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Te quiere, Penélope 15 page

– Daniel, estás en las nubes. ¿Te preocupa algo? ¿Es Fermín? -preguntó mi padre.

Asentí, avergonzado. Mi mejor amigo se había dejado varias costillas por salvarme la piel unas horas antes y mi primer pensamiento era para el cierre de un sujetador.

– Hablando del César…

Alcé la vista y allí estaba. Fermín Romero de Torres, genio y figura, vistiendo su mejor traje y con aquella planta de caliqueño retorcido entraba por la puerta con sonrisa triunfal y un clavel fresco en la solapa.

– Pero ¿qué hace usted aquí, infeliz?, ¿no tenía usted que guardar reposo?

– El reposo se guarda solo. Yo soy hombre de acción. Y si yo no estoy aquí, ustedes no venden ni un catecismo.

Desoyendo los consejos del doctor, Fermín venía decidido a reintegrarse a su puesto. Lucía una tez amarillenta y picada de moretones, cojeaba de mala manera y se movía como un muñeco roto.

– Usted se va ahora mismo a la cama, Fermín, por el amor de Dios -dijo mi padre, horrorizado.

– Ni hablar. Las estadísticas lo demuestran: más gente muere en la cama que en la trinchera.

Todas nuestras protestas cayeron en saco roto. Al poco, mi padre cedió, porque algo en la mirada del pobre Fermín sugería que aunque le doliesen los huesos hasta el alma, más le dolía la perspectiva de estar solo en su habitación de la pensión.

– Bueno, pero si le veo levantar cualquier cosa que no sea un lápiz, me va a oír.

– A sus órdenes. Tiene usted mi palabra de que yo hoy no levanto ni sospecha.

Ni corto ni perezoso, Fermín procedió a calzarse su bata azul y se armó de un trapo y una botella de alcohol con los que se instaló tras el mostrador con la intención de dejar como nuevas las tapas y el lomo de los quince ejemplares usados que nos habían llegado aquella mañana de un título muy buscado, El Sombrero de Tres Picos: Historia de la Benemérita en versos alejandrinos, por el bachiller Fulgencio Capón, autor jovencísimo consagrado por la crítica de todo el país. Mientras se entregaba a su tarea, Fermín iba lanzando miradas furtivas guiñando el ojo como el proverbial diablillo cojuelo.

– Tiene usted las orejas rojas como pimientos, Daniel.

– Será de oírle decir majaderías.

– O de la calentura que lleva encima. ¿Cuándo se ve con la fámula?

– No es asunto suyo.

– Qué mal le veo. ¿Ya evita el picante? Mire que es un vasodilatador mortífero.

– Váyase a la mierda.

Como venía siendo costumbre, tuvimos una tarde entre lenta y miserable. Un comprador calado de gris, desde la gabardina a la voz, entró a preguntar si teníamos algún libro de Zorrilla, convencido de que se trataba de una crónica en torno a las aventuras de una furcia de corta edad en el Madrid de los Austrias. Mi padre no supo qué decirle pero Fermín salió al rescate, comedido por una vez.



– Se confunde usted, caballero. Zorrilla es un dramaturgo. A lo mejor le interesa a usted el don Juan. Trae mucho lío de faldas y además el protagonista se lía con una monja.

– Me lo llevo.

 

Atardecía ya cuando el metro me dejó al pie de la avenida del Tibidabo. La silueta del tranvía azul se adivinaba entre los pliegues de una neblina violácea, alejándose. Decidí no esperar a su regreso e hice el camino a pie mientras anochecía. Al rato vislumbré la silueta de «El ángel de bruma». Extraje la llave que me había dado Bea y procedí a abrir la portezuela recortada sobre la verja. Me adentré en la finca y dejé la puerta casi ajustada, aparentemente cerrada pero preparada para franquear el paso a Bea. Había llegado con antelación deliberadamente. Sabía que Bea tardaría por lo menos media hora o cuarenta y cinco minutos en llegar. Quería sentir a solas la presencia de la casa, explorarla antes de que Bea llegase y la hiciese suya. Me detuve un instante a contemplar la fuente y la mano del ángel ascendiendo desde las aguas teñidas de escarlata El dedo índice, acusador, parecía afilado como un puñal. Me aproximé al borde del estanque. El rostro tallado, sin mirada ni alma, temblaba bajo la superficie.

