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Te quiere, Penélope 9 page

A éstas se nos acercó el revisor con gesto cansino, haciendo malabarismos con un palillo que paseaba y volteaba entre los dientes con destreza circense.

– Ustedes perdonen, que dicen esas señoras de ahí que si pueden utilizar un lenguaje más decoroso.

– Y una mierda -replicó Fermín, en voz alta.

El revisor se volvió a las tres damas y se encogió de hombros, dándoles a entender que había hecho cuanto podía y que no estaba dispuesto a liarse a bofetadas por una cuestión de pudor semántico.

– La gente que no tiene vida siempre se tiene que meter en la de los demás -masculló Fermín-. ¿De qué estábamos hablando?

– De mi falta de redaños.

– Efectivamente. Un caso crónico. Hágame caso. Vaya a buscar a su chica, que la vida pasa volando, especialmente la parte que vale la pena vivir. Ya ha visto lo que decía el cura. Visto y no visto.

– Pero si no es mi chica.

– Pues gánesela antes de que se la lleve otro, especialmente un soldadito de plomo.

– Habla usted como si Bea fuese un trofeo.

– No, como si fuese una bendición -corrigió Fermín-. Mire, Daniel. El destino suele estar a la vuelta de la esquina. Como si fuese un chorizo, una furcia o un vendedor de lotería: sus tres encarnaciones más socorridas. Pero lo que no hace es visitas a domicilio. Hay que ir a por él.

Dediqué el resto del trayecto a considerar esta perla filosófica mientras Fermín emprendía otra cabezadita, menester para el que tenía un talento napoleónico. Nos bajamos del autobús en la esquina de Gran Vía y paseo de Gracia bajo un cielo de ceniza que se comía la luz. Abotonándose la gabardina hasta el gaznate, Fermín anunció que partía a toda prisa rumbo a su pensión con la intención de acicalarse para su cita con la Bernarda.

– Hágase cargo de que con una presencia mayormente modesta como la mía, la toilette no baja de noventa minutos. No hay genio sin figura; ésa es la triste realidad de estos tiempos faranduleros. Vanitas pecata mundi.

Le vi alejarse por la Gran Vía, apenas un bosquejo de hombrecillo amparado en su gabardina gris que aleteaba como una bandera raída al viento. Puse rumbo a casa, donde planeaba reclutar un buen libro y esconderme del mundo. Al doblar la esquina de Puerta del Ángel y la calle Santa Ana, el corazón me dio un vuelco. Fermín, como siempre, había estado en lo cierto. El destino me aguardaba frente a la librería luciendo traje de lana gris, zapatos nuevos y medias de seda, y estudiando su reflejo en el escaparate.

– Mi padre cree que estoy en misa de doce -dijo Bea sin alzar la vista de su propia imagen.

– Como si lo estuvieses. Aquí, a menos de veinte metros, en la iglesia de Santa Ana llevan en sesión continua desde las nueve de la mañana.



Hablábamos como dos desconocidos detenidos casualmente frente a un escaparate, buscándonos la mirada en el cristal.

– No es como para hacer broma. He tenido que recoger una hoja dominical para ver de qué iba el sermón. Luego me pedirá que le haga una sinopsis detallada.

– Tu padre está en todo.

– Ha jurado partirte las piernas.

– Antes tendrá que averiguar quién soy. Y mientras yo las tenga enteras, corro mas que él.

Bea me observaba tensa, mirando por encima del hombro a los transeúntes que se deslizaban a nuestra espalda en soplos de gris y de viento.

– No sé de qué te ríes -dijo-. Lo dice en serio.

– No me río. Estoy muerto de miedo. Pero es que me alegra verte.

Una sonrisa a media asta, nerviosa, fugaz.

– A mí también -concedió Bea.

– Lo dices como si fuese una enfermedad.

– Es peor que eso. Pensaba que si volvía a verte a la luz del día, a lo mejor entraba en razón.

Me pregunté si aquello era un cumplido o una condena.

– No pueden vernos juntos, Daniel. No así, en plena calle.

– Si quieres podemos entrar en la librería. En la trastienda hay una cafetera y…

– No. No quiero que nadie me vea entrar o salir de aquí. Si alguien me ve hablar ahora contigo, siempre puedo decir que me he tropezado con el mejor amigo de mi hermano por casualidad. Si nos ven dos veces juntos, levantaremos sospechas.

Suspiré.

