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Te quiere, Penélope 2 page

– Lo tendré en cuenta. Ahora, lo que necesitaría saber es a quién pertenece un apartado de correos en la oficina central de Vía Layetana. Número 2321. Y, a ser posible, quién recoge el correo que llega ahí. ¿Cree usted que podría echarme un cable?

Fermín se anotó el número en el empeine, bajo el calcetín, a bolígrafo.

– Eso es pan comido. A mí no hay organismo oficial que se me resista. Deme unos días y le tendré un informe completo.

– Hemos quedado que a mi padre ni una palabra, ¿eh?

– Descuide. Hágase cuenta de que soy la esfinge de Keops.

– Se lo agradezco. Y ahora, venga, váyase ya y que se lo pase bien.

Le despedí con un saludo militar y le vi partir gallardo como un gallo rumbo al gallinero. No debía de hacer ni cinco minutos que Fermín se había ido cuando escuché las campanillas de la puerta y alcé la vista de las columnas de cifras y tachones. Un individuo amparado en una gabardina gris y un sombrero de fieltro acababa de entrar. Lucía un bigote pincelado y los ojos azules y vidriosos. Exhibía una sonrisa de vendedor, falsa y forzada. Lamenté que Fermín no estuviese allí, porque él tenía la mano rota para librarse de los viajantes de alcanfores y morralla que ocasionalmente se colaban en la librería. El visitante me brindó su sonrisa grasienta y falsa, cogiendo al azar un tomo de una pila por ordenar y valorar que había junto a la entrada. Todo en él comunicaba desprecio por cuanto veía. No me vas a vender ni las buenas tardes, pensé.

– Cuánta letra, ¿eh? -dijo.

– Es un libro; suelen tener bastantes letras. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

El individuo devolvió el libro a la pila, asintiendo con displicencia e ignorando mi pregunta.

– Es lo que yo digo. Leer es para la gente que tiene mucho tiempo y nada que hacer. Como las mujeres. El que tiene que trabajar no tiene tiempo para cuentos. En la vida hay que pencar. ¿No le parece a usted?

– Es una opinión. ¿Buscaba usted algo en especial?

– No es una opinión; es un hecho. Eso es lo que pasa en este país, que la gente no quiere trabajar. Mucho vago es lo que hay, ¿no le parece a usted?

– No lo sé, caballero. Quizá. Aquí, como ve, sólo vendemos libros.

El individuo se acercó al mostrador, su mirada siempre revoloteando por la tienda y posándose ocasionalmente en la mía. Su aspecto y su ademán me resultaban vaga mente familiares, aunque no hubiera sabido decir de dónde. Había algo en él que hacía pensar en una de esas figuras que aparecen en naipes de anticuario o adivino, un personaje escapado de los grabados de un incunable. Tenía la presencia fúnebre e incandescente, como una maldición con el traje de los domingos.



– Si me dice en qué puedo servirle…

– Soy yo más bien quien venía a hacerle a usted un servicio. ¿Es usted el dueño de este establecimiento?

– No. El dueño es mi padre.

– ¿Y su nombre es?

– ¿El mío o el de mi padre?

El individuo me dedicó una sonrisa socarrona. Un risitas, pensé.

– Me haré cuenta de que el cartel de Sempere e hijos va por ambos, entonces.

– Es usted muy perspicaz. ¿Puedo preguntarle cuál es el motivo de su visita, si no está interesado en un libro?

– El motivo de mi visita, que es de cortesía, es advertirle que ha llegado a mi atención que tienen ustedes tratos con gentes de mal vivir, en particular invertidos y maleantes.

Le observé atónito.

– ¿Perdón?

El individuo me clavó la mirada.

– Hablo de maricones y ladrones. No me diga que no sabe de lo que hablo.

– Me temo que no tengo la más remota idea, ni interés alguno en seguir escuchándole.

El individuo asintió, adoptando un gesto hostil y airado.

– Pues va a tener que joderse. Supongo que está usted al corriente de las actividades del ciudadano Federico Flaviá.

– Don Federico es el relojero del barrio, una excelente persona y dudo mucho de que sea un maleante.

– Hablaba de maricones. Me consta que la moñarra esa frecuenta su establecimiento, supongo que para comprarles novelillas románticas y pornografía.

– ¿Y puedo preguntarle a usted qué le importa?

Por toda respuesta extrajo su billetero y lo tendió abierto sobre el mostrador. Reconocí una tarjeta de identificación policial mugrienta con el semblante del individuo, algo más joven. Leí hasta donde decía «Inspector jefe Francisco Javier Fumero Almuñiz».