Ascendí la escalinata que conducía a la entrada. La puerta principal estaba entornada unos centímetros. Sentí una punzada de inquietud, pues creía haberla cerrado al salir de allí la otra noche. Examiné el cerrojo, que no parecía forzado, y supuse que había olvidado cerrarla. La empujé con suavidad hacia el interior y sentí el aliento de la casa acariciándome la cara, un vahído a madera quemada, a humedad y a flores muertas. Extraje la cajetilla de fósforos que me había procurado antes de salir de la librería y me arrodillé a encender la primera de las velas que Bea había dejado. Una burbuja de color cobre prendió en mis manos y desveló los contornos danzantes de muros tramados de lágrimas de humedad, techos caídos y puertas desvencijadas.

Me adelanté hasta la siguiente vela y la prendí. Lentamente, casi siguiendo un ritual, recorrí el rastro de velas que había dejado Bea y las encendí una a una, conjurando un halo de luz ámbar que flotaba en el aire como una telaraña atrapada entre mantos de negrura impenetrable. Mi recorrido terminó junto a la chimenea de la biblioteca, junto a las mantas que seguían en el suelo, manchadas de ceniza. Me senté allí, enfrentado al resto de la sala. Había esperado silencio, pero la casa respiraba mil ruidos. Crujidos en la madera, el roce del viento en las tejas del techo, mil y un repiqueteos entre los muros, bajo el suelo, desplazándose tras las paredes.

Debían de haber transcurrido casi treinta minutos cuando advertí que el frío y la penumbra empezaban a adormecerme. Me incorporé y empecé a recorrer la sala para entrar en calor. Apenas quedaban los restos de un tronco en la chimenea y supuse que, para cuando llegase Bea, la temperatura en el interior del caserón habría descendido lo suficiente como para inspirarme momentos de pureza y castidad y borrar todos los espejismos febriles que había albergado durante días. Habiendo encontrado un propósito práctico y de menos vuelo poético que la contemplación de las ruinas del tiempo, tomé una de las velas y me dispuse a explorar el caserón en busca de material combustible con el que hacer habitable la sala y aquel par de mantas que ahora tiritaban frente a la chimenea, ajenas a las cálidas memorias que yo conservaba de ellas.

 

Mis nociones de literatura victoriana me sugerían que lo más razonable era iniciar la búsqueda por el sótano, donde a buen seguro debían de haber estado ubicadas las cocinas y una formidable carbonera. Con esta idea en mente, tardé casi cinco minutos en localizar una puerta o escalinata que me condujese al sótano. Elegí un portón de madera labrada en el extremo de un corredor. Parecía una pieza de ebanistería exquisita, con relieves en forma de ángeles y lienzos y una gran cruz en el centro. El cierre descansaba en el centro del portón, bajo la cruz. Traté de forzarlo sin éxito. El mecanismo estaba probablemente trabado o sencillamente perdido de óxido. El único modo de vencer aquella puerta sería forzarla con una palanca o derribarla a hachazos, alternativas que descarté rápidamente. Examiné aquel portón a la luz de las velas, pensando que inspiraba más la imagen de un sarcófago que de una puerta. Me pregunté qué se escondería al otro lado.

Un vistazo más detenido a los ángeles labrados sobre la puerta me robó las ganas de averiguarlo y me alejé de aquel lugar. Estaba por desistir de mi búsqueda de un camino de acceso al sótano cuando, casi por casualidad, di con una pequeña portezuela en el otro extremo del corredor que tomé en principio por un armario de escobones y cubos. Probé el pomo, que cedió al instante. Al otro lado se adivinaba una escalera que descendía en picado hacia una balsa de oscuridad. Un intenso hedor a tierra mojada me abofeteó. En la presencia de aquel hedor, tan extrañamente familiar, y con la mirada caída en el pozo de oscuridad al frente, me asaltó una imagen que conservaba desde la infancia, enterrada entre cortinas de temor.

