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Te quiere, Penélope 6 page

– ¿Quién es? ¿Un empleado del abogado Requejo? -pregunté.

– Hasta ahí no pude llegar, pero lo dudo. O mucho me equivoco o el tal Requejo existe en el mismo plano que la virgen de Fátima. Sólo le puedo decir el nombre de la persona que recoge la correspondencia: Nuria Monfort.

Me quedé blanco.

– ¿Nuria Monfort? ¿Está usted seguro de eso, Fermín? Yo mismo vi algunos de esos recibos. En todos constaba el nombre y el número de la cédula de identidad. Deduzco por la cara de vómito que se le ha puesto que esta revelación le sorprende.

– Bastante.

– ¿Puedo preguntar quién es la tal Nuria Monfort? El empleado con el que hablé me dijo que la recordaba perfectamente porque acudió hace un par de semanas a retirar la correspondencia y, en su opinión imparcial, estaba más buena que la Venus de Milo y más firme de pecho. Y yo me fío de su evaluación porque antes de la guerra era catedrático de estética, pero como era primo lejano de Largo Caballero, claro, ahora lame pólizas de peseta…

– Hoy mismo estuve con esa mujer, en su casa -murmuré.

Fermín me observó, atónito.

– ¿Con Nuria Monfort? Empiezo a pensar que me he equivocado con usted, Daniel. Está usted hecho un auténtico calavera.

– No es lo que usted piensa, Fermín.

– Pues usted se lo pierde. Yo a su edad hacía como El Molino, pase de mañana, tarde y noche.

Observé a aquel hombrecillo enjuto y huesudo, todo nariz y tez amarillenta, y me di cuenta de que se estaba convirtiendo en mi mejor amigo.

– ¿Puedo contarle algo, Fermín? Algo que me viene rondando la cabeza desde hace ya tiempo.

– Claro que sí. Lo que sea. Especialmente si es escabroso y concierne a la fámula esa.

Por segunda vez aquella noche procedí a relatar para Fermín la historia de Julián Carax y el enigma de su muerte. Fermín escuchaba con suma atención, tomando notas en un cuaderno e interrumpiéndome ocasionalmente para preguntarme algún detalle cuya relevancia se me escapaba. Escuchándome a mí mismo, se me hacían cada vez mas evidentes las lagunas que había en aquella historia. En más de una ocasión me quedé en blanco, mis pensamientos extraviados en tratar de discernir por qué motivo me habría mentido Nuria Monfort. ¿Qué significado tenía el hecho de que ella hubiese estado recogiendo durante años la correspondencia dirigida a un despacho de abogados inexistente que supuestamente se hacía cargo del piso de la familia Fortuny-Carax en la ronda de San Antonio? No me di cuenta de que estaba formulando mis dudas en voz alta.

– No podemos saber todavía por qué le mintió esa mujer -dijo Fermín-. Pero podemos aventurarnos a suponer que si lo hizo a ese respecto, pudo haberlo hecho, y probablemente lo hizo, respecto a otros tantos.



Suspiré, perdido.

– ¿Qué sugiere usted, Fermín?

Fermín Romero de Torres suspiró con ademán de alta filosofía.

– Le diré lo que podemos hacer. Este domingo, si a usted le parece, nos dejamos caer como aquel que no quiere la cosa por el colegio de San Gabriel y hacemos alguna averiguación sobre los orígenes de la amistad entre ese Carax y el otro chavalín, el ricachón…

– Aldaya.

– Yo con los curas tengo muchísima mano, ya verá, aunque sea por esta pinta de cartujo golfo que tengo. Cuatro lisonjas y me los meto en el bolsillo.

– ¿Quiere decir?

– ¡Hombre! Le garantizo a usted que éstos van a cantar como la Escolanía de Montserrat.

Pasé el sábado en trance, anclado tras el mostrador de la librería con la esperanza de ver a Bea aparecer por la puerta como por ensalmo. Cada vez que sonaba el teléfono me lanzaba a la carrera para contestar, arrebatando el auricular a mi padre o a Fermín. A media tarde, después de una veintena de llamadas de clientes y sin noticias de Bea, empecé a aceptar que el mundo y mi miserable existencia llegaban a su fin. Mi padre había salido a valorar una colección en San Gervasio y Fermín aprovechó la coyuntura para colocarme otra de sus lecciones magistrales en los entresijos de las intrigas amatorias.

