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Te quiere, Penélope 13 page

Así fue como Miquel y Julián empezaron a planear la fuga de los amantes. El destino, por sugerencia de Moliner, sería París. Moliner opinaba que, puesto a ser un artista bohemio y muerto de hambre, al menos el decorado de París era inmejorable. Penélope hablaba algo de francés y para Julián, gracias a las enseñanzas de su madre, era una segunda lengua.

– Además, París es suficientemente grande para perderse, pero suficientemente pequeño para encontrar oportunidades -estimaba Miquel.

Su amigo reunió una pequeña fortuna, uniendo sus ahorros de años a lo que pudo sacar a su padre con las excusas más peregrinas. Sólo Miquel sabría a donde iban.

– Y yo pienso enmudecer tan pronto subáis a ese tren.

Aquella misma tarde, después de ultimar los detalles con Moliner, Julián acudió a la casa de la avenida del Tibidabo para explicarle el plan a Penélope.

– Lo que voy a decirte no puedes contárselo a nadie. A nadie. Ni siquiera a Jacinta -empezó Julián.

La muchacha le escuchó atónita y hechizada. El plan de Moliner era impecable. Miquel compraría los billetes utilizando un nombre falso y contratando a un desconocido para que los recogiese en la ventanilla de la estación. Si la policía, por ventura, daba con él, todo lo que les podría ofrecer era la descripción de un personaje que no se parecía a Julián. Julián y Penélope se encontrarían en el tren. No habría espera en el andén para no dar oportunidad a ser vistos. La fuga sería un domingo, al mediodía. Julián acudiría por su cuenta a la estación de Francia. Allí le esperaría Miquel con los billetes y el dinero.

La parte más delicada era la que concernía a Penélope. Debía engañar a Jacinta y pedir al aya que inventase una excusa para sacarla de misa de once y llevarla a casa. De camino, Penélope le pediría que la déjase ir al encuentro de Julián, prometiendo estar de vuelta antes de que la familia regresara al caserón. Penélope aprovecharía entonces para acudir a la estación. Ambos sabían que, si le decía la verdad, Jacinta no les dejaría marchar. Les quería demasiado.

– Es un plan perfecto, Miquel -había dicho Julián al escuchar la estrategia ideada por su amigo.

Miquel asintió tristemente.

– Excepto por un detalle. El daño que vais a hacer a mucha gente al iros para siempre.

Julián había asentido, pensando en su madre y en Jacinta. No se le ocurrió pensar que Miquel Moliner estaba hablando de sí mismo.

Lo más difícil fue convencer a Penélope de la necesidad de mantener a Jacinta a oscuras respecto al plan. Sólo Miquel sabría la verdad. El tren partía a la una de la tarde. Para cuando la ausencia de Penélope fuese advertida, ya. habrían cruzado la frontera. Una vez en París, se instalarían en un albergue como marido y mujer, usando nombre falso. Enviarían entonces una carta a Miquel Moliner dirigida a sus familias confesando su amor, diciendo que estaban bien, que les querían, anunciando su matrimonio por la iglesia y pidiendo su perdón y comprensión. Miquel Moliner metería la carta en un segundo sobre para eliminar el matasellos de París y él se encargaría de enviarla desde una localidad de cercanías.



– ¿Cuándo? -preguntó Penélope.

– En seis días -le dijo Julián-. Este domingo.

Miquel estimaba que, para no levantar sospechas, lo mejor era que durante los días que faltaban para la fuga Julián no visitara a Penélope. Debían quedar de acuerdo y no volver a verse hasta que se encontrasen en aquel tren rumbo a París. Seis días sin verla, sin tocarla, se le hacían infinitos. Sellaron el pacto, un matrimonio secreto, en los labios.

