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Te quiere, Penélope 3 page

Imaginé a un Julián Carax con mis años sosteniendo aquella imagen en sus manos, tal vez a la sombra del mismo árbol que me amparaba a mí. Casi me parecía verle, sonriente, seguro de sí, contemplando un futuro tan amplio y luminoso como aquella avenida, y por un instante pensé que no había más fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida, y que aquella luz que me sonreía era de prestado y sólo valía mientras la pudiera sostener con la mirada, segundo a segundo.

Al regresar a casa comprobé que Fermín o mi padre ya habían abierto la librería. Subí un momento al piso a tomar un bocado rápido. Mi padre me había dejado tostadas, mermelada y un termo de café en la mesa del comedor. Di buena cuenta de todo ello y volví a bajaren menos de diez minutos. Entré a la librería por la puerta de la trastienda que daba al vestíbulo del edificio y acudí a mi armario. Me coloqué el delantal que solía utilizar en la tienda para proteger la ropa del polvo de cajas y estanterías. En el fondo del armario conservaba una caja de latón que todavía olía a galletas de Camprodón. Allí guardaba todo tipo de cachivaches inútiles pero de los que era incapaz de desprenderme: relojes y estilográficas dañadas sin remedio, monedas viejas, piezas de miniaturas, canicas, casquillos de bala que había encontrado en el parque del Laberinto y postales viejas de la Barcelona de principio de siglo. Entre toda aquella morralla flotaba todavía el viejo pedazo de diario donde Isaac Monfort me había anotado la dirección de su hija Nuria la noche que acudí al Cementerio de los Libros Olvidados para ocultar La Sombra del Viento. Lo estudié en la luz polvorienta que caía entre estantes y cajas apiladas. Cerré el estuche y me guardé la dirección en el monedero. Me asomé a la tienda, decidido a ocupar la mente y las manos en la tarea más banal que se pusiera a tiro.

– Buenos días -anuncié.

Fermín clasificaba el contenido de varias cajas que habían llegado de un coleccionista de Salamanca, y mi padre se las veía y deseaba para descifrar un catálogo alemán de apócrifa luterana que tenía nombre de embutido fino.

– Y mejores tardes nos dé Dios -canturreó Fermín, en velada alusión a mi cita con Bea.

No le di el gusto de responder y decidí encarar el inevitable trago mensual de poner al día el libro de la contabilidad, cotejando recibos y hojas de envío, cobros y pagos. Meciendo nuestra serena monotonía estaba la radio, que nos obsequiaba con una selección de momentos escogidos en la carrera de Antonio Machín, muy en boga por entonces. A mi padre los ritmos caribeños le soliviantaban un tanto los nervios, pero los toleraba porque a Fermín le recordaban su añorada Cuba. La escena se repetía cada semana: mi padre hacía oídos sordos y Fermín se abandonaba en un vago meneo al compás del danzón, puntuando los interludios comerciales con anécdotas de sus aventuras en La Habana. La puerta de la tienda estaba abierta y entraba un aroma dulce a pan fresco y a café que invitaba al optimismo. Al cabo de un rato nuestra vecina la Merceditas, que venía de hacer la compra en el mercado de la Boquería, se detuvo frente al escaparate y se asomó por la puerta.



– Buenas, señor Sempere -canturreó.

Mi padre le sonrió, sonrojado. A mí me daba la impresión de que la Merceditas le gustaba, pero su ética de cartujo le confería un silencio inquebrantable. Fermín la miraba de refilón, relamiéndose y siguiendo el suave balanceo de caderas como si acabase de entrar un brazo de gitano por la puerta. La Merceditas abrió una bolsa de papel y nos obsequió con tres manzanas relucientes. Me imaginé que aún le rondaba por la cabeza la idea de trabajar en la librería y hacía pocos esfuerzos por ocultar la antipatía que parecía inspirarle Fermín, el usurpador.

– Mire qué majas. Las he visto y me he dicho: éstas para los señores Sempere -dijo con tono melindroso-. Que yo sé que a ustedes los intelectuales las manzanas les gustan, como a Isaac Peral.

– Isaac Newton, capullito de alelí -precisó Fermín, solícito.

La Merceditas le lanzó una mirada asesina.

– Ya salió el listo. Pues agradezca usted que le haya traído también una, y no un pomelo que es lo que merece.

