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CIUDAD DE SOMBRAS 1954

A la mañana siguiente, Fermín acudió a trabajar en alas de Cupido, sonriente y silbando boleros. En otras circunstancias le habría preguntado acerca de su merienda con la Bernarda, pero aquel día no tenía yo los ánimos para la lírica. Mi padre había quedado en entregar un pedido a las once de la mañana al profesor Javier Velázquez en su despacho de la facultad en plaza Universidad. A Fermín, la sola mención del académico le inspiraba urticaria, y con esa excusa me ofrecí yo a llevarle los libros.

– Ese individuo es un pedante, un crápula y un lameculos fascista -proclamó Fermín, alzando el puño en alto al modo inequívoco de cuando le entraba el prurito justiciero-. Con el cuento de la cátedra y el examen final, ése se beneficiaba hasta la Pasionaria si se terciase.

– No se pase, Fermín. Velázquez paga muy bien, siempre por adelantado y nos recomienda a los cuatro vientos -le recordó mi padre.

– Ese es dinero manchado con la sangre de vírgenes inocentes -protestó Fermín-. Vive Dios que yo nunca me acosté con una mujer menor de edad, y no por falta de ganas ni oportunidades; que hoy me ven ustedes en horas bajas, pero hubo el día en que tuve presencia y gallardía como el que más, y aun así, por si acaso y me daba en la nariz que eran un poco golfas, exigía la cédula de identidad o en su defecto autorización paterna por escrito para no faltarle a la ética.

Mi padre puso los ojos en blanco.

– Con usted es imposible discutir, Fermín.

– Es que si tengo razón, tengo razón.

Tomé el paquete que yo mismo había preparado la noche anterior, un par de Rilkes y un ensayo apócrifo atribuido a Ortega en torno a las tapas y la profundidad del sentir nacional, y dejé a Fermín y a mi padre entregados a su debate de usos y costumbres.

Hacía un día espléndido, con un cielo azul de bandera y una brisa limpia y fresca que olía a otoño y a mar. Mi Barcelona favorita siempre fue la de octubre, cuando le sale el alma a pasear y uno se hace más sabio con sólo beber de la fuente de Canaletas, que durante esos días, de puro milagro, no sabe ni a cloro. Avanzaba a paso ligero, sorteando limpiabotas, chupatintas que volvían del cafetito de media mañana, vendedores de lotería y un ballet de barrenderos que parecían estar puliendo la ciudad a pincel, sin prisa y con trazo puntillista. Ya por entonces, Barcelona empezaba a llenarse de coches, y a la altura del semáforo de la calle Balmes observé apostadas en ambas aceras cuadrigas de oficinistas con gabardina gris y mirada hambrienta, comiéndose un Studebaker con los ojos como si se tratase de una cupletera en salto de cama. Subí por Balmes hasta Gran Vía, viéndomelas con semáforos, tranvías, automóviles y hasta motocicletas con sidecar. En un escaparate vi un cartel de la casa Phillips que anunciaba la llegada de un nuevo mesías, la televisión, que se decía iba a cambiarnos la vida y nos iba a transformar a todos en seres del futuro, como los americanos. Fermín Romero de Torres, que siempre estaba al tanto de todos los inventos, había profetizado ya lo que iba a suceder.



– La televisión, amigo Daniel, es el Anticristo y le digo yo que bastarán tres o cuatro generaciones para que la gente ya no sepa ni tirarse pedos por su cuenta y el ser humano vuelva a la caverna, a la barbarie medieval, y a estados de imbecilidad que ya superó la babosa allá por el pleistoceno. Este mundo no se morirá de una bomba atomica como dicen los diarios, se morirá de risa, de banalidad, haciendo un chiste de todo, y además un chiste malo.

El profesor Velázquez tenía el despacho en el segundo piso de la Facultad de Letras, al fondo de una galería con embaldosado ajedrecístico y luz en polvo que daba al claustro sur. Encontré al profesor a la puerta de un aula, haciendo como que escuchaba a una alumna de figura espectacular que iba enfundada en un traje granate que le ceñía el talle a cuchillo y dejaba asomar unas pantorrillas helénicas relucientes en medias de seda fina. El profesor Velázquez tenía fama de donjuán y no faltaba quien dijese que la educación sentimental de toda señorita de buen nombre no estaba completa sin un proverbial fin de semana en un hotelito en el paseo de Sitges recitando alejandrinos téte-á-téte con el distinguido catedrático. Yo, con instinto comercial, me guardé mucho de interrumpir su conversación, y decidí matar el tiempo haciéndole una radiografía a la pupila aventajada. Quizá fuera la caminata a paso ligero que me había levantado el ánimo, quizá fueran mis dieciocho años y el hecho de que pasaba más tiempo entre las musas atrapadas en tomos viejos que en compañía de muchachas de carne y hueso, que siempre me parecían a años luz del fantasma de Clara Barceló, pero en aquel momento, leyendo cada pliegue en la anatomía de aquella estudiante a la que únicamente podía ver de espaldas pero que me imaginaba en tres dimensiones y perspectiva alejandrina, se me pusieron unos dientes largos como palmatorias.

