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Te quiere, Penélope 14 page

– Fermín, por Dios, hay que llevarle al hospital ahora mismo.

Fermín negó enérgicamente.

– Lléveme con ella.

– ¿Con quién, Fermín?

– Con la Bernarda. Si tengo que palmarla, que sea en sus brazos.

Aquella noche regresé al piso de la plaza Real que había jurado no volver a pisar años atrás. Un par de parroquianos que habían presenciado la paliza desde la puerta del Xampañet se ofrecieron a ayudarme a llevar a Fermín hasta una parada de taxis en la calle Princesa mientras un camarero del local llamaba al número que le había dado advirtiendo de nuestra llegada. La carrera en el taxi se me hizo infinita. Fermín había perdido el conocimiento antes de arrancar. Yo le sostenía en mis brazos, aferrándole contra el pecho e intentando darle calor. Podía sentir su sangre tibia empapándome la ropa. Yo le murmuraba al oído, diciéndole que ya llegábamos, que no iba a ser nada. La voz me temblaba. El conductor me lanzaba miradas furtivas desde el espejo.

– Oiga, yo no quiero líos, ¿eh? Si ése se muere, se bajan.

– Usted acelere y calle.

Cuando llegamos a la calle Fernando, Gustavo Barceló y la Bernarda ya esperaban a la puerta del edificio en compañía del doctor Soldevila. Al vernos cubiertos de sangre y mugre, la Bernarda se echó a gritar en un lance de pánico. El doctor tomó rápidamente el pulso a Fermín y aseguró que el paciente estaba vivo. Entre los cuatro conseguimos subir a Fermín escaleras arriba y llevarlo hasta la habitación de la Bernarda, donde una enfermera que había traído el doctor ya estaba preparándolo todo. Una vez el paciente estuvo dispuesto sobre la cama, la enfermera empezó a desnudarlo. El doctor Soldevila insistió en que saliésemos todos de la habitación y les dejásemos hacer. Nos cerró la puerta en las narices con un sucinto «vivirá».

En el pasillo, la Bernarda lloraba desconsoladamente, gimiendo que por una vez que encontraba a un hombre bueno, venía Dios y se lo arrancaba a puñetazos. Don Gustavo Barceló la tomó en sus brazos y se la llevó a la cocina, donde procedió a empapuzarla de brandy hasta que la pobre apenas se tuvo en pie. Una vez las palabras de la criada empezaron a ser ininteligibles, el librero se sirvió una copa para él y la apuró de un trago.

– Lo siento. No sabía adónde ir… -empecé.

– Tranquilo. Has hecho bien. Soldevila es el mejor traumatólogo de Barcelona -dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

– Gracias -murmuré.

Barceló suspiró y me sirvió un buen trago de brandy en un vaso. Decliné su ofrecimiento, que pasó a las manos de la Bernarda en cuyos labios desapareció por ensalmo.



– Haz el favor de darte una ducha y ponerte algo de ropa limpia -indicó Barceló-. Si vuelves a tu casa con esas pintas, matarás a tu padre del susto.

– No hace falta… estoy bien -dije.

– Pues entonces deja de temblar. Anda, ve, puedes usar mi baño, que tiene termo. Ya sabes el camino. Yo entretanto voy a llamar a tu padre y le diré que, bueno, no sé qué le diré. Algo se me ocurrirá.

Asentí.

– Ésta sigue siendo tu casa, Daniel -dijo Barceló mientras me alejaba por el pasillo-. Se te ha echado de menos.

Fui capaz de encontrar el baño de Gustavo Barceló, pero no el interruptor de la luz. Pensándolo bien, me dije, prefiero ducharme en la penumbra. Me despojé de mi ropa manchada de sangre y mugre y me aupé a la bañera imperial de Gustavo Barceló. Una tiniebla perlada se filtraba por el ventanal que daba al patio interno de la finca, sugiriendo los perfiles de la estancia y el juego de baldosas esmaltadas del suelo y las paredes. El agua salía ardiendo y con una presión que, comparada con la modestia de nuestro baño en la calle Santa Ana, me pareció digna de hoteles de lujo en los que nunca había puesto los pies. Permanecí varios minutos bajo los haces de vapor de la ducha, inmóvil.