– Pero mujer, si para mí la ofrenda que sus manos núbiles me hacen de ésta, la fruta del pecado original, me inflama el cañamazo de…

– Fermín, haga el favor -atajó mi padre.

– Sí, señor Sempere -acató Fermín, batiéndose en retirada.

Estaba la Merceditas por replicarle a Fermín cuando se oyó un revuelo. Nos quedamos todos en silencio, expectantes. En la calle se alzaban voces de indignación y se desataba una algarabía de murmuraciones. La Merceditas se asomó a la puerta, prudente. Vimos pasar a varios comerciantes azorados, negando por lo bajo. No tardó en presentarse don Anacleto Olmo, vecino del inmueble y portavoz oficioso de la Real Academia de la Lengua en la escalera. Don Anacleto era catedrático de instituto, licenciado en Literatura Española y Humanidades varias, y compartía el segundo primera con siete gatos. En los ratos que le dejaba libre la docencia hacía doblete como redactor de textos de contraportada para una editorial de prestigio y, se rumoreaba, componía versos de erótica crepuscular que publicaba con el seudónimo de Rodolfo Pitón. En el trato personal, don Anacleto era un hombre afable y encantador, pero en público se sentía obligado a representar el papel de rapsoda y afectaba unos hablares que le habían granjeado el mote del Gongorino.

Aquella mañana, el catedrático traía el rostro púrpura de congoja, y casi le temblaban las manos con que sostenía su bastón de marfil. Le miramos los cuatro, intrigados.

– Don Anacleto, ¿qué pasa? -preguntó mi padre.

– Franco ha muerto, diga que sí -apuntó Fermín, esperanzado.

– Usted calle, animal -cortó la Merceditas-. Y deje hablar al señor doctor.

Don Anacleto respiró hondo y, recuperando la compostura, pasó a referirnos el parte de acontecimientos con su acostumbrada majestuosidad.

– Amigos, la vida es drama y hasta las más nobles criaturas del señor saborean las hieles de un destino caprichoso y contumaz. Ayer noche, de madrugada, mientras la ciudad dormía ese sueño tan merecido de los pueblos laboriosos, don Federico Flaviá i Pujades, estimado vecino que tanto ha contribuido al enriquecimiento y solaz de esta barriada en su rol de relojero desde su establecimiento sito a apenas tres puertas de ésta, su librería, fue arrestado por las fuerzas de seguridad del Estado.

Sentí que se me caía el alma a los pies.

– Jesús, María y José -apostilló la Merceditas.

Fermín resopló, decepcionado, pues a la vista estaba que el jefe del Estado seguía gozando de excelente salud. Don Anacleto, ya embalado, tomó aire y se dispuso a continuar.

– Al parecer, y a fe del relato fidedigno que me ha sido revelado por fuentes próximas a la Dirección General de Policía, dos condecorados miembros de la Brigada Criminal de incógnito sorprendieron a don Federico poco después de la medianoche de ayer ataviado de mujerona y entonando cuplés de letra picante en el escenario de un tugurio de la calle Escudillers, para mayor beneficio de una audiencia presuntamente compuesta por débiles mentales. Estas criaturas olvidadas de Dios, fugadas la misma tarde del Cotolengo de una orden religiosa, se habían bajado los pantalones en el frenesí del espectáculo y bailoteaban sin decoro dando palmas con la umbría enhiesta y los morros babeantes.

La Merceditas se santiguó, sobrecogida por el giro escabroso que adquirían los hechos.

– Las madres de algunos de los pobres inocentes, al ser informadas del latrocinio, presentaron denuncia por escándalo público y atentado a la moral más elemental. La prensa, ave rapaz que medra en la desgracia y el oprobio, no tardó en olfatear la carnaza y, merced a las argucias de un soplón profesional, no habían transcurrido ni cuarenta minutos de la llegada a la escena de los dos miembros de la autoridad cuando se personó en dicho local Kiko Calabuig, reportero as del diario El Caso, más conocido como remenamerda, dispuesto a cubrir los hechos que fueren menester para que su crónica negra llegase antes del cierre de la edición de hoy donde, huelga decirlo, se califica con chabacanería amarillista el espectáculo habido en el local de dantesco y escalofriante en titulares del cuerpo veinticuatro.

– No puede ser -dijo mi padre-. Pero si parecía que don Federico hubiera escarmentado.

Don Anacleto asintió con vehemencia pastoral.