– Serénese o va a criar una piedra en el hígado -aconsejó Fermín-. Esto del cortejo es como el tango: absurdo y pura floritura. Pero usted es el hombre y le toca llevar la iniciativa.

Aquello empezaba a adquirir un cariz funesto.

– ¿La iniciativa? ¿Yo?

– ¿Qué quiere? Algún precio tenía que tener el poder mear de pie.

– Pero si Bea me dio a en tender que ya me diría ella algo.

– Qué poco entiende usted de mujeres, Daniel. Me juego el aguinaldo a que esa pollita está ahora en su casa mirando lánguidamente por la ventana en plan Dama de las Camelias, esperando que llegue usted a rescatarla del cafre de su señor padre para arrastrarla en una espiral incontenible de lujuria y pecado.

– ¿Está seguro?

– Ciencia pura.

– ¿Y si ha decidido que ya no quiere verme más?

– Mire, Daniel. Las mujeres, con notables excepciones como su vecina la Merceditas, son más inteligentes que nosotros, o cuando menos más sinceras consigo mismas sobre lo que quieren o no. Otra cosa es que se lo digan a uno o al mundo. Se enfrenta usted al enigma de la naturaleza, Daniel. La fémina, babel y laberinto. Si la deja usted pensar, está perdido. Recuerde: corazón caliente, mente fría. El código del seductor.

Estaba Fermín por detallarme las particularidades y tecnicismos del arte de la seducción cuando sonó la campanilla de la puerta y vimos entrar a mi amigo Tomás Aguilar. El corazón me dio un vuelco. La providencia me negaba a Bea pero me enviaba a su hermano. Funesto heraldo, pensé. Tomás traía el rostro sombrío y un aire de cierto desaliento.

– Menudo aire funerario nos trae usted, don Tomás -comentó Fermín-. Nos aceptará un cafetito al menos, ¿verdad?

– No le diré que no -dijo Tomás, con la reserva habitual.

Fermín procedió a servirle una taza del mejunje que guardaba en su termo y que desprendía un sospechoso aroma jerezano.

– ¿Algún problema? -pregunté.

Tomás se encogió de hombros.

– Nada nuevo. Mi padre hoy tiene el día y he preferido salir a airearme un rato.

Tragué saliva.

– ¿Y eso?

– Ve a saber. Anoche mi hermana Bea llegó a las tantas. Mi padre la estaba esperando despierto y algo tocado, como siempre. Ella se negó a decir de dónde venía ni con quién había estado y mi padre se puso hecho una furia. Estuvo hasta las cuatro de la mañana chillando, tratándola de zorra para arriba y jurándole que la iba a meter a monja y que si volvía preñada la iba a echar a patadas a la puta calle.

Fermín me lanzó una mirada de alarma. Sentí que las gotas de sudor que me corrían por la espalda descendían varios grados de temperatura.

– Esta mañana -continuó Tomás-, Bea se ha encerrado en su cuarto y no ha salido en todo el día. Mi padre se ha plantado en el comedor a leer el ABC y a escuchar zarzuelas en la radio a todo volumen. En el entreacto de Luisa Fernanda he tenido que salir porque me volvía loco.

– Bueno, seguramente su hermana estaría con el novio, ¿no? -pinchó Fermín-. Es lo natural.

Le lancé un puntapié tras el mostrador, que Fermín dribló con agilidad felina.

– Su novio está haciendo la mili -precisó Tomás-. No viene de permiso hasta dentro de un par de semanas. Y además, cuando sale con él está en casa a las ocho, como muy tarde.

– ¿Y no tiene usted idea de dónde estuvo ni con quién?

– Ya le ha dicho que no, Fermín -intervine yo, ansioso por cambiar de tema.

– ¿Y su padre tampoco? -insistió Fermín, que se lo estaba pasando en grande.

– No. Pero ha jurado averiguarlo y partirle las piernas y la cara en cuanto sepa quién es.

Me quedé lívido. Fermín me sirvió una taza de su brebaje sin preguntar. La apuré de un trago. Sabía a gasoil tibio. Tomás me observaba en silencio, la mirada impenetrable y oscura.

– ¿Lo han oído ustedes? -dijo de pronto Fermín-. Así como un redoble de salto mortal.

– No.

– Las tripas de un servidor. Miren, de pronto me ha entrado un hambre… ¿les importa si les dejo solos un rato y me acerco al horno a ver si pillo algún bollo? Eso sin mencionar a esa dependienta nueva recién llegada de Reus que está para mojar pan y lo que se tercie. Se llama María Virtudes, pero tiene un vicio la niña… Así les dejo que hablen de sus cosas, ¿eh?