El eco de los golpes cayendo sobre Fermín seguía martilleándome en los oídos. No podía quitarme de la cabeza las palabras de Fumero, ni el rostro de aquel policía que me había sujetado, probablemente para protegerme. Al rato advertí que el agua empezaba a enfriarse y supuse que estaba agotando la reserva del termo de mi anfitrión. Apuré hasta la última gota de agua tibia y cerré el paso. El vapor ascendía de mi piel como hilos de seda. A través de la cortina de la ducha adiviné una silueta inmóvil frente a la puerta. Su mirada vacía brillaba como la de un gato.

– Puedes salir sin miedo, Daniel. Pese a todas mis maldades, sigo sin poder verte.

– Hola, Clara.

Tendió una toalla limpia hacia mí. Alargué el brazo y la cogí. Me envolví en ella con pudor de colegiala e incluso en la penumbra vaporosa pude ver que Clara sonreía, adivinando mis movimientos.

– No te he oído entrar.

– No he llamado. ¿Por qué te duchas a oscuras?

– ¿Cómo sabes que la luz no está encendida?

– El zumbido de la bombilla -dijo-. Nunca volviste a despedirte.

Sí que volví, pensé, pero estabas muy ocupada. Las palabras se me murieron en los labios, su rencor y amargura lejanos, ridículos de repente.

– Lo sé. Perdona.

Salí de la ducha y me planté sobre la alfombrilla de felpa. El halo de vapor ardía en motas de plata, la claridad del tragaluz un velo blanco sobre el rostro de Clara. No había cambiado un ápice de como yo la recordaba. Cuatro años de ausencia no me habían servido de casi nada.

– Te ha cambiado la voz -dijo-. ¿Has cambiado tú también, Daniel?

– Sigo siendo tan bobo como antes, si es lo que te intriga.

Y más cobarde, añadí para mis adentros. Ella conservaba aquella misma sonrisa rota que dolía incluso en la penumbra. Extendió la mano y, como aquella tarde ocho años atrás en la biblioteca del Ateneo, entendí al instante. Guié su mano hasta mi rostro húmedo y sentí sus dedos descubrirme de nuevo, sus labios dibujando palabras en silencio.

– Nunca quise hacerte daño, Daniel. Perdóname.

Le tomé la mano y la besé en la oscuridad.

– Perdóname tú a mí.

Todo asomo de melodrama se astilló en pedazos al asomarse la Bernarda a la puerta y, pese a estar prácticamente ebria, descubrirme desnudo, chorreando, sosteniendo la mano de Clara en los labios y con la luz apagada.

– Por el amor de Dios, señorito Daniel, qué poca vergüenza. Jesús, María y José. Es que hay quien no escarmienta…

La Bernarda se batió en retirada, azorada, y confié que cuando los efectos del brandy menguasen, el recuerdo de lo que había visto se desvaneciese de su mente como un retazo de sueño. Clara se retiró unos pasos y me tendió la ropa que sostenía bajo el brazo izquierdo.

– Mi tío me ha dado este traje suyo para que te lo pongas. Es de cuando él era joven. Dice que has crecido un montón y que ya te vendrá bien. Te dejo para que te vistas. No tenía que haber entrado sin llamar.

Tomé la muda que me ofrecía y procedí a enfundarme la ropa interior, tibia y perfumada, la camisa de algodón rosada, los calcetines, el chaleco, los pantalones y la americana. El espejo mostraba un vendedor a domicilio, desarmado de sonrisa. Cuando regresé a la cocina, el doctor Soldevila había salido un instante de la habitación donde estaba atendiendo a Fermín para informar a la concurrencia de su estado.

