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Te quiere, Penélope 8 page

Javier procuraba pasar el mínimo tiempo posible en la casa y agradecía las tareas que le imponía su padre, por duras que fuesen. Cualquier excusa era buena para estar solo, para escapar a su mundo secreto a tallar sus figuras de madera. Cuando los alumnos del colegio le veían de lejos, algunos se reían o le tiraban piedras. Un día Julián sintió tanta lástima al ver cómo una pedrada le abría la frente y lo derribaba sobre los escombros, que decidió acudir en su auxilio y ofrecerle su amistad. Al principio, Javier pensó que Julián venía a rematarle mientras los demás se partían a carcajadas.

– Mi nombre es Julián -dijo, ofreciendo su mano-. Mis amigos y yo íbamos a jugar unas partidas de ajedrez en el pinar y me preguntaba si te apetecería unirte a nosotros.

– No sé jugar al ajedrez.

– Yo, hasta hace dos semanas, tampoco. Pero Miquel es un buen profesor…

El muchacho miraba con recelo, esperando la burla, el ataque escondido en cualquier momento.

– No sé si tus amigos querrán que esté con vosotros…

– Ha sido idea suya. ¿Qué me dices?

A partir de aquel día, Javier se les unía a veces al término de las tareas que le habían sido asignadas. Solía permanecer callado, escuchando y observando a los demás. Aldaya le tenía cierto temor. Fernando, que había vivido en carne propia el desprecio de los demás a consecuencia de su origen humilde, se desvivía en amabilidades con el enigmático muchacho. Miquel Moliner, que le enseñaba los rudimentos del ajedrez y lo observaba con ojo clínico, era el que estaba menos convencido de todos.

– Ése está chiflado. Caza gatos y palomas y los martiriza durante horas con su cuchillo. Luego los entierra en el pinar. ¡Qué delicia!

– ¿Quién dice eso?

– Él mismo me lo contaba el otro día mientras yo le explicaba el salto del caballo. También me contaba que a veces su madre se le mete en la cama por la noche y lo manosea.

– Te estaría tomando el pelo.

– Lo dudo. Ese chaval no está bien de la cabeza, Julián, y probablemente no es culpa suya.

Julián hacía un esfuerzo por ignorar las advertencias y profecías de Miquel, pero lo cierto era que le estaba resultando difícil entablar una relación amistosa con el hijo del conserje. Yvonne, en especial, no veía a Julián, ni a Fernando Ramos, con buenos ojos. De toda la tropa de señoritos, ellos eran los únicos que no tenían un duro. Se decía que el padre de Julián era un humilde tendero y que su madre no había llegado más que a maestra de música. «Esa gente no tiene dinero ni clase ni elegancia, mi cielo -aleccionaba su madre-, el que te conviene es Aldaya, que es de familia muy bien.» «Sí, madre -respondía él-, lo que usted diga.» Con el tiempo, Javier pareció empezar a confiar en sus nuevos amigos. Despegaba ocasionalmente los labios, y estaba tallando un juego de piezas de ajedrez para Miquel Moliner, en agradecimiento a sus lecciones. Un buen día, cuando nadie lo esperaba o lo creía posible, descubrieron que Javier sabía sonreír y que tenía una risa bonita y blanca, risa de niño.



– ¿Ves? Es un muchacho normal y corriente -argumentaba Julián.

Miquel Moliner, sin embargo, no las tenía todas consigo y observaba al extraño muchacho con celo, y recelo, casi científico.

– Javier está obsesionado contigo, Julián -le dijo un día-. Todo lo hace por ganar tu aprobación.

– ¡Qué tontería! Ya tiene un padre y una madre para eso; yo sólo soy un amigo.

– Un inconsciente es lo que eres tú. Su padre es un pobre hombre que trabajo tiene con encontrarse las nalgas a la hora de hacer aguas mayores, y doña Yvonne es una harpía con cerebro de pulga que se pasa el día haciéndose la encontradiza en paños menores convencida de que es doña María Guerrero, o algo peor que prefiero no mentar. El chaval, como es natural, busca un sustituto y tú, ángel salvador, caes del cielo y le das la mano. San Julián de la Fuente, patrón de los desheredados.

– Ese doctor Freud te está pudriendo la mollera, Miquel. Todos necesitamos tener amigos. Incluso tú.