– Sí, pero no olvide el refranero, acervo y voz de nuestro sentir más hondo, que ya lo dice: la cabra tira al monte, y no sólo de bromuro vive el hombre. Y aún no han oído ustedes lo peor.

– Pues vaya al grano vuesa merced, que con tanto vuelo metafórico me están entrando ganas de hacer de vientre -protestó Fermín.

– Ni caso le haga a este animal, que a mí me gusta mucho como habla usted. Es como el No-Do, señor doctor -intercedió la Merceditas.

– Gracias, hija, pero sólo soy un humilde maestro. Pero a lo que iba, sin más dilación, preámbulo ni floritura. Al parecer el relojero, que en el momento de su detención respondía al nombre artístico de La Niña er Peine, ha sido ya detenido en similares circunstancias en un par de ocasiones que constan en los anales del acontecer criminal de los guardianes de la paz.

– Diga mejor maleantes con placa -espetó Fermín.

– Yo en política no me meto. Pero puedo decirles que, tras derribar al pobre don Federico del escenario de un botellazo certero, los dos agentes lo condujeron a la comisaría de Vía Layetana. En otra coyuntura, con suerte, la cosa no hubiera pasado de chanza y a lo mejor un par de bofetadas y/o vejaciones menores, pero se dio la funesta circunstancia de que ayer noche andaba por allí el célebre inspector Fumero.

– Fumero -murmuró Fermín, a quien la sola mención de su némesis le había causado un estremecimiento.

– El mismo. Como iba diciendo, el adalid de la seguridad ciudadana, recién llegado de una redada triunfal en un local ilegal de apuestas y carreras de cucarachas ubicado en la calle Vigatans, fue informado de lo sucedido por la angustiada madre de uno de los muchachos extraviados del Cotolengo y presunto cerebro de la fuga, Pepet Guardiola. En éstas, el notable inspector, que al parecer llevaba entre pecho y espalda doce carajillos de Soberano desde la cena, decidió tomar cartas en el asunto. Tras estudiar los agravantes en danza, Fumero se aprestó a indicar al sargento de guardia que tanta (y cito el vocábolo en su más descarnada literalidad pese a la presencia de una señorita por su valor documental en relación al suceso) mariconada merecía escarmiento y que lo que el relojero, oséase don Federico Flaviá i Pujades, soltero y natural de la localidad de Ripollet, necesitaba, por su bien y por el del alma inmortal de los mozalbetes mongoloides cuya presencia era accesoria pero determinante en el caso, era pasar la noche en el calabozo común del subsótano de la institución en compañía de una selecta pléyade de hampones. Como probablemente sabrán ustedes, dicha celda es célebre entre el elemento criminal por lo inhóspito y precario de sus condiciones sanitarias, y la inclusión de un ciudadano de a pie en la lista de huéspedes es siempre motivo de jolgorio por lo que comporta de lúdico y de novedoso a la monotonía de la vida carcelaria.

Llegado este punto, don Anacleto procedió a esbozar una breve pero entrañable semblanza del carácter de la víctima, por otro lado de todos bien conocido.

– No es necesario que les recuerde que el señor Flaviá i Pujades ha sido bendecido con una personalidad frágil y delicada, todo bondad y piedad cristiana. Si una mosca se cuela en la relojería, en vez de matarla a alpargatazos, abre la puerta y las ventanas de par en par para que al insecto, criatura del Señor, se lo lleve la corriente de vuelta al ecosistema. Don Federico, me consta, es hombre de fe, muy devoto e involucrado en las actividades de la parroquia que, sin embargo, ha tenido que convivir toda su vida con un tenebroso tirón al vicio que, en contadísimas ocasiones, le ha vencido y le ha echado a la calle disfrazado de mujeruca. Su habilidad para reparar desde relojes de pulsera hasta máquinas de coser siempre fue proverbial y su persona apreciada por todos quienes le conocimos y frecuentamos su establecimiento, incluso por aquellos que no veían con buenos ojos sus ocasionales escapadas nocturnas luciendo pelucón, peineta y vestido de lunares.

– Habla usted como si estuviese muerto -aventuró Fermín, consternado.

– Muerto no, gracias a Dios.

Suspiré, aliviado. Don Federico vivía con una madre octogenaria y totalmente sorda, conocida en el barrio como La Pepita y famosa por soltar unas ventosidades huracanadas que hacían caer aturdidos a los gorriones de su balcón.

