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Te quiere, Penélope 12 page

Penélope Aldaya nació en la primavera de 1903. Para entonces don Ricardo Aldaya ya había adquirido la casa de la avenida del Tibidabo, aquel caserón que sus compañeros en el servicio estaban convencidos de que yacía bajo el influjo de algún poderoso embrujo, pero a la que Jacinta no temía, pues sabía que lo que otros tomaban por encantamiento no era más que una presencia que sólo ella podía ver en sueños: la sombra de Zacarías, que apenas se parecía ya al hombre que ella recordaba y que ahora sólo se manifestaba como un lobo que caminaba sobre las dos patas posteriores.

Penélope fue una niña frágil, pálida y liviana. Jacinta la veía crecer como a una flor rodeada de invierno. Durante años la veló cada noche, preparó personalmente todas y cada una de sus comidas, cosió sus ropas, estuvo a su lado cuando pasó mil y una enfermedades, cuando dijo sus primeras palabras, cuando se hizo mujer. La señora Aldaya era una figura más en el decorado, una pieza que entraba y salía de la escena siguiendo los dictados del decoro. Antes de acostarse, acudía a despedirse de su hija y le decía que la quería más que a nada en el mundo, que ella era lo más importante del universo para ella. Jacinta nunca le dijo a Penélope que la quería. El aya sabía que quien quiere de verdad quiere en silencio, con hechos y nunca con palabras. En secreto, Jacinta despreciaba a la señora Aldaya, aquella criatura vanidosa y vacía que envejecía por los pasillos del caserón bajo el peso de las joyas con que su esposo, que atracaba en puertos ajenos desde hacía años, la acallaba. La odiaba porque, de entre todas las mujeres, Dios la había escogido a ella para dar a luz a Penélope mientras que su vientre, el vientre de la verdadera madre, permanecía yermo y baldío. Con el tiempo, como si las palabras de su esposo hubieran sido proféticas, Jacinta perdió hasta las formas de mujer. Había perdido peso y su figura recordaba el semblante adusto que dan la piel cansada y el hueso. Sus pechos habían menguado hasta convertirse en soplos de piel, sus caderas parecían las de un muchacho y sus carnes, duras y angulosas, resbalaban hasta en la vista de don Ricardo Aldaya, a quien le bastaba intuir un brote de exuberancia para embestir con furia, como bien sabían todas las doncellas de la casa y las de las casas de sus allegados. Es mejor así, se decía Jacinta. No tenía tiempo para tonterías.

Todo su tiempo era para Penélope. Leía para ella, la acompañaba a todas partes, la bañaba, la vestía, la desnudaba, la peinaba, la sacaba a pasear, la acostaba y la despertaba. Pero sobre todo hablaba con ella. Todos la tomaban por una aya lunática, una solterona sin más vida que su empleo en la casa, pero nadie sabía la verdad: Jacinta no sólo era la madre de Penélope, era su mejor amiga. Desde que la niña empezó a hablar y articular pensamientos, que fue mucho más pronto de lo que Jacinta recordaba en ninguna otra criatura, ambas compartían sus secretos, sus sueños y sus vidas.



El paso del tiempo sólo acrecentó esta unión. Cuando Penélope alcanzó la adolescencia, ambas eran ya compañeras inseparables. Jacinta vio florecer a Penélope en una mujer cuya belleza y luminosidad no sólo eran evidentes a sus ojos enamorados. Penélope era luz. Cuando aquel enigmático muchacho llamado Julián llegó a la casa, Jacinta advirtió desde el primer momento que una corriente circulaba entre él y Penélope. Un vínculo les unía, similar al que unía a ella con Penélope, y al tiempo diferente. Más intenso. Peligroso. Al principio creyó que llegaría a odiar al muchacho, pero pronto comprobó que no odiaba a Julián Carax, ni podría odiarle nunca. A medida que Penélope iba cayendo en el embrujo de Julián, ella también se dejó arrastrar y con el tiempo sólo deseó lo que Penélope deseara. Nadie se había dado cuenta, nadie había prestado atención, pero como siempre, lo esencial de la cuestión había sido decidido antes de que empezase la historia y, para entonces, ya era tarde.