Fue entonces cuando Julián condujo a Penélope hasta la alcoba de Jacinta en el tercer piso de la casa. En aquella planta sólo se encontraban las habitaciones de la servidumbre y Julián quiso creer que nadie les encontraría. Se desnudaron a fuego, con rabia y anhelo, arañando la piel y deshaciéndose en silencios. Se aprendieron los cuerpos de memoria y enterraron aquellos seis días de separación en sudor y saliva. Julián la penetró con furia, clavándola contra los maderos del suelo. Penélope le recibía con los ojos abiertos, las piernas abrazadas a su torso y los labios entreabiertos de ansia. No había atisbo de fragilidad ni niñez en su mirada, en su cuerpo tibio que pedía más. Luego, con el rostro todavía prendido de su vientre y las manos en el pecho blanco que todavía temblaba, Julián supo que debían despedirse. Apenas tuvo tiempo de incorporarse cuando la puerta de la habitación se abrió lentamente y la silueta de una mujer se perfiló en el umbral. Por un segundo, Julián creyó que se trataba de Jacinta, pero enseguida comprendió que se trataba de la señora Aldaya, que les observaba hechizada en un rapto de fascinación y repugnancia. Cuanto acertó a balbucear fue: «¿Dónde está Jacinta?» Sin más, se volvió y se alejó en silencio mientras Penélope se encogía en el suelo en una agonía muda y Julián sentía que el mundo se desmoronaba a su alrededor.

– Vete ahora, Julián. Vete antes de que venga mi padre.

– Pero…

– Vete.

Julián asintió.

– Pase lo que pase, el domingo te espero en ese tren.

Penélope consiguió arrancar media sonrisa.

– Allí estaré. Ahora vete. Por favor…

Aún estaba desnuda cuando la dejó y se deslizó por la escalera de servicio hasta las cocheras y, de allí, a la noche más fría que recordaba.

Los días que siguieron fueron los peores. Julián había pasado la noche en vela, esperando que en cualquier momento viniesen a buscarle los sicarios de don Ricardo. No le visitó ni el sueño. Al día siguiente, en el colegio de San Gabriel, no advirtió cambio alguno en la actitud de Jorge Aldaya. Julián, devorado por la angustia, confesó a Miquel Moliner lo que había sucedido. Miquel, con su habitual flema, negó en silencio.

– Estás loco, Julián, pero eso no es novedad. Lo extraño es que no haya habido revuelo en casa de los Aldaya. Lo cual, si uno lo piensa, no es tan sorprendente. Si, como dices, os descubrió la señora Aldaya, cabe la posibilidad de que ni ella misma sepa todavía qué hacer. He tenido tres conversaciones con ella en mi vida, y de ellas extraje dos conclusiones: uno, la señora Aldaya tiene una edad mental de doce años; dos, padece de un narcisismo crónico que le imposibilita ver o comprender cualquier cosa que no sea lo que quiere ver o creer, especialmente en referencia a ella misma.

– Ahórrame el diagnóstico, Miquel.

– Lo que quiero decir es que probablemente todavía esté pensando en qué decir, cómo, cuándo y a quién decírselo. Primero tiene que pensar en las consecuencias para ella misma: el potencial escándalo, la furia de su esposo… Lo demás, me atrevo a suponer, la trae al pairo.

– ¿Crees entonces que no dirá nada?

– Quizá tarde uno o dos días. Pero no creo que sea capaz de guardar un secreto así a espaldas de su marido. ¿Qué hay del plan de fuga? ¿Sigue en pie?

– Más que nunca.

– Me alegro de oírlo. Porque ahora sí que me parece que esto no tiene vuelta atrás.

Los días de aquella semana pasaron en lenta agonía. Julián acudía cada día al colegio de San Gabriel con la incertidumbre pisándole los talones. Pasaba las horas fingiendo estar allí, apenas capaz de intercambiar miradas con Miquel Moliner, que empezaba a estar tanto o más preocupado que él. Jorge Aldaya no decía nada. Se mostraba tan cortés como siempre. Jacinta no había vuelto a aparecer para recoger a Jorge. El chófer de don Ricardo acudía todas las tardes. Julián se sentía morir, casi deseando que pasara lo que tuviera que pasar, que aquella espera llegara a su fin. El jueves por la tarde, al finalizar las clases, Julián empezó a pensar que la suerte estaba de su parte. La señora Aldaya no había dicho nada, quizá por vergüenza, por estupidez o por cualquiera de las razones que vislumbraba Miquel. Poco importaba. Lo único que contaba es que guardase el secreto hasta el domingo. Aquella noche, por primera vez en varios días, consiguió conciliar el sueño.

El viernes por la mañana, al acudir a clase, el padre Romanones le esperaba en la verja.

– Julián, tengo que hablar contigo.

– Usted dirá, padre.

– Siempre he sabido que llegaría este día y tengo que confesarte que me alegra ser yo quien te dé la noticia.

– ¿Qué noticia, padre?