– De momento, lo peor ha pasado -anunció-. No hay que preocuparse. Estas cosas siempre parecen más graves de lo que son. Su amigo ha sufrido una fractura en el brazo izquierdo y dos costillas rotas, ha perdido tres dientes y presenta magulladuras múltiples, cortes y contusiones, pero afortunadamente no hay hemorragia interna ni síntomas de lesión cerebral. Los periódicos doblados que el paciente llevaba bajo la ropa a modo de abrigo y acento de corpulencia, como él dice, le han servido de armadura para amortiguar los golpes. Hace unos instantes, al recobrar la conciencia durante unos minutos, el paciente me ha pedido que les diga a ustedes que se encuentra como un chaval de veinte años, que quiere un bocadillo de morcilla y ajos tiernos, una chocolatina y caramelos Sugus de limón. En principio no veo inconveniente, aunque creo que de momento es mejor empezar con unos zumos, yogur y quizá algo de arroz hervido. Además, y como fe de su lozanía y presencia de ánimo, el paciente me ha indicado que les transmita a ustedes que, al ponerle la enfermera Amparito unos puntos en la pierna, ha experimentado una erección como un témpano.

– Es que él es muy hombre -murmuró la Bernarda, con tono de disculpa.

– ¿Cuándo podremos verle? -pregunté.

– Ahora mejor no. Quizá al alba. Le vendrá bien algo de reposo y mañana mismo me gustaría llevarle al hospital del Mar para hacerle un encefalograma, para quedarnos tranquilos, pero creo que vamos sobre seguro y que el señor Romero de Torres estará como nuevo en unos días. A juzgar por las marcas y cicatrices que lleva en el cuerpo, este hombre ha salido de peores lances y es todo un superviviente. Si necesitan ustedes una copia del dictamen para presentar una denuncia en jefatura…

– No será necesario -interrumpí.

– Joven, le advierto que esto hubiera podido Ser muy serio. Hay que dar parte a la policía inmediatamente.

Barceló me observaba atentamente. Le devolví la mirada y él asintió.

– Tiempo habrá para esos trámites, doctor, no se preocupe usted -dijo Barceló-. Ahora lo importante es asegurarse de que el paciente está en buen estado. Yo mismo presentaré la denuncia pertinente mañana a primera hora. Incluso las autoridades tienen derecho a un poco de paz y sosiego nocturno.

Obviamente, el doctor no veía con buenos ojos mi sugerencia de ocultar el incidente a la policía, pero al comprobar que Barceló se responsabilizaba del tema se encogió de hombros y regresó a la habitación para proseguir con las curas. Tan pronto hubo desaparecido, Barceló me indicó que le siguiera a su estudio. La Bernarda suspiraba en su taburete, a merced del brandy y el susto.

– Bernarda, entreténgase. Haga algo de café. Bien cargado.

– Sí, señor. Ahora mismo.

Seguí a Barceló hasta su despacho, una cueva sumergida en nieblas de tabaco de pipa que se perfilaba entre columnas de libros y papeles. Los ecos del piano de Clara nos llegaban en efluvios a destiempo. Las lecciones del maestro Neri obviamente no habían servido de mucho, al menos en el terreno musical. El librero me indicó que me sentara y procedió a prepararse una pipa.

– He llamado a tu padre y le he dicho que Fermín ha tenido un pequeño accidente y que tú lo habías traído aquí

– ¿Se lo ha tragado?

– No creo.

– Ya.

El librero prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitándose en su aspecto mefistofélico. En el otro extremo del piso, Clara humillaba a Debussy. Barceló puso los ojos en blanco.

– ¿Qué se hizo del maestro de música? -pregunté.

– Lo despedí. Abuso de cátedra.

– Ya.

– ¿Seguro que a ti no te han zurrado también? Le estás dando mucho a los monosílabos. De chavalín eras más parlanchín.