Habrían de pasar muchos meses de miradas y anhelos vanos antes de que Julián Carax y Penélope pudieran estar a solas. Vivían de la casualidad. Se encontraban en los pasillos, se observaban desde extremos opuestos de la mesa, se rozaban en silencio, se sentían en la ausencia. Cruzaron sus primeras palabras en la biblioteca de la casa de la avenida del Tibidabo una tarde de tormenta en que «Villa Penélope» se inundó del reluz de cirios, apenas unos segundos robados a la penumbra en que Julián creyó ver en los ojos de la muchacha la certeza de que ambos sentían lo mismo, que les devoraba el mismo secreto. Nadie parecía advertirlo. Nadie excepto Jacinta, que veía con creciente inquietud el juego de miradas que Penélope y Julián tejían a la sombra de los Aldaya. Temía por ellos.

Ya por entonces había empezado Julián a pasar las noches en blanco, escribiendo relatos desde la medianoche al amanecer, donde vaciaba su alma para Penélope. Luego, visitando la casa de la avenida del Tibidabo con cualquier excusa, buscaba el momento de colarse a escondidas en la habitación de Jacinta y le entregaba las cuartillas para que ella se las diese a la muchacha. A veces Jacinta le entregaba una nota que Penélope había escrito para él y pasaba días releyéndola. Aquel juego habría de durar meses. Mientras el tiempo les robaba la suerte, Julián hacía cuanto era necesario para estar cerca de Penélope. Jacinta le ayudaba, por ver feliz a Penélope, por mantener viva aquella luz. Julián, por su parte, sentía que la inocencia casual del inicio se desvanecía y era necesario empezar a sacrificar terreno. Así empezó a mentir a don Ricardo sobre sus planes de futuro, a exhibir un entusiasmo de cartón por un porvenir en la banca y en las finanzas, a fingir un afecto y un apego por Jorge Aldaya que no sentía para justificar su presencia casi constante en la casa de la avenida del Tibidabo, a decir sólo aquello que sabía que los demás deseaban oírle decir, a leer sus miradas y sus anhelos, a encerrar la honestidad y la sinceridad en el calabozo de las imprudencias, a sentir que vendía su alma a trozos, y a temer que si algún día llegaba a merecer a Penélope, no quedaría ya nada del Julián que la había visto por primera vez. A veces Julián se despertaba al alba, ardiendo de rabia, deseoso de declararle al mundo sus verdaderos sentimientos, de encarar a don Ricardo Aldaya y decirle que no sentía interés alguno por su fortuna, sus barajas de futuro y su compañía, que tan sólo deseaba a su hija Penélope y que pensaba llevarla tan lejos como pudiera de aquel mundo vacío y amortajado en el que la había apresado. La luz del día disipaba su coraje.

En ocasiones Julián se sinceraba con Jacinta, que empezaba a querer al muchacho más de lo que hubiera deseado. A menudo, Jacinta se separaba momentáneamente de Penélope y, con la excusa de ir a recoger a Jorge al colegio de San Gabriel, visitaba a Julián y le entregaba mensajes de Penélope. Fue así como conoció a Fernando, que muchos años más tarde habría de ser el único amigo que le quedaría mientras esperaba la muerte en el infierno de Santa Lucía que le había profetizado el ángel Zacarías. A veces, con malicia, el aya llevaba a Penélope con ella y facilitaba un encuentro breve entre los dos jóvenes, viendo crecer entre ellos un amor que ella nunca había conocido, que se le había negado. Fue también por entonces cuando Jacinta advirtió la presencia sombría y turbadora de aquel muchacho silencioso al que todos llamaban Francisco Javier, el hijo del conserje de San Gabriel. Le sorprendía espiándolos, leyendo sus gestos desde lejos y devorando a Penélope con los ojos. Jacinta conservaba una fotografía que el retratista oficial de los Aldaya, Recasens, había tomado de Julián y de Penélope a la puerta de la sombrerería de la ronda de San Antonio. Era una imagen inocente, tomada al mediodía en presencia de don Ricardo y de Sophie Carax. Jacinta la llevaba siempre consigo.