– Poco imaginaba La Pepita que su Federico -continuó el catedrático- había pasado la noche en una celda cochambrosa, donde un orfeón de macarras y navajeros se lo habían rifado cual putón verbenero para luego, una vez ahítos de sus carnes magras, propinarle una paliza de órdago mientras el resto de presos coreaban con alegría la «maricón, maricón, come mierda mariposón».

Se apoderó de nosotros un silencio sepulcral. La Merceditas sollozaba. Fermín quiso consolarla con un tierno abrazo, pero ella se zafó de un brinco.

– Imagínense ustedes el cuadro -concluyó don Anacleto para consternación de todos.

El epílogo de la historia no mejoraba las expectativas. A media mañana, un furgón gris de jefatura había dejado tirado a don Federico a la puerta de su casa. Estaba ensangrentado, con el vestido hecho jirones, sin su peluca ni su colección de bisutería fina. Se le habían orinado encima y tenía la cara llena de magulladuras y cortes. El hijo de la panadera lo había encontrado acurrucado en el portal, llorando como un niño y temblando.

– No hay derecho, no señor -comentó la Merceditas, apostada a la puerta de la librería, lejos de las manos de Fermín-. Pobrecillo, si es más bueno que el pan y no se mete con nadie. ¿Que le gusta vestirse de faraona y salir a cantar? ¿Y qué más dará? Es que la gente es mala.

Don Anacleto callaba, con la mirada baja.

– Mala no -objetó Fermín-. Imbécil, que no es lo mismo. El mal presupone una determinación moral, intención y cierto pensamiento. El imbécil o cafre no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón y orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo bien sea por color, por creencia, por idioma, por nacionalidad o, como en el caso de don Federico, por sus hábitos de ocio. Lo que hace falta en el mundo es más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.

– No diga usted majaderías. Lo que hace falta es un poco más de caridad cristiana y menos mala leche, que parece esto un país de alimañas -atajó la Merceditas-: Mucho ir a misa, pero a nuestro señor Jesucristo aquí no le hace caso ni Dios.

– Merceditas, no mentemos a la industria del misal, que es parte del problema y no de la solución.

– Ya salió el ateo. ¿Y a usted el clero qué le ha hecho, si se puede saber?

– Venga, no se me peleen -interrumpió mi padre-. Y usted, Fermín, acérquese a lo de don Federico y vea si necesita algo, que se le vaya a la farmacia o que se le compre algo en el mercado.

– Sí, señor Sempere. Ahora mismo. A mí es que me pierde la oratoria, ya lo sabe usted.

– A usted lo que le pierde es la poca vergüenza y la irreverencia que lleva encima -apostilló la Merceditas-. Blasfemo. Que le tendrían que limpiar el alma con salfumán.

– Mire, Merceditas, porque me consta que es usted una buena persona (si bien algo estrecha de entendimiento y más ignorante que un zote), y en estos momentos se presenta una emergencia social en el barrio frente a la que hay que priorizar esfuerzos, porque si no, le iba yo a aclarar a usted un par de puntos cardinales.

– ¡Fermín! -clamó mi padre.

Fermín cerró el pico y salió a escape por la puerta. La Merceditas le observaba con reprobación.

– Ese hombre les va a meter a ustedes en un lío el día menos pensado, fíjese lo que le digo. Lo menos es anarquista, masón, y hasta judío. Con ese narizón…

– No le haga usted ni caso. Todo lo hace por llevar la contraria.

La Merceditas negó en silencio, airada.

– Bueno, les dejo ya que una está pluriempleada y le falta el tiempo. Buenos días.

Asentimos con reverencia y la vimos partir, erguida y castigando la calle a taconazos. Mi padre respiró hondo, como si quisiera inspirar la paz recuperada. Don Anacleto languidecía a su lado, el rostro blanqueado por momentos y la mirada triste y otoñal.

– Este país se ha ido a la mierda -dijo, ya descabalgando de su oratoria colosal.

– Venga, anímese, don Anacleto. Que las cosas siempre han sido así, aquí y en todas partes, lo que pasa es que hay momentos bajos y cuando tocan de cerca todo se ve más negro. Ya verá cómo don Federico remonta, que es más fuerte de lo que todos nos pensamos.

El catedrático negaba por lo bajo.