La puerta del estudio se abrió y la Bernarda entró portando una bandeja con dos tazas humeantes y un azucarero. A la vista de sus andares temí interponerme en la trayectoria de una lluvia de café hirviente.

– Permiso. ¿El señor lo tomará con un chorrito de brandy?

– Me parece que la botella de Lepanto se ha ganado un descanso esta noche, Bernarda. Y usted también. Venga, váyase a dormir. Daniel y yo nos quedamos despiertos por si hace falta algo. Ya que Fermín está en su dormitorio, puede usted usar mi habitación.

– Ay, señor, de ninguna manera.

– Es una orden. Y no me discuta. La quiero dormida en cinco minutos.

– Pero, señor…

– Bernarda, que se juega el aguinaldo.

– Lo que usted mande, señor Barceló. Aunque yo duermo encima de la colcha. Faltaría más.

Barceló esperó ceremoniosamente a que la Bernarda se hubiese retirado. Se sirvió siete terrones de azúcar y procedió a remover la taza con la cucharilla, perfilando una sonrisa felina entre nubarrones de tabaco holandés.

– Ya lo ves. Tengo que llevar la casa con mano dura.

– Sí, está usted hecho un ogro, don Gustavo.

– Y tú un liante. Dime, Daniel, ahora que no nos oye nadie. ¿Por qué no es una buena idea que demos parte a la policía de lo que ha pasado?

– Porque ya lo saben.

– ¿Quieres decir…?

Asentí.

– ¿En qué clase de lío estáis metidos, si no es mucho preguntar?

Suspiré.

– ¿Algo en lo que yo pueda ayudar?

Alcé la mirada. Barceló me sonreía sin malicia, la fachada de ironía en rara tregua.

– ¿No tendrá todo esto, por una de aquellas cosas, que ver con aquel libro de Carax que no quisiste venderme cuando debías?

Me cazó la sorpresa al vuelo.

– Yo podría ayudaros -ofreció-. Me sobra lo que a vosotros os falta: dinero y sentido común.

– Créame, don Gustavo, ya he complicado a demasiada gente en este asunto.

– No vendrá de uno, entonces. Venga, en confianza. Hazte a la idea de que soy tu confesor.

– Hace años que no me confieso.

– Se te ve en la cara.

Gustavo Barceló tenía un escuchar contemplativo y salomónico, de médico o nuncio apostólico. Me observaba con las manos unidas a modo de plegaria bajo la barbilla y los codos sobre el escritorio, sin apenas parpadear, asintiendo aquí y allá, como si detectase síntomas o pecadillos en el flujo de mi relato y fuera componiendo su propio dictamen sobre los hechos a medida que yo se los servía en bandeja. Cada vez que me detenía, el librero alzaba las cejas inquisitivamente y hacía un gesto con la mano derecha para indicar que siguiera desenhebrando el galimatías de mi historia, que parecía divertirle enormemente. Ocasionalmente tomaba notas a mano alzada o levantaba la mirada al infinito como si quisiera considerar las implicaciones de cuanto le relataba. Las más de las veces se relamía en una sonrisa sardónica que yo no podía evitar atribuir a mi ingenuidad o a la torpeza de mis conjeturas.

– Oiga, si le parece una tontería me callo.

– Al contrario. Hablar es de necios; callar es de cobardes; escuchar es de sabios.

– ¿Quién dijo eso? ¿Séneca?

– No. El señor Braulio Recolons, que regenta una tocinería en la calle Aviñón y posee un don proverbial tanto para el embutido como para el aforismo ocurrente. Prosigue, por favor. Me hablabas de esta muchacha pizpireta…

– Bea. Y eso es asunto mío y no tiene nada que ver con todo lo demás.

Barceló se reía por lo bajo. Estaba por continuar el recuento de mis peripecias cuando el doctor Soldevila se asomó a la puerta del despacho con aspecto cansado y resoplando.