 

Una tarde de lluvia en la ladera este del cementerio de Montjuïc, mirando al mar entre un bosque de mausoleos imposibles, un bosque de cruces y lápidas talladas con rostros de calaveras y niños sin labios ni mirada, que hedía a muerte, las siluetas de una veintena de adultos que sólo conseguía recordar como trajes negros empapados de lluvia y la mano de mi padre sosteniendo la mía con demasiada fuerza, como si así quisiera acallar sus lágrimas, mientras las palabras huecas de un sacerdote caían en aquella fosa de mármol en la que tres enterradores sin rostro empujaban un sarcófago gris por el que resbalaba el aguacero como cera fundida y en el que yo creía oír la voz de mi madre, llamándome, suplicándome que la liberase de aquella prisión de piedra y negrura mientras yo sólo acertaba a temblar y a murmurar sin voz a mi padre que no me apretase tanto la mano, que me estaba haciendo daño, y aquel olor a tierra fresca, tierra de ceniza y de lluvia, lo devoraba todo, olor a muerte y a vacío.

 

Abrí los ojos y descendí los peldaños casi a ciegas, pues la claridad de la vela apenas conseguía robarle unos centímetros a la oscuridad. Al llegar abajo sostuve la vela en alto y miré a mi alrededor. No descubrí cocina o alacena repleta de maderos secos. Ante mí se abría un pasillo angosto que iba a morir a una sala en forma de semicírculo en la que se alzaba una silueta con el rostro surcado de lágrimas de sangre y dos ojos negros y sin fondo, con los brazos desplegados como alas y una serpiente de púas brotándole de las sienes. Sentí una ola de frío que me apuñalaba la nuca. En algún momento recobré la serenidad y comprendí que estaba contemplando la efigie de un Cristo tallada en madera sobre el muro de una capilla. Me adelanté unos metros y vislumbré una estampa espectral. Una docena de torsos femeninos desnudos se apilaban en un rincón de la antigua capilla. Advertí que les faltaban los brazos y la cabeza y que se sostenían sobre un trípode. Cada uno de ellos tenía una forma claramente diferenciada, y no me costó adivinar el contorno de mujeres de diversas edades y constituciones. Sobre el vientre se leían unas palabras trazadas al carbón. «Isabel. Eugenia. Penélope.» Por una vez, mis lecturas victorianas salieron al rescate y comprendí que aquella visión era la ruina de una práctica ya en desuso, un eco de tiempos en que las familias acaudaladas disponían de maniquís creados a la medida de los miembros de la familia para la confección de vestidos y ajuares. Pese a la mirada severa y amenazadora del Cristo, no pude resistir la tentación de alargar la mano y rozar el talle del torso que llevaba el nombre de Penélope Aldaya.

Me pareció entonces escuchar pasos en el piso superior. Pensé que Bea ya habría llegado y que estaría recorriendo el caserón, buscándome. Dejé la capilla con alivio y me dirigí de nuevo hacia la escalera. Estaba por ascender cuando advertí que en el extremo opuesto del corredor se distinguía una caldera y una instalación de calefacción en aparente buen estado que resultaba incongruente con el resto del sótano. Recordé que Bea había comentado que la compañía inmobiliaria que había tratado de vender el palacete Aldaya durante años había realizado algunas obras de mejora con la intención de atraer compradores potenciales sin éxito. Me aproximé a examinar el ingenio con más detenimiento y comprobé que se trataba de un sistema de radiadores alimentado por una pequeña caldera. A mis pies encontré varios cubos con carbón, piezas de madera prensada y unas latas que supuse debían de ser de queroseno. Abrí la compuerta de la caldera y escruté el interior. Todo parecía en orden. La perspectiva de conseguir que aquel armatoste funcionase después. de tantos años se me antojó desesperada, pero ello no me impidió proceder a llenar la caldera de pedazos de carbón y madera y rociarlos con un buen baño de queroseno. Mientras lo hacía me pareció percibir un crujido de madera vieja y por un instante volví la vista atrás. Me invadió la visión de púas ensangrentadas desclavándose de los maderos y, enfrentando la penumbra, temí ver emerger a tan sólo unos pasos de mí la figura de aquel Santo Cristo que acudía a mi encuentro blandiendo una sonrisa lobuna.

