La gente te mira con asco, incluso los que te dan limosna, pero eso no es nada comparado con la repugnancia que uno se inspira a sí mismo. Es como vivir atrapado en un cadáver que camina, que siente hambre, que apesta y que se resiste a morir. De tarde en tarde, Fumero y sus hombres me detenían y me acusaban de algún hurto absurdo, o de tentar a niñas a la salida de un colegio de monjas. Otro mes en la Modelo, palizas y a la calle otra vez. Nunca comprendí qué sentido tenían aquellas farsas. Al parecer, la policía estimaba conveniente disponer de un censo de sospechosos al que echar mano cuando fuera necesario. En uno de mis encuentros con Fumero, que ahora era todo un prohombre respetable, le pregunté por qué no me había matado, como a los demás. Se rió y me dijo que había cosas peores que la muerte. El nunca mataba a un chivato, dijo. Lo dejaba pudrirse vivo.

– Fermín, usted no es un chivato. Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo. Usted es mi mejor amigo.

– Yo no merezco su amistad, Daniel. Usted y su padre me han salvado la vida, y mi vida les pertenece. Lo que yo pueda hacer por ustedes, lo haré. El día que me sacó usted de la calle, Fermín Romero de Torres volvió a nacer.

– Ése no es su verdadero nombre, ¿verdad?

Fermín negó.

– Ése lo vi en un cartel de la Plaza de las Arenas. El otro está enterrado. El hombre que antes vivía en estos huesos murió, Daniel. A veces vuelve, en pesadillas. Pero usted me ha enseñado a ser otro hombre y me ha dado una razón para vivir otra vez, mi Bernarda.

– Fermín…

– No diga usted nada, Daniel. Sólo perdóneme, si puede.

Le abracé en silencio y le dejé llorar. La gente nos miraba de reojo, y yo les devolvía una mirada de fuego. Al rato decidieron ignorarnos. Luego, mientras acompañaba a Fermín hasta su pensión, mi amigo recuperó la voz.

– Lo que le he contado hoy… le ruego que a la Bernarda…

– Ni a la Bernarda ni a nadie. Ni una palabra, Fermín.

Nos despedimos con un apretón de manos.

Pasé la noche en vela, tendido sobre el lecho con la luz encendida contemplando mi flamante pluma Montblanc, con la que no había vuelto a escribir en años y que empezaba a convertirse en el mejor par de guantes que jamás se le haya regalado a un manco. Más de una vez me sentí tentado de acercarme a casa de los Aguilar y, a falta de mejor término, entregarme, pero tras mucha meditación supuse que irrumpir de madrugada en el domicilio paterno de Bea no iba a mejorar mucho la situación en la que se encontrase. Al alba, el cansancio y la dispersión me ayudaron a localizar de nuevo mi proverbial egoísmo y no tardé en convencerme de que lo óptimo era dejar correr las aguas y, con el tiempo, el río se llevaría la sangre.

La mañana discurrió con poca acción en la librería, circunstancia que aproveché para dormitar de pie con la gracia y el equilibrio de un flamenco, en opinión de mi padre. Al mediodía, tal y como había acordado con Fermín la noche anterior, yo fingí que iba a darme una vuelta y Fermín alegó que tenía hora en el ambulatorio para que le quitasen unos puntos. Hasta donde me alcanzó la perspicacia, mi padre se tragó ambos bulos hasta el tobillo. La idea de mentir sistemáticamente a mi padre empezaba a ensuciarme el ánimo, y así se lo había hecho saber a Fermín a media mañana en un rato que mi padre salió para hacer un recado.

– Daniel, la relación paterno-filial está basada en miles de pequeñas mentiras bondadosas. Los Reyes Magos, el ratoncito dientes, el que vale, vale, etc. Ésta es una más. No se sienta culpable.

 

Llegado el momento, mentí de nuevo y me dirigí hacia el domicilio de Nuria Monfort, cuyo roce y olor conservaba grabados en el ático de la memoria. La plaza de San Felipe Neri había sido tomada por una bandada de palomas que reposaban sobre el empedrado. Había esperado encontrar a Nuria Monfort en compañía de su libro, pero la plaza estaba desierta. Crucé el empedrado bajo la atenta vigilancia de docenas de palomas, y eché un vistazo alrededor buscando en vano la presencia de Fermín camuflado de sabía Dios el qué, pues se había negado a revelarme el ardid que tenía en mente. Me adentré en la escalera y comprobé que el nombre Miquel Moliner seguía en el buzón. Me pregunté si aquél sería el primer agujero que iba a señalarle a Nuria Monfort en su historia. Mientras ascendía la escalera en penumbra, casi deseé no encontrarla en casa. Nadie tiene tanta compasión con un embustero como alguien de su condición. Al llegar al rellano del cuarto me detuve a reunir valor y urdir alguna excusa con la que justificar mi visita. La radio de la vecina seguía atronando al otro lado del rellano, esta vez transmitiendo un concurso de conocimientos religiosos que llevaba por título «El santo al Cielo» y mantenía electrizadas a las audiencias de España entera cada martes al mediodía.

 

Y ahora, por cinco duros, díganos, Bartolomé, ¿de qué guisa se aparece el maligno a los sabios del tabernáculo en la parábola del arcángel y el calabacín del libro de Josué?: a) un cabritillo, b) un mercader de botijos, o c) un saltimbanqui con una mona.

Al estallido de aplausos de la audiencia en el estudio de Radio Nacional, me planté decidido frente a la puerta de Nuria Monfort y presioné el timbre durante varios segundos. Oí el eco perderse en el interior del piso y suspiré de alivio. Estaba por irme cuando escuché los pasos acercarse a la puerta y el orificio de la mirilla se iluminó en una lágrima de luz. Sonreí. Escuché la llave girar en el cerrojo y respiré hondo.