– Vaya, pero si es Daniel -exclamó el profesor Velázquez-. Pues mira, menos mal que vienes tú y no el mamarracho aquel de la última vez, ese con nombre de torero, que me pareció que o iba bebido o estaba para encerrarlo y tirar la llave. Imagínate que se le ocurrió preguntarme la etimología de la palabra capullo, con un tonillo de sorna muy fuera de lugar.

– Es que el médico le tiene bajo una medicación fortísima. Algo del hígado.

– De puro torrado que va todo el día -masculló Velázquez-. Yo que vosotros llamaba a la policía. Ése seguro que tiene ficha. Y cómo le huelen los pies, rediós, que hay mucho rojo de mierda suelto por ahí que no se lava desde que cayó la República.

Me disponía a inventar alguna excusa decorosa para disculpar a Fermín cuando la estudiante que había estado conversando con el profesor Velázquez se volvió y a mí me cayó la lengua a los pies.

La vi sonreírme y se me encendieron las orejas.

– Hola, Daniel -dijo Beatriz Aguilar.

La saludé con la cabeza, mudo al haberme descubierto a mí mismo babeando sin saberlo por la hermana de mi mejor amigo, la Bea de mis temores.

– Ah, pero ¿es que vosotros ya os conocéis? -preguntó Velázquez, intrigado.

– Daniel es un viejo amigo de la familia -explicó Bea-. Y el único que ha tenido el valor de decirme alguna vez que soy una cursi y una creída.

Velázquez me miró, atónito.

– De eso hace diez años -maticé yo-. Y no lo dije en serio.

– Pues yo aún estoy esperando a que me pida disculpas.

Velázquez rió de buena gana y me tomó el paquete de las manos.

– Me parece que yo aquí estoy de sobra -dijo, abriendo el paquete-. Ah, estupendo. Oye, Daniel, dile a tu padre que ando buscando un libro titulado Matamoros: cartas de juventud desde Ceuta, de Francisco Franco Bahamonde, con prólogo y anotaciones de Pemán.

– Délo por hecho. Le decimos algo en un par de semanas.

– Te tomo la palabra, y me voy ya pitando que me esperan treinta y dos mentes en blanco.

El profesor Velázquez me guiñó un ojo y desapareció en el interior del aula, dejándome a solas con Bea. Yo no sabía adónde mirar.

– Oye, Bea, sobre lo del insulto, de verdad que…

– Te estaba tomando el pelo, Daniel. Ya sé que aquello era cosa de críos, y Tomás ya te dio suficientes palos.

– Aún me duelen.

Bea me sonreía en lo que parecía son de paz, o al menos de tregua.

– Además, tenías razón, soy algo cursi y a veces un poco creída -dijo Bea-. Yo no te caigo muy bien, ¿verdad, Daniel?

La pregunta me pilló totalmente de sorpresa, desarmado, y asustado por lo fácil que era perderle la antipatía a quien se tiene por enemigo en cuanto deja de comportarse como tal.

– No, eso no es verdad.

– Tomás dice que, en realidad, no es que yo te caiga mal, es que no puedes tragar a mi padre y me lo haces pagar a mí, porque con él no te atreves. Y no te culpo. Con mi padre no se atreve nadie.

Me quedé blanco, pero en unos segundos me encontré a mí mismo sonriendo y asintiendo.

– Va a resultar que Tomás me conoce mejor que yo mismo.

– No te extrañe. Mi hermano nos tiene a todos cogido el número, lo que pasa es que nunca dice nada. Pero si algún día se le ocurre abrir la boca, se van a caer las paredes. Él te aprecia mucho, ¿sabes?

Me encogí de hombros, bajando la mirada.

– Siempre habla de ti, y de tu padre y la librería y ese amigo que tenéis trabajando con vosotros, que Tomás dice que es un genio por descubrir. A veces parece que piense que vosotros sois más su verdadera familia que la que tiene en casa.