Un día, mientras esperaba a Jorge a la salida del colegio de San Gabriel, el aya olvidó su bolsa junto a la fuente y al volver a por ella advirtió que el joven Fumero merodeaba por allí, mirándola nerviosamente. Aquella noche, cuando buscó el retrato no lo encontró y tuvo la certeza de que el muchacho lo había robado. En otra ocasión, semanas más tarde, Francisco Javier Fumero se aproximó al aya y le preguntó si podía hacerle llegar algo a Penélope de su parte. Cuando Jacinta preguntó de qué se trataba, el muchacho extrajo un paño con el que había envuelto lo que parecía una figura tallada en madera de pino. Jacinta reconoció en ella a Penélope y sintió un escalofrío. Antes de que pudiese decir nada, el muchacho se alejó. De camino a la casa de la avenida del Tibidabo, Jacinta tiró la figura por la ventana del coche, como si se tratase de carroña maloliente. Más de una vez, Jacinta habría de despertarse de madrugada, cubierta de sudor, perseguida por pesadillas en las que aquel muchacho de turbia mirada se abalanzaba sobre Penélope con la fría e indiferente brutalidad de un insecto.

Algunas tardes, cuando Jacinta acudía a buscar a Jorge, si éste se retrasaba, el aya conversaba con Julián. También él empezaba a querer a aquella mujer de semblante duro y a confiar en ella más de lo que confiaba en sí mismo. Pronto, cuando algún problema o alguna sombra se cernía sobre su vida, ella y Miquel Moliner eran los primeros, y a veces los últimos, en saberlo. En una ocasión, Julián Le contó a Jacinta que había encontrado a su madre y a don Ricardo Aldaya en el patio de las fuentes conversando mientras esperaban la salida de los alumnos. Don Ricardo parecía estar deleitándose con la compañía de Sophie y Julián sintió cierto resquemor, pues estaba al corriente de la reputación donjuanesca del industrial y de su voraz apetito por las delicias del género femenino sin distinción de casta o condición, al que sólo su santa esposa parecía inmune.

– Le comentaba a tu madre lo mucho que te gusta tu nuevo colegio.

Al despedirse de ellos, don Ricardo les guiñó un ojo y se alejó con una risotada. Su madre hizo todo el trayecto de regreso en silencio, claramente ofendida por los comentarios que le había estado haciendo don Ricardo Aldaya.

No sólo Sophie veía con recelo su creciente vinculación con los Aldaya y el abandono al que Julián había relegado a sus antiguos amigos del barrio y a su familia. Donde su madre mostraba tristeza y silencio, el sombrerero mostraba rencor y despecho. El entusiasmo inicial de ampliar su clientela a la flor y nata de la sociedad barcelonesa se había evaporado rápidamente. Casi no veía ya a su hijo y pronto tuvo que contratar a Quimet, un muchacho del barrio, antiguo amigo de Julián, como ayudante y aprendiz en la tienda. Antoni Fortuny era un hombre que sólo se sentía capaz de hablar abiertamente sobre sombreros. Encerraba sus sentimientos en el calabozo de su alma durante meses hasta que se emponzoñaban sin remedio. Cada día se le veía más malhumorado e irritable. Todo le parecía mal, desde los esfuerzos del pobre Quimet, que se dejaba el alma en aprender el oficio, a los amagos de su esposa Sophie por suavizar el aparente olvido al que les había condenado Julián.

– Tu hijo se cree que es alguien porque esos ricachones le tienen de mona de circo -decía con aire sombrío, envenenado de rencor.

Un buen día, cuando se iban a cumplir tres años desde la primera visita de don Ricardo Aldaya a la sombrerería de Fortuny e hijos, el sombrerero dejó a Quimet al frente de la tienda y le dijo que volvería al mediodía. Ni corto ni perezoso se presentó en las oficinas que el consorcio Aldaya tenía en el paseo de Gracia y solicitó ver a don Ricardo.

– ¿Y a quién tengo el honor de anunciar? -preguntó un lacayo de talante altivo.

– A su sombrerero personal.

Don Ricardo le recibió, vagamente sorprendido, pero con buena disposición, creyendo que tal vez Fortuny le traía una factura. Los pequeños comerciantes nunca acaban de comprender el protocolo del dinero.

– Y dígame, ¿qué puedo hacer por usted, amigo Fortunato

Sin más dilación, Antoni Fortuny procedió a explicarle a don Ricardo que andaba muy engañado con respecto a su hijo Julián.

– Mi hijo, don Ricardo, no es el que usted piensa. Muyi al contrario, es un muchacho ignorante, holgazán y sin más talento que las ínfulas que su madre le ha metido en la cabeza. Nunca llegará a nada, créame. Le falta ambición, carácter. Usted no le conoce y él puede ser muy hábil para engatusar a los extraños, para hacerles creer que sabe de todo, pero no sabe nada de nada. Es un mediocre. Pero yo le conozco mejor que nadie y me parecía necesario advertirle.