– Es como la marea, ¿sabe usted? -decía, ido-. La barbarie, digo. Se va y uno se cree a salvo, pero siempre vuelve, siempre vuelve… y nos ahoga. Yo lo veo todos los días en el instituto. Válgame Dios. Simios es lo que llegan a las aulas. Darwin era un soñador, se lo aseguro. Ni evolución ni niño muerto. Por cada uno que razona, tengo que lidiar con nueve orangutanes.

Nos limitamos a asentir dócilmente. El catedrático se despidió con un saludo y partió, cabizbajo y cinco años más viejo de lo que había entrado. Mi padre suspiró. Nos miramos brevemente, sin saber qué decir. Me pregunté si debía referirle la visita del inspector Fumero a la librería. Esto ha sido un aviso, pensaba yo. Una advertencia. Fumero había utilizado al pobre don Federico de telegrama

– ¿Te ocurre algo, Daniel? Estás blanco.

Suspiré y bajé la mirada. Procedí a relatarle el incidente con el inspector Fumero la otra noche, sus insinuaciones. Mi padre me escuchaba, tragándose la furia que le ardía en los ojos.

– Es culpa mía -dije-. Tenía que haber dicho algo…

Mi padre negó.

– No. No podías saberlo, Daniel.

– Pero…

– Ni se te ocurra pensarlo. Y a Fermín, ni una palabra. Sabe Dios cómo iba a reaccionar si supiera que ese individuo anda de nuevo tras él.

– Pero algo tendremos que hacer.

– Procurar que no se meta en líos.

Asentí, no muy convencido, y me dispuse a continuar la labor que había empezado Fermín mientras mi padre volvía a su correspondencia. Entre párrafo y párrafo, mi padre me lanzaba alguna mirada de soslayo. Fingí no darme cuenta.

– ¿Qué tal con el profesor Velázquez ayer, todo bien? -preguntó, deseoso de cambiar de tema.

– Sí. Quedó contento con los libros. Me comentó que anda buscando un libro de cartas de Franco.

– El Matamoros. Pero si es apócrifo… un chiste de Madariaga. ¿Qué le dijiste?

– Que ya estábamos en ello y le decíamos algo en dos semanas máximo.

– Bien hecho. Pondremos a Fermín en el asunto y se lo cobraremos a precio de oro.

Asentí. Seguimos con la aparente rutina. Mi padre seguía mirándome. Ahí viene, pensé.

– Ayer se pasó por aquí una chica muy simpática. ¿Dice Fermín que es la hermana de Tomás Aguilar?

– Sí.

Mi padre asintió, ponderando la casualidad con gesto de mira-tú-por-dónde. Me concedió un minuto de tregua antes de volver al ataque, esta vez con aire de acordarse de repente de algo.

– Oye, por cierto, Daniel: hoy vamos a tener un día muy ligero y digo yo que a lo mejor te apetece tomártelo para ti y tus cosas. Además, últimamente me parece que trabajas demasiado.

– Estoy bien, gracias.

– Mira que hasta estaba pensando en dejar aquí a Fermín e irme al Liceo con Barceló. Esta tarde ponen Tannhäuser y me ha invitado, porque él tiene varias butacas de platea.

Mi padre hacía como que leía la correspondencia. Era un pésimo actor.

– ¿Y a ti desde cuándo te gusta Wagner?

Se encogió de hombros.

– A caballo regalado… Además con Barceló da lo mismo la ópera que pongan, porque él se pasa toda la representación comentando la jugada y criticando el vestuario y el tempo. Me pregunta mucho por ti. A ver si vas a verle un día a la tienda.

– Un día de éstos.

– Entonces, si te parece hoy dejamos a Fermín al mando y nosotros nos vamos a divertir un rato, que ya toca. Y si necesitas algo de dinero…

– Papá, Bea no es mi novia.

– ¿Y quién habla de novias? Lo dicho. Tú mismo. Si necesitas, coge de la caja, pero deja una nota para que luego Fermín no se asuste al cerrar el día.

Dicho esto, se hizo el despistado y se perdió por la trastienda con una sonrisa de oreja a oreja. Consulté el reloj. Eran las diez y media de la mañana. Había quedado con Bea en el claustro de la universidad a las cinco y, muy a mi pesar, el día amenazaba con hacérseme más largo que Los hermanos Karamazov.

Al poco regresó Fermín del domicilio del relojero y nos informó de que un comando de vecinas había montado una guardia permanente para atender al pobre don Federico, al que el doctor le había encontrado tres costillas rotas, contusiones múltiples y un desgarro rectal de libro de texto.