– Ese muchacho no tiene ni tendrá nunca amigos. Tiene alma de araña. Y si no, tiempo al tiempo. Me pregunto qué es lo que sueña…

Poco sospechaba Miquel Moliner que los sueños de Francisco Javier eran más parecidos a los de su amigo Julián de lo que él hubiera creído posible. En una ocasión, meses antes de que Julián ingresara en el colegio, el hijo del conserje estaba recogiendo la hojarasca en el patio de las fuentes cuando llegó el fastuoso automóvil de don Ricardo Aldaya. Aquella tarde, el industrial traía compañía. Le escoltaba una aparición, un ángel de luz enfundado de seda que parecía levitar sobre el suelo. El ángel, que no era sino su hija Penélope, descendió del Mercedes y anduvo hasta la fuente, aleteando su sombrilla y deteniéndose a batir las aguas del estanque con la mano. Como siempre, su aya Jacinta la seguía solícita, atenta al mínimo gesto de la muchacha. Poco hubiera importado que la escoltase un ejército de sirvientes: Javier sólo tenía ojos para la muchacha. Temió que si parpadeaba, la visión se esfumaría. Permaneció allí paralizado, espiando el espejismo sin aliento. Poco después, como si ella hubiese intuido su presencia y su mirada furtiva, Penélope alzó la vista hacia él. La belleza de aquel rostro se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció entrever un amago de sonrisa en sus labios. Aterrado, Javier corrió a ocultarse en lo alto de la torre de las cisternas junto al palomar del ático del colegio, su escondite predilecto. Las manos le temblaban todavía cuando cogió sus útiles de tallar y empezó a trabajar en una nueva pieza que quería asemejarse al rostro que acababa de vislumbrar. Cuando regresó a la vivienda del conserje aquella noche, horas más tarde de lo habitual, su madre le esperaba, medio desnuda y furiosa. El muchacho bajó los ojos temiendo que, si su madre leía su mirada, vería en ella a la muchacha del estanque y sabría lo que había estado pensando.

– ¿Y tú dónde te metes, mocoso de mierda

– Perdóneme usted, madre. Me perdí.

– Tú estás perdido desde el día que naciste.

Años más tarde, cada vez que introducía su revólver en la boca de un prisionero y apretaba el gatillo, el inspector jefe Francisco Javier Fumero habría de evocar el día en que vio el cráneo de su madre estallar como una sandía madura en las inmediaciones de un merendero de Las Planas y no sintió nada, apenas el tedio de las cosas muertas. La Guardia Civil, alertada por el encargado del establecimiento, que había oído el disparo, encontró al muchacho sentado en una roca sosteniendo la escopeta en su regazo, todavía tibia. Contemplaba impávido el cuerpo decapitado de María Craponcia, alias Yvonne, cubierto de insectos. Al ver aproximarse a los guardias se limitó a encogerse de hombros, el rostro salpicado de gotas de sangre como si se lo estuviese comiendo la viruela. Siguiendo los sollozos, los guardias encontraron a Ramón el Unicojonio acurrucado junto a un árbol a treinta metros de allí, entre la maleza. Temblaba como un niño y fue incapaz de hacerse entender. El teniente de la Guardia Civil, tras mucho cavilar, dictaminó que el suceso había sido un trágico accidente y así lo hizo constar en el atestado, que no en su conciencia. Al preguntarle al muchacho si podían hacer algo por él, Francisco Javier Fumero preguntó si podía conservar aquella vieja escopeta, porque de mayor quería ser soldado…

 

– ¿Se encuentra usted bien, señor Romero de Torres?

La súbita aparición de Fumero en el relato del padre Fernando Ramos me había dejado helado, pero el efecto sobre Fermín había sido fulminante. Amarilleaba y le temblaban las manos.

– Es una bajada de tensión -improvisó Fermín con un hilo de voz-. Este clima catalán a las gentes del sur a veces nos mortifica.

– ¿Puedo ofrecerle un vaso de agua? -preguntó el sacerdote, consternado.

– Si su ilustrísima no tiene inconveniente. Y quizá una chocolatina, por aquello de la glucosa…

El sacerdote le escanció un vaso de agua, que Fermín apuró ávidamente.

– Todo lo que tengo son caramelos de eucalipto. ¿Le sirven?

– Dios se lo pague.

Fermín engulló un puñado de caramelos y, al rato, pareció recuperar cierta palidez.