Don Ricardo Aldaya había escuchado este discurso en silencio, sin apenas pestañear.

– ¿Es eso todo, Fortunato?

El industrial procedió a presionar un botón en su escritorio a los pocos instantes apareció en la puerta del despacho el secretario que le había recibido.

El amigo Fortunato se iba ya, Balcells -anuncio-. Tenga la bondad de acompañarle a la salirla.

El tono gélido del industrial no fue del agrado del sombrerero.

– Con su permiso, don Ricardo: es Fortuny, no Fortunato.

– Lo que sea. Es usted un hombre muy triste, Fortuny. Le agradeceré que no vuelva por aquí.

Cuando Fortuny se encontró de nuevo en la calle, se sintió más solo que nunca, convencido de que todos estaban contra él. Apenas días más tarde, los clientes de postín que le había granjeado su relación con Aldaya empezaron a enviar mensajes cancelando sus encargos y saldando sus cuentas. En apenas semanas, tuvo que despedir a Quimet, porque no había trabajo para ambos en la tienda. Al fin y al cabo, el muchacho tampoco valía para nada. Era mediocre y holgazán, como todos.

Fue por entonces que la gente del barrio empezó a comentar que al señor Fortuny se le veía más viejo, más solo, más agrio. Ya apenas hablaba con nadie y pasaba largas horas encerrado en la tienda, sin nada que hacer, viendo pasar a la gente al otro lado del mostrador con un sentimiento de desprecio y, a un tiempo, de anhelo. Luego se dijo que las modas cambiaban, que la gente joven ya no llevaba sombrero y que los que lo hacían preferían acudir a otros establecimientos en que los vendían ya hechos por tallas, con diseños más actuales y más baratos. La sombrerería de Fortuny e hijos se hundió lentamente en un letargo de sombras y silencios.

– Estáis esperando que me muera -decía para sí-. Pues a lo mejor os doy el gusto.

Él no lo sabía, pero había empezado ya a morir hacía mucho tiempo.

Después de aquel incidente, Julián se volcó completamente en el mundo de los Aldaya, en Penélope y en el único futuro que podía concebir. Así pasaron casi dos años en la cuerda floja, viviendo en secreto. Zacarías, a su modo, le había advertido mucho tiempo atrás. Sombras se esparcían a su alrededor y pronto estrecharían el cerco. El primer signo llegó un día de abril de 1918. Jorge Aldaya cumplía dieciocho años y don Ricardo, oficiando de gran patriarca, había decidido organizar (o más bien dar órdenes de que se organizase) una monumental fiesta de cumpleaños que su hijo no deseaba y de la que él, argumentando razones de alta empresa, estaría ausente para encontrarse en la suite azul del hotel Colón con una deliciosa dama de asueto recién llegada de San Petersburgo. La casa de la avenida del Tibidabo quedó convertida en un pabellón circense para el evento: cientos de faroles, banderines y tenderetes dispuestos en los jardines para atender a los invitados.

Casi todos los compañeros de Jorge Aldaya del colegio de San Gabriel habían sido invitados. Por sugerencia de Julián, Jorge había incluido a Francisco Javier Fumero. Miquel Moliner les advirtió de que el hijo del conserje de San Gabriel se iba a sentir desplazado en aquel ambiente fatuo y pomposo de señoritos de postín. Francisco Javier recibió su invitación pero, intuyendo lo mismo que Miquel Moliner vaticinaba, decidió declinar el ofrecimiento. Cuando doña Yvonne, su madre, supo que su hijo pretendía rechazar una invitación a la fastuosa mansión de los Aldaya, estuvo a punto de arrancarle la piel. ¿Qué era aquello sino el signo de que pronto ella entraría en sociedad? El próximo paso sólo podía ser una invitación para tomar el té y las pastas con la señora Aldaya y otras damas de infatigable distinción. Así pues, doña Yvonne cogió los ahorros que venía escatimando del sueldo de su esposo y procedió a comprar un traje con trazas de marinerillo para su hijo.

