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Te quiere, Penélope 11 page

– ¿Tardarán ustedes mucho? Tengo que hacer.

– Por nosotros no se entretenga. A lo suyo, que nosotros ya nos lo llevamos. Pierda cuidado.

– Bueno, si necesitan algo estaré en el sótano, en la galería de encamados. Si no es mucho pedir, sáquenlo por la parte de atrás. Que no le vean los demás. Es malo para la moral de los internos.

– Nos hacemos cargo -dije, con la voz quebrada.

Sor Hortensia me contempló con vaga curiosidad por un instante. Al observarla de cerca me di cuenta de que era una mujer mayor, casi anciana. Pocos años la separaban del resto de inquilinos de la casa.

– Oiga, ¿el aprendiz no es un poco joven para este oficio?

– Las verdades de la vida no conocen edad, hermana -ofreció Fermín.

La monja me sonrió dulcemente, asintiendo. No había desconfianza en aquella mirada, sólo tristeza.

– Aun así -murmuró.

Se alejó en la tiniebla, portando su cubo y arrastrando su sombra como un velo nupcial. Fermín me empujó hacia el interior de la celda. Era un cubículo miserable cortado entre muros de gruta supurantes de humedad, de cuyo techo pendían cadenas terminadas en garfios y cuyo suelo quebrado quedaba cuarteado por una rejilla de desagüe. En el centro, sobre una mesa de mármol grisáceo, reposaba una caja de madera de embalaje industrial. Fermín alzó la lámpara y adivinamos la silueta del difunto asomando entre el relleno de paja. Rasgos de pergamino, imposibles, recortados y sin vida. La piel abotargada era de color púrpura. Los ojos, blancos como cáscaras de huevo rotas, estaban abiertos.

Se me revolvió el estómago y aparté la vista.

– Venga, manos a la obra -indicó Fermín.

– ¿Está usted loco?

– Me refiero a que tenemos que encontrar a la tal Jacinta antes de que se descubra nuestro ardid.

– ¿Cómo?

– ¿Cómo va a ser? Preguntando.

Nos asomamos al corredor para asegurarnos de que sor Hortensia había desaparecido. Luego, con sigilo, nos deslizamos hasta el salón por el que habíamos cruzado. Las figuras miserables seguían observándonos, con miradas que iban desde la curiosidad al temor, y en algún caso, la codicia.

– Vigile, que algunos de éstos, si pudiesen chuparle la sangre para volver a ser jóvenes, se le tiraban al cuello -dijo Fermín-. La edad hace que parezcan todos buenos como corderillos, pero aquí hay tanto hijo de puta como ahí fuera, o más. Porque éstos son de los que han durado y enterrado al resto. Que no le dé pena. Ande, usted empiece por esos del rincón, que parece que no tienen dientes.

Si estas palabras tenían por objeto envalentonarme para la misión, fracasaron miserablemente. Observé aquel grupo de despojos humanos que languidecía en el rincón y les sonreí. Su mera presencia se me antojó una estratagema propagandística en favor del vacío moral del universo y la brutalidad mecánica con que éste destruía a las piezas que ya no le resultaban útiles. Fermín pareció leerme tan profundos pensamientos y asintió con gravedad.



– La madre naturaleza es una grandísima furcia, ésa es la triste realidad -dijo-. Valor y al toro.

Mi primera ronda de interrogatorios no me granjeó más que miradas vacías, gemidos, eructos y desvaríos por parte de todos los sujetos a quienes cuestioné sobre el paradero de Jacinta Coronado. Quince minutos más tarde replegué velas y me reuní con Fermín para ver si él había tenido más suerte. El desaliento le desbordaba.

– ¿Cómo vamos a encontrar a Jacinta Coronado en este agujero?

– No sé. Esto es una olla de tarados. He intentado lo de los Sugus, pero los toman por supositorios.

– ¿Y si preguntamos a sor Hortensia? Le decimos la verdad y ya está.

– La verdad sólo se dice como último recurso, Daniel, y más a una monja. Antes agotemos los cartuchos. Mire ese corrillo de ahí, que parece muy animado. Seguro que saben latín. Vaya e interróguelos.

– ¿Y usted qué piensa hacer?

– Yo vigilaré la retaguardia por si vuelve el pingüino. Usted a lo suyo.

Con poca o ninguna esperanza de éxito me aproximé a un grupo de internos que ocupaba una esquina del salón.