– ¿Este muchacho, el hijo del conserje que perdió heroicamente el escroto defendiendo las colonias, está usted seguro de que se llamaba Fumero, Francisco Javier Fumero?

– Sí. Completamente. ¿Acaso le conocen ustedes?

– No -entonamos los dos en polifonía.

El padre Fernando frunció el ceño.

– No sería de extrañar. Francisco Javier ha acabado siendo un personaje tristemente célebre.

– No estamos seguros de comprenderle…

– Me entienden ustedes de maravilla. Francisco Javier Fumero es inspector jefe de la Brigada Criminal de Barcelona y su reputación es sobradamente conocida incluso por los que no salimos de este recinto. Y usted al oír su nombre ha encogido varios centímetros, diría yo.

– Ahora que lo menciona vuecencia, el nombre tiene una cierta musiquilla familiar…

El padre Fernando nos miró de reojo.

– Este muchacho no es hijo de Julián Carax. ¿Me equivoco?

– Hijo espiritual, eminencia, que moralmente tiene mas peso.

– ¿En qué clase de embrollo están ustedes metidos? ¿Quién les envía?

Tuve entonces la certeza de que estábamos a punto de salir despedidos a puntapiés del despacho del sacerdote y opté por silenciar a Fermín y, por una vez, jugar la carta de la honestidad.

– Tiene usted razón, padre. Julián Carax no es mi padre. Pero no nos envía nadie. Hace años tropecé por casualidad con un libro de Carax, un libro que se creía desaparecido, y desde entonces he intentado averiguar más sobre él y esclarecer las circunstancias de su muerte. El señor Romero de Torres me ha prestado su ayuda…

– ¿Qué libro?

– La Sombra del Viento. ¿Lo ha leído usted?

– He leído todas las novelas de Julián.

– ¿Las conserva usted?

El sacerdote negó.

– ¿Puedo preguntarle qué hizo con ellas?

– Años atrás alguien entró en mi habitación y les prendió fuego.

– ¿Sospecha usted de alguien?

– Por supuesto. De Fumero. ¿No es por eso por lo que están ustedes aquí?

Fermín y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.

– ¿El inspector Fumero? ¿Por qué habría él de querer quemar esos libros?

– ¿Quién si no? Durante el último año que pasamos juntos en el colegio, Francisco Javier intentó matar a Julián con la escopeta de su padre. Si Miquel no le hubiese detenido…

– ¿Por qué intentó matarle? Julián había sido su único amigo.

– Francisco Javier estaba obsesionado con Penélope Aldaya. Nadie lo sabía. No creo que ni la misma Penélope hubiera reparado en la existencia del muchacho. Mantuvo el secreto durante años. Al parecer seguía a Julián sin que él lo supiera. Creo que un día le vio besarla. No lo sé. Lo que sé es que intentó matarle a plena luz del día. Miquel Moliner, que nunca se había fiado de Fumero, se abalanzó sobre él y le detuvo en el último momento. El agujero del balazo aún se puede ver junto a la entrada. Cada vez que paso me acuerdo de aquel día.

– ¿Qué pasó con Fumero?

– Él y su familia fueron expulsados del recinto. Creo que a Francisco Javier le metieron durante una temporada en un internado. No supimos de él hasta un par de años más tarde, cuando su madre murió en un accidente de caza. No hubo tal accidente. Miquel había tenido razón desde el principio. Francisco Javier Fumero es un asesino.

– Si yo le contara… -musitó Fermín.

– Pues no estaría de más que me contasen ustedes algo, algo verídico, para variar.

– Le podemos decir que Fumero no fue quien quemó sus libros.

– ¿Quién fue entonces?

– Con toda seguridad fue un hombre con el rostro desfigurado por el fuego que se hace llamar Laín Coubert.

– ¿No es ése…?

Asentí.

– El nombre de un personaje de Carax. El diablo.

El padre Fernando se reclinó en su butaca, casi tan perdido como nosotros.

– Lo que parece cada vez más claro es que Penélope Aldaya es el centro de todo este asunto, y es de ella de quien menos sabemos -apuntó Fermín.

– No creo que yo pueda ayudarles ahí. Apenas la vi, de lejos, un par o tres de veces. Cuanto sé de ella es lo que me contó Julián, que no era mucho. La única persona a quien oí mencionar el nombre de Penélope alguna vez fue a Jacinta Coronado.