Le encontré la mirada, dura, abierta, sin miedo. No supe qué decirle y me limité a sonreír. Sentí que me acorralaba con su sinceridad y eché los ojos al patio.

– No sabía que estudiabas aquí.

– Éste es mi primer año.

– ¿Letras?

– Mi padre opina que las ciencias no son para el sexo débil.

– Ya. Mucho número.

– No me importa, porque a mí lo que me gusta es leer, y además aquí se conoce a gente interesante.

– ¿Como el profesor Velázquez?

Bea sonrió de lado.

– Estaré en el primer año, pero sé lo suficiente como para verlos venir de lejos, Daniel. Especialmente a los de su clase.

Me pregunté en qué clase debía clasificarme a mí.

– Además, el profesor Velázquez es amigo de mi padre. Están los dos en el Consejo de la Asociación para la Protección y Fomento de la Zarzuela y la Lírica Española.

Adopté expresión de estar muy impresionado.

– ¿Y qué tal tu novio, el alférez Cascos Buendía?

Se le fue la sonrisa.

– Pablo viene de permiso en tres semanas.

– Estarás contenta.

– Mucho. Es un chico estupendo, aunque ya me imagino lo que debes de pensar de él.

Lo dudo, pensé. Bea me observaba, vagamente tensa. Iba a cambiar de tema, pero la lengua se me adelantó.

– Tomás dice que vais a casaros y que os vais a vivir a El Ferrol.

Asintió sin pestañear.

– En cuanto Pablo termine el servicio militar.

– Debes de estar impaciente -dije, sintiendo el sabor a mala leche en mi propia voz, una voz insolente que no sabía de dónde venía.

– No me importa, de verdad. La familia de él tiene propiedades allí, un par de astilleros, y Pablo va a estar al frente de uno. Tiene mucho talento para el liderazgo. Ya se le ve.

Bea apretó la sonrisa.

– Además, Barcelona ya la tengo vista, después de tantos años…

Le vi la mirada cansada, triste.

– Tengo entendido que El Ferrol es una ciudad fascinante. Llena de vida. Y el marisco, dicen que es de fábula, especialmente el centollo.

Bea suspiró, agitando la cabeza. Me pareció que quería llorar de rabia, pero era demasiado orgullosa. Se rió tranquilamente.

– Diez años y todavía no le has perdido el gusto a insultarme, ¿verdad, Daniel? Pues anda, despáchate a gusto. La culpa es mía, por creer que a lo mejor podíamos ser amigos, o hacer ver que lo éramos, pero supongo que yo no valgo lo que mi hermano. Perdona que te haya hecho perder el tiempo.

Se dio la vuelta y echó a andar por el corredor que conducía a la biblioteca. La vi alejarse a través de las baldosas blancas y negras, su sombra cortando las cortinas de luz que caían desde las cristaleras.

– Bea, espera.

Maldije mi estampa y eché a correr tras ella. La detuve a medio corredor, asiéndola del brazo. Me lanzó una mirada que quemaba.

– Perdóname. Pero te equivocas: la culpa no es tuya, es mía. Soy yo el que no vale lo que tu hermano o lo que tú. Y si te he insultado es por envidia a ese imbécil que tienes por novio y por rabia de pensar que alguien como tú se iría a El Ferrol o al Congo por seguirle.

– Daniel…

– Te equivocas conmigo, porque sí podemos ser amigos si tú me dejas intentarlo ahora que sabes lo poco que valgo. Y te equivocas también con Barcelona, porque aun que tú te creas que la tienes vista, yo te garantizo que no es así, y que si me dejas te lo demostraré.

Vi que se le iluminaba la sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le caía por la mejilla.

– Más te vale que digas la verdad -dijo-. Porque si no, se lo diré a mi hermano y te sacará la cabeza como si fuese un tapón.

Le tendí la mano.

– Me parece justo. ¿Amigos?

Me ofreció la suya.

– ¿A qué hora sales de clase el viernes? -pregunté.

Dudó un instante

– A las cinco.

– Te esperaré en el claustro a las cinco en punto, y antes de que anochezca te demostraré que hay algo en Barcelona que aún no has visto y que no puedes irte a El Ferrol con ese idiota al que no me puedo creer que quieras, porque si lo haces la ciudad te perseguirá y te morirás de pena.

– Pareces muy seguro de ti mismo, Daniel.

Yo, que nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.