– ¿Y quién va a vernos? ¿A quién le importa lo que hagamos?

– La gente siempre tiene ojos para lo que no le importa, y mi padre conoce a media Barcelona.

– ¿Entonces por qué has venido hasta aquí a esperarme?

– No he venido a esperarte. He venido a misa, ¿te acuerdas? Tú mismo lo has dicho. A veinte metros de aquí…

– Me das miedo, Bea. Mientes todavía mejor que yo.

– Tú no me conoces, Daniel.

– Eso dice tu hermano.

Nuestras miradas se encontraron en el reflejo.

– Tú me enseñaste algo la otra noche que no había visto jamás -murmuró Bea-. Ahora me toca a mí.

Fruncí el ceño, intrigado. Bea abrió su bolso, extrajo una tarjeta de cartulina doblada y me la tendió.

– No eres el único que sabe misterios en Barcelona, Daniel. Tengo una sorpresa para ti. Te espero en esta dirección hoy a las cuatro. Nadie debe saber que hemos quedado allí.

– ¿Cómo sabré que he dado con el sitio correcto?

– Lo sabrás.

La miré de reojo, rogando que me estuviese tomando el pelo.

– Si no vienes, lo entenderé -dijo Bea-. Entenderé que ya no quieres verme más.

Sin concederme un instante para responder, Bea se dio la vuelta y se alejó a paso ligero hacia las Ramblas. Me quedé sosteniendo la tarjeta en la mano y la palabra en los labios, persiguiéndola con la mirada hasta que su silueta se fundió en la penumbra gris que precedía a la tormenta. Abrí la tarjeta. En el interior, en trazo azul, se leía una dirección que conocía bien.

 

Avenida del Tibidabo, 32

La tormenta no esperó al anochecer para asomar los dientes. Los primeros relámpagos me sorprendieron al poco de tomar un autobús de la línea 22. Al rodear la plaza Molina y ascender Balmes arriba, la ciudad ya se desdibujaba bajo telones de terciopelo líquido, recordándome que apenas había tomado la precaución de coger un mísero paraguas.

– Hay que tener valor -murmuró el conductor cuando solicité parada.

Pasaban ya diez minutos de las cuatro cuando el autobús me dejó en un eslabón perdido al final de la calle Balmes a merced de la tormenta. Al frente, la avenida del Tibidabo se desvanecía en un espejismo acuoso bajo cielo de plomo. Conté hasta tres y eché a correr bajo la lluvia. Minutos más tarde, empapado hasta la médula y tiritando de frío, me detuve al amparo de un portal para recuperar el aliento. Ausculté el resto del trayecto. El aliento helado de la tormenta arrastraba un velo gris que enmascaraba el contorno espectral de palacetes y caserones enterrados en la niebla. Entre ellos se alzaba el torreón oscuro y solitario del palacete Aldaya, varado entre la arboleda ondulante. Me retiré el pelo empapado que me caía sobre los ojos y eché a correr hacia allí, cruzando la avenida desierta.

La portezuela de la verja se balanceaba al viento. Más allá se abría un sendero ondulante que ascendía hasta el caserón. Me colé por la portezuela y me adentré en la finca. Entre la maleza se adivinaban pedestales de estatuas derrocadas sin piedad. Al aproximarme hacia el caserón advertí que una de las estatuas, la efigie de un ángel purificador, había sido abandonada en el interior de una fuente que coronaba el jardín. La silueta de mármol ennegrecido brillaba como un espectro bajo la lámina de agua que se desbordaba en el estanque. La mano del ángel ígneo emergía de las aguas; un dedo acusador, afilado como una bayoneta, señalaba la puerta principal de la casa. El portón de roble labrado se adivinaba entreabierto. Empujé la puerta y me aventuré unos pasos en un recibidor cavernoso, los muros fluctuando bajo la caricia de una vela.

– Creí que no vendrías -dijo Bea.

Su silueta se perfilaba en un corredor clavado en la penumbra, recortada en la claridad mortecina de una galería que se abría al fondo. Estaba sentada en una silla, contra la pared, con una vela a sus pies.

– Cierra la puerta -indicó sin levantarse-. La llave está puesta en la cerradura.

Obedecí. La cerradura crujió con un eco sepulcral. Escuché los pasos de Bea acercándose a mi espalda y sentí su roce en la ropa empapada.

– Estás temblando. ¿Es de miedo o de frío?