– ¿Jacinta Coronado?

– El aya de Penélope. Había criado a Jorge y a Penélope. Los quería con locura, especialmente a Penélope. A veces venía al colegio a recoger a Jorge, porque a don Ricardo Aldaya no le gustaba que sus hijos pasaran un segundo sin la vigilancia de alguien de la casa. Jacinta era un ángel. Había oído decir que yo, como Julián, éramos muchachos de recursos modestos y siempre nos traía algo de merendar porque creía que pasábamos hambre. Yo le decía que mi padre era el cocinero, que no se preocupase que de comer no me faltaba. Pero ella insistía. Yo la esperaba a veces y hablaba con ella. Era la mujer más buena que jamás he conocido. No tenía hijos, ni novio conocido. Estaba sola en el mundo y había dado la vida por criar a los hijos de los Aldaya. Adoraba a Penélope con toda su alma. Aún habla de ella…

– ¿Está usted todavía en contacto con Jacinta?

– La visito a veces en el asilo de Santa Lucía. Ella no tiene a nadie. El Señor, por razones que nos están veladas al entendimiento, no siempre nos premia en vida. Jacinta es una mujer muy mayor ya y sigue tan sola como siempre lo estuvo.

Fermín y yo intercambiamos una mirada.

– ¿Y Penélope? ¿No la ha visitado nunca?

La mirada del padre Fernando era un pozo de negrura.

– Nadie sabe qué se hizo de Penélope. Esa muchacha era la vida de Jacinta. Cuando los Aldaya se marcharon a América y ella la perdió, lo perdió todo.

– ¿Por qué no se la llevaron con ella? ¿Marchó Penélope también a la Argentina, con el resto de los Aldaya? -pregunté.

El sacerdote se encogió de hombros.

– No lo sé. Nadie volvió a ver a Penélope o a oír hablar de ella después de 1919.

– El año que Carax marchó a París -observó Fermín.

– Tienen que prometerme ustedes que no van a molestar a esa pobre anciana para desenterrar recuerdos dolorosos.

– ¿Por quién nos toma el mosén? -preguntó Fermín, airado.

Sospechando que no nos iba a sacar nada más, el padre Fernando nos hizo jurarle que le mantendríamos informado de lo que averiguásemos. Fermín, para tranquilizarlo, se empeñó en jurar sobre un Nuevo Testamento que yacía en el escritorio del sacerdote.

– Deje los Evangelios tranquilos. Me basta con su palabra.

– No deja pasar usted una, ¿eh, padre? ¡Qué fiera!

– Venga, les acompaño hasta la salida.

Nos guió a través del jardín hasta la verja de lanzas y se detuvo a una distancia prudencial de la salida, contemplando la calle que serpenteaba de bajada hacia el mundo real, como si temiera evaporarse si se aventuraba unos pasos más allá. Me pregunté cuándo habría sido la última vez que el padre Fernando había abandonado el recinto del colegio de San Gabriel.

– Lo sentí mucho cuando supe que Julián había fallecido -dijo con voz queda-. Pese a todo lo que pasó luego y a que nos distanciamos con el tiempo, fuimos buenos amigos: Miquel, Aldaya, Julián y yo. Incluso Fumero. Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos. No he vuelto a tener amigos como aquéllos, y no creo que los vuelva a tener. Espero que encuentre usted lo que busca, Daniel.

Era casi media mañana cuando llegamos al paseo de la Bonanova, cada uno retirado a sus propios pensamientos. No me cabía duda de que los de Fermín se concentraban en la siniestra aparición del inspector Fumero en el asunto. Le miré de reojo y advertí su semblante apesadumbrado, carcomido de inquietud. Un velo de nubes oscuras se extendía como sangre derramada y destilaba astillas de luz del color de la hojarasca.

– Si no nos damos prisa, nos va a pillar una buena -dije.

– Todavía no. Esas nubes tienen cara de noche, de magulladura. Son de las que esperan.

– No me diga que también entiende usted de nubes.

– Vivir en la calle le enseña a uno más de lo que desearía saber. Sólo de pensar en lo de Fumero me ha dado un hambre horrorosa. ¿Qué me dice si nos acercamos al bar de la plaza de Sarriá y nos marcamos dos bocadillos de tortilla con muchísima cebolla?