– Joven, a mí hábleme con respeto o les meto a usted y a su padre un paquete que se les va a caer el pelo por vender basura bolchevique. ¿Estamos?

Quise replicar, pero las palabras se me habían quedado congeladas en los labios.

– Pero bueno, el maricón ese no es lo que me trae hasta aquí hoy. Tarde o temprano acabará en jefatura, como todos los de su catadura, y ya lo espabilaré yo. Lo que me preocupa es que tengo informes de que están ustedes empleando a un chorizo vulgar, un indeseable de la peor calaña.

– No sé de quién me habla usted, inspector.

Fumero rió su risita servil y pegajosa, de camarilla y comadreo.

– Dios sabe qué nombre utilizará ahora. Hace años hacía llamar Wilfredo Camagüey, as del mambo, y decía ser experto en vudú, profesor de danza de don Juan de Borbón y amante de Mata Hari. Otras veces adopta nombres de embajadores, artistas de variedades o toreros. Ya hemos perdido la cuenta.

– Siento no poder ayudarle, pero no conozco a nadie llamado Wilfredo Camagüey.

– Seguro que no, pero sabe a quién me refiero, ¿verdad?

– No.

Fumero rió de nuevo. Aquella risa forzada y amanerada le definía y resumía como un índice.

– A usted le gusta poner las cosas difíciles, ¿verdad? Mire, yo he venido aquí en plan de amigo para advertirles y prevenirles de que quien mete a un indeseable en casa acaba con los dedos escaldados y usted me trata de embustero.

– En absoluto. Yo le agradezco su visita y su advertencia, pero le aseguro que no ha…

– A mí no me venga con estas mierdas, porque si me sale de los cojones le pego un par de hostias y le cierro el chiringuito, ¿estamos? Pero hoy estoy de buenas, así que le voy a dejar sólo con la advertencia. Usted sabrá qué compañías elige. Si le gustan los maricones y los ladrones, es que tendrá usted algo de ambos. Conmigo, las cosas claras. O está usted de mi lado o contra mí. Así es la vida. ¿En qué quedamos?

No dije nada. Fumero asintió, soltando otra risita.

– Muy bien, Sempere. Usted mismo. Mal empezamos usted y yo. Si quiere problemas, los tendrá. La vida no es como las novelas, ¿sabe usted? En la vida hay que tomar un bando. Y está claro cuál ha elegido usted. El de los que pierden por burros.

– Le voy a pedir que se vaya usted, por favor.

Se alejó hacia la puerta arrastrando su risita sibilina.

– Volveremos a vernos. Y dígale a su amigo que el inspector Fumero le tiene echado el ojo y que le envía muchos recuerdos.

La visita del infausto inspector y el eco de sus palabras me incendiaron la tarde. Después de quince minutos de corretear tras el mostrador con las tripas estrechándoseme en un nudo, decidí cerrar la librería antes de la hora y salir a la calle a caminar sin rumbo. No podía quitarme del pensamiento las insinuaciones y las amenazas que había hecho aquel aprendiz de matarife. Me preguntaba si debía alertar a mi padre y a Fermín sobre aquella visita, pero supuse que aquélla había sido precisamente la intención de Fumero, sembrar la duda, la angustia, el miedo y la incertidumbre entre nosotros. Decidí que no iba a seguirle el juego. Por otro lado, las insinuaciones acerca del pasado de Fermín me alarmaban. Me avergoncé de mí mismo al descubrir que por un instante había dado crédito a las palabras del policía. Tras darle muchas vueltas, concluí sellar aquel episodio en algún rincón de mi memoria e ignorar sus implicaciones. De regreso a casa, crucé frente a la relojería del barrio. Don Federico me saludó desde el mostrador, haciéndome señas para que entrase en su establecimiento. El relojero era un personaje afable y sonriente que nunca se olvidaba de felicitar una fiesta y al que siempre se podía acudir para solventar cualquier apuro, con la tranquilidad de que él encontraría la solución. No pude evitar sentir un escalofrío al saberle en la lista negra del inspector Fumero, y me pregunté si debía avisarle, aunque no imaginaba cómo sin inmiscuirme en materias que no eran de mi incumbencia. Más confundido que nunca, entré en la relojería y le sonreí.

– ¿Qué tal, Daniel? Menuda cara traes.

– Un mal día -dije-. ¿Qué tal todo, don Federico?