Francisco Javier tenía ya por entonces diecisiete años y aquel traje, azul, con pantalón corto y decididamente ajustado a la refinada sensibilidad de doña Yvonne, le sentaba grotesco y humillante. Presionado por su madre, Francisco Javier aceptó y pasó una semana tallando un abrecartas con el que pensaba obsequiar a Jorge. El día de la fiesta, doña Yvonne se empeñó en escoltar a su hijo hasta las puertas de la casa de los Aldaya. Quería sentir el olor a realeza y aspirar la gloria de ver a su hijo franquear puertas que pronto se abrirían para ella. A la hora de enfundarse el esperpéntico atuendo de marinero, Francisco Javier descubrió que le venía pequeño. Yvonne decidió hacer un apaño sobre la marcha. Llegaron tarde. Entretanto, y aprovechando el barullo de la fiesta y la ausencia de don Ricardo, que a buen seguro estaba en aquel instante saboreando lo mejor de la raza eslava y celebrando a su manera, Julián se había escabullido de la fiesta. Penélope y él se habían citado en la biblioteca, donde no había riesgo de tropezarse con ningún miembro de la ilustrada y exquisita alta sociedad. Demasiado ocupados devorándose los labios, ni Julián ni Penélope vieron a la delirante pareja que se acercaba a las puertas de la casa. Francisco Javier, ataviado de marinero en su primera comunión y púrpura de humillación, caminaba casi a rastras de doña Yvonne, que para la ocasión había decidido desempolvar una pamela a conjunto con un vestido de pliegues y guirnaldas que la hacía semejar un puesto de dulces o, en palabras de Miquel Moliner, que la avistó de lejos, un bisonte disfrazado de Madame Recamier Dos miembros del servicio guardaban la puerta. No parecieron muy impresionados por los visitantes. Doña Yvonne anunció que su hijo, don Francisco Javier Fumero de Sotoceballos, hacía su entrada. Los dos criados replicaron, con sorna, que el nombre no les sonaba. Airada, pero manteniendo la compostura de gran señora, Yvonne conminó a su hijo a que mostrase la tarjeta de la invitación. Desafortunadamente, al hacer el arreglo de confección, la tarjeta se había quedado en la mesa de costura de doña Yvonne.

Francisco Javier intentó explicar la circunstancia, pero tartamudeaba y las risas de los dos criados no ayudaban a esclarecer el malentendido. Fueron invitados a largarse con viento fresco. Doña Yvonne, encendida de rabia, les anunció que no sabían con quién se las estaban jugando. Los criados les replicaron que el puesto de fregona ya estaba cubierto. Desde la ventana de su habitación, Jacinta vio que Francisco Javier ya se alejaba cuando, de repente, se detuvo. El muchacho se volvió y, más allá del espectáculo de su madre desgañitándose a alaridos con los arrogantes criados, les vio. Julián besaba a Penélope en el ventanal de la biblioteca. Se besaban con la intensidad de quien se pertenece, ajenos al mundo.

Al día siguiente, durante el recreo del mediodía, Francisco Javier apareció de pronto. La noticia del escándalo del día anterior ya había corrido entre los alumnos y las risas no se hicieron esperar, ni las preguntas acerca de qué había hecho con su traje de marinerito. Las risas se cortaron de golpe cuando los alumnos advirtieron que el muchacho llevaba la escopeta de su padre en la mano. Se hizo el silencio, y muchos se alejaron. Sólo el círculo de Aldaya, Moliner, Fernando y Julián, se volvió y se quedó mirando al muchacho, sin comprender. Sin mediar, Francisco Javier alzó el rifle y apuntó. Los testigos dijeron luego que no había rabia ni ira en su rostro. Francisco Javier mostraba la misma frialdad automática con que desempeñaba las tareas de limpieza en el jardín. La primera bala pasó rozando la cabeza de Julián. La segunda hubiera atravesado su garganta si Miquel Moliner no se hubiese abalanzado sobre el hijo del conserje y le hubiese arrancado la escopeta a puñetazos. Julián Carax había contemplado la escena atónito, paralizado. Todos creyeron que los disparos iban dirigidos a Jorge Aldaya como venganza a la humillación sufrida la tarde anterior. Sólo más tarde, cuando la Guardia Civil ya se llevaba al muchacho y la pareja de conserjes era desalojada de su vivienda casi a patadas, Miquel Moliner se acercó a Julián y le dijo, sin orgullo, que le había salvado la vida. Poco imaginaba Julián que esa vida, o la parte que él quería vivir de ella, se estaba acercando a su fin.