Julián Carax ya no era alumno del colegio de San Gabriel. Su presencia en el recinto, las aulas o incluso los jardines estaba terminantemente prohibida. Sus útiles, libros de texto y todas las pertenencias pasaban a ser propiedad del colegio.

– El término técnico es expulsión fulminante -resumió el padre Romanones.

– ¿Puedo preguntar la causa?

– Se me ocurren una docena, pero estoy seguro de que tú sabrás escoger la más idónea. Buenos días, Carax. Suerte en la vida. La vas a necesitar.

A una treintena de metros, en el patio de las fuentes, un grupo de alumnos le observaba. Algunos reían, haciendo un gesto de despedida con la mano. Otros le observaban con extrañeza y compasión. Sólo uno le sonreía con tristeza: su amigo Miquel Moliner, que se limitó a asentir y a murmurar en silencio palabras que Julián creyó leer en el aire. «Hasta el domingo.»

Al regresar al piso de la Ronda de San Antonio, Julián advirtió que el Mercedes Benz de don Ricardo Aldaya estaba parado frente a la sombrerería. Se detuvo en la esquina y esperó. Al poco, don Ricardo salió de la tienda de su padre y se introdujo en el coche. Julián se ocultó en un portal hasta que hubo desaparecido rumbo a la plaza Universidad. Sólo entonces se apresuró a subir la escalera hasta su casa. Su madre Sophie le esperaba allí, prendida de lágrimas.

– ¿Qué has hecho, Julián? -murmuró, sin ira.

– Perdóneme, madre…

Sophie abrazó a su hijo con fuerza. Había perdido peso y estaba envejecida, como si entre todos le hubiesen robado la vida y la juventud. «Yo más que ninguno», pensó Julián.

– Escúchame bien, Julián. Tu padre y don Ricardo Aldaya lo han arreglado todo para enviarte al ejército en unos días. Aldaya tiene influencias… Tienes que irte, Julián. Tienes que irte donde ninguno de los dos pueda encontrarte…

Julián creyó ver una sombra en la mirada de su madre que la consumía por dentro.

– Hay algo más, madre? ¿Algo que no me ha contado usted?

Sophie le contempló con labios temblorosos.

– Debes irte. Los dos debemos irnos de aquí para siempre.

Julián la abrazó con fuerza y le susurró al oído:

– No se preocupe usted por mí, madre. No se preocupe usted.

Julián pasó el sábado encerrado en su habitación, entre sus libros y sus cuadernos de dibujo. El sombrerero había bajado a la tienda casi al alba y no regresó hasta bien entrada la madrugada. «No tiene ni el valor de decírmelo a la cara», pensó Julián. Aquella noche, con los ojos velados de lágrimas, se despidió de los años que había pasado en aquel cuarto oscuro y frío, perdido en sueños que ahora sabía que nunca llegarían a cumplirse. Al alba del domingo, pertrechado tan sólo de una bolsa con algo de ropa y unos libros, besó la frente de Sophie, que dormía acurrucada entre mantas en el comedor, y se marchó. Las calles vestían una neblina azulada y destellos de cobre despuntaban sobre los terrados de la ciudad vieja. Caminó lentamente, despidiéndose de cada portal, de cada esquina, preguntándose si la trampa del tiempo sería cierta y algún día sólo sería capaz de recordar lo bueno, de olvidar la soledad que tantas veces le había perseguido en aquellas calles.

La estación de Francia estaba desierta, los andenes combados en sables espejados que ardían al amanecer y se hundían en la niebla. Julián se sentó en un banco bajo la bóveda y sacó su libro. Dejó pasar las horas perdido en la magia de las palabras, cambiando la piel y el nombre, sintiéndose otro. Se dejó arrastrar por los sueños de personajes en sombra, creyendo que no le quedaba más santuario ni refugio que aquél. Sabía ya que Penélope no acudiría a su cita. Sabía que subiría a aquel tren sin más compañía que su recuerdo. Cuando, al filo del mediodía, Miquel Moliner apareció en la estación y le entregó su pasaje y todo el dinero que había podido reunir, los dos amigos se abrazaron en silencio. Julián nunca había visto llorar a Miquel Moliner. El reloj cercaba, contando los minutos en fuga.

– Aún hay tiempo -murmuraba Miquel con la mirada puesta en la entrada de la estación.