– Sobre ruedas. Los relojes cada vez están peor hechos y me harto a trabajar. Si esto sigue así, voy a tener que coger un ayudante. Tu amigo, el inventor, ¿no estaría interesado? Seguro que tiene buena mano para esto.

No me costó imaginar lo que opinaría el padre de Tomas Aguilar sobre la perspectiva de que su hijo aceptase un empleo en el establecimiento de don Federico, mariquilla oficial del barrio.

– Ya se lo comentaré.

– Por cierto, Daniel. Tengo por aquí el despertador que me trajo tu padre hace dos semanas. No sé lo que le hizo, pero le valdría más comprar uno nuevo que arreglarlo.

Recordé que a veces, en las noches de verano asfixiantes, a mi padre le daba por salir a dormir al balcón.

– Se le cayó a la calle -dije.

– Ya me parecía a mí. Dile que me diga el qué. Yo le puedo conseguir un Radiant a muy buen precio. Si quieres, mira, te lo llevas y que lo pruebe. Si le gusta, ya me lo pagará. Y si no, me lo devuelves.

– Muchas gracias, don Federico.

El relojero procedió a envolverme el armatoste en cuestión.

– Alta tecnología -decía, complacido-. Por cierto, me encantó el libro que me vendió el otro día Fermín. Uno de Graham Greene. Ese Fermín es un fichaje de primera.

Asentí.

– Sí, vale un montón.

– Me he dado cuenta de que nunca lleva reloj. Dile que se pase por aquí y lo arreglamos.

– Así lo haré. Gracias, don Federico.

Al darme el despertador, el relojero me observó con detenimiento y arqueó las cejas.

– ¿Seguro que no pasa nada, Daniel? ¿Sólo un mal día?

Asentí de nuevo, sonriendo.

– No pasa nada, don Federico. Cuídese.

– Tú también, Daniel.

Al llegar a casa encontré a mi padre dormido en el sofá con el periódico sobre el pecho. Dejé el despertador sobre la mesa con una nota que decía «de parte de don Federico: que tires el viejo», y me deslicé sigilosamente hasta mi habitación. Me tendí en la cama en la penumbra y me quedé dormido pensando en el inspector, en Fermín y en el relojero. Cuando me desperté eran ya las dos de la mañana. Me asomé al pasillo y vi que mi padre se había retirado a su habitación con el nuevo despertador. El piso estaba en tinieblas y el mundo me parecía un lugar mas oscuro y siniestro de lo que se me había antojado la noche anterior. Comprendí que, en el fondo, nunca había llegado a creer que el inspector Fumero fuese real. Ahora me parecía uno entre mil. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche fría. Me pregunté si Fermín estaría bien, sano y salvo en su pensión.

De vuelta a mi habitación intenté apartar del pensamiento la imagen del policía. Intenté conciliar de nuevo el sueño, pero comprendí que se me había escapado el tren. Encendí la luz y decidí examinar el sobre dirigido a Julián Carax que le había sustraído a doña Aurora aquella mañana y que todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo dispuse sobre mi escritorio bajo el haz del flexo. Era un sobre apergaminado, de bordes serrados que amarilleaban y tacto arcilloso. El matasellos, apenas una sombra, decía «18 de octubre de 1919». El sello de lacre se había desprendido, probablemente merced a los buenos oficios de doña Aurora. En su lugar quedaba una mancha rojiza como un roce de carmín que besaba el cierre sobre el que podía leerse el remite:

 

Penélope Aldaya

Avenida del Tibidabo, 32, Barcelona

 

Abrí el sobre y extraje la carta, una lámina de color ocre nítidamente doblada por la mitad. Un trazo de tinta azul se deslizaba con aliento nervioso, desvaneciéndose paulatinamente y volviendo a cobrar intensidad cada pocas palabras. Todo en aquella hoja hablaba de otro tiempo; el trazo esclavo del tintero, las palabras arañadas sobre el papel grueso por el filo de la plumilla, el tacto rugoso del papel. Alisé la carta sobre el mostrador y la leí, casi sin aliento.

 

Querido Julián:

Esta mañana me he enterado por Jorge de que realmente dejaste Barcelona y te fuiste en busca de tus sueños. Siempre temí que esos sueños no te iban a dejar nunca ser mío, ni de nadie. Me hubiera gustado verte una última vez, poder mirarte a los ojos y decirte cosas que no sé contarle a una carta. Nada salió como lo habíamos planeado. Te conozco demasiado y sé que no me escribirás, que ni siquiera me enviarás tu dirección, que querrás ser otro. Sé que me odiarás por no haber estado allí como te prometí. Que creerás que te fallé. Que no tuve valor.