– Aún no lo he decidido. ¿Por qué estamos aquí?

Sonrió en la penumbra y me tomó de la mano.

– ¿No lo sabes? Creí que lo habrías adivinado…

– Ésta era la casa de los Aldaya, eso es todo lo que sé. ¿Cómo has conseguido entrar y cómo sabías…?

Ven, encenderemos un fuego para que entres en calor.

Me guió a través del corredor hasta la galería que presidía el patio interior de la casa. El salón se erguía en columnas de mármol y muros desnudos que reptaban hacia el artesonado de una techumbre caída a trozos. Se adivinaban las marcas de cuadros y espejos que tiempo atrás habían cubierto las paredes, al igual que los rastros de muebles sobre el piso de mármol. En un extremo del salón había un hogar con unos troncos dispuestos. Una pila de diarios viejos descansaba junto al atizador. El aliento de la chimenea olía a fuego reciente y a carbonilla. Bea se arrodilló frente al hogar y empezó a disponer varias hojas de periódico entre los troncos. Extrajo un fósforo y las prendió, conjurando rápidamente una corona de llamas. Las manos de Bea agitaban los maderos con habilidad y experiencia. Imaginé que me suponía muerto de curiosidad e impaciencia, pero decidí adoptar un aire flemático que dejase claro que si Bea quería jugar conmigo a los misterios llevaba las de perder. Ella se relamía en una sonrisa triunfante. Mi tembleque de manos, quizá, no ayudaba a mi representación.

– ¿Vienes mucho por aquí? -pregunté.

– Hoy es la primera vez. ¿Intrigado?

– Vagamente.

Se arrodilló frente al fuego y dispuso una manta limpia que sacó de una bolsa de lona. Olía a lavanda.

– Anda, siéntate aquí, junto al fuego, no vayas a pillar una pulmonía por mi culpa.

El calor de la hoguera me devolvió a la vida. Bea contemplaba las llamas en silencio, hechizada.

– ¿Vas a contarme el secreto? -pregunté finalmente.

Bea suspiró y se sentó en una de las sillas. Yo permanecí pegado al fuego, observando el vapor ascender de mi ropa como ánima en fuga.

– Lo que tú llamas el palacete Aldaya, en realidad tiene nombre propio. La casa se llama «El ángel de bruma», pero casi nadie lo sabe. El despacho de mi padre lleva quince años intentando vender esta propiedad sin conseguirlo. El otro día, mientras me explicabas la historia de Julián Carax y de Penélope Aldaya, no reparé en ello. Luego, por la noche en casa, até cabos y recordé que había oído hablar a mi padre de la familia Aldaya alguna vez, y de esta casa en particular. Ayer acudí al despacho de mi padre y su secretario, Casasús, me contó la historia de la casa. ¿Sabías que en realidad ésta no era su residencia oficial, sino una de sus casas de veraneo?

Negué.

– La casa principal de los Aldaya era un palacio que fue derribado en 1925 para levantar un bloque de pisos, en lo que hoy es el cruce de las calles Bruch y Mallorca, diseñado por Puig i Cadafalch por encargo del abuelo de Penélope y Jorge, Simón Aldaya, en 1896, cuando aquello no eran más que campos y acequias. El hijo mayor del patriarca Simón, don Ricardo Aldaya, la había comprado allá en los últimos años del siglo XIX a un personaje muy pintoresco por un precio irrisorio, porque la casa tenía mala fama. Casasús me dijo que estaba maldita y que ni los vendedores se atrevían a venir a enseñarla y escurrían el bulto con cualquier pretexto…

Aquella tarde, mientras entraba de nuevo en calor, Bea me refirió la historia de cómo «El ángel de bruma» había llegado a las manos de la familia Aldaya. El relato era un melodrama escabroso que bien podría haberse escapado de la pluma de Julián Carax. La casa había sido construida en 1899 por la firma de arquitectos de Naulí, Martorell i Bergadá bajo los auspicios de un próspero y extravagante financiero catalán llamado Salvador Jausá, que sólo habría de vivir en ella un año. El potentado, huérfano desde los seis años y de orígenes humildes, había amasado la mayor parte de su fortuna en Cuba y Puerto Rico. Se decía que la suya era una de las muchas manos negras tras la trama de la caída de Cuba y la guerra con Estados Unidos en que se habían perdido las últimas colonias. Del Nuevo Mundo se trajo algo más que una fortuna: le acompañaban una esposa norteamericana, damisela pálida y frágil de la buena sociedad de Filadelfia que no hablaba palabra de castellano, y una criada mulata que había estado a su servicio desde los primeros años en Cuba y que viajaba con un macaco enjaulado vestido de arlequín y siete baúles de equipaje. Por el momento se instalaron en varias habitaciones del hotel Colón en la plaza de Cataluña, a la espera de adquirir la vivienda adecuada a los gustos y apetencias de Jausá.