En diez segundos Fermín había desaparecido por ensalmo, rumbo a su merienda y a su encuentro con la nínfula. Tomás y yo nos quedamos a solas rodeados de un silencio que prometía más solidez que el franco suizo.

– Tomás -empecé, con la boca seca-. Ayer por la noche tu hermana estuvo conmigo.

Me contempló sin apenas pestañear. Tragué saliva.

– Di algo -dije.

– Tú estás mal de la cabeza.

Pasó un minuto de murmullos en la calle. Tomás sostenía su café, intacto.

– ¿Vas en serio? -preguntó.

– Sólo la he visto una vez.

– Eso no es respuesta.

– ¿Te importaría?

Se encogió de hombros.

– Tú sabrás lo que haces. ¿Dejarías de verla sólo porque yo te lo pidiese?

– Sí -mentí-. Pero no me lo pidas.

Tomás bajó la cabeza.

– Tú no conoces a Bea -murmuró.

Me callé. Dejamos pasar varios minutos sin mediar palabra, mirando las figuras grises oteando desde el escaparate, rogando que alguna se animase a entrar y a rescatarnos de aquel silencio envenenado. Al cabo de un rato, Tomás abandonó la taza sobre el mostrador y se dirigió hacia la puerta.

– ¿Te vas ya?

Asintió.

– ¿Nos vemos mañana un rato? -dije-. Podríamos ir al cine, con Fermín, como antes.

Se detuvo junto a la salida.

– Sólo te lo diré una vez, Daniel. No le hagas daño a mi hermana.

Al salir se cruzó con Fermín, que venía cargado con una bolsa de pastas humeantes. Fermín lo contempló perderse en la noche, sacudiendo la cabeza. Dejó las pastas sobre el mostrador y me ofreció una ensaimada recién hecha. Decliné el ofrecimiento. No hubiera sido capaz de tragar ni una aspirina.

– Ya se le pasará, Daniel. Ya lo verá. Estas cosas, entre amigos, son normales.

– No lo sé -murmuré.

Nos encontramos a las siete y media de la mañana del domingo en el café Canaletas, donde Fermín me invitó a café con leche y unos brioches cuya textura, incluso untados de mantequilla, albergaba cierta similitud con la de la piedra pómez. Nos atendió un camarero que lucía un emblema de la Falange en la solapa y un bigote cortado a lápiz. No paraba de canturrear y, al preguntarle por la causa de su excelente humor, nos explicó que había sido padre el día anterior. Cuando le felicitamos insistió en regalarnos una Faria a cada uno para que nos la fumásemos durante el día a la salud de su primogénito. Dijimos que así lo haríamos. Fermín lo miraba de reojo, con el ceño fruncido, y sospeché que tramaba algo.

Durante el desayuno, Fermín dio por inaugurada la jornada detectivesca con un esbozo general del enigma.

– Todo empieza con la amistad sincera entre dos muchachos, Julián Carax y Jorge Aldaya, compañeros de clase desde la infancia, como don Tomás y usted. Durante años todo va bien. Amigos inseparables con toda una vida por delante. Sin embargo, en algún momento se produce un conflicto que rompe esa amistad. Por parafrasear a los dramaturgos de salón, el conflicto tiene nombre de mujer y se llama Penélope. Muy homérico. ¿Me sigue?

Lo único que me vino a la mente fueron las últimas palabras de Tomás Aguilar la noche anterior, en la librería: «No le hagas daño a mi hermana.» Sentí náuseas.

– En 1919, Julián Carax parte rumbo a París cual vulgar Odiseo -continuó Fermín-. La carta firmada por Penélope, que él nunca llega a recibir, establece que para entonces la joven está recluida en su propia casa, prisionera de su familia por motivos poco claros, y que la amistad entre Aldaya y Carax ha fenecido. Es más, por lo que nos cuenta Penélope, su hermano Jorge ha jurado que si vuelve a ver a su viejo amigo Julián, lo matará. Palabras mayores para el fin de una amistad. No hace falta ser Pasteur para inferir que el conflicto es consecuencia directa de la relación entre Penélope y Carax.

Un sudor frío me cubría la frente. Sentí que el café con leche y los cuatro bocados que había engullido me ascendían por la garganta.