La sombrerería Fortuny, o lo que quedaba de ella, languidecía al pie de un angosto edificio ennegrecido de hollín y de aspecto miserable en la ronda de San Antonio, junto a la plaza de Goya. Todavía podían leerse las letras grabadas sobre los cristales empañados de mugre, y un cartel en forma de bombín seguía ondeando en la fachada, prometiendo diseños a medida y las últimas novedades de París. La puerta estaba asegurada con un candado que parecía llevar allí por lo menos diez años. Pegué la frente al cristal, intentando penetrar con la mirada el interior en tinieblas.

– Si viene por lo del alquiler, llega tarde -dijo una voz a mi espalda-. El administrador de la finca ya se ha ido.

La mujer que me hablaba debía de rondar los sesenta años y vestía el uniforme nacional de viuda devota. Un par de rulos asomaban bajo un pañuelo rosa que le cubría el pelo, y las pantuflas de boatiné iban a juego con unas medias color carne de media caña. Di por sentado que era la portera del inmueble.

– ¿Es que la tienda está en alquiler? -pregunté.

– ¿No venía usted por eso?

– En principio no, pero nunca se sabe, a lo mejor me interesa.

La portera frunció el ceño, decidiendo si me catalogaba de cantamañanas o me concedía el beneficio de la duda. Adopté la más angelical de mis sonrisas.

– ¿Hace mucho que cerró la tienda?

– Lo menos doce años, cuando se murió el viejo.

– ¿El señor Fortuny? ¿Lo conocía usted?

– Llevo cuarenta y ocho años en esta escalera, mozo.

– Entonces a lo mejor conoció usted también al hijo del señor Fortuny.

– ¿Julián? Pues claro.

Saqué del bolsillo la fotografía quemada y se la mostré.

– ¿Cree que podría decirme si el joven que aparece en la fotografía es Julián Carax?

La portera me miró con cierta desconfianza. Tomó la fotografía en sus manos y clavó la mirada en ella.

– ¿Le reconoce?

– Carax era el apellido de soltera de la madre -matizó la portera, con cierta reprobación-. Éste es Julián, sí. Le recuerdo muy rubito, aunque aquí en la foto parece que tenga el pelo más oscuro.

– ¿Podría decirme quién es la muchacha que está con él?

– ¿Y quién lo pregunta?

– Discúlpeme, mi nombre es Daniel Sempere. Estoy tratando de averiguar algo sobre el señor Carax, sobre Julián.

– Julián se fue a París, allá en el año 18 o 19. Su padre quería meterlo en el ejército, ¿sabe? Yo creo que la madre se lo llevó para librarlo al pobrecillo. Aquí se quedó solo el señor Fortuny, en el ático.

– ¿Sabe si Julián regresó a Barcelona alguna vez?

La portera me miró en silencio.

– ¿No lo sabe usted? Julián murió aquel mismo año, en París.

– ¿Perdón?

– Digo que Julián falleció. En París. Al poco de llegar. Mas le hubiera valido meterse en el ejército.

– ¿Puedo preguntarle cómo sabe usted eso?

– ¿Cómo va a ser? Porque me lo dijo su padre. Asentí lentamente.

– Entiendo. ¿Le dijo de qué murió?

– El viejo no daba muchos detalles, la verdad. Un día, al poco de marchar Julián, llegó una carta para él y cuando le pregunté a su padre me dijo que su hijo había muerto y que si llegaba algo más para él que lo tirase. ¿Por qué pone esa cara?

– El señor Fortuny le mintió. Julián no murió en 1919.

– ¿Qué me dice?

Julián vivió en París, por lo menos hasta el año 35 y luego regresó a Barcelona.

El rostro de la portera se iluminó.

– Entonces, ¿Julián está aquí, en Barcelona? ¿Dónde? Asentí, confiando en que de este modo la portera se animaría a contarme más.

– Madre de Dios… Pues me da usted una alegría, bueno, si es que vive, porque era un crío muy cariñoso, un poco raro y muy fantasioso, eso sí, pero tenía un no sé qué que te robaba el corazón. No hubiera servido para soldado, eso se veía de lejos. A mi Isabelita le gustaba horrores. Fíjese que durante una temporada pensé que se acabarían casando y todo, cosas de críos… ¿Me deja ver esa foto otra vez?

Le tendí la foto de nuevo. La portera la contemplaba como si fuese un talismán, un billete de vuelta a su juventud.