– Disculpen ustedes. Yo ya me iba. El paciente está bien y, valga la metáfora, lleno de energía. Este caballero nos enterrará a todos. De hecho afirma que los sedantes se le han subido a la cabeza y está aceleradísimo. Se niega a reposar e insiste en que tiene que tratar con el señor Daniel de asuntos cuya naturaleza no ha querido aclararme alegando que no cree en el juramento hipocrático, o hipócrita, como dice él.

– Ahora mismo vamos a verle. Y disculpe al pobre Fermín. Sin duda sus palabras son consecuencia del trauma.

– Quizá, pero yo no descartaría la poca vergüenza, porque no hay modo de que deje de pellizcarle el trasero a la enfermera y de recitar pareados glosando lo firme y torneado de sus muslos.

Escoltamos al doctor y a su enfermera hasta la puerta y les agradecimos efusivamente sus buenos oficios. Al entrar en la habitación descubrimos que, después de todo, la Bernarda había desafiado las órdenes de Barceló y se había tendido en el lecho junto a Fermín, donde el susto, el brandy y el cansancio habían conseguido finalmente hacerle conciliar el sueño. Fermín la sostenía dulcemente, acariciándole el pelo, cubierto de vendas, apósitos y cabestrillos. Su rostro dibujaba una magulladura que dolía al mirar y de la que emergían el narizón incolumne, dos orejas como antenas repetidoras y unos ojos de ratoncillo abatido. La sonrisa desdentada y ajada de cortes era de triunfo y nos recibió alzando la mano derecha con el signo de la victoria.

– ¿Cómo se encuentra, Fermín? -pregunté.

– Veinte años más joven -dijo en voz baja para no despertar a la Bernarda.

– No haga cuento, que se le ve hecho una mierda, Fermín. Menudo susto. ¿Está seguro de que se encuentra bien? ¿No le da vueltas la cabeza? ¿Oye voces?

– Ahora que lo menciona, a ratos me parecía percibir un murmullo disonante y arrítmico, como si un macaco intentase tocar el piano.

Barceló frunció el ceño. Clara seguía tecleando en la distancia.

– No se preocupe, Daniel. He encajado palizas peores. Ese Fumero no sabe pegar ni un sello.

– Luego, el que le ha hecho una cara nueva es el mismísimo inspector Fumero -dijo Barceló-. Ya veo que se mueven ustedes en las altas esferas.

– A esa parte de la historia no había llegado todavía -dije yo.

Fermín me lanzó una mirada de alarma.

– Tranquilo, Fermín. Daniel me está poniendo al corriente del sainete este que se llevan ustedes entre manos. Debo reconocer que el asunto está interesantísimo. Y usted, Fermín, ¿cómo anda de confesiones? Le advierto que tengo dos años de seminarista.

– Yo le ponía lo menos tres, don Gustavo.

– Todo se pierde, empezando por la vergüenza. La primera vez que viene usted a mi casa y acaba en la cama con la doncella.

– Mírela, pobrecilla, mi ángel. Sepa que mis intenciones son honestas, don Gustavo.

– Sus intenciones son asunto suyo y de la Bernarda, que ya es mayorcita. Y ahora, a ver. ¿En qué pesebre se han metido ustedes?

– ¿Qué le ha contado usted, Daniel?

– Hemos llegado hasta el segundo acto: entrada de la femme fatale -precisó Barceló.

– ¿Nuria Monfort? -preguntó Fermín.

Barceló se relamió con deleite.

– ¿Pero es que hay más de una? Esto parece el rapto del serrallo.

– Le ruego que baje la voz, que aquí mi prometida está presente.

– Tranquilo, que su prometida lleva en las venas media botella de brandy Lepanto. No la despertaríamos ni a cañonazos. Ande, dígale a Daniel que me cuente el resto. Tres cabezas piensan mejor que dos, especialmente si la tercera es la mía.