A nadie le cabía la menor duda de que la criada -belleza de ébano dotada de mirada y talle que según las crónicas de sociedad inducía taquicardias- era en realidad su amante y guía en placeres ilícitos e innombrables. Su calidad de bruja y hechicera se asumía por añadidura. Su nombre era Marisela, o así la llamaba Jausá, y su presencia y aires enigmáticos no tardaron en convertirse en el escándalo predilecto de las reuniones que las damas de buena cuna propiciaban para degustar melindros y matar el tiempo y los sofocos otoñales. En estas tertulias circulaban rumores sin confirmar que sugerían que la hembra africana, por inspiración directa de los infiernos, fornicaba aupada al varón, es decir, cabalgándolo cual yegua en celo, lo cual violaba por lo menos cinco o seis pecados mortales de necesidad. No faltó pues quien escribiera al obispado, solicitando una bendición especial y protección para el alma impoluta y nívea de las familias de buen nombre de Barcelona ante semejante influencia. Para más inri, Jausá tenía la desfachatez de salir a pasear con su esposa y con Marisela en su carruaje los domingos a media mañana, ofreciendo así el espectáculo babilónico de la depravación a ojos de cualquier mozalbete incorrupto que pudiere deambular por el paseo de Gracia en su camino a misa de once. Hasta los diarios se hacían eco de la mirada altiva y orgullosa de la negraza, que contemplaba al público barcelonés «como una reina de las selvas miraría a una cofradía de pigmeos».

Por aquella época, la fiebre modernista ya consumía Barcelona, pero Jausá indicó claramente a los arquitectos que había contratado para que le construyesen su nueva morada que quería algo diferente. En su diccionario, «diferente» era el mejor de los epítetos. Jausá había pasado años paseándose frente a la hilera de mansiones neogóticas que los grandes magnates de la era industrial americana se habían hecho construir en el tramo de la Quinta Avenida varado entre las calles 58 y 72, frente a la cara este del Central Park. Prendido con sus ensueños americanos, el financiero se negó a escuchar cualquier argumento en favor de construir según la moda y uso del momento, del mismo modo en que se había negado a adquirir un palco en el Liceo, como era de rigor, calificándolo de babel de sordos y colmena de indeseables. Deseaba su casa alejada de la ciudad, en el por entonces todavía relativamente desolado paraje de la avenida del Tibidabo. Quería contemplar Barcelona desde la distancia, decía. Por única compañía sólo deseaba un jardín de estatuas de ángeles que según sus instrucciones (destiladas por Marisela) debían estar ubicadas en los vértices del trazado de una estrella de siete puntas, ni una más ni una menos. Resuelto a llevar sus planes a cabo, y con las arcas rebosantes para hacerlo a su capricho, Salvador Jausá envió a sus arquitectos tres meses a Nueva York para que estudiasen las delirantes estructuras erigidas para albergar al comodoro Vandervilt, a la familia de John Jacob Astor, Andrew Carnagie y al resto de las cincuenta familias de oro. Dio instrucciones para que asimilasen el estilo y las técnicas del taller de arquitectura de Stanford, White amp; McKim y les advirtió que no se molestasen en llamar a su puerta con un proyecto al gusto de los que él denominaba «charcuteros y fabricantes de botones».

Un año más tarde, los tres arquitectos se personaron en sus suntuosas habitaciones del hotel Colón para presentarle el proyecto. Jausá, en compañía de la mulata Marisela, les escuchó en silencio y al término de la presentación preguntó cuál sería el costo de llevar a cabo la obra en seis meses. Frederic Martorell, socio líder del taller de arquitectos, carraspeó y, por decoro, anotó la cifra en un papel y se la tendió al potentado. Éste, sin pestañear, extendió en el acto un cheque por el montante total y despidió a la comitiva con un saludo ausente. Siete meses más tarde, en julio de 1900, Jausá, su esposa, y la criada Marisela se instalaban en la casa. En agosto de aquel año, las dos mujeres estarían muertas y la policía encontraría a Salvador Jausá agonizante, desnudo y esposado a la butaca de su estudio. El informe del sargento que instruyó el caso mencionaba que las paredes de toda la casa estaban ensangrentadas, que las estatuas de los ángeles que rodeaban el jardín habían sido mutiladas -sus rostros pintados al uso de máscaras tribales-, y que se habían encontrado rastros de cirios negros en los pedestales. La investigación duró ocho meses. Para entonces, Jausá había enmudecido.