– Parece mentira, mire, como si le estuviese viendo ahora mismo… y el malasombra ese decir que se había muerto. Desde luego, es que hay gente en el mundo que está para que haya de todo. ¿Y qué se hizo de Julián en París? Seguro que se hizo rico. A mí siempre me pareció que Julián iba para rico.

– No exactamente. Se hizo escritor.

– ¿De cuentos?

– Algo parecido. Escribía novelas.

– ¿Para la radio? Ay, qué bonito. Pues no me extraña nada, ¿sabe usted? De chiquillo se pasaba la vida contándole historias a los críos de aquí por el barrio. En verano, a veces mi Isabelita y sus primas subían al terrado por la noche a escucharle. Decían que nunca contaba la misma historia dos veces. Eso sí, todas iban de muertos y ánimas. Ya le digo que era un crío un poco raro. Aunque con ese padre lo raro es que no saliera majareta. No me extraña que al final lo dejara la mujer, porque era un malasombra. Mire usted que yo no me meto en nada, ¿eh? A mí todo me parece muy bien, pero ese hombre no era bueno. En una escalera, al final todo se sabe. El la pegaba, ¿sabe usted? Siempre se oían gritos en la escalera, y más de una vez tuvo que venir la policía. Yo ya entiendo que a veces el marido tiene que pegar a la mujer para que le respete, no digo que no, que hay mucha golfa y las mozas ya no suben como antes, pero es que a éste le gustaba zurrarla porque sí, ¿me entiende? La única amiga que tenía esa pobre mujer era una chica joven, la Viçenteta, que vivía en el cuarto segunda. A veces la pobre se refugiaba en casa de la Viçenteta para que el marido no la zurrase más. Y le contaba cosas…

– ¿Como qué?

La portera adoptó un aire confidencial, enarcando una ceja y mirando a los lados de soslayo.

– Como que el crío no era del sombrerero.

– ¿Julián? ¿Quiere decir que Julián no era hijo del señor Fortuny?

– Eso le dijo la francesa a la Viçenteta, no sé si por despecho o vaya usted a saber por qué. A mí me lo contó la chica años después, cuando ya no vivían aquí.

– ¿Y quién era el verdadero padre de Julián entonces?

– La francesa nunca lo quiso decir. A lo mejor ni lo sabía. Ya sabe cómo son los extranjeros.

– ¿Y cree que por eso le pegaba su marido?

– Vaya usted a saber. Tres veces la tuvieron que llevar al hospital, óigame, tres. Y el muy cerdo tenía los arrestos de contarle a todo el mundo que la culpa era de ella, que era una borracha y se daba porrazos por la casa de puro darle a la botella. A mí que no me digan. Siempre tenía pleitos con todos los vecinos. A mi difunto marido, que en gloria esté, lo denunció una vez de haberle robado en la tienda, porque según él todos los murcianos eran unos vagos y unos ladrones, y fíjese usted que nosotros somos de Úbeda…

– ¿Me decía usted que reconocía a la muchacha que aparece con Julián en la foto?

La portera se concentró de nuevo en la imagen.

– No la había visto nunca. Muy mona.

– Por la foto parece que fuesen novios -sugerí, a ver si le pinchaba la memoria.

Me la tendió, sacudiendo la cabeza.

– Yo de fotos no entiendo. Y que yo sepa, Julián no tenía novia, pero me figuro yo que si la tuviese no me lo hubiera dicho. A duras penas me enteré de que mi Isabelita se había liado con ése… ustedes los jóvenes nunca cuentan nada. Somos los viejos los que no sabemos parar de hablar.

– ¿Recuerda a sus amigos, alguien en especial que viniese por aquí?

La portera se encogió de hombros.

– Ay, hace ya tanto tiempo. Además, en los últimos años Julián ya paraba poco por aquí, ¿sabe usted? Había hecho un amigo en el colegio, un niño de muy buena familia, los Aldaya, no le digo nada. Ahora ya no se habla de ellos, pero por entonces era como decir la familia real. Mucho dinero. Lo sé porque a veces enviaban un coche a buscar a Julián. Tenía usted que haber visto qué coche. Ni Franco, oiga. Con chófer, todo reluciente. Mi Paco, que de esto entendía, me dijo que era un rolsroi o algo así. Ahí es nada.

– ¿Recuerda usted el nombre de este amigo de Julián?

– Mire, con un apellido como Aldaya, no hacen falta nombres, a ver si me entiende usted. También me acuerdo de otro chico, un poco atolondrado, un tal Miquel. Creo que también era compañero suyo de clase. No me pregunte ni qué apellido ni qué cara tenía.