A la una y cinco, el jefe de estación dio la llamada final para los pasajeros con destino a París. El tren había empezado ya a deslizarse por el andén cuando Julián se volvió para despedirse de su amigo. Miquel Moliner le contemplaba desde el andén, con las manos hundidas en los bolsillos.

– Escribe -dijo.

– Tan pronto llegue te escribiré -replicó Julián.

– No. A mí no. Escribe libros. No cartas. Escríbelos por mí. Por Penélope.

Julián asintió, dándose cuenta sólo entonces de lo mucho que iba a echar de menos a su amigo.

– Y conserva tus sueños -dijo Miquel-. Nunca sabes cuándo te van a hacer falta.

– Siempre -murmuró Julián, pero el rugido del tren ya les había robado las palabras.

 

– Penélope me contó lo que había pasado la misma noche en que la señora les sorprendió en mi alcoba. Al día siguiente, la señora me hizo llamar y me preguntó qué sabía yo de Julián. Le dije que nada, que era un buen chico, amigo de Jorge… Me dio órdenes de mantener a Penélope en su habitación hasta que ella diera su permiso para que saliera. Don Ricardo estaba de viaje en Madrid y no regresó hasta el viernes. Tan pronto llegó, la señora le contó lo sucedido. Yo estaba allí. Don Ricardo saltó de la butaca y le propinó una bofetada a la señora que la derribó al suelo. Luego, gritando como un loco, le dijo que repitiese lo que había dicho. La señora estaba aterrorizada. Nunca habíamos visto al señor así. Nunca. Era como si le hubieran poseído todos los demonios. Rojo de rabia, subió al dormitorio de Penélope y la sacó de la cama arrastrándola por el pelo. Yo le quise detener y me apartó a patadas. Aquella misma noche hizo llamar al médico de la familia para que reconociese a Penélope. Cuando el médico hubo terminado, habló con el señor. Encerraron a Penélope bajo llave en su habitación y la señora me dijo que recogiese mis cosas.

»No me dejaron ver a Penélope, ni despedirme de ella. Don Ricardo me amenazó con denunciarme a la policía si revelaba a alguien lo sucedido. Me echaron a patadas aquella misma noche, sin tener un sitio adonde ir, después de dieciocho años de servicio ininterrumpido en la casa. Dos días más tarde, en una pensión de la calle Muntaner, recibí la visita de Miquel Moliner, que me explicó que Julián se había marchado a París. Quería que le contase qué había sucedido con Penélope y averiguar por qué no había acudido a su cita en la estación. Durante semanas regresé a la casa, rogando poder visitar a Penélope, pero no me dejaron ni cruzar las verjas. A veces me apostaba en la otra esquina durante días enteros, esperando verles salir. Nunca la vi. No salía de la casa. Más adelante, el señor Aldaya llamó a la policía y con sus amigos de altos vuelos consiguió que me ingresaran en el manicomio de Horta, alegando que nadie me conocía y que yo era una demente que acechaba a su familia y a sus hijos. Pasé dos años allí, encerrada como un animal. Lo primero que hice cuando salí fue acudir a la casa de la avenida del Tibidabo a ver a Penélope.

– ¿Consiguió verla? -preguntó Fermín.

– La casa estaba cerrada, en venta. No vivía nadie allí. Me dijeron que los Aldaya se habían marchado a la Argentina. Escribí a la dirección que me habían dado. Las cartas volvieron sin abrir…

– ¿Qué se hizo de Penélope? ¿Lo sabe usted?

Jacinta negó, desplomándose.

– Nunca la volví a ver.

La anciana gemía, llorando a moco tendido. Fermín la sostuvo en brazos y la meció. El cuerpo de Jacinta Coronado había menguado al tamaño de una niña, y a su lado, Fermín parecía un gigante. Me hervían mil preguntas en la cabeza, pero mi amigo hizo un gesto que indicaba claramente que la entrevista había terminado. Le vi contemplar aquel agujero sucio y frío donde Jacinta Coronado gastaba sus últimas horas.

– Ande, Daniel. Nos vamos. Vaya usted tirando.

Hice lo que me decía. Al alejarme me volví un momento y vi que Fermín se arrodillaba frente a la anciana y la besaba en la frente. Ella exhibió su sonrisa desdentada.

– Dígame, Jacinta -oí decir a Fermín-. A usted le gustan los Sugus, ¿verdad?