– Buenas noches -dije, comprendiendo en el acto lo absurdo de mi saludo, pues allí siempre era de noche-. Busco a la señora Jacinta Coronado. Co-ro-na-do. ¿Alguno de ustedes la conoce o puede decirme dónde encontrarla?

Enfrente, cuatro miradas envilecidas de avidez. Aquí hay un pulso, me dije. Quizá no todo está perdido.

– ¿Jacinta Coronado? -insistí.

Los cuatro internos intercambiaron miradas y asintieron entre sí. Uno de ellos, orondo y sin un solo pelo visible en todo el cuerpo, parecía el cabecilla. Su semblante y su donaire a la luz de aquel terrario de escatologías me hizo pensar en un Nerón feliz, pulsando su arpa mientras Roma se pudría a sus pies. Con ademán majestuoso, el César Nerón me sonrió, juguetón. Le devolví el gesto, esperanzado.

El interfecto me indicó que me acercase, como si quisiera susurrarme al oído. Dudé, pero me avine a sus condiciones.

– ¿Puede usted decirme dónde encontrar a la señora Jacinta Coronado? -pregunté por última vez.

Acerqué el oído a los labios del interno, tanto que pude sentir su aliento fétido y tibio en la piel. Temí que me mordiese, pero inesperadamente procedió a dispensar una ventosidad de formidable contundencia. Sus compañeros echaron a reír y a dar palmas. Me retiré unos pasos, pero el efluvio flatulento ya me había prendido sin remedio. Fue entonces cuando advertí junto a mí a un anciano encogido sobre sí mismo, armado con barbas de profeta, pelo ralo y ojos de fuego, que se sostenía con un bastón y les contemplaba con desprecio.

– Pierde usted el tiempo, joven. Juanito sólo sabe tirarse pedos y ésos lo único que saben es reírselos y aspirarlos. Como ve, aquí la estructura social no es muy diferente a la del mundo exterior.

El anciano filósofo hablaba con voz grave y dicción perfecta. Me miró de arriba abajo, calibrándome.

– ¿Busca usted a la Jacinta, me pareció oír?

Asentí, atónito ante la aparición de vida inteligente en aquel antro de horrores.

– ¿Y por qué?

– Soy su nieto.

– Y yo el marqués de Matoimel. Una birria de mentiroso es lo que es usted. Dígame para qué la busca o me hago el loco. Aquí es fácil. Y si piensa ir preguntando a estos desgraciados de uno en uno, no tardará usted en comprender el porqué.

Juanito y su camarilla de inhaladores seguían riéndose de lo lindo. El solista emitió entonces un bis, más amortiguado y prolongado que el primero, en forma de siseo, que emulaba un pinchazo en un neumático y dejaba claro que Juanito poseía un control del esfínter rayano en el virtuosismo. Me rendí a la evidencia.

– Tiene usted razón. No soy familiar de la señora Coronado, pero necesito hablar con ella. Es un asunto de suma importancia.

El anciano se me acercó. Tenía la sonrisa pícara y felina, de niño gastado, y le ardía la mirada de astucia.

– ¿Puede usted ayudarme? -supliqué.

– Eso depende de en lo que pueda usted ayudarme a mí.

– Si está en mi mano, estaré encantado de ayudarle. ¿Quiere que le haga llegar un mensaje a su familia?

El anciano se echó a reír amargamente.

– Mi familia es la que me ha confinado a este pozo. Menuda jauría de sanguijuelas, capaces de robarle a uno hasta los calzoncillos mientras aún están tibios. A ésos se los puede quedar el infierno o el ayuntamiento. Ya los he aguantado y mantenido suficientes años. Lo que quiero es una mujer.

– ¿Perdón?

El anciano me miró con impaciencia.

– Los pocos años no le disculpan la opacidad de luces, chaval. Le digo que quiero una mujer. Una hembra, fámula o potranca de buena raza. Joven, esto es, menor de cincuenta y cinco años, y sana, sin llagas ni fracturas.

– No estoy seguro de entender…

– Me entiende usted divinamente. Quiero beneficiarme a una mujer que tenga dientes y no se mee encima antes de irme al otro mundo. No me importa si es muy guapa o no; yo estoy medio ciego, y a mi edad cualquier chavala que tenga donde agarrarse es una Venus. ¿Me explico?