– Con todo, hemos de suponer que Carax nunca llega a saber lo acontecido a Penélope, porque la carta no llega a sus manos. Su vida se pierde en las nieblas de París, donde desarrollará una existencia fantasmal entre su empleo de pianista en un establecimiento de variedades y una desastrosa carrera como novelista de ningún éxito. Estos años en París son un misterio. Todo lo que queda de ellos es una obra literaria olvidada y virtualmente desaparecida. Sabemos que en algún momento decide contraer matrimonio con una enigmática y acaudalada dama que le dobla en edad. La naturaleza de tal matrimonio, si hemos de atenernos a los testimonios, parece más bien un acto de caridad o amistad por parte de una dama enferma que un lance romántico. A todas luces, la mecenas, temiendo por el futuro económico de su protegido, opta por dejarle su fortuna y despedirse de este mundo con un revolcón a mayor gloria del protectorado de las artes. Los parisinos son así.

– Quizá fuera un amor genuino -apunté, con un hilo de voz.

– ¿Oiga, Daniel, está usted bien? Se ha puesto blanquísimo y está sudando a mares.

– Estoy perfectamente -mentí.

– A lo que iba. El amor es como el embutido: hay lomo embuchado y hay mortadela. Todo tiene su lugar y función. Carax había declarado que no se sentía digno de amor alguno y, de hecho, no sabemos de ningún romance registrado durante sus años en París. Claro que trabajando en una casa de citas, quizá los ardores primarios del instinto quedaban cubiertos vía la confraternización entre empleados de la empresa, como si se tratase de un bono o, nunca mejor dicho, el lote de Navidad. Pero este es pura especulación: Volvamos al momento en que se anuncia el matrimonio entre Carax y su protectora. Es entonces cuando vuelve a aparecer Jorge Aldaya en el mapa de este turbio asunto. Sabemos que contacta con el editor de Carax en Barcelona a fin de averiguar el paradero del novelista. Poco tiempo después, la mañana del día de su boda, Julián Carax se bate en un duelo con un desconocido en el cementerio de Pere Lachaise y desaparece. La boda jamás tiene lugar. A partir de ahí, todo se confunde.

Fermín dejó caer una pausa dramática, dirigiéndome su mirada de alta intriga.

– Supuestamente, Carax cruza la frontera y, demostrando una vez más su proverbial sentido de la oportunidad, regresa a Barcelona en 1936, justo en pleno estallido de la guerra civil. Sus actividades y paradero en Barcelona durante esas semanas son confusos. Suponemos que permanece durante un mes en la ciudad y que durante ese tiempo no contacta con ninguno de sus conocidos. Ni con su padre ni con su amiga Nuria Monfort. Es encontrado muerto poco más tarde en las calles, asesinado de un tiro. No tarda en hacer su aparición un funesto personaje que se hace llamar Laín Coubert, nombre que toma prestado de un personaje de la última novela del propio Carax, que para más inri no es sino el príncipe de los infiernos. El supuesto diablillo se declara dispuesto a borrar del mapa lo poco que queda de Carax y destruir sus libros para siempre. Para acabar de redondear el melodrama, aparece como un hombre sin rostro, desfigurado por el fuego. Un villano escapado de una opereta gótica en quien, para confundir más las cosas, Nuria Monfort cree reconocer la voz de Jorge Aldaya.

– Le recuerdo que Nuria Monfort me mintió -dije.

– Cierto, pero si bien Nuria Monfort le mintió es posible que lo hiciera más por omisión y quizá por desvincularse de los hechos. Hay pocas razones para decir la verdad, pero para mentir el número es infinito. ¿Oiga, seguro que se encuentra bien? Tiene un color de cara como de tetilla gallega.

Negué y salí a escape rumbo al servicio.

Devolví el desayuno, la cena y buena parte de la ira que llevaba encima. Me lavé la cara con el agua helada de la pica y contemplé mi reflejo en el espejo nublado sobre el que alguien había garabateado con un lápiz de cera la leyenda «Girón cabrito». Al volver a la mesa comprobé que Fermín estaba en la barra, pagando la cuenta y discutiendo de fútbol con el camarero que nos había atendido.

– ¿Mejor? -preguntó.

Asentí.

– Eso es una bajada de presión -dijo Fermín-. Tenga un Sugus, que lo cura todo.

Al salir del café, Fermín insistió en que tomásemos un taxi hasta el colegio de San Gabriel y dejásemos el metro para otro día, argumentando que hacía una mañana de mural conmemorativo y que los túneles eran para las ratas.

– Un taxi hasta Sarriá costará una fortuna -objeté.