Tantas veces te he imaginado, solo en aquel tren, convencido de que te había traicionado. Muchas veces intenté encontrarte a través de Miquel, pero él me dijo que ya no querías saber nada de mí. ¿Qué mentiras le contaron, Julián? ¿Qué te dijeron de mí? ¿Por qué les creíste?

Ahora ya sé que te he perdido, que lo he perdido lodo. Y aun así no puedo dejar que te vayas para siempre y me olvides sin que sepas que no te guardo rencor, que yo lo sabía desde el principio, que sabía que te iba a perder y que tú nunca ibas a ver en mí lo que yo en ti. Quiero que sepas que te quise desde el primer día y que te sigo queriendo, ahora más que nunca, aunque te pese.

Te escribo a escondidas, sin que nadie lo sepa. Jorge ha jurado que si vuelve a verte te matará. No me dejan ya salir de casa, ni asomarme a la ventana. No creo que me perdonen nunca. Alguien de confianza me ha prometido que te enviará esta carta. No menciono su nombre para no comprometerle. No sé si te llegarán mis palabras. Pero si así fuera y decidieses volver por mí, aquí encontrarás el modo de hacerlo. Mientras escribo, te imagino en aquel tren, cargado de sueños y con el alma rota de traición, huyendo de todos nosotros y de ti mismo. Hay tantas cosas que no puedo contarte, Julián. Cosas que nunca supimos y que es mejor que no sepas nunca.

No deseo nada más en el mundo que seas feliz, Julián, que todo a lo que aspiras se haga realidad y que, aunque me olvides con el tiempo, algún día llegues a comprender lo mucho que te quise.

Siempre,

Penélope.

Las palabras de Penélope Aldaya, que leí y releí aquella noche hasta aprendérmelas de memoria, borraron de un plumazo el mal sabor que me había dejado la visita del inspector Fumero. Tras pasar la noche en vela, absorto en aquella carta y en la voz que intuía en ella, salí de casa con la madrugada. Me vestí en silencio y le dejé a mi padre una nota sobre la cómoda del recibidor, diciéndole que tenía que hacer algunos recados y que estaría de vuelta en la librería a las nueve y media. Al asomarme al portal, las calles languidecían ocultas todavía bajo un manto azulado que lamía las sombras y los charcos que la llovizna había sembrado durante la noche. Me abroché el chaquetón hasta el cuello y me encaminé a paso ligero rumbo a la plaza de Cataluña. Las escaleras del metro exhalaban un lienzo de vapor tibio que ardía en luz de cobre. En las taquillas de los ferrocarriles catalanes compré un billete de tercera clase hasta la estación de Tibidabo. Hice el trayecto en un vagón, poblado de ordenanzas, criadas y jornaleros portando bocadillos del tamaño de un ladrillo envueltos en hojas de periódico. Me refugié en la negrura de los túneles y apoyé la cabeza en la ventana, entrecerrando los ojos mientras el tren recorría las entrañas de la ciudad hasta los pies del Tibidabo. Al emerger de nuevo a la calle me pareció redescubrir otra Barcelona. Estaba amaneciendo y un filo de púrpura rasgaba las nubes y salpicaba las fachadas de los palacetes y caserones señoriales que flanqueaban la avenida del Tibidabo. El tranvía azul reptaba perezosamente entre neblinas. Corrí tras él y conseguí auparme en la plataforma trasera bajo la mirada severa del revisor. La cabina de madera estaba casi vacía. Un par de frailes y una dama enlutada de piel cenicienta se mecían adormecidos al vaivén del carruaje de caballos invisibles.

– Sólo voy hasta el número treinta y dos -le dije al revisor, ofreciendo mi mejor sonrisa.

– Pues como si va hasta Finisterre -replicó, indiferente-. Aquí han pagado billete hasta los soldados de Cristo. O apoquina, o camina. Y el pareado no se lo cobro.

El dúo de frailes, que calzaba sandalias v un manto de saco marrón de austeridad franciscana, asintió, mostrando sendos billetes rosa a título de prueba.

– Pues entonces me bajo -dije-. Porque no llevo suelto.

– Como guste. Pero espere a la próxima parada, que yo no quiero accidentes.