– Como un libro abierto. Pero no veo cómo le voy a encontrar yo una mujer…

– Cuando yo tenía la edad de usted, había algo en el sector servicios llamado damas de virtud fácil. Ya sé que el mundo cambia, pero nunca en lo esencial. Consígame una, llenita y cachonda, y haremos negocios. Y si se está usted preguntando acerca de mi capacidad para gozar de una dama, piense que me contento con pellizcarle el trasero y sospesarle las beldades. Ventajas de la experiencia.

– Los tecnicismos son cosa suya, pero ahora no puedo traerle a una mujer aquí.

– Seré un viejo calentorro, pero no imbécil. Eso ya lo sé. Me basta con que me lo prometa.

– ¿Y cómo sabe que no le diré que sí sólo para que me diga dónde está Jacinta Coronado?

El viejecillo me sonrió, ladino.

– Usted deme su palabra, y deje los problemas de conciencia para mí.

Miré a mi alrededor. Juanito enfilaba la segunda parte de su recital. La vida se apagaba por momentos.

La petición de aquel abuelete picantón era lo único que me pareció tener sentido en aquel purgatorio.

– Le doy mi palabra. Haré lo que pueda.

El anciano sonrió de oreja a oreja. Conté tres dientes.

– Rubia, aunque sea oxigenada. Con un par de buenas peras y con voz de guarra, a ser posible, que de todos los sentidos, el que mejor conservo es el del oído.

– Veré lo que puedo hacer. Ahora dígame dónde encontrar a Jacinta Coronado.

– ¿Que le ha prometido al matusalén ese el qué?

– Ya lo ha oído.

– Lo habrá dicho en broma, espero.

– Yo no le miento a un abuelete en las últimas, por fresco que sea.

– Y ello le ennoblece, Daniel, pero ¿cómo piensa usted colar a una fulana en esta santa casa?

– Pagando triple, supongo. Los detalles específicos se los dejo a usted.

Fermín se encogió de hombros, resignado.

– En fin, un trato es un trato. Ya pensaremos en algo. Ahora bien, la próxima vez que se plantee una negociación de esta naturaleza, déjeme hablar a mí.

– Concedido.

Tal y como me había indicado el anciano vivales, encontramos a Jacinta Coronado en un altillo al que sólo se podía acceder desde una escalinata en el tercer piso. Según el abuelete lujurioso, el ático era el refugio de los escasos internos a quienes la parca no había tenido la decencia de privar de entendimiento, estado por otra parte de escasa longevidad. Al parecer, aquella ala oculta había albergado en su día las habitaciones de Baltasar Deulofeu, alias Laszlo de Vicherny, desde las cuales presidía las actividades del Tenebrarium y cultivaba las artes amatorias recién llegadas de Oriente entre vapores y aceites perfumados. Cuanto quedaba de aquel dudoso esplendor eran los vapores y perfumes, si bien de otra naturaleza. Jacinta Coronado languidecía rendida en una silla de mimbre, envuelta en una manta

– ¿Señora Coronado? -pregunté alzando la voz, temiendo que la pobre estuviese sorda, tarada o ambas cosas.

La anciana nos examinó con detenimiento y cierta reserva. Tenía la mirada arenosa, y apenas unas mechas de cabello blanquecino le cubrían la cabeza. Advertí que me observaba con extrañeza, como si me hubiera visto antes y no recordase dónde. Temí que Fermín se apresurase a presentarme como el hijo de Carax o algún ardid semejante, pero se limitó a arrodillarse a la vera de la anciana y a tomar su mano temblorosa y ajada.

– Jacinta, yo soy Fermín, y este pimpollo es mi amigo Daniel. Nos envía su amigo el padre Fernando Ramos, que hoy no ha podido venir porque tenía doce misas que decir, ya sabe cómo es esto del santoral, pero le envía a usted muchísimos recuerdos. ¿Cómo se encuentra usted?

La anciana sonrió dulcemente a Fermín. Mi amigo le acarició el rostro y la frente. La anciana agradecía el tacto de otra piel como un gato faldero. Sentí que se me estrechaba la garganta.

– Qué pregunta más tonta, ¿verdad? -continuó Fermín-. A usted lo que le gustaría es estar por ahí, marcándose un chotis. Porque tiene usted planta de bailarina, se lo debe de decir todo el mundo.

No le había visto tratar con tanta delicadeza a nadie, ni siquiera a la Bernarda. Las palabras eran pura zalamería, pero el tono y la expresión de su rostro eran sinceros.

– Qué cosas más bonitas dice usted -murmuró con una voz rota, de no tener con quien hablar o nada que decir.