– Invita el montepío de cretinos -atajó Fermín-, que aquí el patriota me ha dado mal el cambio y hemos hecho negocio. Y usted no está como para viajar bajo tierra.

Pertrechados así de fondos ilícitos, nos apostamos en una esquina al pie de la Rambla de Cataluña y esperamos la llegada de un taxi. Tuvimos que dejar pasar unos cuantos, porque Fermín declaró que para una vez que subía en automóvil quería por lo menos un Studebaker. Nos llevó un cuarto de hora dar con un vehículo de su agrado, que Fermín procedió a parar con grandes aspavientos.

Fermín insistió en viajar en el asiento de delante, lo que le dio ocasión de enzarzarse en una discusión con el conductor en torno al oro de Moscú y a Josef Stalin, que era su ídolo y guía espiritual en la distancia.

– Ha habido tres grandes figuras en este siglo: Dolores Ibárruri, Manolete y José Stalin -proclamó el taxista, dispuesto a obsequiarnos con una detallada hagiografía del ilustre camarada.

Yo viajaba cómodamente en el asiento de atrás, ajeno a la perorata, con la ventana abierta y disfrutando del aire fresco. Fermín, encantado de pasearse en Studebaker, le daba cuerda al conductor, puntuando de vez en cuando la entrañable semblanza del líder soviético que glosaba el taxista con cuestiones de dudoso interés historiográfico.

– Pues tengo entendido que padece muchísimo de la próstata desde que se tragó un hueso de níspero y que ahora sólo consigue orinar si le tararean La Internacional -dejó caer Fermín.

– Propaganda fascista -aclaró el taxista, más devoto que nunca-. El camarada mea como un toro. Ya quisiera para sí el Volga tamaño caudal.

El debate de alta política nos acompañó a través de toda la travesía por la Vía Augusta rumbo a la parte alta de la ciudad. Clareaba el día y una brisa fresca vestía el cielo de azul ardiente. Al llegar a la calle Ganduxer, el conductor torció a la derecha e iniciamos el lento ascenso hacia el paseo de la Bonanova.

El colegio de San Gabriel se alzaba en el centro de una arboleda a lo alto de una calle angosta y serpenteante que ascendía desde la Bonanova. La fachada, salpicada de ventanales en forma de puñal, recortaba los perfiles de un palacio gótico de ladrillo rojo, suspendido en arcos y torreones que asomaban sobre las copas de un platanar en aristas catedralicias. Despedimos al taxi y nos adentramos en un frondoso jardín sembrado de fuentes de las que emergían querubines enmohecidos y trenzado con senderos de piedra que reptaban entre los árboles. De camino a la entrada principal, Fermín me puso en antecedentes sobre la institución con una de sus habituales lecciones magistrales de historia social.

– Aunque ahora le parezca a usted el mausoleo de Rasputín, el colegio de San Gabriel fue en su día una de las más prestigiosas y exclusivas instituciones de Barcelona. En tiempos de la República vino a menos porque los nuevos ricos de entonces, los nuevos industriales y banqueros a cuyos vástagos les habían negado plaza durante años porque sus apellidos olían a nuevo, decidieron crear sus propias escuelas donde se les tratase con reverencia y donde ellos pudiesen negar plaza a los hijos de otros. El dinero es como cualquier otro virus: una vez pudre el alma del que lo alberga, parte en busca de sangre fresca. En este mundo, un apellido dura menos que una peladilla. En sus buenos tiempos, digamos que entre 1880 y 1930 más o menos, el colegio de San Gabriel acogía a la crema de los niñatos de rancia alcurnia y bolsa sonante. Los Aldaya y compañía acudían a este siniestro lugar en régimen de internado a confraternizar con sus semejantes, a oír misa y a aprender historia para así poder repetirla ad náuseam.

– Pero Julián Carax no era precisamente uno de ellos -observé.

– Bueno, a veces estas egregias instituciones ofrecen una o dos becas para los hijos del jardinero o de un limpiabotas y así mostrar su grandeza de espíritu y generosidad cristiana -ofreció Fermín-. El modo más eficaz de hacer inofensivos a los pobres es enseñarles a querer imitar a los ricos. Ése es el veneno con que el capitalismo ciega a…

– Ahora no se enrolle con la doctrina social, Fermín que si le oye uno de estos curas, nos van a echar a patadas -corté, advirtiendo que un par de sacerdotes nos observaban con una mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de la escalinata que ascendía al portón del colegio y preguntándome si habrían oído algo de nuestra conversación.