Aquél era el último año para Julián y sus compañeros en el colegio de San Gabriel. Quien más y quien menos comentaba ya sus planes, o los planes que sus respectivas familias habían hecho por ellos para el siguiente año. Jorge Aldaya sabía ya que su padre le enviaba a estudiar a Inglaterra y Miquel Moliner daba por hecho su ingreso en la Universidad de Barcelona. Fernando Ramos había mencionado más de una vez que quizá ingresara en el seminario de la Compañía, perspectiva que sus maestros consideraban la más sabia en su particular situación. En cuanto a Francisco Javier Fumero, todo lo que se sabía es que, por intercesión de don Ricardo Aldaya, el muchacho había ingresado en un reformatorio perdido en el Valle de Arán donde le esperaba un largo invierno. Viendo a sus compañeros encaminados en alguna dirección, Julián se preguntaba qué iba a ser de él. Sus sueños y ambiciones literarias le parecían más lejanas e inviables que nunca. Tan sólo ansiaba estar junto a Penélope.

Mientras él se preguntaba acerca de su porvenir, otros lo planeaban por él. Don Ricardo Aldaya estaba ya preparándole un puesto en su empresa para iniciarle en el negocio. El sombrerero, por su parte, había decidido que si su hijo no quería seguir el negocio familiar, podía olvidarse de medrar a su costa. A tal fin, había iniciado en secreto los trámites para enviar a Julián al ejército, donde unos cuantos años de vida castrense le curarían los delirios de grandeza. Julián ignoraba estos planes y, para cuando averiguase lo que unos y otros habían preparado para él, ya sería tarde. Sólo Penélope ocupaba su pensamiento y la distancia fingida y los encuentros furtivos de antaño ya no le satisfacían. Insistía en verla más a menudo, arriesgándose cada vez más a que su relación con la muchacha fuera descubierta. Jacinta hacía cuanto podía para cubrirlos: mentía por los codos, tramaba reuniones secretas y urdía mil y un ardides para concederles unos instantes a solas. Incluso ella comprendía que no bastaba con aquello, que cada minuto que Penélope y Julián pasaban juntos les unía más. Hacía tiempo que el aya había aprendido a reconocer en sus miradas el desafio y la arrogancia del deseo: una voluntad ciega de ser descubiertos, de que su secreto fuera un escándalo a voces y ya no tuvieran que ocultarse en rincones y desvanes para amarse a tientas. A veces, cuando Jacinta acudía a arropar a Penélope, la muchacha se deshacía en lágrimas y le confesaba sus deseos de huir con Julián, de tomar el primer tren y escapar a donde nadie les conociese. Jacinta, que recordaba la suerte de mundo que se extendía más allá de las verjas del palacete Aldaya, se estremecía y la disuadía. Penélope era un espíritu dócil, y el temor que veía en el rostro de Jacinta bastaba para sosegarla. Julián era otra cuestión. Durante aquella última primavera en San Gabriel, Julián descubrió con inquietud que don Ricardo Aldaya y su madre Sophie se encontraban a veces en secreto. Al principio temió que el industrial hubiera decidido que Sophie era una conquista apetecible que añadir a su colección, pero pronto comprendió que los encuentros, que siempre tenían lugar en cafés del centro y se desarrollaban dentro del más estricto decoro, se limitaban a la conversación. Sophie mantenía estos encuentros en secreto. Cuando finalmente Julián decidió abordar a don Ricardo y preguntarle qué estaba sucediendo entre él y su madre, el industrial rió.

– ¿No se te escapa nada, eh, Julián? Lo cierto es que pensaba hablarte del tema. Tu madre y yo estamos discutiendo acerca de tu futuro. Ella vino a verme hace unas semanas, preocupada porque tu padre está planeando enviarte al ejército el próximo año. Tu madre, como es natural, quiere lo mejor para ti y acudió a mí para ver si entre los dos podíamos hacer algo. No te preocupes, palabra de Ricardo Aldaya que tú no serás carne de cañón. Tu madre y yo tenemos grandes planes para ti. Confía en nosotros.

Julián quería confiar, pero don Ricardo inspiraba todo menos confianza. Consultando con Miquel Moliner, el muchacho estuvo de acuerdo con Julián.

– Si lo que quieres es fugarte con Penélope, Dios te coja confesado, lo que necesitas es dinero.

Dinero es lo que Julián no tenía.

– Eso tiene arreglo -le informó Miquel-, para eso están los amigos ricos.


Date: 2016-01-05; view: 497


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