Parecía que habíamos llegado a un punto muerto y temí empezar a perder el interés de la portera. Decidí seguir una corazonada.

– ¿Vive alguien ahora en el piso de los Fortuny?

– No. El viejo murió sin hacer testamento, y la mujer, que yo sepa, aún está en Buenos Aires y no vino ni al entierro.

– ¿Por qué Buenos Aires?

– Porque no pudo encontrar un sitio más lejos de él, digo yo. No la culpo, la verdad. Lo dejó todo en manos de un abogado, un tipo muy raro. Yo no le he visto nunca, pero mi hija Isabelita, que vive en el quinto primera, justo debajo, dice que a veces, como tiene llave, viene por la noche y se pasa horas andando por el piso y luego se va. Una vez hasta me dijo que se oían como tacones de mujer. Ya me contará usted.

– A lo mejor eran zancos -sugerí.

Me miró sin comprender. Obviamente, para la portera el tema era muy serio.

– ¿Y nadie más ha visitado el piso en todos estos años?

– Una vez se presentó aquí un tipo muy siniestro, de esos que sonríen todo el rato, un risitas, pero que se le ve venir de lejos. Dijo que era de la Brigada Criminal. Quería ver el piso.

– ¿Dijo por qué?

La portera negó.

– ¿Recuerda su nombre?

– Inspector nosequé. Ni me creí que fuese policía. El asunto olía mal, ya me entiende. A algo personal. Le facturé con viento fresco y le dije que no tenía las llaves del piso y que si quería algo, que llamase al abogado. Me dijo que volvería, pero no le he vuelto a ver por aquí. Ni ganas.

– ¿No tendrá usted por casualidad el nombre y la dirección de ese abogado, verdad?

– Eso se lo tendría que preguntar usted al administrador de la finca, el señor Molins. Tiene la oficina aquí cerca, en el 28 de Floridablanca, entresuelo. Dígale que va usted de parte de la señora Aurora, servidora de usted.

– Se lo agradezco mucho. Y dígame, señora Aurora, ¿entonces el piso de los Fortuny está vacío?

– Vacío no, porque nadie se ha llevado nada de ahí en todos los años desde que murió el viejo. Si a veces hasta huele. Yo diría que hay ratas y todo, fíjese usted.

– ¿Cree usted que sería posible echarle un vistazo? A lo mejor encontramos algo que nos indique qué se hizo realmente de Julián…

– Ay, yo no puedo hacer eso. Tiene usted que hablarlo con el señor, Molins, que es el que lo lleva.

Le sonreí con malicia.

– Pero usted tendrá una llave maestra, supongo. Aunque le dijese a ese individuo que no… No me diga que no se muere usted de curiosidad por saber lo que hay ahí dentro.

Doña Aurora me miró de reojo.

– Es usted un demonio.

La puerta cedió como la losa de un sepulcro, con un quejido brusco, exhalando el aliento fétido y viciado del interior. Empujé el portón hacia el interior, desvelando un pasillo que se hundía en la negrura. El aire hedía a cerrado y a humedad. Volutas de mugre y polvo coronaban los ángulos de la techumbre, pendiendo como cabellos blancos. Las losas quebradas del suelo estaban recubiertas por lo que parecía un manto de cenizas. Advertí lo que parecían marcas de pisadas adentrándose en el piso.

– Santa Madre de Dios -murmuró la portera-. Aquí hay más mierda que en el palo de un gallinero.

– Si lo prefiere, ya entro yo solo -sugerí.

– Eso quisiera usted. Venga, tire palante, que yo le sigo.

Cerramos la puerta a nuestra espalda. Por un instante, hasta que la mirada se nos acostumbró a la penumbra, permanecimos inmóviles en el umbral del piso. Escuché la respiración nerviosa de la portera y percibí el vahído agrio a sudor que desprendía. Me sentí como un ladrón de tumbas, con el alma envenenada de codicia y anhelo.

– Oiga, ¿qué será ese ruido? -preguntó la portera, inquieta.

Algo aleteaba en las tinieblas, alertado por nuestra presencia. Me pareció entrever una forma pálida revoloteando en el extremo del corredor.

– Palomas -dije- Deben de haberse colado por una ventana rota y anidado aquí.

– Pues mire que me dan un asco a mí los pajarracos esos -dijo la portera-. Con lo que llegan a cagar.

– Usted tranquila, doña Aurora, que sólo atacan cuando tienen hambre.