– ¿Ha hecho falta comprar algo? -preguntó mi padre.

– Medicinas y ungüentos ya tenían para abrir una botica, por lo cual me he permitido llevarle unas flores, una botella de colonia Nenuco y tres frascos de Fruco de melocotón, que es el favorito de don Federico.

– Ha hecho usted bien. Ya me dirá lo que le debo -dijo mi padre-. Y a él, ¿cómo lo ha visto?

– Hecho una caquilla, para qué mentir. Sólo de verlo encogido en la cama como un ovillo, gimiendo que se quería morir, me entró un ansia asesina, fíjese usted. Me plantaba ahora mismo armado hasta el gaznate en la Brigada Criminal y me cepillaba a trabucazos a media docena de capullos, empezando por esa pústula supurante de Fumero.

– Fermín, tengamos la fiesta en paz. Le prohíbo terminantemente que haga nada.

– Lo que usted mande, señor Sempere.

– ¿Y La Pepita cómo lo lleva?

– Con una presencia de ánimo ejemplar. Las vecinas la tienen dopada a base de lingotazos de brandy y cuando yo la vi había caído inerme de un sopor en el sofá, donde roncaba como un marraco y expelía unas llufas que perforaban la tapicería.

– Genio y figura. Fermín, le voy a pedir que se quede hoy usted en la tienda, que yo me voy a pasar un rato a ver a don Federico. Luego he quedado con Barceló. Y Daniel tiene cosas que hacer.

Alcé la vista justo a tiempo para sorprender a Fermín y a mi padre intercambiando una mirada de complicidad.

– Menudo par de casamenteras -dije.

Aún se reían de mí cuando salí por la puerta echando chispas.

 

Barría las calles una brisa fría y cortante que sembraba a su paso pinceladas de vapor. Un sol acerado arrancaba ecos de cobre al horizonte de tejados y campanarios del barrio gótico. Faltaban todavía varias horas para mi cita con Bea en el claustro de la universidad y decidí tentar a la suerte y acercarme a visitar a Nuria Monfort, con la confianza de que todavía viviese en la dirección que su padre me había proporcionado tiempo atrás.

La plaza de San Felipe Neri es apenas un respiradero en el laberinto de calles que traman el barrio gótico, oculta tras las antiguas murallas romanas. Los impactos del fuego de ametralladora en los días de la guerra salpican los muros de la iglesia. Aquella mañana, un grupo de chiquillos jugaba a soldados, ajenos a la memoria de las piedras. Una mujer joven, con el pelo marcado con mechas de plata, los contemplaba sentada en un banco, con un libro entreabierto en las manos y una sonrisa extraviada. Según las señas, Nuria Monfort vivía en un edificio el, el umbral de la plaza. La fecha de construcción aún podía leerse en el arco de piedra ennegrecida que coronaba el portal, 1801. El zaguán apenas dejaba adivinar una estancia de sombras por la que ascendía una escalera torcida en una suerte de espiral. Consulté la colmena de buzones de latón. Los nombres de los inquilinos podían leerse en unos pedazos de cartulina amarillenta insertados en una ranura al uso.

 

Miquel Moliner / Nuria Monfort

 

3.°- 2.°

 

Ascendí lentamente, casi temiendo que la finca se derribaría si me atrevía a pisar firme sobre aquellos peldaños diminutos, de casa de muñecas. Había dos puertas por rellano, sin número ni distinción. Al llegar al tercero escogí una al azar y llamé con los nudillos. La escalera olía a humedad, a piedra envejecida y a arcilla. Llamé varias veces sin obtener respuesta. Decidí probar suerte con la otra puerta. Golpeé la puerta con el puño tres veces. Dentro del piso podía oírse una radio a todo volumen transmitiendo el programa «Momentos para la Reflexión con el padre Martín Calzado».

Me abrió la puerta una señora en bata acolchada a cuadros color turquesa, pantuflas y un casco de rulos. En la penuria de luz me pareció un buzo. A su espalda, la voz aterciopelada del padre Martín Calzado dedicaba unas palabras al patrocinador del programa, los productos de belleza Aurorín, predilectos de los peregrinos al santuario de Lourdes y verdadera mano de santo con pústulas y verrugones irreverentes.


Date: 2016-01-05; view: 1009


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