Al contacto de la vela, la caldera prendió con una llamarada que arrancó un estruendo metálico. Cerré la compuerta y me retiré unos pasos, cada vez menos seguro de la solidez de mis propósitos. La caldera parecía tirar con cierta dificultad y decidí regresar a la planta baja para comprobar si la acción tenía alguna consecuencia práctica. Ascendí la escalera y regresé al gran salón esperando encontrar a Bea, pero no había rastro de ella. Supuse que había pasado ya casi una hora desde que había llegado, y mis temores de que el objeto de mis turbios deseos nunca se presentase cobraron visos de dolorosa verosimilitud. Para matar la inquietud, decidí proseguir con mis proezas de lampista y partí a la búsqueda de radiadores que confirmasen que mi resurrección de la caldera había sido un éxito. Todos los que encontré demostraron resistirse a mis anhelos, helados como témpanos. Todos excepto uno. En una pequeña habitación de no más de cuatro o cinco metros cuadrados, un cuarto de baño, que supuse ubicado justo encima de la caldera, se percibía una cierta calidez. Me arrodillé y comprobé con alegría que las baldosas del suelo estaban tibias. Fue así cómo Bea me encontró, en cuclillas sobre el suelo, palpando las baldosas de un baño como un imbécil con la sonrisa bobalicona del asno flautista estampada en la cara.

 

Al volver la vista atrás y tratar de reconstruir los sucesos de aquella noche en el palacete Aldaya, la única excusa que se me ocurre para justificar mi comportamiento es alegar que a los dieciocho años, a falta de sutileza y mayor experiencia, un viejo lavabo puede hacer las veces de paraíso. Me bastaron un par de minutos para persuadir a Bea de que tomásemos las mantas del salón y nos encerrásemos en aquella diminuta habitación con la sola compañía de dos velas y unos apliques de baño de museo. Mi argumento principal, climatológico, hizo mella rápidamente en Bea, a quien el calorcillo que emanaba de aquellas baldosas disuadió de los primeros temores de que mi disparatada invención fuera a prenderle fuego al caserón. Luego, en la penumbra rojiza de las velas, mientras la desnudaba con dedos temblorosos, ella se sonreía, buscándome la mirada y demostrándome que entonces y siempre cualquier cosa que se me pudiera ocurrir, a ella se le había ocurrido ya antes.

La recuerdo sentada, la espalda contra la puerta cerrada de aquel cuarto, los brazos caídos a los lados, las palmas de las manos abiertas hacia mí. Recuerdo cómo mantenía el rostro erguido, desafiante, mientras le acariciaba la garganta con la yema de los dedos. Recuerdo cómo tomo mis manos y las posó sobre sus pechos, y cómo le temblaban la mirada y los labios cuando tomé sus pezones entre los dedos y los pellizqué embobado, cómo se deslizó hacia el suelo mientras buscaba su vientre con los labios y sus muslos blancos me recibían.

– ¿Habías hecho esto antes, Daniel?

– En sueños.

– En serio.

– No. ¿Y tú?

– No. ¿Ni siquiera con Clara Barceló?

Reí, probablemente de mí mismo.

– ¿Qué sabes tú de Clara Barceló?

– Nada.

– Pues yo menos -dije.

– No me lo creo.

Me incliné sobre ella y la miré a los ojos.

– Nunca había hecho esto con nadie.

Bea sonrió. Se me escapó la mano entre sus muslos y me abalancé en busca de sus labios, convencido ya de que el canibalismo era la encarnación suprema de la sabiduría.

– ¿Daniel? -dijo Bea con un hilo de voz.

– ¿Qué? -pregunté.

La respuesta nunca llegó a sus labios. Súbitamente, una lengua de aire frío silbó bajo la puerta y en aquel segundo interminable antes de que el viento apagase las velas, nuestras miradas se encontraron y sentimos que la ilusión de aquel momento se hacía añicos. Nos bastó un instante para saber que había alguien al otro lado de la puerta. Vi el miedo dibujándose en el rostro de Bea y un segundo después nos cubrió la oscuridad. El golpe sobre la puerta vino después. Brutal, como si un puño de acero hubiese martilleado contra la puerta, casi arrancándola de los goznes.