Nos adelantamos unos pasos hasta el fin del pasillo. Llegamos a un comedor que daba al balcón. Se apreciaba el contorno de una mesa destartalada recubierta por un mantel deshilachado que parecía una mortaja. La velaban cuatro sillas y un par de vitrinas veladas de suciedad que custodiaban la vajilla, una colección de vasos y un juego de té. En una esquina permanecía el viejo piano vertical de la madre de Carax. Las teclas habían ennegrecido y apenas se veían las junturas bajo el velo de polvo. Frente al balcón palidecía una butaca de faldones raídos. Junto a ella había una mesa de café sobre la que reposaban unas lentes de lectura y una Biblia encuadernada en piel pálida y ribeteada con filetes dorados, de las que se regalaban entonces por la primera comunión. Todavía conservaba el punto, una hebra de cordel escarlata.

– Mire, en esa butaca es donde encontraron muerto al viejo. Dijo el médico que llevaba ahí dos días. Qué triste morir así, solo como un perro. Y mire que se lo buscó, pero aun así, mire que me da lástima.

Me acerqué a la butaca mortuoria del señor Fortuny. Junto a la Biblia había una pequeña caja con fotografías en blanco y negro, retratos viejos de estudio. Me arrodillé a examinarlas, dudando casi viejos rozarlas con los dedos.

Pensé que estaba profanando los recuerdos de un pobre hombre, pero la curiosidad pudo más. La primera estampa mostraba a una pareja joven con un niño de no más de cuatro años. Le reconocí por los ojos.

– Ahí los tiene usted. El señor Fortuny de joven, y ella…

– ¿No tenía Julián hermanos o hermanas?

La portera se encogió de hombros, suspirando.

– Decían por ahí que ella había perdido un embarazo por una de las palizas del marido, pero yo no sé. A la gente le gusta mucho la chafardería, la verdad. Una vez, Julián le contó a los críos de la escalera que tenía una hermana que sólo él podía ver, que salía de los espejos como si fuese de vapor y que vivía con el mismísimo Satanás en un palacio debajo de un lago. Mi Isabelita tuvo pesadillas para un mes entero. Mire que era morboso ese crío a veces.

Eché un vistazo a la cocina. El cristal de una pequeña ventana que daba a un patio interior estaba roto, y podía oírse el aleteo nervioso y hostil de palomas al otro lado.

– ¿Todos los pisos tienen la misma distribución? -pregunté.

– Los que dan a la calle, oséase los de la segunda puerta, sí, pero éste, al ser ático, es algo diferente -explicó la portera-. Ahí tiene la cocina y un lavadero que da al tragaluz. Por ese pasillo hay tres habitaciones y al fondo un baño. Bien puestos dan mucho arreglo, no se piense. Éste es parecido al de mi Isabelita, claro que ahora parece una tumba.

– ¿Sabe cuál era la habitación de Julián?

– La primera puerta es el dormitorio principal. La segunda da a una habitación más pequeña. A lo mejor ésa, digo yo.

Me adentré en el pasillo. La pintura de las paredes se deshacía en jirones. Al fondo del corredor, la puerta del baño estaba entreabierta. Un rostro me observaba desde el espejo. Hubiera podido ser el mío o el de la hermana que vivía en los espejos de aquel piso. Intenté abrir la segunda puerta.

– Está cerrada con llave -dije.

La portera me miró, atónita.

– Esas puertas no tienen cerradura -murmuró.

– Ésta sí.

– Pues la haría poner el viejo, porque en los demás pisos…

Bajé la mirada y observé que el rastro de pisadas en el polvo llegaba hasta la puerta cerrada.

– Alguien ha entrado en la habitación -dije-. Recientemente.

– No me asuste -dijo la portera.

Me acerqué a la otra puerta. No tenía cerradura. Cedió al tacto, deslizándose hacia el interior con un gemido herrumbroso. En el centro descansaba una vieja cama de palanquín, deshecha. Las sábanas amarilleaban como sudarios. Un crucifijo presidía sobre el lecho. Había un pequeño espejo sobre una cómoda, una vasija, una jarra y una silla. Un armario entreabierto reposaba contra la pared. Rodeé la cama hasta una mesita de noche cubierta con un cristal que aprisionaba estampas de antepasados, recordatorios de funerales y billetes de lotería. Encima de la mesita había una caja de música de madera labrada y un reloj de bolsillo congelado para siempre a las cinco y veinte. Intenté dar cuerda a la caja de música, pero la melodía se trabó después de seis notas. Abrí el cajón de la mesita de noche. Encontré un estuche de gafas vacío, un cortaúñas, un frasco de petaca y una medalla de la virgen de Lourdes. Nada más.