– Daniel -murmuró, la sonrisa al contraluz.

El humo azul del cigarrillo le velaba el rostro. Los labios le brillaban de carmín oscuro, húmedos y sangrando huellas sobre el filtro que sostenía entre el índice y el anular. Hay personas que se recuerdan y otras que se sueñan. Para mí, Nuria Monfort tenía la consistencia y la credibilidad de un espejismo: no se cuestiona su veracidad, sencillamente se le sigue hasta que se desvanece o te destruye. La seguí hasta el angosto salón de penumbras donde tenía su escritorio, sus libros y aquella colección de lápices alineados como un accidente de simetría.

– Pensaba que no volvería a verte.

– Siento decepcionarla.

Se sentó en la silla de su escritorio, cruzando las piernas e inclinándose hacia atrás. Arranqué los ojos de su garganta y me concentré en una mancha de humedad en la pared. Me aproximé hasta la ventana y eché un vistazo rápido a la plaza. Ni rastro de Fermín. Podía oír a Nuria Monfort respirar a mi espalda, sentir su mirada. Hablé sin apartar los ojos de la ventana.

– Hace unos días, un buen amigo mío averiguó que el administrador de fincas responsable del antiguo piso de la familia Fortuny-Carax había estado enviando la correspondencia a un apartado de correos a nombre de un bufete de abogados que, al parecer, no existe. Ese mismo amigo averiguó que la persona que había estado recogiendo los envíos a ese apartado de correos durante años había utilizado su nombre, señora Monfort…

– Cállate.

Me volví v la encontré retirándose en las sombras.

– Me juzgas sin conocerme -dijo.

– Ayúdeme a conocerla, entonces.

– ¿A quién has contado esto? ¿Quién más sabe lo que me has dicho?

– Más gente de lo que parece. La policía lleva siguiéndome hace tiempo.

– ¿Fumero?

Asentí. Me pareció que le temblaban las manos.

– No sabes lo que has hecho, Daniel.

– Dígamelo usted -repliqué con una dureza que no sentía.

– Piensas que porque te tropezaste con un libro tienes derecho a entrar en la vida de personas a quienes no conoces, en cosas que no puedes comprender y que no te pertenecen.

– Me pertenecen ahora, lo quiera o no.

– No sabes lo que dices.

– Estuve en la casa de los Aldaya. Sé que Jorge Aldaya se oculta ahí. Sé que fue él quien asesinó a Carax.

Me miró largamente, midiendo las palabras.

– ¿Sabe eso Fumero?

– No sé.

– Más vale que sepas. ¿Te siguió Fumero hasta esa casa?

La rabia que ardía en sus ojos me quemaba. Había entrado con el papel de acusador y juez, pero a cada minuto que pasaba me sentía el culpable.

– No lo creo. ¿Usted lo sabía? Usted sabía que fue Aldaya quien mató a Julián y que se oculta en esa casa… ¿por qué no me lo dijo?

Sonrió amargamente.

– No entiendes nada, ¿verdad?

– Entiendo que mintió usted para defender al hombre que asesinó a quien usted llama su amigo, que ha estado encubriendo ese crimen durante años, un hombre cuyo único propósito es borrar cualquier huella de la existencia de Julián Carax, que quema sus libros. Entiendo que me mintió sobre su marido, que no está en la cárcel y evidentemente aquí tampoco. Eso es lo que entiendo.

Nuria Monfort negó lentamente.

– Vete, Daniel. Vete de esta casa y no vuelvas. Ya has hecho suficiente.

Me alejé hacia la puerta, dejándola en el comedor. Me detuve a medio camino y regresé. Nuria Monfort estaba sentada en el suelo, contra la pared. Todo el artificio de su presencia se había deshecho.

Crucé la plaza de San Felipe Neri barriendo el suelo con la mirada. Arrastraba el dolor que había recogido de labios de aquella mujer, un dolor del que me sentía ahora cómplice e instrumento pero sin acertar a comprender ni el cómo ni el porqué. «No sabes lo que has hecho, Daniel.» Sólo deseaba alejarme de allí. Al cruzar frente a la iglesia apenas reparé en la presencia de aquel sacerdote enjuto y narigudo que me bendecía con parsimonia al pie del portal, sosteniendo un misal y un rosario.

Regresé a la librería con casi cuarenta y cinco minutos de retraso. Al verme, mi padre frunció el ceño con reprobación y miró el reloj.

– Menudas horas. Sabéis que tengo que salir a visitar un cliente en San Cugat y me dejáis aquí solo.

– ¿Y Fermín? ¿No ha vuelto todavía?

Mi padre negó con aquella prisa que le consumía cuando estaba de mal humor

– Por cierto, tienes una carta. Te la he dejado junto a la caja.

– Papá, perdona pero…

Me hizo un gesto para que me ahorrase las excusas, armó de gabardina y sombrero y salió por la puerta sin despedirse. Conociéndole, supuse que el enfado se le habría evaporado antes de llegar a la estación. Lo que me extrañaba era la ausencia de Fermín. Le había visto ataviado de sacerdote de sainete en la plaza de San Felipe Neri, a la espera de que Nuria Monfort saliera a escape y le guiase hasta el gran secreto de la trama. Mi fe en aquella estrategia se había reducido a cenizas e imaginé que si realmente Nuria Monfort salía a la calle, Fermín iba a acabar siguiéndola hasta la farmacia o la panadería. Valiente plan. Me acerqué hasta la caja para echarle un vistazo a la carta que había mencionado mi padre. El sobre era blanco y rectangular, como una lápida, y en lugar de crucifijo traía un membrete que consiguió pulverizarme los pocos ánimos que conservaba para pasar el día.

 


Date: 2016-01-05; view: 799


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