Sentí el cuerpo de Bea saltando en la oscuridad y la rodeé con mis brazos. Nos retiramos hacia el interior de cuarto, justo antes de que el segundo golpe cayese sobre la puerta, lanzándola con tremenda fuerza contra la pared. Bea gritó y se encogió contra mí. Por un instante sólo atiné a ver la tiniebla azul que reptaba desde el corredor y las serpientes de humo de las velas extinguidas, ascendiendo en espiral. El marco de la puerta dibujaba fauces de sombra y creí ver una silueta angulosa que se perfilaba en el umbral de la oscuridad.

Me asomé al corredor temiendo, o quizá deseando, encontrar sólo a un extraño, un vagabundo que se hubiese aventurado en un caserón en ruinas en busca de refugio en una noche desapacible. Pero no había nadie allí, apenas las lenguas de azul que exhalaban las ventanas. Acurrucada en un rincón del cuarto, temblando, Bea susurró mi nombre.

– No hay nadie -dije-. Quizá ha sido un golpe de viento.

– El viento no da puñetazos en las puertas, Daniel. Vayámonos.

Regresé al cuarto y recogí nuestra ropa.

– Ten, vístete. Vamos a echar un vistazo.

– Mejor nos vamos ya.

– En seguida. Sólo quiero asegurarme de una cosa.

Nos vestimos aprisa y a ciegas. En cuestión de segundos pudimos ver nuestro aliento dibujándose en el aire. Recogí una de las velas del suelo y la encendí de nuevo. Una corriente de aire frío se deslizaba por la casa, como si alguien hubiese abierto puertas y ventanas.

– ¿Ves? Es el viento.

Bea se limitó a negar en silencio. Nos dirigimos de vuelta a la sala protegiendo la llama con las manos. Bea me seguía de cerca, casi sin respirar.

– ¿Qué estamos buscando, Daniel?

– Sólo es un minuto.

– No, vayámonos ya.

– De acuerdo.

Nos volvimos para encaminarnos hacia la salida y fue entonces cuando lo advertí. El portón de madera labrada en el extremo de un corredor que había intentado abrir una o dos horas antes sin conseguirlo estaba entornado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Bea.

– Espérame aquí.

– Daniel, por favor…

Me adentré en el corredor, sosteniendo la vela que temblaba en el aliento frío del viento. Bea suspiró y me siguió a regañadientes. Me detuve frente al portón. Se adivinaban peldaños de mármol descendiendo hacia la negrura. Me adentré en la escalinata. Bea, petrificada, sostenía la vela en el umbral.

– Por favor, Daniel, vayámonos ya…

Descendí peldaño a peldaño hasta el fondo de la escalinata. El halo espectral de la vela en lo alto arañaba el contorno de una sala rectangular, de paredes de piedra desnudas, cubiertas de crucifijos. El frío que reinaba en aquella estancia cortaba la respiración. Al frente se adivinaba una losa de mármol y sobre ella, alineados uno junto al otro, me pareció reconocer dos objetos similares de diferente tamaño, blancos. Reflejaban el temblor de la vela con más intensidad que el resto de la sala e imaginé que se trataba de madera esmaltada. Di un paso más al frente y sólo entonces lo comprendí. Los dos objetos eran dos ataúdes blancos. Uno de ellos apenas medía tres palmos. Sentí un vahído de frío en la nuca. Era el sarcófago de un niño. Estaba en una cripta.

Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, me aproximé a la losa de mármol hasta que me encontré a suficiente distancia como para poder alargar la mano y tocarla. Advertí entonces que sobre los dos ataúdes había labrados un nombre y una cruz. El polvo, un manto de cenizas, los enmascaraba. Posé la mano sobre uno de ellos, el de mayor tamaño. Lentamente, casi en trance, sin pararme a pensar lo que hacía, barrí las cenizas que cubrían la tapa del ataúd. Apenas podía leerse en la tiniebla rojiza de las velas.

 

†

 


Date: 2016-01-05; view: 863


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