– Tiene que haber una llave de esa habitación en alguna parte -dije.

– La tendrá el administrador. Mire, digo yo que mejor nos vamos y…

Me cayeron los ojos a la caja de música. Levanté la tapa y allí, bloqueando el mecanismo, encontré una llave dorada. La tomé, y la caja de música reemprendió su tintineo. Reconocí una melodía de Ravel.

– Ésta tiene que ser la llave -sonreí a la portera.

– Oiga, si el cuarto estaba cerrado, sería por algo. Aunque sólo sea por respeto a la memoria de…

– Si lo prefiere, puede usted esperarme en la portería, doña Aurora.

– Es usted un demonio. Ande, ábrala de una vez.

Un vahído de aire frío silbó por el orificio de la cerradura, lamiéndome los dedos mientras insertaba la llave. El señor Fortuny había hecho instalar un cerrojo en la puerta de la habitación desocupada de su hijo que hacía tres del que tenía en la puerta del piso. Doña Aurora me miraba con aprensión, como si estuviésemos a punto de abrir la caja de Pandora.

– ¿Da esta habitación a la fachada de la calle? -pregunté.

La portera negó.

– Tiene una ventana pequeña, un respiradero que da al tragaluz.

Empujé la puerta hacia el interior. Un pozo de oscuridad se abrió ante nosotros, impenetrable. La tenue claridad a nuestras espaldas nos precedió como un aliento que apenas conseguía arañar las sombras. La ventana que se asomaba al patio estaba cubierta con las páginas amarillentas de un periódico. Arranqué las hojas de diario y una aguja de luz vaporosa taladró la tiniebla.

– Jesús, María y José -murmuró la portera junto a mí.

La habitación estaba infestada de crucifijos. Pendían de la techumbre, ondeando del extremo de cordeles, y cubrían las paredes fijados con clavos. Se contaban por decenas. Podían intuirse en los rincones, grabados a cuchillo en los muebles de madera, arañados en las baldosas, pintados en rojo sobre los espejos. Las pisadas que llegaban hasta el umbral de la puerta trazaban un rastro en el polvo en torno a una cama desnuda hasta el somier, apenas ya un esqueleto de alambre y madera carcomida. En un extremo de la alcoba, bajo la ventana del tragaluz, había un escritorio de consola cerrado y coronado por un trío de crucifijos de metal. Lo abrí cuidadosamente. No había polvo en las junturas del fuelle de madera, con lo que supuse que el escritorio había sido abierto no hacía mucho. El escritorio tenía seis cajones. Los cierres habían sido forzados. Los inspeccioné uno a uno. Vacíos.

Me arrodillé frente al escritorio. Palpé con los dedos los arañazos en la madera. Imaginé las manos de Julián Carax trazando aquellos garabatos, jeroglíficos cuyo sentido se había llevado el tiempo. En el fondo del escritorio se adivinaba una pila de cuadernos y una vasija con lápices y plumas. Tomé uno de los cuadernos y lo ojeé. Dibujos y palabras sueltas. Ejercicios de cálculo. Frases sueltas, citas de libros. Versos inacabados. Todos los cuadernos parecían iguales. Algunos dibujos se repetían página tras página, con diferentes matices. Me llamó la atención la figura de un hombre que parecía hecho de llamas. Otra describía lo que hubiera podido ser un ángel o un reptil enroscado en una cruz. Se adivinaban esbozos de un caserón de aspecto extravagante, tramado de torreones y arcos catedralicios. El trazo mostraba seguridad y cierto instinto. El joven Carax mostraba las trazas de un dibujante de cierto talento, pero todas las imágenes se quedaban en esbozos.

Estaba por devolver el último cuaderno a su lugar sin inspeccionarlo cuando algo se deslizó de entre sus páginas y cayó a mis pies. Era una fotografía en la que reconocí a la misma muchacha que aparecía en la imagen quemada tomada al pie de aquel edificio. La chica posaba en un suntuoso jardín y, entre las copas de los árboles, se adivinaba la forma. de la casa que acababa de ver esbozada en los dibujos de adolescente de Carax. La reconocí al instante. La torre de «El Frare Blanc», en la avenida del Tibidabo. Al dorso de la fotografía venía una inscripción que decía simplemente:


Date: 2016-01-05; view: 557


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