El tranvía ascendía casi a ritmo de paseo, acariciando la sombra de la arboleda y oteando sobre los muros y jardines de mansiones con alma de castillo que yo imaginaba pobladas de estatuas, fuentes, caballerizas y capillas secretas. Me asomé a un lado de la plataforma y distinguí la silueta de la torre de «El Frare Blanc» recortándose entre los árboles. Al acercarse a la esquina de Román Macaya, el tranvía disminuyó la marcha hasta detenerse casi por completo. El conductor hizo sonar su campanilla y el revisor me lanzó una mirada de censura.

– Venga, listillo. Aligere, que el número treinta y dos lo tiene ahí.

Me apeé y escuché el traqueteo del tranvía azul perderse en la bruma. La residencia de la familia Aldaya quedaba al cruzar la calle. Un portón de hierro forjado tramado de yedra y hojarasca la custodiaba. Recortada entre los barrotes se adivinaba una portezuela cerrada a cal y canto. Sobre las verjas, anudado en serpientes de hierro negro, se leía el número 32. Traté de atisbar el interior de la propiedad desde allí, pero apenas se adivinaban las aristas y los arcos de un torreón oscuro. Un rastro de herrumbre sangraba desde el orificio de la cerradura en la portezuela. Me arrodillé y traté de ganar una visión del patio desde allí. Apenas se vislumbraba una madeja de hierbas salvajes y el contorno de lo que me pareció una fuente o un estanque de la que emergía una mano extendida, señalando al cielo. Tardé unos instantes en comprender que se trataba de una mano de piedra, y que había otros miembros y siluetas que no acertaba a distinguir sumergidos en la fuente. Más allá, entre los velos de maleza, se adivinaba una escalinata de mármol quebrada y cubierta de escombros y hojarasca. La fortuna y gloria de los Aldaya habían cambiado de dirección hacía mucho tiempo. Aquel lugar era una tumba.

Me retiré unos pasos, rodeando la esquina para echar un vistazo al ala sur de la casa. Desde allí podía obtenerse una visión más clara de una de las torres del palacete. En aquel instante advertí por el rabillo del ojo la silueta de un individuo con aire famélico ataviado con una bata azul que blandía un escobón con el que martirizaba la hojarasca sobre la litera. Me observaba con cierto recelo y supuse que era el portero de una de las propiedades colindantes. Le sonreí como sólo quien ha pasado muchas horas tras un mostrador sabe hacerlo.

– Muy buenos días -entoné cordialmente-. ¿Sabe usted si la casa de los Aldaya lleva mucho tiempo cerrada

Me observó como si le hubiese interrogado acerca de la cuadratura del círculo. El hombrecillo se llevó a la barbilla unos dedos que amarilleaban y permitían suponer una debilidad por los Celtas sin filtro. Lamenté no llevar encima una cajetilla de tabaco para congraciarme con él. Hurgué en los bolsillos de la chaqueta, a ver qué ofrenda se propiciaba.

– Lo menos veinte o veinticinco años, y que siga así -dijo el portero en aquel tono aplastado y dócil de la gente condenada a servir a fuerza de palos.

– ¿Hace mucho que está usted aquí?

El hombrecillo asintió.

– Servidor lleva empleado aquí con los señores Miravell endende el 20.

– No tendrá usted idea de qué se hizo de la familia Aldaya, ¿verdad?

– Bueno, ya sabrá usted que perdieron mucho cuando la República -dijo-. El que siembra cizaña… Yo lo poco que sé es lo que he oído en la casa de los señores Miravell, que antes eran amigos de la familia. Creo que el hijo mayor, Jorge, marchó al extranjero, a la Argentina. Se ve que tenían fábricas allí. Gente de mucho dinero. Ésos siempre caen de pie. ¿No tendrá usted un pitillo, por casualidad?

– Lo siento, pero puedo ofrecerle un caramelo Sugus, que está demostrado que lleva la misma nicotina que un Montecristo y además una barbaridad de vitaminas.

El portero frunció el ceño con cierta incredulidad, pero asintió. Le brindé el Sugus de limón que me había dado Fermín una eternidad atrás y que había descubierto dentro del doblez del forro de mi bolsillo. Confié en que no estuviese rancio.

– Está bueno -dictaminó el portero, rechupeteando el caramelo gomoso.

– Masca usted el orgullo de la industria confitera nacional. El Generalísimo se los traga como peladillas. Y dígame, ¿oyó usted mencionar alguna vez a la hija de los Aldaya, Penélope?

El portero se apoyó en el escobón a modo de pensador erecto de Rodin.

– Me parece que se equivoca usted. Los Aldaya no tenían hijas. Eran todos muchachos.