– Ni la mitad de bonitas que usted, Jacinta. ¿Cree que le podríamos hacer unas preguntas? Como en los concursos de la radio, ¿sabe?

La anciana pestañeó por toda respuesta.

– Yo diría que eso es un sí. ¿Se acuerda usted de Penélope, Jacinta? ¿Penélope Aldaya? Es de ella de quien queríamos preguntarle.

Jacinta asintió, la mirada encendida de súbito.

– Mi niña -murmuró y pareció que se nos iba a echar a llorar allí mismo.

– La misma. Se acuerda, ¿eh? Nosotros somos amigos de Julián. Julián Carax. El de los cuentos de miedo, se acuerda también, ¿verdad?

Los ojos de la anciana brillaban, como si las palabras y el tacto en la piel le devolviesen a la vida por momentos.

– El padre Fernando, del colegio de San Gabriel, nos dijo que quería usted mucho a Penélope. Él también la quiere a usted mucho y se acuerda todos los días de usted, ¿sabe? Si no viene más a menudo es porque el nuevo obispo, que es un trepa, lo fríe con un cupo de misas que lo tienen afónico.

– ¿Ya come usted bien? -preguntó de súbito la anciana, inquieta.

– Trago como una lima, Jacinta, lo que ocurre es que tengo un metabolismo muy masculino y lo quemo todo. Pero aquí donde me ve, debajo de esta ropa es todo puro músculo. Toque, toque. Como Charles Atlas, pero más velludo.

Jacinta asintió, más tranquila. Sólo tenía ojos para Fermín. A mí me había olvidado completamente.

– ¿Qué puede decirnos de Penélope y de Julián?

– Me la quitaron entre todos -dijo-. A mi niña.

Me adelanté para decir algo, pero Fermín me lanzó una mirada que decía: cállate.

– ¿Quién le quitó a Penélope, Jacinta? ¿Se acuerda usted?

– El señor -dijo alzando los ojos con temor, como si temiera que alguien pudiera oírnos.

Fermín pareció calibrar el énfasis del gesto de la anciana y siguió su mirada hacia las alturas, cotejando posibilidades.

– ¿Se refiere usted a Dios todopoderoso, emperador de los cielos, o más bien al señor padre de la señorita Penélope, don Ricardo?

– ¿Cómo está Fernando? -preguntó la anciana.

– ¿El cura? Como una rosa. El día menos pensado le hacen papa y la instala a usted en la Capilla Sixtina. Le manda muchos recuerdos.

– Él es el único que viene a verme, ¿sabe? Viene porque sabe que no tengo a nadie más.

Fermín me lanzó una mirada de soslayo, como si estuviese pensando lo mismo que yo. Jacinta Coronado estaba bastante más cuerda de lo que su apariencia sugería. El cuerpo se apagaba, pero la mente y el alma seguían consumiéndose en aquel pozo de miseria. Me pregunté cuántos más como ella, y como el viejecillo licencioso que nos había indicado dónde encontrarla, habría atrapados allí.

– Viene porque la quiere a usted mucho, Jacinta. Porque se acuerda de lo bien cuidado y alimentado que lo tenía de chaval, que nos lo ha contado todo. ¿Se acuerda usted, Jacinta? ¿Se acuerda de entonces, de cuando iba a recoger a Jorge al colegio, de Fernando y de Julián? Julián…

Su voz era un susurro arrastrado, pero la sonrisa la traicionaba.

– ¿Se acuerda usted de Julián Carax, Jacinta?

– Me acuerdo del día que Penélope me dijo que se iba a casar con él…

Fermín y yo nos miramos, atónitos.

– ¿A casar? ¿Cuándo fue eso, Jacinta?

– El día que le vio por primera vez. Tenía trece años y no sabía ni quién era ni cómo se llamaba.

– ¿Cómo sabía entonces que se iba a casar con él?

– Porque lo había visto. En sueños.