 

En nuestro periplo hacia la salida nos cruzamos con el legítimo funerario y dos ayudantes de aspecto simiesco que venían pertrechados de un ataúd de pino, cuerda y varios pliegos de sábanas viejas de aplicación incierta. La comitiva desprendía un siniestro aroma a formol y a colonia de baratillo y lucían una tez traslúcida que enmarcaba sonrisas macilentas y caninas. Fermín se limitó a señalar hacia la celda donde esperaba el difunto y procedió a bendecir al trío, que correspondió al gesto asintiendo y santiguándose respetuosamente.

– Id en paz -murmuró Fermín, arrastrándome hacia la salida, donde una monja portando un candil de aceite nos despidió con mirada fúnebre y condenatoria.

Una vez fuera del recinto, el lúgubre cañón de piedra y sombra de la calle Moncada se me antojó un valle de gloria y esperanza. A mi lado, Fermín respiraba hondo, aliviado, y supe que no era el único en alegrarse de haber dejado atrás aquel bazar de tinieblas. La historia que nos había relatado Jacinta nos pesaba en la conciencia más de lo que nos hubiera gustado admitir.

– Oiga, Daniel. ¿Y si nos marcamos unas croquetillas de jamón y unos espumosos aquí en el Xampañet para quitarnos el mal sabor de boca?

– No le diría que no, la verdad.

– ¿No ha quedado hoy con la chavalilla?

– Mañana.

– Ah, granujilla. Se hace usted de rogar, ¿eh? Cómo vamos aprendiendo…

No habíamos dado ni diez pasos rumbo a la ruidosa bodega, apenas unos números calle abajo, cuando tres siluetas espectrales se desprendieron de las sombras y nos salieron al paso. Los dos matarifes se apostaron a nuestras espaldas, tan cerca que pude sentir su aliento en la nuca. El tercero, más menudo pero infinitamente más siniestro, nos cerró el paso. Vestía la misma gabardina y su sonrisa aceitosa parecía desbordar de gozo por las comisuras.

– Vaya, hombre, pero ¿a quién tenemos aquí? Si es mi viejo amigo, el hombre de las mil caras -dijo el inspector Fumero.

Me pareció oír todos los huesos de Fermín estremecerse de terror ante la aparición. Su locuacidad quedó reducida a un gemido ahogado. Para entonces, los dos matones, que supuse no eran sino dos agentes de la Brigada Criminal, ya nos tenían sujetos por la nuca y la muñeca derecha, listos para retorcernos el brazo al mínimo asomo de movimiento.

Veo por la cara de sorpresa que pones que pensabas que te había perdido el rastro hace tiempo, ¿eh? Supongo que no te habrías creído que una mierda seca como tú iba a poder salir del arroyo y hacerse pasar por un ciudadano decente, ¿verdad? Tú estás tarado, pero no tanto. Además me cuentan que estás metiendo las narices, que en tu caso son muchas, en un montón de asuntos que no te interesan. Mala señal… ¿Qué marrullo te traes con las monjitas? ¿Te estás beneficiando a alguna? ¿A cómo lo cobran ahora?

Yo respeto los culos ajenos, señor inspector, especialmente si están bajo clausura. A lo mejor si usted se aficionase a hacer lo propio, se ahorraría un pico en penicilina e iría mejor de vientre.

Fumero soltó una risita envilecida de ira.

– Así me gusta. Cojones de toro. Lo que yo digo. Si todos los chorizos fuesen como tú, mi trabajo sería una verbena. Dime, ¿cómo te haces llamar ahora, cabroncete? ¿Gary Cooper? Venga, cuéntame qué haces metiendo ese narizón tuyo aquí en el asilo de Santa Lucía y a lo mejor te dejo ir con sólo un par de pellizcos. Hala, largando. ¿Qué os trae por aquí?

– Un asunto particular. Hemos venido a visitar a un familiar.

– Sí, a tu puta madre. Mira, porque hoy me coges de buen humor, porque si no te llevaba ahora a jefatura y te daba otra pasada con el soplete. Anda, sé un buen chaval y cuéntale de verdad a tu amigo el inspector Fumero qué coño hacéis tú y tu amigo aquí. Colabora un poco, joder, y así me ahorras hacerle una cara nueva al niñato este que te has echado de mecenas.

– Tóquele usted un pelo y le juro que…

– Pavor me das, fíjate lo que te digo. Me he cagado en los pantalones.