Fermín hizo amago de encogerse de hombros entre los vendajes y cabestrillos.

– Yo no me opongo, Daniel. Usted decide.

Resignado a tener a don Gustavo Barceló a bordo, continué mi relato hasta llegar al punto en que Fumero y sus hombres nos habían sorprendido en la calle Moncada horas antes. Concluida la narración, Barceló se levantó y anduvo arriba y abajo por la habitación, cavilando. Fermín y yo le observábamos con cautela. La Bernarda roncaba como un becerrillo.

– Criaturita -susurraba Fermín, embelesado.

– Varias cosas me llaman la atención -dijo finalmente el librero-. Evidentemente, el inspector Fumero está en esto hasta el frenillo, aunque cómo y por qué es algo que se me escapa. Por un lado está esa mujer…

– Nuria Monfort.

– Luego tenemos el tema del regreso de Julián Carax a Barcelona y su asesinato en las calles de la ciudad tras un mes en que nadie sabe de él. Obviamente, la fámula miente por los codos y hasta sobre el tiempo.

– Eso vengo yo diciéndolo desde el principio -dijo Fermín-. Pasa que aquí hay mucha calentura juvenil y poca visión de conjunto.

– Quién fue a hablar: san Juan de la Cruz.

– Alto. Tengamos la fiesta en paz y ciñámonos a los hechos. Hay algo en lo que Daniel ha contado que me ha parecido muy extraño, todavía más que el resto, y no por lo folletinesco del embrollo, sino por un detalle esencial y aparentemente banal -añadió Barceló.

– Deslúmbrenos, don Gustavo.

– Pues helo aquí: eso de que el padre de Carax se negase a reconocer el cadáver de Carax alegando que él no tenía hijo. Muy raro lo veo yo. Casi contra natura. No hay padre en el mundo que haga eso. No importa la mala sangre que pudiera haber entre ellos. La muerte tiene estas cosas: a todo el mundo le despierta la sensiblería. Frente a un ataúd, todos vemos sólo lo bueno o lo que queremos ver.

– Qué gran cita es ésa, don Gustavo -adujo Fermín. ¿Le importa si la añado a mi repertorio?

– Para todo hay excepciones -objeté-. Por lo que sabemos, el señor Fortuny era un tanto particular.

– Todo lo que sabemos de él son chismes de tercera mano -dijo Barceló-. Cuando todo el mundo se empeña en pintar a alguien como un monstruo, una de dos: o era un santo o se están callando de la misa la media.

– A usted es que le ha caído en gracia el sombrerero por cabestro -dijo Fermín.

– Con todo respeto a la profesión, cuando la semblanza del villano tiene por toda base el testimonio de la portera del inmueble, mi primer instinto es el de la desconfianza.

– Por esa regla de tres no podemos estar seguros de nada. Todo lo que sabemos es, como usted dice, de tercera mano, o de cuarta. Con porteras o no.

– No te fíes del que se fía de todos -apostilló Barceló.

– Qué velada tiene usted, don Gustavo -alabó Fermín-. Perlas cultivadas al por mayor. Quién tuviera su visión preclara.

– Aquí lo único realmente claro en todo esto es que necesitan ustedes de mi ayuda, logística y probablemente pecuniaria, si pretenden resolver este pesebre antes de que el inspector Fumero les reserve una suite en el presidio de San Sebas. Fermín, ¿asumo que está usted conmigo

– Yo estoy a las órdenes de Daniel. Si él lo ordena; yo hago hasta de niño Jesús.

– Daniel, ¿qué dices tú?

– Ustedes se lo dicen todo. ¿Qué propone usted?

– Éste es mi plan: en cuanto Fermín esté repuesto, tú, Daniel, casualmente, le haces una visita a la señora Nuria Monfort y le pones las cartas sobre la mesa. Le das a entender que sabes que te ha mentido y que esconde algo, mucho o poco, ya veremos.