 

De niña, María Jacinta Coronado estaba convencida de que el mundo se acababa a las afueras de Toledo y de que más allá de los confines de la ciudad no había sino tinieblas y océanos de fuego. Jacinta había sacado aquella idea de un sueño que tuvo durante una fiebre que casi había acabado con ella a los cuatro años. Los sueños empezaron con aquella fiebre misteriosa, de la que algunos culpaban a la picadura de un enorme alacrán rojo que un día apareció en la casa y al que nunca se volvió a ver, y otros a los malos oficios de una monja loca que se infiltraba por las noches en las casas para envenenar a los niños y que años más tarde moriría en el garrote vil, declamando el padrenuestro al revés y con los ojos salidos de las órbitas al tiempo que una nube roja se extendía sobre la ciudad y descargaba una tormenta de escarabajos muertos. En sus sueños, Jacinta veía el pasado, el futuro y, a veces, vislumbraba secretos y misterios de las viejas calles de Toledo. Uno de los personajes habituales que veía en sus sueños era Zacarías, un ángel que vestía siempre de negro y que iba acompañado de un gato oscuro de ojos amarillos cuyo aliento olía a azufre. Zacarías lo sabía todo: le había vaticinado el día y la hora en que iba a morir su tío Benancio, el mercachifle de ungüentos y aguas benditas. Le había desvelado el lugar en que su madre, beata de pro, escondía un pliego de cartas de un ardoroso estudiante de medicina de pocos recursos económicos pero sólidos conocimientos de anatomía en cuya alcoba en el callejón de Santa María había descubierto las puertas del paraíso por adelantado. Le había anunciado que había algo malo clavado en su vientre, un espíritu muerto que la quería mal, y que sólo conocería el amor de un hombre, un amor vacío y egoísta que le rompería el alma en dos. Le había augurado que vería perecer en vida todo aquello que amaba y que antes de llegar al cielo visitaría el infierno. El día de su primera menstruación, Zacarías y su gato sulfúrico desaparecieron de sus sueños, pero años más tarde Jacinta habría de recordar las visitas del ángel de negro con lágrimas en los ojos, pues todas sus profecías se habían cumplido.

Así, cuando los médicos diagnosticaron que nunca podría tener hijos, Jacinta no se sorprendió. Tampoco se sorprendió, aunque casi se murió de pena, cuando su esposo de tres años le anunció que la abandonaba por otra porque ella era como un campo yermo y baldío que no daba fruto, porque no era mujer. En ausencia de Zacarías (a quien tomaba por emisario de los cielos, pues de negro o no, era un ángel luminoso -y el hombre más guapo que había visto o soñado jamás-), la Jacinta hablaba con Dios a solas, en los rincones, sin verle y sin esperar que él se molestase en contestar porque había mucha pena en el mundo y lo suyo al fin y al cabo eran pequeñeces. Todos sus monólogos con Dios versaban sobre el mismo tema: sólo deseaba una cosa en la vida, ser madre, ser mujer.

Un día de tantos, rezando en la catedral, se le acercó un hombre a quien reconoció como Zacarías. Vestía como siempre y sostenía su gato malicioso en el regazo. No había envejecido un solo día y seguía luciendo aquellas uñas magníficas, de duquesa, largas y afiladas. El ángel le confesó que acudía él porque Dios no pensaba contestar a sus plegarias. Zacarías le dijo que no se preocupase porque, de un modo u otro, él le enviaría una criatura. Se inclinó sobre ella, susurró la palabra Tibidabo, y la besó en los labios muy tiernamente. Al contacto de aquellos labios finos, de caramelo, la Jacinta tuvo una visión: tendría una niña sin necesidad de conocer varón (lo cual, a juzgar por la experiencia de tres años de alcoba con el esposo que insistía en hacer sus cosas sobre ella mientras le tapaba la cabeza con una almohada y le murmuraba «no mires, guarra», le supuso un alivio). Esa niña vendría a ella en una ciudad muy lejana, atrapada entre una luna de montañas y un mar de luz, una ciudad forjada de edificios que sólo podían existir en sueños. Luego Jacinta no supo decir si la visita de Zacarías había sido otro de sus sueños o si realmente el ángel había acudido a ella en la catedral de Toledo, con su gato y sus uñas escarlata recién manicuradas. De lo que no dudó un instante fue de la veracidad de aquellas predicciones. Aquella misma tarde consultó con el diácono de la parroquia, que era un hombre leído y que había visto mundo (se decía que había llegado hasta Andorra y que chapurreaba el vascuence). El diácono, que alegó desconocer al ángel Zacarías de entre las legiones aladas del cielo, escuchó con atención la visión de la Jacinta y, tras mucho sopesar el tema, y ateniéndose a la descripción de una suerte de catedral que, en palabras de la vidente, parecía una gran peineta hecha de chocolate fundido, el sabio le dijo: «Jacinta, eso que has visto tú es Barcelona, la gran hechicera, y el templo expiatorio de la Sagrada Familia…» Dos semanas más tarde, armada de un fardo, un misal y su primera sonrisa en cinco años, Jacinta partía rumbo a Barcelona, convencida de que todo lo que le había descrito el ángel se haría realidad.