– ¿Está usted seguro? Me consta que allá por el año 19 vivía en esta casa una joven llamada Penélope Aldaya, que probablemente era hermana del tal Jorge.

– Podría ser, pero ya le digo que yo sólo estoy aquí desde el 20.

Y la finca, ¿a quién pertenece ahora?

– Que yo sepa está todavía en venta, aunque hablaban de tirarla y construir un colegio. Es lo mejor que pueden hacer, la verdad. Derribarla hasta los cimientos.

– ¿Por qué lo dice?

El portero me miró con aire confidencial. Al sonreír observé que le faltaban al menos cuatro dientes de la encía superior.

– Esa gente, los Aldaya. No eran trigo limpio, ya sabe usted lo que se dice.

– Me temo que no. ¿Qué se dice?

– Ya sabe. Los ruidos y demás. Yo, creer en esos cuentos, no creo, ¿eh?, pero dicen que más de uno ha manchado los calzones ahí dentro.

– No me diga que la casa está encantada -dije, reprimiendo una sonrisa.

– Usted ríase. Pero cuando el río suena…

– ¿Usted ha visto algo?

– Lo que se dice ver, no. Pero he oído.

– ¿Ha oído? ¿El qué?

– Mire, una vez hará años, una noche que acompañé al Joanet, porque él insistió, ¿eh?, que a mí no se me había perdido nada allí… lo que decía, que oí algo raro allí. Como un llanto.

El portero me ofreció una imitación de viva voz del sonido al que se refería. A mí me pareció la letanía de un tísico tarareando coplillas.

– Sería el viento -sugerí.

– Sería, pero a mí se me pusieron por corbata, la verdad. Oiga, no tendrá otro caramelillo de ésos, ¿verdad?

– Acépteme una pastilla Juanola. Tonifican muchísimo después del dulce.

– Venga -convino el portero, plantando la mano para recolectar.

Le entregué el estuche entero. El tirón del regaliz pareció lubricarle un poco más la lengua sobre aquella rocambolesca historia del palacete Aldaya.

– Entre usted y yo, aquí hay tela. Una vez el Joanet, el hijo del señor Miravell, que es un tiarrón que hace dos de usted (con decirle que está en la selección nacional de balonmano)… pues unos amigotes del señorito Joanet habían oído hablar de la casa de los Aldaya, y lo liaron. Y él me lió a mí para que lo acompañase, porque mucho hablar pero no se atrevía a entrar solo. Ya sabe usted, niñatos. Se empeñó en meterse de noche allí dentro para hacerse el gallito con la novia y por poco se mea encima. Porque ahora la ve usted de día, pero de noche esta casa es otra, ¿eh? El caso es que el Joanet dice que subió al segundo piso (porque yo me negué a entrar, oiga, que eso no debe de ser legal, aunque por entonces la casa ya llevaba lo menos diez años abandonada) y dijo que allí había algo. Le pareció oír como una voz en una habitación pero, cuando quiso entrar, la puerta se le cerró en las narices. ¿Qué le parece?

– Me parece una corriente de aire -dije.

– O de otra cosa -apuntó el portero, bajando la voz-. El otro día venía en la radio: el universo está lleno de misterios. Fíjese usted que parece que han encontrado la verdadera sábana santa en pleno centro de Sardanyola. La habían cosido en la pantalla de un cine, para ocultarla de los musulmanes, que la quieren usar para decir que Jesucristo era negro. ¿Qué le parece?

– No tengo palabras.

– Lo que yo le diga. Mucho misterio. Esa finca la tendrían que tirar abajo y echar cal en el terreno.

Agradecí al señor Remigio la información y me dispuse a descender la avenida de vuelta hasta San Gervasio. Alcé la vista y vi que la montaña del Tibidabo amanecía entre nubes de gasa. Me apeteció de repente acercarme hasta el funicular y escalar la ladera hasta el antiguo parque de atracciones en su cima para perderme entre sus carruseles y sus salones de autómatas, pero había prometido estar a tiempo en la librería. De vuelta hacia la estación del metro imaginé a Julián Carax bajando por aquella misma acera y contemplando aquellas mismas fachadas solemnes que apenas habían cambiado desde entonces, con sus escalinatas y jardines de estatuas, quizá esperando aquel tranvía azul que trepaba de puntillas al cielo. Al llegar al pie de la avenida saqué la fotografía de Penélope Aldaya sonriendo en el patio del palacete familiar. Sus ojos prometían el alma limpia y un futuro por escribir. «Te quiere, Penélope.»


Date: 2016-01-05; view: 621


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