Fermín tragó saliva y pareció conjurar el coraje que se le escapaba por los poros.

– ¿No serán ésos los pantalones de marinerito que le puso su augusta madre, la ilustre fregona? Lástima sería, porque me cuentan que el modelito le sentaba a usted de fábula.

El rostro del inspector Fumero palideció y toda expresión resbaló de su mirada.

– ¿Qué has dicho, desgraciado?

– Decía que me parece que ha heredado usted el gasto y la gracia de doña Yvonne Sotoceballos, dama de alta sociedad…

Fermín no era un hombre corpulento y el primer puñetazo bastó para derribarle de un plumazo. Estaba él todavía hecho un ovillo sobre el charco en el que había aterrizado cuando Fumero le propinó una sarta de puntapiés en el estómago, los riñones y la cara. Yo perdí la cuenta al quinto. Fermín perdió el aliento y la capacidad de mover un dedo o protegerse de los golpes un instante después. Los dos policías que me sujetaban se reían por cortesía u obligación, sujetándome con mano férrea.

– Tú no te metas -me susurró uno de ellos-. No me apetece romperte el brazo.

Intenté zafarme de su presa en vano y al forcejear atisbé por un instante el rostro del agente que me había hablado. Le reconocí al instante. Era el hombre de la gabardina y el diario en el bar de la plaza de Sarriá días antes. el mismo hombre que nos había seguido en el autobús riendo los chistes de Fermín.

– Mira, a mí lo que más me jode en el mundo es la gente que hurga en la mierda y en el pasado -clamaba Fumero, rodeando a Fermín-. Las cosas pasadas hay que dejarlas estar, ¿me entiendes? Y eso va por ti y por el lelo de tu amigo. Tú mira bien y aprende, chaval, que luego vas tú.

Contemplé cómo el inspector Fumero destrozaba a Fermín a puntapiés bajo la luz sesgada de una farola. Durante todo el episodio fui incapaz de abrir la boca. Recuerdo el impacto sordo, terrible, de los golpes cayendo sin piedad sobre mi amigo. Todavía me duelen. Me limité a refugiarme en aquella conveniente presa de los policías, temblando y derramando lágrimas de cobardía en silencio.

Cuando Fumero se aburrió de sacudir un peso muerto, se abrió la gabardina, se bajó la cremallera y procedió a orinarse encima de Fermín. Mi amigo no se movía, dibujando apenas un fardo de ropa vieja en un charco. Mientras Fumero descargaba su chorro generoso y vaporoso sobre Fermín, seguí siendo incapaz de abrir la boca. Cuando hubo terminado, el inspector se abrochó la bragueta y se me acercó con el rostro sudoroso, jadeando. Uno de los agentes le tendió un pañuelo con el que se secó la cara y el cuello. Fumero se me aproximó hasta detener su rostro a apenas unos centímetros del mío y me clavó la mirada.

– Tú no valías esa paliza, chaval. Ése es el problema de tu amigo: siempre apuesta por el bando equivocado. La próxima vez le voy a joder a fondo, como nunca, y estoy seguro de que la culpa va a ser tuya.

Creí que me iba a abofetear entonces, que había llegado mi turno. Por algún motivo celebré que así fuese. Quise creer que los golpes me curarían la vergüenza de haber sido incapaz de mover un dedo por ayudar a Fermín cuando lo único que él estaba haciendo, como siempre, era tratar de protegerme.

Pero no cayó golpe alguno. Tan sólo el latigazo de aquellos ojos llenos de desprecio. Fumero se limitó a palmearme la mejilla.

– Tranquilo, niño. Yo no me ensucio la mano con cobardes.

Los dos policías le rieron la gracia, más relajados al comprobar que el espectáculo se había terminado. Sus deseos de abandonar la escena eran palpables. Se alejaron riendo en la sombra. Para cuando acudí en su ayuda, Fermín luchaba en vano por incorporarse y encontrar los dientes que había perdido en el agua sucia del charco. Le sangraban la boca, la nariz, los oídos y los párpados. Al verme sano y salvo, hizo un amago de sonrisa y creí que se me iba a morir allí mismo. Me arrodillé junto a él y le sostuve en mis brazos. El primer pensamiento que me cruzó la cabeza fue que pesaba menos que Bea.


Date: 2016-01-05; view: 481


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