Uno de ellos se adelantó exhibiendo una sonrisa cortés y las manos cruzadas sobre el pecho con gesto obispal. Debía de rondar la cincuentena y su delgadez y una cabellera rala le conferían un aire de ave rapaz. Calzaba una mirada penetrante y desprendía un aroma a colonia fresca y a naftalina.

– Buenos días. Soy el padre Fernando Ramos -anunció-. ¿En qué puedo servirles?

Fermín ofreció su mano, que el sacerdote estudió brevemente antes de estrechar, siempre escudado tras su sonrisa glacial.

– Fermín Romero de Torres, asesor bibliográfico de Sempere e hijos, gustosísimo de saludar a su devotísima excelencia. Aquí a mi vera obra mi colaborador a la par que amigo, Daniel, joven de porvenir y reconocida calidad cristiana.

El padre Fernando nos observó sin pestañear. Quise que me tragase la tierra.

– El gusto es mío, señor Romero de Torres -replicó cordialmente-. ¿Puedo preguntarles qué trae a tan formidable dúo a esta nuestra humilde institución?

Decidí intervenir antes de que Fermín le soltase al sacerdote otra barbaridad y tuviéramos que salir por piernas.

– Padre Fernando, estamos tratando de localizar a dos antiguos alumnos del colegio de San Gabriel: Jorge Aldaya y Julián Carax.

El padre Fernando apretó los labios y enarcó una ceja.

– Julián murió hace más de quince años y Aldaya marchó a la Argentina -dijo secamente.

– ¿Les conocía usted? -preguntó Fermín.

La mirada afilada del sacerdote se detuvo en cada uno de nosotros antes de responder.

– Fuimos compañeros de clase. ¿Puedo preguntar cuál es su interés en el asunto?

Andaba yo pensando cómo contestar aquella pregunta cuando se me adelantó Fermín.

– Acontece que ha llegado a nuestro poder una serie de artículos que pertenecen o pertenecieron, pues la jurisprudencia a este particular es confusa, a los dos mentados.

– ¿Y cuál es la naturaleza de dichos artículos, si no es mucho preguntar?

– Ruego a vuesa merced acepte nuestro silencio, pues vive Dios que abundan en la materia motivos de conciencia y secretismo que nada tienen que ver con la supina confianza que su excelentísima y la orden a la que con tanta gallardía y piedad representa nos merecen -largó Fermín a toda velocidad.

El padre Fernando le observaba al borde del pasmo. Opté por retomar de nuevo la conversación antes de que Fermín recobrase el aliento.

– Los artículos a los que hace referencia el señor Romero de Torres son de índole familiar, recuerdos y objetos de valor puramente sentimental. Lo que quisiéramos pedirle, padre, si ello no es gran molestia, es que nos hable de lo que recuerda de Julián y de Aldaya en sus tiempos de estudiantes.

El padre Fernando nos observaba todavía con recelo. Se me hizo obvio que no le bastaban las explicaciones que le habíamos dado para justificar nuestro interés y granjearnos su colaboración. Lancé una mirada de socorro a Fermín, rogando que diese con alguna argucia con que ganarnos al cura.

– ¿Sabe que se parece usted un poco a Julián, de joven? -preguntó de repente el padre Fernando.

A Fermín se le encendió la mirada. Ahí viene, pensé. Nos lo jugamos todo a esta carta.

– Es usted un lince, reverencia -proclamó Fermín fingiendo asombro-. Su perspicacia nos ha desenmascarado sin misericordia. Llegará usted lo menos a cardenal o a papa.

– ¿De qué está usted hablando?

– ¿No es obvio y patente, ilustrísima?

– La verdad, no.

– ¿Contamos con su secreto de confesión?

– Esto es un jardín, no un confesonario.

– Nos basta con su discreción eclesiástica.

– La tienen.

Fermín suspiró profundamente y me miró con aire melancólico.

– Daniel, no podemos seguir mintiendo a este santo soldado de Cristo.

– Claro que no… -corroboré, totalmente perdido.

Fermín se aproximó al sacerdote y le murmuró en tono confidencial:

– Pater, tenemos motivos de solidez pétrea para sospechar que aquí nuestro amigo Daniel no es sino un hijo secreto del difunto Julián Carax. De ahí nuestro interés en reconstruir su pasado y recobrar la memoria de un prócer ausente que la parca quiso arrancar del lado de un pobre chiquillo.


Date: 2016-01-05; view: 517


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