Pusimos rumbo hacia la plaza, donde una horda de abuelillos coqueteaba el palomar local, reduciendo la vida a un juego de migajas y de espera. Nos procuramos una mesa junto a la puerta del bar, donde Fermín procedió a dar buena cuenta de los dos bocadillos, el suyo y el mío, una caña de cerveza, dos chocolatinas y un trifásico de ron. De postre se tomó un Sugus. En la mesa contigua, un hombre observaba a Fermín de refilón por encima del periódico, probablemente pensando lo mismo que yo.

– No sé dónde mete usted todo eso, Fermín.

– En mi familia siempre hemos sido de metabolismo acelerado. Mi hermana Jesusa, que en gloria esté, era capaz de merendarse una tortilla de morcilla y ajos tiernos de seis huevos a media tarde y luego lucirse como un cosaco en la cena. Le llamaban la Higadillos, porque sufría de halitosis. Pobrecilla. Era igualita que yo, ¿sabe? Con este mismo careto y este cuerpo serrano, más bien magro de carnes. Un doctor de Cáceres le dijo una vez a mi madre que los Romero de Torres éramos el eslabón perdido entre el hombre y el pez martillo, porque el noventa por ciento de nuestro organismo es cartílago, mayormente concentrado en la nariz y en el pabellón auditivo. A la Jesusa la confundían mucho conmigo en el pueblo, porque a la pobre nunca llegó a salirle pecho y empezó a afeitarse antes que yo. Murió de tisis a los veintidós años, virgen terminal y enamorada en secreto de un cura santurrón que cuando se la cruzaba por la calle siempre le decía: «Hola, Fermín, estás ya hecho todo un hombrecito.» Ironías de la vida.

– ¿Les echa de menos?

– ¿A la familia?

Fermín se encogió de hombros, varado en una sonrisa nostálgica.

– ¿Qué sé yo? Pocas cosas engañan más que los recuerdos. Vea usted al cura… ¿Y usted? ¿Echa de menos a su madre?

Bajé la mirada.

– Mucho.

– ¿Sabe de lo que más me acuerdo de la mía? -preguntó Fermín-. De su olor. Siempre olía a limpio, a pan dulce. Tanto daba si había pasado el día trabajando en los campos o llevaba encima los mismos harapos de toda la semana. Ella siempre olía a todo lo bueno que hay en este mundo. Y mire que era bruta. Maldecía como un carretero, pero olía como las princesas de los cuentos. O al menos eso me parecía a mí. ¿Y usted? ¿Qué es lo que más recuerda de su madre, Daniel?

Dudé un instante, arañando las palabras que me rehuían la voz.

– Nada. No puedo recordar a mi madre hace ya años. Ni cómo era su cara, o su voz, o su olor. Se me perdieron el día que descubrí a Julián Carax y no han vuelto.

Fermín me observaba con cautela, midiendo su respuesta.

– ¿No tiene usted un retrato de ella?

– Nunca he querido mirarlos -dije.

– ¿Por qué no?

Nunca le había contado esto a nadie, ni siquiera a mi padre o a Tomás.

– Porque me da miedo. Me da miedo buscar un retrato de mi madre y descubrir en ella a una extraña. Le parecerá a usted una tontería.

Fermín negó.

– ¿Y por eso piensa usted que si consigue desentrañar el misterio de Julián Carax y rescatarle del olvido, el rostro de su madre volverá a usted?

Le miré en silencio. No había ironía ni juicio en su mirada. Por un instante, Fermín Romero de Torres me pareció el hombre más lúcido y sabio del universo.

– Quizá -dije, sin pensar.

Al filo del mediodía abordamos un autobús de vuelta al centro. Nos sentamos al frente, justo detrás del conductor, circunstancia que Fermín aprovechó para entablar un debate con él acerca de los muchos avances, técnicos y cosméticos, que advertía en el transporte público de superficie en relación a la última vez que lo había utilizado, allá por 1940, particularmente en lo referente a señalización, como demostraba un cartel que rezaba: «Se prohibe escupir y la palabra soez.» Fermín examinó el cartel de reojo y optó por rendirle pleitesía conjurando con enjundia un sonoro gargajo, lo que bastó para granjearnos las miradas sulfúricas de un trío de beatorras que viajaban en comando en la parte de atrás pertrechadas de sendas copias del misal.

– Salvaje -musitó la beata del flanco este, que guardaba un asombroso parecido con el retrato oficial del general Yagüe.