Las pesquisas de la policía concluyeron lo siguiente: todo parecía indicar que Jausá y su esposa habían sido envenenados con un extracto vegetal que les había sido administrado por Marisela, en cuyos aposentos se encontraron varios frascos de la sustancia. Por alguna razón, Jausá había sobrevivido al veneno, aunque las secuelas que éste dejó fueron terribles, haciéndole perder el habla y el oído, paralizando parte de su cuerpo con tremendos dolores y condenándole a vivir el resto de sus días en una perpetua agonía. La señora de Jausá fue hallada en su habitación, tendida sobre el lecho sin más prenda que sus joyas y un brazalete de brillantes. Las suposiciones de la policía apuntaban que, cometido el crimen, Marisela se había abierto las venas con un cuchillo y había recorrido la casa esparciendo su sangre por los muros de corredores y habitaciones hasta caer muerta en su habitación del ático. El móvil, según la policía, habían sido los celos. Al parecer la esposa del potentado estaba embarazada en el momento de morir. Marisela, se decía, había dibujado una calavera sobre el vientre desnudo de la señora con cera roja caliente. El caso, como los labios de Salvador Jausá, quedó sellado para siempre unos meses más tarde. La buena sociedad de Barcelona comentaba que jamás había sucedido algo así en la historia de la ciudad, y que la purria de indianos y gentuza que venía de América estaba arruinando la sólida fibra moral del país. A puerta cerrada, muchos se alegraron de que las excentricidades de Salvador Jausá hubiesen llegado a su fin. Como siempre, se equivocaban: apenas habían empezado.

La policía y los abogados de Jausá se encargaron de cerrar el caso, pero el indiano Jausá estaba dispuesto a continuar. Fue por entonces cuando conoció a don Ricardo Aldaya, por aquella época ya un próspero industrial con fama de donjuán y temperamento leonino, que se ofreció a comprarle la propiedad con la intención de demolerla y venderla de nuevo a precio de oro, porque el valor del terreno en la zona estaba subiendo como la espuma. Jausá no accedió a vender, pero invitó a Ricardo Aldaya a visitar la casa con la intención de mostrarle lo que denominó un experimento científico y espiritual. Nadie había vuelto a entrar en la propiedad desde el término de la investigación. Lo que Aldaya presenció allí dentro le dejó helado. Jausá había perdido totalmente la razón. La sombra oscura de la sangre de Marisela seguía cubriendo las paredes. Jausá había convocado a un inventor y pionero en la curiosidad tecnológica del momento, el cinematógrafo. Su nombre era Fructuós Gelabert y había accedido a las demandas de Jausá a cambio de fondos para construir unos estudios cinematográficos en el Vallés, seguro de que durante el siglo XX las imágenes animadas iban a sustituir a la religión organizada. Al parecer, Jausá estaba convencido de que el espíritu de la negra Marisela permanecía en la casa. Él afirmaba sentir su presencia, sus voces y su olor, e incluso su tacto en la oscuridad. El servicio, al oír estas historias, había huido al galope rumbo a empleos de menos tensión nerviosa en la localidad vecina de Sarriá, donde no faltaban palacios y familias incapaces de llenar un balde de agua o remendarse los calcetines.

Jausá se quedó así solo, con su obsesión y sus espectros invisibles. Pronto decidió que la clave estaba en superar esta condición de invisibilidad. El indiano ya había te nido ocasión de ver algunos resultados de la invención del cinematógrafo en Nueva York, y compartía la opinión de la difunta Marisela de que la cámara succionaba almas, la del sujeto filmado y la del espectador. Siguiendo esta línea de razonamiento, había encargado a Fructuós Gelabert que rodase metros y metros de película en los corredores de «El ángel de bruma» en busca de signos y visiones del otro mundo. Los intentos, hasta la fecha pese al nombre de pila del técnico al mando de la operación, habían resultado infructuosos.