Pasarían meses de arduas vicisitudes antes de que Jacinta encontrase empleo fijo en uno de los almacenes de Aldaya e hijos, junto a los pabellones de la vieja Exposición Universal de la Ciudadela. La Barcelona de sus sueños se había transformado en una ciudad hostil y tenebrosa, de palacios cerrados y fábricas que soplaban aliento de niebla que envenenaba la piel de carbón y azufre. Jacinta supo desde el primer día que aquella ciudad era mujer, vanidosa y cruel, y aprendió a temerla y a no mirarla nunca a los ojos. Vivía sola en una pensión del barrio de la Ribera, donde su sueldo apenas le permitía pagarse un cuarto miserable, sin ventanas ni más luz que las velas que robaba en la catedral y que dejaba encendidas toda la noche para asustar a las ratas que se habían comido las orejas y los dedos del bebé de seis meses de la Ramoneta, una prostituta que alquilaba la pieza contigua y la única amiga que había conseguido hacer en once meses en Barcelona. Aquel invierno llovió casi todos los días, lluvia negra, de hollín y arsénico. Pronto Jacinta empezó a temer que Zacarías la había engañado, que había venido a aquella ciudad terrible a morir de frío, de miseria y de olvido.

Dispuesta a sobrevivir, Jacinta acudía todos los días antes del amanecer al almacén y no salía hasta bien entrada la noche. Allí la encontraría por casualidad don Ricardo Aldaya atendiendo a la hija de uno de los capataces, que había caído enferma de consumición, y al ver el celo y la ternura que emanaba la muchacha decidió que se la llevaba a su casa para que atendiese a su esposa, que estaba encinta del que habría de ser su primogénito. Sus plegarias habían sido escuchadas. Aquella noche Jacinta vio a Zacarías de nuevo en sueños. El ángel ya no vestía de negro. Iba desnudo, y su piel estaba recubierta de escamas. Ya no le acompañaba su gato, sino una serpiente blanca enroscada en el torso. Su cabello había crecido hasta la cintura y su sonrisa, la sonrisa de caramelo que había besado en la catedral de Toledo, aparecía surcada de dientes triangulares y serrados como los que había visto en algunos peces de alta mar agitando la cola en la lonja de pescadores. Años más tarde, la muchacha describiría esta visión a un Julián Carax de dieciocho años, recordando que el día en que Jacinta iba a dejar la pensión de la Ribera para mudarse al palacete Aldaya, supo que su amiga la Ramoneta había sido asesinada a cuchilladas en el portal aquella misma noche y que su bebé había muerto de frío en brazos del cadáver. Al saberse la noticia, los inquilinos de la pensión se enzarzaron en una pelea a gritos, puñadas y arañazos para disputarse las escasas pertenencias de la muerta. Lo único que dejaron fue el que había sido su tesoro más preciado: un libro. Jacinta lo reconoció, porque muchas noches la Ramoneta le había pedido si podía leerle una o dos páginas. Ella nunca había aprendido a leer.

Cuatro meses más tarde nacía Jorge Aldaya, y aunque Jacinta le brindaría todo el cariño que la madre, una dama etérea que siempre le pareció atrapada en su propia imagen en el espejo, nunca supo o quiso darle, el aya comprendió que no era aquélla la criatura que Zacarías le había prometido. En aquellos años, Jacinta se desprendió de su juventud y se convirtió en otra mujer que tan sólo conservaba el mismo nombre y el mismo rostro. La otra Jacinta se había quedado en aquella pensión del barrio de La Ribera, tan muerta como la Ramoneta. Ahora vivía a la sombra de los lujos de los Aldaya, lejos de aquella ciudad tenebrosa que tanto había llegado a odiar y en la que no se aventuraba ni en el día que tenía libre para ella una vez al mes. Aprendió a vivir a través de otros, de aquella familia que cabalgaba en una fortuna que apenas podía llegar a comprender. Vivía esperando a aquella criatura, que sería una niña, como la ciudad, y a la que entregaría todo el amor con que Dios le había envenenado el alma. A veces Jacinta se preguntaba si aquella paz somnolienta que devoraba sus días, aquella noche de la conciencia, era lo que algunos llamaban felicidad, y quería creer que Dios, en su infinito silencio, había, a su manera, respondido a sus plegarias.


Date: 2016-01-05; view: 531


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