– ¿Para qué? -pregunté.

– Para ver cómo reacciona. No te dirá nada, por supuesto. O te mentirá otra vez. Lo importante es clavar la banderilla, valga el símil taurino, y ver adónde nos conduce el toro, en este caso la ternerilla. Y ahí es donde entra usted, Fermín. Mientras Daniel le pone el cascabel al gato, usted se aposta discretamente vigilando a la sospechosa y espera a que ella muerda el anzuelo. Una vez lo haga, la sigue.

– Asume usted que ella irá a algún sitio -protesté.

– Hombre de poca fe. Lo hará. Tarde o temprano. Y algo me dice que en este caso será más temprano que tarde. Es la base de la psicología femenina.

– ¿Y mientras tanto usted qué piensa hacer, doctor Freud? -pregunté.

– Eso es asunto mío y a su tiempo lo sabrás. Y me lo agradecerás.

Busqué apoyo en la mirada de Fermín, pero el pobre se había ido quedando dormido abrazado a la Bernarda a medida que Barceló formulaba su discurso triunfal. Fermín había ladeado la cabeza y le caía la baba sobre el pecho desde una sonrisa bendita. La Bernarda emitía ronquidos profundos y cavernosos.

– Ojalá éste le salga bueno -murmuró Barceló.

– Fermín es un gran tipo -aseguré.

– Debe de serlo, porque por la pinta no creo que la haya conquistado. Anda, vamos.

Apagamos la luz y nos retiramos de la estancia con sigilo, cerrando la puerta y dejando a los dos tórtolos a merced de su sopor. Me pareció que el primer aliento del alba despuntaba en las ventanas de la galería al fondo del corredor.

– Supongamos que le digo que no -dije en voz baja-. Que se olvide.

Barceló sonrió.

– Llegas tarde, Daniel. Tendrías que haberme vendido ese libro hace años, cuando tuviste la oportunidad.

Llegué a casa al amanecer, arrastrando aquel absurdo traje de prestado y el naufragio de una noche interminable por calles húmedas y relucientes de escarlata. Encontré a mi padre dormido en su butaca del comedor con una manta sobre las piernas y su libro favorito abierto en las manos, un ejemplar del Cándido de Voltaire que releía un par de veces cada año, el par de veces que le oía reírse de corazón. Le observé en silencio. Tenía el pelo cano, escaso, y la piel de su rostro había empezado a perder la firmeza alrededor de los pómulos. Contemplé a aquel hombre al que una vez había imaginado fuerte, casi invencible, y le vi frágil, vencido sin saberlo él. Vencidos acaso los dos. Me incliné para arroparle con aquella manta que hacía años que prometía donar a la beneficencia y le besé la frente como si quisiera protegerle así de los hilos invisibles que lo alejaban de mí, de aquel piso angosto y de mis recuerdos, como si creyera que con aquel beso podría engañar al tiempo y convencerle de que pasara de largo, de que volviese otro día, otra vida.

Pasé casi toda la mañana soñando despierto en la trastienda, conjurando imágenes de Bea. Dibujaba su piel desnuda bajo mis manos y creía saborear de nuevo su aliento a pan dulce. Me sorprendía recordando con precisión cartográfica los pliegues de su cuerpo, el brillo de mi saliva en sus labios y en aquella línea de vello rubio, casi transparente, que le descendía por el vientre y a la que mi amigo Fermín, en sus improvisadas conferencias sobre logística carnal, se refería como «el caminito de Jerez».

Consulté el reloj por enésima vez y comprobé con horror que todavía faltaban varias horas hasta que pudiese ver -y tocar- de nuevo a Bea. Probé a ordenar los recibos del mes, pero el sonido de los fajos de papel me recordaba el roce de la ropa interior deslizándose por las caderas y los muslos pálidos de doña Beatriz Aguilar, hermana de mi íntimo amigo de la infancia.


Date: 2016-01-05; view: 479


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