Todo cambió cuando Gelabert anunció que había recibido un nuevo tipo de material sensible de la factoría de Thomas Edison en Menlo Park, Nueva Jersey, que permitía filmar escenas en condiciones precarias de luz inauditas hasta el momento. Mediante un tecnicismo que nunca quedó claro, uno de los ayudantes de laboratorio de Gelabert había derramado un vino espumoso del género xarelo, proveniente del Penedés, en la cubeta de revelado y, fruto de la reacción química, extrañas formas empezaron a aparecer en la película expuesta. Ésa era la película que Jausá quería mostrar a don Ricardo Aldaya la noche en que le invitó a su caserón espectral en el número 32 de la avenida del Tibidabo.

Aldaya, al oír esto, supuso que Gelabert temía ver desaparecer los fondos económicos que le proporcionaba Jausá y había recurrido a tan bizantino ardid para mantener el interés de su patrón. Jausá, sin embargo, no tenía duda alguna acerca de la fiabilidad de los resultados. Es más, donde otros veían formas y sombras, él veía ánimas. Juraba distinguir la silueta de Marisela materializarse en un sudario, sombra que se mutaba en un lobo y caminaba erecto. Ricardo Aldaya no vio en la proyección más que rnanchurrones, sosteniendo además que tanto la película proyectada como el técnico que operaba el proyector apestaban a vino y otras bebidas espirituosas. Aun así, como buen hombre de negocios, el industrial intuyó que todo aquello podía acabar resultándole ventajoso. Un millonario loco, solo y obsesionado con la captura de ectoplasmas constituía una víctima idónea. Así pues, le dio la razón y le animó a continuar su empresa. Durante semanas, Gelabert y sus hombres rodaron kilómetros de película que habría de ser revelada en diferentes tanques con soluciones químicas de líquidos de revelado diluidos con Aromas de Montserrat, vino tinto bendecido en la parroquia del Ninot y toda suerte de cavas de la huerta tarraconense. Entre proyección y proyección, Jausá transfería poderes, firmaba autorizaciones y confería el control de sus reservas financieras a Ricardo Aldaya.

Jausá desapareció una noche de noviembre de aquel año durante una tormenta. Nadie supo qué se había hecho de él. Al parecer estaba exponiendo uno de los rollos de película especial de Gelabert cuando le sobrevino un accidente. Don Ricardo Aldaya encargó a Gelabert recuperar dicho rollo y, tras visionarlo en privado, le prendió fuego personalmente y sugirió al técnico que se olvidase del asunto con la ayuda de un cheque de generosidad indiscutible. Para entonces, Aldaya ya era titular de la mayoría de propiedades del desaparecido Jausá. Hubo quien dijo que la difunta Marisela había regresado para llevárselo a los infiernos. Otros apuntaron que un mendigo muy parecido al difunto millonario fue visto durante unos meses en los alrededores de la ciudadela hasta que un carruaje negro, de cortinajes velados, lo arrolló sin detenerse en plena luz del día. Para entonces ya era tarde: la leyenda negra del caserón, y la invasión del son montuno en los salones de baile de la ciudad, eran inamovible.

Unos meses más tarde, don Ricardo Aldaya mudó a su familia a la casa de la avenida del Tibidabo, donde a las dos semanas nacería la hija pequeña del matrimonio, Penélope. Para celebrarlo, Aldaya rebautizó la casa como «Villa Penélope». El nuevo nombre, sin embargo, nunca enganchó. La casa tenía su propio carácter y se mostraba inmune a la influencia de sus nuevos dueños. Los recientes inquilinos se quejaban de ruidos y golpes en las paredes por la noche, súbitos olores a putrefacción y corrientes de aire helado que parecían vagar por la casa como centinelas errantes. El caserón era un compendio de misterios. Tenía un doble sótano, con una suerte de cripta por estrenar en el nivel inferior y una capilla en el superior dominada por un gran Cristo en una cruz policromada al que los criados encontraban un inquietante parecido con Rasputín, personaje muy popular en la época. Los libros de la biblioteca aparecían constantemente reordenados, o vueltos del revés. Había una habitación en el tercer piso, un dormitorio que no se usaba debido a inexplicables manchas de humedad que brotaban de las paredes y parecían formar rostros borrosos, donde las flores frescas se marchitaban en apenas minutos y siempre se escuchaban moscas revolotear, aunque era imposible verlas.


Date: 2016-01-05; view: 577


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