– Ahí van -dijo Fermín-. Tres santas tiene mi España. Santa Sofoco, santa Puretas y santa Remilgos. Entre todos hemos convertido este país en un chiste.

– Diga que sí -convino el conductor-. Con Azaña estábamos mejor. Y el tráfico no digamos. Asco da.

Un hombre sentado en la parte de atrás se rió, disfrutando del intercambio de pareceres. Le reconocí como el mismo que había estado sentado junto a nosotros en el bar. Su expresión parecía insinuar que estaba de parte de Fermín y que deseaba verle ensañarse con las beatas. Crucé con él la mirada brevemente. Me sonrió cordialmente y regresó a su periódico con desinterés. Al llegar a la calle Ganduxer advertí que Fermín se había recogido en un ovillo bajo su gabardina y estaba pegando una cabezadita con la boca abierta y el rostro bendito. El autobús se deslizaba por el señorío almidonado del paseo de San Gervasio cuando Fermín despertó de repente.

– He estado soñando con el padre Fernando -me dijo-. Sólo que en mi sueño iba vestido de delantero centro del Real Madrid y tenía la copa de la liga a su vera, reluciente como los chorros del oro.

– ¿Y eso? -pregunté.

– Si Freud está en lo cierto, eso significa que tal vez el cura nos haya colado un gol.

– A mí me pareció un hombre honesto.

– La verdad es que sí. Quizá demasiado para su propio bien. A los curas con madera de santo los acaban enviando a todos a misiones, a ver si se los comen los mosquitos o las pirañas.

– Ya será menos.

– Bendita inocencia la suya, Daniel. Se cree usted hasta lo del ratoncito dientes. Y si no, de muestra un botón: el embrollo ese de Miquel Moliner que le endilgó Nuria Monfort. Me parece que esa fámula le colocó a usted más trolas que la página editorial de L'Observatore Romano. Ahora resulta que está casada con un amigo de la infancia de Aldaya y Carax, mire usted por dónde. Y encima tenemos la historia de Jacinta, el aya buena, que tal vez sea verídica pero suena demasiado a último acto de don Alejandro Casona. Por no mencionar la aparición estelar de Fumero en el papel de matarife.

– ¿Cree usted entonces que el padre Fernando nos mintió?

– No. Convengo con usted en que parece honrado, pero el uniforme pesa mucho y lo mismo se guardó alguna novena en la media, por así decirlo. Yo creo que si nos mintió fue por omisión y decoro, no por mala leche o malicia. Además no le veo capaz de inventarse un embrollo así. Si supiera mentir mejor, no estaría dando clases de álgebra y latín; andaría ya en el obispado, con un despacho de cardenal y melindros tiernos para el café.

– ¿Qué sugiere usted que hagamos entonces? -Tarde o temprano vamos a tener que desenterrar a la momia de la abuelilla angelical y sacudirla de los tobillos, a ver qué cae. De momento voy a tirar de algunos hilos, a ver qué averiguo de este tal Miquel Moliner. Y no estaría de mas echarle un ojo encima a esa Nuria Monfort, que me parece que está resultando ser lo que mi difunta madre denominaba una lagarta.

– Se equivoca usted con ella -aduje.

– A usted le enseñan un par de tetas bien puestas y cree que ha visto a santa Teresa de Jesús, lo cual a su edad tiene disculpa que no remedio. Déjemela a mí, Daniel, que la fragancia del eterno femenino ya no me emboba como a usted. A mis años, el riego sanguíneo a la cabeza adquiere preferencia al destinado a las partes blandas.

– Menudo fue a hablar.

Fermín extrajo su monedero y procedió a contar el montante.

– Lleva usted ahí una fortuna -dije-. ¿Todo eso ha sobrado del cambio de esta mañana?

– Parte. El resto es legítimo. Es que hoy llevo a mi Bernarda por ahí. Yo a esa mujer no le puedo negar nada. Si hace falta, asalto el Banco de España para darle todos los caprichos. ¿Y usted qué planes tiene para el resto del día?

– Nada en especial.

– ¿Y la nena esa, qué?

– ¿Qué nena?

– La moños. ¿Qué nena va a ser? La hermana de Aguilar.

– No sé.

– Saber sabe; lo que no tiene, hablando en plata, es cojones para coger el toro por los cuernos.


Date: 2016-01-05; view: 480


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